CAPÍTULO XI

LLEGÓ al restaurante, respondió a la mirada de reproche por su ausencia de Carmen, con un «He hecho lo correcto, mi amor» y se fue a dormir la borrachera.

Le despertaron los sollozos de Carmen.

Lloraba por dos motivos: el primero, tener que comunicarle a Lorenzo la muerte esa misma noche de su madre; el segundo, presentir que marcharían los dos a aquella tierra a la que ella no habría querido ir.

El entierro fue muy sentido. Lorenzo, muy a su pesar en el aspecto económico, pero al mismo tiempo muy convencido de hacerlo así, por el gran amor que le tenía a su madre, gastó mucho más dinero del necesario en enterrarla en un lugar muy digno y con todos los honores.

Se dirigió al lugar en que solían tomar los dos sicarios.

—Amigos, cierro el restaurante. Ya no podréis comer gratis por un mes.

Pusiéronse tensos los dos asesinos o, mejor dicho, maleantes profesionales.

—Pero yo siempre cumplo con quien bien me sirve y os voy a pagar muy generosamente, por vuestra ayuda y por vuestro silencio. La casa de mi madre tiene escaso valor, pero mucho más que la comida de un mes para los dos. Así que os firmo aquí mismo un papel en el que os la cedo.

Y los llevó a uno de los notarios instalados en la calle de los notarios de Mazatenango y firmó el documento, al tiempo que les entregaba la rudimentaria llave de la casa.

—Eres de ley —dijo uno de ellos. Cuenta siempre con nosotros.

—Poco podía imaginar Lorenzo que, pasados treinta años, ya en las puertas de la ancianidad todos ellos, volvería a necesitarles.

Así que Lorenzo se despidió, mientras ellos siguieron tomando.