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A unos kilómetros del gris hospital donde Jack comenzó a recuperarse de sus heridas tras haber sido interrogado por el asesinato de su mejor amigo… El cruel sicario y verdadero culpable del crimen, se hospedó en el hotel más lujoso de París donde tenía una suite a nombre del jefe de su organización.

Situado en el corazón cultural de París, el famosísimo hotel Du Louvre era desde un punto de vista artístico toda una eminencia. La neoclásica decoración con brillantes luces eclipsadas por oscura madera, fue inspirada en el mítico Napoleón III. Las cuatro vetustas paredes de siete pisos de altura, colindaban con cuatro emblemáticos edificios considerados esenciales para la cultura y el arte parisinos: Museo del Louvre, la Ópera Garnier, la Comedié Française y la Place Du Palais Royal.

Tras el ajetreo de la noche anterior, Laplace de Shade, más conocido como «Cutface», se dedicó a dormir a pierna suelta, por lo que estaba roncando sobre el confortable colchón de agua de la acogedora cama situada en el centro de aquella habitación de ensueño, cuando su móvil sonó fuertemente arrancándole de aquella placentera fase rem. Él lo cogió sin abrir los ojos, adormilado y sereno. Preguntó quien llamaba pensando que era alguna de sus múltiples amantes de ocasión, y tras oír la ronca y siniestra voz que hablaba al otro lado del teléfono, inmediatamente dio un brinco de la cama asustado. Era su jefe, el cual era conocido por todos como El Maestro, Padrino, Cabeza de Dragón o Grado 33. Sólo los más allegados de «La Hermandad» sabían su verdadera identidad e historia de su vida.

Los pocos elegidos por él, tras un rito de iniciación en el cual bebían sangre de una hueca calavera humana la cual sostenían a modo de cuenco sobre las palmas de sus manos, juraban con su propia vida que lo que viesen dentro de la reuniones no lo mencionarían nunca fuera de esas paredes…, solo aquellos hermanos iniciados tenían el privilegio de asistir a los ritos privados, que se hacían en el sótano de su enorme mansión, cerrada a cal y canto.

La gran mansión del maestro, que además es considerada por ellos sede de la misteriosa y oscura sociedad secreta, estaba oculta al sur de París tras pasar un sombrío bosque, a las afueras de la ciudad.

Laplace se sentía afortunado. Pues además de ser uno de los pocos agraciados que sabía el verdadero nombre de su jefe, éste le dijo en una ocasión que era uno de sus asesinos favoritos por ser muy eficiente en su trabajo y le prometió que le recompensaría permitiéndole acceder a los ritos privados, que ha demostrado ser merecedor de ser uno de los elegidos. Él pensó que la hermandad tenía un rito aquella noche y habló algo asustado a pesar de todo, ya que sabe que a pesar de ser uno de los favoritos, ante un cambio de humor, el mandamás no se andaba con chiquitas.

–Dígame Maestro. ¿Qué ocurre? –preguntó con voz algo temblorosa.

–Laplace. ¿Acabaste el trabajo? –quiso saber el otro.

–Claro –dijo–. Jean Paul es historia.

–Bien, dime. ¿Dónde estás ahora? –dijo su jefe con tono de estar satisfecho por lo que acaba de oír.

–Estoy en la suite del hotel, he acabado el trabajo, pero Prist, el hermano que fue conmigo para acabar con Jean Paul cuando huyó con la limusina, fue impactado mortalmente en una curva durante la persecución.

–Bueno… Prist cometía últimamente demasiado errores… era… demasiado indiscreto. Bien, solo llamaba para eso, y para decirte que ya tienes tus 100.000 euros transferidos en tu cuenta corriente. Enhorabuena Laplace, desde el principio supe que tú no fallarías. ¿Por qué no hubo ningún percance verdad? –preguntó despacio con voz inquietante.

Laplace no sabía que decir. Sabía que si mentía, antes o después su tétrico maestro, aquel hombre oscuro, que preguntaba con un propósito oscuro, se percataría de ello, compensando el error con una represalia que sería cruel a pesar de ser uno de los favoritos. Así que decidió decir la verdad.

–Bueno…, verá maestro. Jean Paul efectivamente está muerto tal y como usted ordenó en la mansión antes de que huyese robando la limusina, pero…, hubo alguien más.

El tono del oscuro maestro, conocido como Lord Dragonetti, cambió.

–¿Qué? ¿Cómo que hubo alguien más? Voy a llegar al fondo del asunto. Si descubro que me la has jugado, o que has comprometido a la hermandad, te aseguro que desearás no haber nacido. De momento no te vayas de la suite, estoy cerca así que en cuanto te llame, baja y verás mi limusina parada frente al hotel. Sube, tenemos que hablar.

«Cutface» no sabía que decirle.

–Verá Milord, yo seguí a Jean Paul hasta la puerta de su casa, y cuando salté sobre él y le apuñalé la espalda para acabar con su vida, apareció un joven rubio que peleaba muy bien y me atacó, nos peleamos pero conseguí vencerle. Salí corriendo y estoy seguro de que no llegó a reconocerme. Eso sí, escapé en mi moto. La limusina se quedó ahí.

Dragonetti no temblaba. Se tocó un segundo la blanca y afilada barba y pensó que la limusina no sería un problema, ya que tras ser compradas y exportadas de Estados Unidos, eran introducidas en una cadena de talleres de recambio, propiedad de un gran empresario que era un importante miembro de la hermandad. Las matrículas originales eran sustituidas por unas falsas e inexistentes y a todas ellas,  se les borraba con ácido el número de bastidor. Prácticamente no dejaban huella.

–Por la limusina no debes preocuparte. –Dijo esbozando una maléfica sonrisa–. Previamente fueron exentas de ser nuestras. La policía no tiene nada contra nosotros.

Laplace cayó en la cuenta de que la daga ritual que tenía un sol babilónico grabado en su elegante empuñadura de marfil se quedó clavada en la espalda de Jean Paul, y que además, éste tenía puesto el anillo de iniciación, el cual le dieron antes de que huyera robando la limusina. Todos los de la hermandad que llegan a pasar el rito de iniciación tienen uno pero esta vez decidió no decir nada y dejar las cosas como están ya que, al llevar guantes negros, sus huellas dactilares no quedaron impregnadas en la empuñadura. Colgó el teléfono tras despedirse de su señor y luego se dio una ducha con hidromasaje. Se puso un elegante traje de Armani en color blanco brillante perfectamente planchado y escondió el atuendo negro en un macuto grande. Acto seguido salió del lujoso hotel, sacó dinero de un cajero cercano y tras volver a la puerta giratoria del lujoso hotel, alzó la vista hacia el aparcamiento. Allí estaba la siniestra limusina parada.

Laplace esbozó una sonrisa. Se acercó al ahumado cristal negro de la ventanilla de la puerta trasera y tras oír el clic que hicieron los pestillos del cierre centralizado, subió, sentándose junto a su jefe, que iba con un carísimo y oscuro traje hecho a medida, un sombrero, unos guantes negros de piel en las manos, y un bastón que tenía un cabezal de oro blanco con forma de serpiente, con dos rubíes auténticos como ojos, que brillaban con el color del fuego intenso.

Enmudecido, el Maestro, extendió su mano derecha, y le mostró uno de los carísimos anillos que llevaba para que lo besara. Laplace se dio cuenta y tras coger la mano enguantada del Maestro, le dio un beso en el vetusto anillo, que tenía forma de una pirámide, con un ojo en el vórtice e inscripciones en latín por los lados.

–Bien, iniciado, infórmame. ¿Qué ha ocurrido hoy?

–Pues verá Maestro, un chico rubio defendió a Jean Paul. Parecía que lo conocía.

El maestro levantó una ceja y le echó una sarcástica mirada.

–Y… ¿Acabarías con su vida supongo? ¿Verdad?

Cutface no sabía que decirle.

–Pues verá Milord, yo…, peleé con él y le vencí pero el caso es que sigue vivo. Pero era de noche, estaba oscuro y no había testigos.

Dragonetti no se inmutaba. Se puso a pensar en cual es el mejor movimiento para preservar la privacidad de la hermandad y tras unos minutos en silencio le ordenó a su chófer con un gesto que diese otra vuelta por la zona. Luego volvió a mirar a su sicario y este se inquietó. Era difícil ocultar datos al maestro.

–Cutface. ¿Tú estás seguro de que aparte del chico rubio sigue vivo, no me ocultas nada más?

Dragonetti se volvió a acomodar en el lujoso asiento de la limusina y sacó de la pechera una cajita de plata que contenía en su interior un turulo de cristal diamantado y unos polvos blancos.

Laplace, decidió que antes de que el Maestro le pillara, era mejor decir la verdad mientras se relajaba esnifando cocaína.

–Bueno, verá…, Jean Paul tenía el anillo de iniciación que usted le dio antes del ritual, y la daga con la que lo maté se quedó clavada en su espalda. La daga tiene el sol, y el anillo tiene el león babilónico, sin mencionar que es de oro macizo, por lo que tampoco pasará desapercibido.

–Bien Laplace, el próximo…, creo que por ahora no sospechan de nosotros, así que, de momento ve a comer algo y a descansar que ya es hora…, esta noche, en el rito, preguntaremos al oráculo de Baal el próximo paso para que la hermandad, cumpla los objetivos de la agenda. Sí, estoy seguro de que esa será nuestra mejor acción. Pero de momento…, tengo otra pequeña misión para ti, Laplace.

Ante la serenidad de Dragonetti, Laplace se quedó estupefacto. Asustado aún, le miró a los ojos, asintiendo con la cabeza y notó que por un segundo, sus pupilas se encogieron formando una raya, como los ojos de serpiente.

–Diga Maestro, ¿cuál es la misión?

Dragonetti, le miró echándole una malévola sonrisa. Laplace observó su rostro, y advirtió que tenía una cicatriz en la cara, la cual se hacía notar a pesar de su barba pequeña, blanca y puntiaguda. La expresión de sus ojos verdes volvieron a crear el efecto del ojo reptil por un segundo, aunque esta vez el efecto fue algo más intenso, ya que Laplace juraría que las córneas se volvieron amarillas.

–Pues, tu misión hoy es comer algo y descansar pero mañana, irás al hospital, tratarás de averiguar qué fue del muchacho rubio, e intentarás saber que fue del anillo y de la daga. Pero en el día de hoy, es mejor no hacer nada, deja que bajen la guardia. Esta noche, ve a mi mansión, invocaremos a Baal con una efigie ya que es luna llena, y le preguntaremos, cual es el mejor movimiento para la Hermandad, sin duda, nuestro Dios será mejor estratega, que cualquiera de nosotros. No olvides que él nos lo ha dado…, todo. Esta noche, va a ser tu iniciación, vas a asistir por primera vez al rito privado, creo…, que eres merecedor de este honor. Haces bien tu trabajo, Laplace. Enhorabuena.

–Bien Milord, yo nunca olvidaré eso, sabe que estoy dispuesto a morir por la hermandad si fuera necesario.

–Bien. –Dijo Dragonetti asintiendo con la cabeza–. Ahora, sal de aquí, vuelve a descansar en la suite y esta tarde, ve a la mansión, preguntaremos a Baal y te iniciaremos como miembro importante.

Cutface se bajó de la limusina. Volvió a la lujosa suite del hotel y se tomó un helado de la pequeña nevera que había junto a la cómoda y ancha cama de agua donde se echó a dormir.

El secreto de Nostradamus
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