CAPÍTULO XLIII

EL secuestro de la mujer y el hijo del juez debía producirse a las ocho de la mañana. Afortunadamente, el avión de la compañía TACA salía a las diez y media para Guatemala. Todo cuadraba. Poco antes de las ocho de la mañana, en el tranquilo condominio donde vivía el juez, ya estaban esperando Carmen y Lorenzo en el carro alquilado con las debidas precauciones.

La mujer del juez era metódica. Salió con el niño a la hora acostumbrada. Nada más pasar la casita de vigilancia del guarda giraron a la derecha y les interceptó Lorenzo. La mujer tuvo que frenar bruscamente. Carmen, cual si de una auténtica guerrillera se tratara, ya estaba en la ventanilla de la conductora apuntándole con su revólver.

—Muévete y os mato a los dos.

Los ataron convenientemente en un momento. Metieron a la mujer en el maletero del carro de ella y al niño en el del otro carro.

En poco tiempo, ambos carros partían hacia el terraplén, donde estaba el camión.

Abrió Lorenzo la puerta de atrás del camión y extendió la rampa de acceso. Seguidamente, subió el automóvil de la mujer del juez al camión con ella dentro. Metió también al niño bien atado en el mismo coche y les lanzó un botellín de gas narcotizante.

Tranquilamente, Lorenzo condujo el camión, seguido por Carmen en el coche, hasta el almacén alquilado. Entró el camión y seguidamente, realizó todas las operaciones previstas. Primeramente colocó dentro del coche comida y agua para unos quince días, como tenía previsto. También dos cubos para las necesidades de ambos. Y una nota muy clara:

Señora, su marido es un asesino que quiere matar a mi hijo. Eso me lleva sin remedio a matarles yo a ustedes dos. No obstante, si ese asesino indecente rectifica, le diré dónde puede rescatarles.

Tienen mínima ventilación: un milímetro abierto cada uno de los cuatro cristales del carro. No traten de salir ni hagan esfuerzos. Ahorren aire. Gritar o golpear no les sirve de nada.

Dentro de unos días se les terminará la comida y, si su esposo no ha hecho lo que quiero, morirán de hambre.

Seguidamente, con varios maderos bloqueó convenientemente las puertas del carro, que quedó así cerrado y aislado dentro del camión, que a su vez quedó dentro del almacén. Nadie podía desde fuera oír sus gritos.

Carmen y Lorenzo marcharon al aeropuerto internacional de Miami.

—¿Recordaste quitarles todas sus cosas? ¿El celular?

—Claro, mujer. Según lo previsto. No te preocupes, que no les localizan.

Tomaron el avión de Taca y dejaron para siempre los Estados Unidos de América.

Nunca había comido Lorenzo con tanta hambre y disfrutado tanto de una comida tan sencilla como la de esa mañana en el avión. También Carmen, devoraba la comida.

Carlos pensó en lo cambiada que estaba ella, en que parecía ya otra persona. «Claro que yo también debo ser ya otra persona», se dijo.

Al llegar al aeropuerto de La Aurora, se dirigieron en taxi al lugar donde ya estaba preparado el automóvil, que en principio estaba previsto para Carmen.

Lorenzo decidió con uno de los celulares de reserva llamar a Lorenzo, para decirle que todo estaba bien y que se iban de turismo con su madre todo el día.

—Papá, no ha salido nada todavía por la televisión de lo del juez.

—No creo que tarde la noticia más de otro par de horas, hijo. Disfrútala. Esos dos mueren de hambre si hacen todos lo que tienen que hacer.

—Venid sin prisas, papá. Aquí todo está bien. La conductora intenta todo tipo de tretas, pero ni escucho lo que habla.

—Bien hecho, hijo.

—Lo único que siento —dijo Lorenzo a Carmen— es lo mal que van a tratar a Carlos.

—Bueno, él sabrá que ese maltrato conlleva que todo va bien.

Y se fueron por la carretera tranquilamente hacia el norte.