CAPÍTULO XLIV
-BUENO, CARMEN, ahora a pasearnos. Mañana mandaré el primer mensaje. ¡Cuánto me gustaría ir a Samayac ahora y volver al lugar en que nos casamos y...!
—Olvida eso, mi amor. Ya no se puede dar marcha atrás.
Siguieron por la carretera plácidamente. También ella, tan convertida a la violencia si alguien tocaba a su familia, se sentía como satisfecha del mal que les hacía a los que querían matar a su hijo.
—Nunca me imaginé haciendo algo así —dijo Carmen.
—Bueno, convendrás conmigo en que es algo excitante —respondió Lorenzo.
Llegaron al refugio. Escondieron el carro y se instalaron.
—Estoy pensando en lo mal que lo pasarán la mujer y el hijo del juez allí encerrados —dijo Carmen.
—Peor lo pasa mi hermano —respondió Lorencito, también endurecido por todo lo que les estaba tocando vivir—. Pienso que ellos no establecen relación alguna entre lo del juez y el secuestro de los niños.
—Así es —respondió Lorenzo—. Mira el periódico.
Efectivamente. Eran dos asuntos distintos y ocurridos en lugares bien lejanos.
Ya la policía estaba buscando desesperadamente a Lorenzo, a Carmen y a Lorencito, imaginando que ellos habían secuestrado a la mujer y al hijo del juez. Aunque el juez lógicamente tenía muchos enemigos, la familia de Carlos había desaparecido justamente con el secuestro.
No había pues ninguna duda. Ya sabían que habían marchado a Guatemala. El Gobierno guatemalteco ya estaba recibiendo las pertinentes amenazas de todo tipo del Gobierno americano. Tenían que cazar a los fugitivos y entregárselos vivos.
Es curioso. Siempre ha estado prohibido por la mayoría de legislaciones extraditar a un ciudadano propio. Si un español, por ejemplo, cometía un delito en otro país, debía ser juzgado en España si se le detenía aquí, nunca extraditarlo. En cambio, hoy en día esto ha cambiado: los estados modernos, gobernados por políticos sin dignidad y acobardados, no sienten vergüenza por entregar a los gringos a un ciudadano propio, para que le juzguen allí donde al fiscal no le interesa la verdad, sino conseguir muchas condenas. A tal extremo llega la maldad, que cuando ejecutan a un condenado, el fiscal suele recibir felicitaciones e incluso celebrar una fiesta con alcohol. ¡Cuánto asco!