CAPÍTULO II
LA escuela pública de Samayac, como casi todo en aquel lugar hace tantos años, era muy humilde. No obstante, la falta de recursos se suplía con el interés y el cariño que ponía el profesor decano de la escuela en enseñar a sus alumnos, sobre todo a aquellos bien dispuestos a aprender, como era el caso de Lorenzo.
La rudimentaria mesa del maestro estaba alumbrada por los rayos del sol. Caían sobre ella procedentes de los ventanucos sin cristales cuadrados pequeños, que habían desaparecido poco a poco por las pedradas que les lanzaban los patojos.
La cosa funcionaba así: un niño desafiaba a otro, lanzaban las piedras contra los cristales y, seguidamente, el bueno de don César los agarraba a los dos por las orejas y les daba una cachetada.
Lorenzo, doce años, avergonzado frente a la mesa del bueno de don César, unos treinta años, que le sermonea:
—Usted bien sabe cómo yo le he enseñado a remontar estos estados depresivos. ¿Que acaso eres el único niño pobre en este pozo de miseria? ¿Que acaso sólo tú sufres porque tu papá llega a casa bebido?
—Sí, yo sé todo eso. Se lo agradezco, don César, pero paso muchas noches llorando. Mi mamá trabaja demasiado. Yo...
—¡Tú la ayudas y dejas de quejarte! Tienes una inteligencia privilegiada, unas grandes ganas de aprender..., unas ganas enormes que te harán llegar muy lejos. Yo te lo juro, Lorenzo: sigue aprendiendo, sigue estudiando duro. Tú llegas lejos, que yo te lo prometo. Tu padre... Tu padre ahoga el pobre en alcohol todas sus penas... Bueno. ¿Repasamos tus ejercicios de Matemáticas? Ya ves, el único en la clase capaz de alcanzar ese nivel... ¡Venga, hombre! Tendrás que aprender mucho de cuentas para administrar tu fortuna mañana.
Don Cesar ríe, Lorenzo sonríe. Se aplican en los ejercicios.