CAPÍTULO V
EN el mercadillo de Mazatenango, Lorenzo atendía feliz y de forma bien dispuesta a los clientes. Estaba pendiente de todos con amabilidad y entusiasmo, tanto así que las ventas aumentaron y Martín, su jefe, estaba bien contento con él.
Un buen día, Martín se acercó a la parada:
—Lorenzo, tenemos que hablar. Ven un momento ahí, delante de la tienda de bebidas.
—Ahora mismo, don Martín —respondió Lorenzo. Presto, como siempre, dirigiose al lugar.
—¿Te gusta este local, Lorenzo?
—Sí, don Martín. ¿Por qué?
—Me lo han ofrecido. Pienso montar un restaurante mejor que esta simple tienda de comidas, pero yo no puedo atenderlo y mi esposa aquí, ni modo. ¿Qué te parece si dejas la molina y la parada y te vienes aquí a dirigir todo esto?
—Pero yo no sé de comidas.
—No te preocupes, tendrás quien te ayude. Lo que deseo de ti es la honradez y la buena disposición. Así yo estaré tranquilo en Samayac, sabiendo que aquí funcionan las cosas y nadie me engaña.
—Cuente conmigo como siempre, don Martín. Pero hay un detalle que debe tener en cuenta, porque yo no quiero engañarle: yo pienso marcharme a Estados Unidos en cuanto disponga del dinero necesario para el viaje y...
—Bueno, bueno, ya lo sé. Tú trabaja aquí de momento. Te daré el cincuenta por ciento del beneficio, pero tendrás que pagar la mitad de la inversión. Cobrarás por lo tanto solo el veinte por ciento hasta que hayas puesto tu parte, en lo que tardarás tiempo. Luego ya seremos socios definitivamente al cincuenta por ciento.
—Pero...
—Sí, de acuerdo, hasta que decidas irte al país de las calles de oro —rio don Martín.