CAPÍTULO XLI

CARMEN tenía una actividad frenética. Había tenido que ir con su falsa documentación a alquilar un auto para usarlo el último día y preparar también muchas cosas. Por último, se dirigió a la cárcel a ver a Carlos.

Ya en la sala de las visitas, Carmen se fijó bien en el guardia, el individuo que se creía un gran funcionario de policía.

—¡Qué asco me das! —murmuró.

Realmente había cambiado su personalidad de tal forma que ya pensaba cada vez más como su esposo. Lo mismo le ocurría a su hijo Lorencito.

—Carlos, hijo, ¿cómo estás?

—Bueno, mamá, las horas se hacen largas, pero yo voy acostumbrándome a mi rutina. Hago mucho ejercicio y procuro entretenerme.

—Mira, hijo, no me voy a quedar mucho tiempo. Quiero que sepas que, a partir de ahora —y bajó mucho la voz—, ninguno de nosotros podrá venir a verte.

—Entiendo —respondió Carlos.

—Como te dijo tu padre, cuanto peor te traten, mejor van las cosas; pero si llegara el día en que esos asesinos indeseables te ejecutaran, quiero que tengas este último pensamiento: Nosotros te estamos esperando en el más allá, porque, puedes estar seguro, para matarte a ti primero habrán tenido que matarnos a nosotros. ¿Entiendes?

—Sí, mamá.

—También piensa que, llegado ese momento, con seguridad habrán muerto muchos de ellos. La venganza la llevarás por delante. Ahorita mismo, como está la situación, aunque ellos aún no lo saben, nuestra venganza está ya garantizada. Adiós, hijo. Tu padre y yo, y también Lorencito, ya somos iguales. Auténticas máquinas. Mal lo tienen estos hijos de puerca madre.

—Mamá, hablas de otra manera.

—No sabes lo que he cambiado. Hasta he reaprendido a disparar y no me tiembla la mano. Estoy preparada para matar a quien sea... Adiós, hijo.

Carmén miró con el más profundo de los desprecios al guardia, seguramente casi analfabeto, que se creía el gran funcionario de policía. Salió pensando: «¡Desgraciado! ¡Si supieras que has tenido aquí en la cárcel a quien tiene secuestrados a esos niños!».