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La joven vidente gótica Clarice Loutrec estaba sentada en la estrecha cama de la pequeña habitación trasera de su sencillo negocio, que a todas luces también utilizaba como hogar desde que se independizó de la casa de sus padres: una recóndita tienda de esoterismo, situada en un humilde barrio de París, a la que ella le puso por nombre: La pequeña luna llena.

Aquel sencillo lugar, en realidad se trataba de un local  de ochenta y dos metros cuadrados que ella alquiló vacío y al que poco a poco le fue añadiendo muebles. Más tarde, esos muebles los fue llenando de interesantes libros que vendía a bajo coste tanto modernos como antiguos los cuáles contenían historias y supuestas anécdotas con testimonios incluidos de auténticos hechiceros, brujos, sociedades secretas antiguas y modernas que formaban supuestos aquelarres donde hacían rituales pintorescos y variopintos, alquimia, astronomía y cosas por el estilo. También había elementos varios para esoterismo, curiosos y variados: desde altares pequeños, para magia blanca y negra, hasta cartas de tarot, pasando por distintas especias y plantas para remedios, pociones o conjuros que atraen la buena suerte… Sándalo, mandrágora, laurel… Etc.

Clarice estaba concentrada. Sacó de su bolsillo un pequeño espejo de mano y miró su rostro palidecido por el blanco maquillaje típico de una chica de su condición, que, a fin de cuentas, resultaba parcialmente contrastado por el morado de sus gruesos labios recientemente pintados y su oscuro rímel, que cubría la parte superior de sus ojos.

Volvió a guardar su espejo. Esta vez se levantó un momento de la cama, giró la mirada hacia una pequeña mesa de noche que tenía frente a la almohada sobre la cual reposaba su tabla de Ouija, y tras tener un mal presentimiento la cogió, puso su dedo en el máster, que tenía forma de corazón y tras cerrar los ojos dijo:

Espíritu, por tu nombre yo te invoco. ¿Alguno de mis seres queridos, o conocido mío corre algún peligro grave?

Tras unos segundos en silencio espectral e inquietante, Clarice notó que su corazón se aceleró por un momento, y que las tiras sonoras que había en el hueco de la puerta de la habitación que colindaba con la parte delantera de su negocio, donde estaba el mostrador desde el que atendía a sus clientes se movieron de repente, de forma suave, como si hubiese una presencia de alguien que entraba en la oquedad del espacio. Acto seguido, el máster, que estaba en el centro de la tabla se movió con un movimiento rápido e intenso hacia la opción si, por lo que era un sí rotundo.

Ni corta ni perezosa, Clarice, automáticamente quiso saber quien estaba en peligro, así que algo asustada y rogando mentalmente al destino que no fueses sus padres ni sus familiares más cercanos, ella, con sus dedos índices pegados en el máster, abrió un momento sus ojos mirando hacia arriba, suspiró hondo y formuló a aquel misterioso ente su pregunta:

–Espíritu, ilumíname con tu infinita sabiduría, respóndeme con tu presencia clarividente: ¿Quién de mis conocidos corre un grave peligro? ¿Son quizá mis padres?

El máster hizo un movimiento circular y se colocó en la opción «no».

–¿Mis hermanos?

El máster dio un movimiento rectangular por los filos de la fina tabla y volvió a colocarse en «no».

–Entonces, espíritu. Dime quien está en peligro, te lo ruego, no me tengas en ascuas.

El máster volvió a moverse y letra a letra escribió lentamente. «Lady Marlene Márquez». Acto seguido, de un sobresalto, el máster se puso en opción «adiós»y, al instante, pasó otra ligera brisa que volvió a mover suavemente las tiras sonoras del hueco de la puerta. La sesión había terminado.

Pensando que como amiga suya su obligación es emplear su don para profundizar sobre el tema y avisarla, Clarice puso la tabla de ouija y el máster sobre la mesita de noche donde estaba antes de la sesión y abrió el primer cajón para sacar su baraja de cartas de tarot.

Las sacó de la caja. Les quitó la gomilla en la que venían envueltas y al comenzar a barajarlas, les notó al tacto que las estaba estrenando en aquel instante. Tras unos segundos barajándolas, se disponía a ponerlas sobre la cama aplicando la técnica de las seis cartas; dos de pasado, dos de presente, y otras dos de futuro, pero justo antes de posar sobre el edredón la primera carta, la joven gótica hizo su pregunta:

–¿Qué peligro corre mi amiga Lady?

Las cartas hablaban por sí solas. Representando al pasado, salieron las cartas de Los Enamorados y El Carro. Luego, para el presente; La Muerte y El Loco, y las dos del futuro; El Colgado y El Diablo.

Clarice quedó perpleja. Conocía bien el significado de las cartas, y todo apuntaba a que: Los Enamorados eran sus padres biológicos, El carro y  La Muerte, eran el fuerte cambio sin duda aplicable a cuando su amiga Lady fue adoptada y mudada desde Latinoamérica hacia Francia, El Loco es una referencia a una vida llena de ajetreos y confusión como es la de una agente de la DCPJ, El Colgado invertido, sería un hombre inteligente y joven que aparecería en su vida actualmente aunque podría estar herido o impedido y de ahí que la carta saliera al revés. Ese hombre que aparecería se haría muy importante para ella, y El Diablo, el creador de sus males, el peligro, la adversidad, la mano negra que irá a hacerle daño. Representa a alguien oscuro, de turbia alma malintencionada, con maldad.

Después de saber eso, Clarice quedó boquiabierta llevándose la mano a la boca en un gesto de preocupación, y sintió que a pesar que llevaban dos meses sin hablar por una tonta discusión sobre si Lady debía retomar su relación con Petit, sentía que debía avisarla, por lo que decidió que la forma más rápida de hacerlo era llamándola a su móvil.

Se apresuró. Guardó sus cartas de tarot dejándolas exactamente como estaban y salió al mostrador, cogió su móvil, que estaba junto a la vieja y polvorienta caja registradora y tras buscar su número en la memoria pulsó confirmar y se acercó el auricular a la oreja, justo cuando empezó a sonar el primer tono.

El secreto de Nostradamus
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