CAPÍTULO LXIV
LORENZO y Lorencito habían estado muy activos. Habían dedicado todo su tiempo a preparar el doble fondo en el camión viejo que don César había adquirido antes de dejar el refugio. Asimismo, se había puesto a rotularlo con el nombre de la empresa de transportes de México. Casi habían conseguido un doble del otro camión utilizado anteriormente.
Obviamente no había sido precisa la cuarta ejecución.
A Carmen le preocupaban la esposa y el hijo del juez.
—No pienses en ello —le dijo Lorenzo—. Tenían agua y comida para resistir hasta un mes. Su sufrimiento no nos importa a nosotros. Serán los últimos en ser liberados.
—¡Tengo tantas ganas de ver a Carlos! — dijo Carmen.
—Bueno, te queda poco —respondió Lorenzo—. Yo ahora, sabiéndole libre de alguna forma, ya no tengo tanta impaciencia.
—Lorencito —dijo Lorenzo dirigiéndose a su hijo—, empieza a preparar a los niños. ¡Vamos!
Mientras tanto, en Samayac la actividad era frenética. Ya puede comprenderse que toda la población vivía solo para estar pendiente de lo que ocurría. Los policías guatemaltecos estaban actuando con contundencia. A las seis de la mañana habían aparecido por todos los hoteles de la zona y habían sacado de la cama con malas maneras a los agentes americanos, les habían conducido a la municipalidad de Samayac y allí les habían identificado.
—Tomadles a todos las huellas —ordenó el jefe de la Policía—. Seguramente llevan identidades falsas.
De todos abrieron una ficha con los datos, fotografía, huellas, etc. En total había treinta hombres.
Estrictamente separaron a los veinticuatro que ellos mismos eligieron y los encerraron en un autobús de los empleados para el traslado policial de presos. Los llevaron inmediatamente a Ciudad de Guatemala.
Tras una breve parada en la presidencia de la República los transportaron hasta la embajada americana.
En Samayac, todo eso era vivido en vivo y en directo por los ciudadanos, que prácticamente querían linchar a los policías americanos. Había un clamor antigringo y favorable a Lorenzo que daba miedo a los propios policías de Guatemala.
No tenían menos miedo los políticos, que veían escaparse de control la situación. Sabían que, si alguien hacía algo a Carlos, podía haber un estallido social; por otro lado, el presidente americano ya empezaba a perder las formas y amenazaba con enviar militares que provocarían una abierta intervención armada.
La situación en Estados Unidos tampoco era agradable. Se había producido una intensificación brutal del sentimiento antihispano. Muchos ciudadanos, millones, estaban furiosos con los latinos.
Ya no era cuestión de un secuestro, de una amenaza a la ley, no, sino un enfrentamiento entre hispanos y gringos. La cosa estaba fea.