CAPÍTULO XXIV
LORENZO y su buen amigo José estaban sentados en el restaurante del primero.
—Desde el principio lo supe, José —decía Lorenzo—. Nada le dije a Carmen, nada a Lorencito de mis temores, pero sabía que lo condenaban a muerte. ¡Pobre Carmen! Nunca ha vuelto a verlo mas que entre rejas.
—¿Te has planteado que sea culpable, que os haya mentido a todos? —dijo José.
—¿Y qué importa eso? —respondió furioso Lorenzo—. ¿Es que voy a permitir que maten a mi hijo, culpable o inocente? ¿Puedes imaginarte a cuánta gente mataría yo si se atreven a quitarme a mi hijo? Nosotros no somos como ellos. A un hispano no se le toca a su familia. Si lo hacen, pagarán ciento por uno.
—De momento —dijo José—, trames lo que trames, sigue tu vida con apariencia normal, luchando, poniendo el recurso, que no perciba nadie tus ideas de hacer cualquier barbaridad. En cualquier caso, cuenta conmigo para lo que sea; y, cuando digo lo que sea, quiero decir lo que sea.
—Gracias, buen amigo —respondió Lorenzo.
Lorenzo regresó a su casa, llorando, maldiciendo y blasfemando. Decía convencido: «A mi hijo no lo matáis aunque me cueste a mí mi propia vida, aunque tenga que matar a los hijos de todos los que han intervenido en todo esto».
Sintió que la sangre se le agolpaba peligrosamente en la cabeza, pero procuró serenarse. Tenía que estar tranquilo al llegar a casa y más aquel día, pues iba a proponerles a su esposa y su hijo mayor el arriesgado plan que venía tejiendo en su cabeza desde hacía muchas jornadas.