CAPÍTULO XIII

LOS dos estaban sentados a la mesa tomando un refresco, en el patio de la casa de don César, el antiguo maestro de Lorenzo. Don César miraba a Lorenzo asombrado.

—Vas a conseguirlo.

—Sí, don César, voy a conseguirlo y voy a cumplir mi sueño.

—Nosotros mismos a veces nos hacemos de menos, hijo.

—¿Por qué me habla con esa amargura, don César?

—Mira, hijo, los que valen como tú no necesitan emigrar a parte alguna. Ahorita mismo podrías ya montarte otro restaurante, quizá en Escuintla, ciudad que tanto te gusta. Mejorarías mucho y te enriquecerías en tu propia tierra, con tu propia gente.

—Don César, ya usted sabe lo que yo quiero.

—Sabía que un día te perderíamos, porque eres como un pájaro que necesita volar en espacios más grandes. Solo una cosa, hijo, no olvides quién eres y ven a vernos. —Don César contuvo el llanto, se levantó y abrazó emocionado a Lorenzo—. Si necesitas algo, si tienes un problema...

—Lo sé —le interrumpió Lorenzo—. No lo olvidaré nunca. Sé que podemos contar el uno con el otro —y salió también llorando.

Al día siguiente, ya Lorenzo partió junto con Carmen para Ciudad de Guatemala. Llevó consigo su dinero, sus documentos y poca cosa más. Nada necesitaba. Tenía tanta fe que sabía que ya quedaría resuelto todo el papeleo para el pasaporte y el visado, porque hay algo que estaba claro: el dinero lo arregla todo, o casi todo.