CAPÍTULO XXXVIII

LORENZO pasó sin problemas la frontera de Guatemala a México. El camión iba vacío.

Ya en Monterrey, descansó del largo viaje y se dirigió a una empresa donde hacían fumigaciones y desinfecciones legales. Allí encargó que el camión fuera desinfectado y ambientado. Cuando el muchacho que vino a hacer la tarea estuvo en el almacén, le hizo exagerar la fumigación. Además, le compró un pequeño depósito con más desinfectante. Quería que el camión oliera a algo que distrajera a cualquier perro que lo olfateara, por si acaso.

Obtuvo su certificado de fumigación y al día siguiente emprendió carretera a Texas, para dirigirse con el contenedor cargado, como siempre, a San Antonio.

Mientras manejaba el camión pensaba en Lorencito. Estuvo tentado de llamarle, pero se resistió debidamente. Trató de distraerse e hizo el trayecto con normalidad.

Se detuvo a desayunar muy tranquilo. Compró periódicos y vio la televisión en un bar de carretera.

Nadie hablaba de otra cosa. En Estados Unidos habían secuestrado al parecer o estaban desaparecidos misteriosamente diez niños y la conductora de su autobús escolar. Todos hablaban de lo mismo. Algunos clientes del bar se manifestaban diciendo «Les está bien merecido a los gringos malditos»; otros decían «¿Dónde vamos a llegar? Tendrían que matar a esos secuestradores».

Lorenzo, no sabía por qué, estaba en la peor situación en que se podía estar. Corría el riesgo, junto a su esposa y sus dos hijos, de ser ejecutados, pero se sentía satisfecho.

Vio llorando por la televisión a las madres de los niños y pensó: «Más hemos llorado nosotros. Aún seréis más los que lloraréis y mucho más».

Salió a la calle satisfecho, paladeando las primeras lágrimas de los verdugos, porque para él todos los ciudadanos de Estados Unidos eran los verdugos. Paseó con un cierto bienestar, porque todo estaba yendo bien.

En la frontera había un movimiento de policías impresionante.

Los gringos andaban como locos registrando cualquier vehículo que pasara la frontera hacia México. Había terribles colas y el control era enorme. Los policías actuaban nerviosísimos y eso satisfacía a Lorenzo.

Nuestro protagonista continuó circulando hacia San Antonio, en Texas.

Por todos lados había un sinfín de policías que detenían los vehículos y que los registraban con la ayuda de perros.

—¡Qué bien he hecho al perfumar con el fumigador para despistar a los perros! Seguro que rastrean el olor de los niños y...

—Bueno —pensó—, la vigilancia es para los que intentan salir de Estados Unidos, no para los que entramos, pero por si acaso.

Llegó a San Antonio, dejó su contenedor en la empresa de costumbre. Tuvo que dirigirse a una carpintería para comprar de nuevo maderas a medida para preparar un buen escondite para dos personas bien apretadas bajo los asientos del camión. Los de la frontera seguirían buscando a un grupo de niños y no mirarían más que en la zona de carga del camión. Así que preparó adecuadamente el espacio precario tras los asientos del conductor y los dos acompañantes y dejó un espacio mínimo que permitiría meter allí totalmente narcotizados a la mujer y al hijo del juez.

Lo tenía muy claro: si le sorprendían, se suicidaría en ese momento. Lorencito tenía todo lo necesario para continuar con el plan.

En cualquier caso, no tenían por qué relacionar el secuestro de la mujer y el hijo del juez, que lógicamente le achacarían en principio a Lorenzo, con el extraño secuestro de aquellos niños a dos mil kilómetros de distancia de Miami.