Roma
Aeropuerto de Fiumichino. 25 de febrero. Lunes. El vuelo de Alitalia (367) tomó tierra a las 15 horas, 35 minutos y 32 segundos. Habían transcurrido veinte días desde mi contacto con el coronel Hoffmann.
Y rumbo al hotel Atlante Star, en vía Vitelleschi, sentí miedo. Puede que me esté haciendo viejo. Y ya se sabe: los defectos del espíritu, como los del rostro, aumentan con los años...
Aquel sentimiento —no sé si de pánico o de indefensión— se hallaba más que justificado.
Habitación 108. Discreta. Repasé de nuevo el plan de trabajo y me lancé a las calles de Roma. Tenía que amortiguar tanta excitación.
17 horas.
El crepúsculo recorta y endurece la cúpula de San Pedro. Hubiera necesitado unas migajas de calor humano. De simple conversación. Pero, una vez más, batallaba en solitario. Los que envidian mi siempre relativo éxito profesional no saben de estos críticos momentos, encarcelado en mí mismo y forzado a aplastar la lógica y muy natural tentación de huir de mi Destino.
Y durante un par de horas deambulé por los alrededores de la Ciudad del Vaticano, tomando unas iniciales notas.
De acuerdo con las instrucciones de Frank, aquellas primeras jornadas debían transcurrir sin incidentes. Era vital que administrara el tiempo, con el fin de reunir un Máximo de información, dejando constancia física de mi estancia en la Ciudad Eterna. Ambos capítulos, como se verá, resultaban decisivos para cubrir el objetivo final y, de paso, salvaguardar mi integridad. Prudentemente, al paso por los aledaños del palacio del Santo Oficio y la Puerta de Santa Ana, guardé el pequeño bloc de cubierta naranja. Y me limité a observar las dotaciones policiales y los coches patrullas que montaban guardia en las referidas entradas al Vaticano. Un turismo y dos hombres uniformados, provistos de metralletas, junto a la barrera de acceso al mencionado Santo Oficio. Una furgoneta —también azul—, con otros dos agentes, igualmente dotados de armas automáticas frente a Santa Ana, en la vía de Porta Angélica. Todos, naturalmente, pertenecientes a la policía italiana.
Podía servir. Y lo fijé en la memoria. Pero, como digo, no había llegado el momento.
El plan de Hoffmann no era complicado, aunque sí peligroso. Peligroso para mí, claro.
En primer lugar, durante varios días, debía llenar mí cuaderno de notas -—ésas fueron sus palabras textuales—, con toda suerte de datos, directamente relacionados con los movimientos del cardenal Lomko. Ello incluía mapas del edificio de Propaganda Fide, en la plaza de España. Tanto del interior como de las calles adyacentes, de los recorridos habituales en automóvil y de su residencia en la Universidad Urbaniana. Esa exhaustiva información tenía que ser enriquecida con un minucioso registro de placas y características de las unidades policiales que custodian habitualmente los alrededores del Vaticano. Y por supuesto, en las hojas de ese bloc —elemento clave en la misión— convenía reseñar un máximo de nombres propios, relacionados con el referido papa rojo, con la seguridad del Pontífice y con mi propio trabajo como escritor y periodista.
Oficialmente —así constaría en todo momento—, mi presencia en Roma obedecía a un único y exclusivo fin: recopilar los materiales necesarios para la elaboración de una futura novela. Ello justificaría las entrevistas, consultas, anotaciones y cuantas actividades estimara oportunas.
A primera vista el coronel llevaba razón. El plan parecía fácil, sobrado de lógica y transparente. Pero el Destino —como predicaba Swinburne— es un mar sin riberas. Y el ser humano —iluso— cree conocer de antemano su puerto de destino...
No he mencionado aún la segunda y secreta parte de semejante parafernalia. Un objetivo al que me había comprometido y que, a buen seguro, constituía un eslabón más en una maquinación de mayores proporciones y de la que ni sabía, ni quería saber...
Reunir la mencionada documentación era cosa fácil. Al menos para un profesional del periodismo con más de veinticinco años de brega. Las verdaderas entrañas de la misión eran otras.
Ese cúmulo de datos se hallaba destinado a servir como detonante. Pero antes era menester infiltrarse en la boca del lobo. He ahí el problema. La boca del lobo en cuestión era la policía de Roma. Servidor tenía que ingeniárselas para provocar su propia detención.
¿Cómo conseguirlo?
Por expresa recomendación del coronel, mediante una fórmula lo suficientemente seria como para que mi conducción a las dependencias policiales resultara inevitable y, al mismo tiempo, arropada por una coartada que no hiciera peligrar mi físico y que me permitiera recuperar la libertad en un plazo de tiempo razonable.
En otras palabras: un trabajo de artesanía...
En este sentido, las órdenes fueron terminantes: Consumada la detención, las autoridades policiales deben tener constancia —clara y precisa— de que un escritor se encuentra embarcado en la elaboración de una novela de ficción, en la que uno de los personajes termina usurpando la personalidad del cardenal Lomko.
Éste, ni más ni menos, era el gran objetivo.
Y aceptando que fuera capaz de idear y poner en práctica dicha fórmula, ¿qué ocurriría después? ¿Cómo reaccionaría la policía ante los comprometedores informes existentes en mi poder? ¿Aceptarían mi condición de novelista? ¿Y si me confundían con un terrorista? Pero había aceptado. Y la misión, aunque arriesgada, se me antojaba excitante. Y haciendo mía la máxima de Jenofonte, procuré canalizar el valor por los diques de la prudencia.
Y a la mañana siguiente, 26 de febrero de 1991, martes, me lancé sobre Roma, ansioso por fabricar la tela de araña en la que yo mismo debía quedar prendido.
Cosa de locos, lo sé.
En síntesis, a lo largo de aquellas febriles y agotadoras jornadas, colmé mis propias expectativas, almacenando una información notablemente superior a la requerida. Lo que nunca supo Hoffmann es que el argumento concebido para la supuesta novela terminaría por arraigar en mi ánimo. A partir de ese instante, las pesquisas dejaron de ser teatro. Y fui más allá de lo exigido. Pero ésta es otra historia...
No hubo respiro ni concesión. Entrevistas personales. Consultas en hemerotecas. Revisión de archivos. Inspecciones sobre el terreno. Todo fue fructificando lenta pero inexorablemente.
Frecuenté la Sala Stampa (Oficina de Prensa de la Santa Sede), solicitando, incluso, la oportuna credencial. Una credencial -91037-G- que, obviamente, no fue utilizada.
De acuerdo con el plan, sólo importaba dejar constancia de mi presencia. La buena de sor Giovanna, una de las religiosas que atienden la citada Sala Stampa, trabajó lo suyo, recopilando un centenar largo de biografías de los más preclaros cardenales.
Dialogué en repetidas oportunidades con un grupo de periodistas que, gentiles, me proporcionaron toda clase de datos en torno a Lomko, al actual Pontífice y a los servicios de seguridad del Vaticano. Aquellos contactos con los corresponsales —minuciosamente planificados— jugarían un papel decisivo a la hora de mi liberación. Hombres como Domenico del Río, Gian María Vian, mi entrañable amiga Paloma Gómez Borrero, Federico Mandilo, Ángel Agea, Malgeri, Horacio Petrosilgio y Arcangelo Pallalunga, entre otros, pueden dar fe.
Otro tanto ocurrió en el interior de los muros del Vaticano. La relación de citas e indagaciones —más o menos confesables— resultaría tan extensa como aburrida. Llegué hasta donde pude..., y algo más. museos Vaticanos, con su director, Pietrángeli, a la cabeza. Restauradores. Arqueólogos. Fábrica de San Pedro, con Silvan, su arquitecto. Governatorato. Biblioteca. Archivo Secreto, donde el propio prefecto —el padre Metzler— se brindó a acompañarme como guía de lujo. Guardia Suiza. L´Osservatore Romano. Radio Vaticana...
En muchos de estos organismos e instituciones —cumpliendo el plan—, mi nombre y apellidos quedaron estampados en los obligados registros de entrada. Y a decir verdad, salvo contadas excepciones, mis investigaciones sólo recibieron facilidades.
Respecto a mi trabajo en Propaganda Fide, cuartel general del papa rojo, la fortuna se mostró benevolente con este reportero. Merced a la inestimable ayuda de dos sacerdotes al servicio de dicho dicasterio, y cuya identidad no debo revelar, tuve la oportunidad de introducirme y recorrer sus dependencias, recabando un completo dossier sobre las actividades, horarios y desplazamientos del prelado. Todo, incluyendo croquis de su despacho, de los diferentes accesos, de las rutas habituales seguidas por su automóvil desde la Universidad Urbaniana a la plaza de España y al Vaticano, quedó minuciosamente registrado en el cuaderno naranja.
Y en el colmo de la felicidad, después de no pocas gestiones, una de aquellas mañanas era recibido por el cardenal eslovaco en persona. La entrevista, aunque breve, vino a consolidar el plan. Lomko y su secretario tuvieron cumplida noticia de mi existencia y de algunos de mis propósitos. En el transcurso de la amigable charla, mientras el purpurado accedía a estampar su firma en dos fotografías, me arriesgué a contarle un extraño sueño. Algo que, efectivamente, se había producido y que siempre he achacado a la influencia de los comentarios de los periodistas italianos con los que había conversado. ¿o quizá no?
En el sueño veía a Lomko como el futuro Papa.
Ignoro qué grado de credibilidad pudo otorgar a una ensoñación semejante. De lo que sí estoy seguro es de que mi relato no lo olvidará con facilidad.
Sibilinamente me las ingenié para obtener una imagen de aquel momento. La fotografía —con la fecha impresa en el ángulo inferior derecho—, amén de su valor intrínseco, podía suavizar mi situación frente a la Policía.
El viernes, 1 de marzo, sesenta y una de las sesenta y ocho hojas de que consta el célebre bloc naranja, aparecían preñadas de matrículas de coches-patrulla, características y número de dotaciones policiales, mapas, concienzudas descripciones de la sede de Propaganda Fide y sus alrededores, de la residencia de Lomko, de los turnos de guardia en los diferentes accesos al Vaticano, de los tiempos invertidos en el verde y rojo de los semáforos que rodean el estado Vaticano y, en fin, todo un maremágnum de nombres, comentarios, croquis y anotaciones altamente sospechosas, que habrían hecho las delicias de los expertos en la lucha antiterrorista.
Sin embargo, si he de ser fiel a lo vivido en aquellos días, confieso que no todo discurrió según lo previsto. Por razones estratégicas —Hoffmann lo dejó muy claro—, mí detención debía tener lugar lo más cerca posible de los muros de la Ciudad del Vaticano. Nunca en el interior, pero sí en alguna de las zonas colindantes. La razón era simple. La policía romana tenía que asociar mi presencia y la documentación escrita con el seguimiento a una alta dignidad eclesiástica. Obviamente, con Lomko.
Pues bien, concluidas las comprobaciones, las oportunidades quedaron reducidas a media docena de puntos: el acceso a la estación de ferrocarril; la entrada sur, en las proximidades de la vía Aurelia; la barrera, en la explanada del Santo Oficio; la plaza de San Pedro; el Portón del Bronce; la Puerta de Santa Ana y el arco de ingreso a los museos, en el viale Vaticano, al norte.
El jueves, 28 de febrero, así como el 1 de marzo, ensayé una primera e inocente fórmula, a lo largo de varios de los emplazamientos. Tanto en el Santo Oficio, como en la estación de ferrocarril y en la propia plaza de San Pedro, las aproximaciones a los patrulleros y las correspondientes tomas fotográficas no surtieron efecto.
Los agentes, sencillamente, me ignoraron. Y empecé a inquietarme. ¿Qué hacer para conseguir mí detención? No se trataba, por supuesto, de abofetear a la autoridad. Tampoco de faltarles al respeto o de pasearse en cueros ante sus narices. La idea era otra.
Recuerdo que en uno de esos vanos intentos, al arrodillarme frente al furgón de turno —en este caso a la sombra de la columnata de Bernini—, los policías italianos, lejos de trincar al osado, se vocearon unos a otros, posando orgullosos y sonrientes ante la cámara.
—Porca miseria!
Aquello no era de recibo.
Y el 2 de marzo me incliné por una fórmula más expeditiva.
Objetivo: la populosa Puerta de Santa Ana, guardada por los helvéticos y la consabida patrulla romana.
Hora: las 15 y 30.
Tratándose de un sábado, la vía de Porta Angélica era una gruesa corriente de paseantes. Ello adobada mis propósitos.
Dejé atrás la vía Crescenzio, emparejándome con el muro que corre hacia la referida Puerta de Santa Ana. El tráfico rodado era igualmente denso.
A cosa de veinte metros del mencionado acceso a la Ciudad del Vaticano me detuve. Al otro lado de la calzada, frente al número setenta y tres —muy cerca del cruce con Borgo Pío—, se hallaba estacionada la familiar furgoneta azul de todos los días. Conocía la placa de memoria: 53110—Roma. Pero, en esta ocasión, la acompañaba un segundo vehículo: un Alfa—Romeo blanco. Sin duda, un coche policial camuflado. Y un par de calambrazos en el estómago me previno.
Despacio, con la cámara al hombro y el bloc naranja en la mano, crucé el plomizo adoquinado, situándome a cosa de seis metros del Alfa—Romeo, al amparo del semáforo que regula la circulación en la desembocadura de Borgo Pío con la citada vía de Porta Angélica. Calma —me dije—. Examinemos la situación.
Por la acera, consumiendo nicotina y aburrimiento, paseaban dos agentes uniformados. Cuero negro. Pantalón azul azafata. Correaje embetunado, gorra de plato, sendas metralletas y, en el caso del más viejo, un rostro macizo y sospechosamente grana.
Un tercer agente —una mujer joven— permanecía en el interior de la furgoneta.
Al otro lado de la calle, junto al enrejado de Santa Ana —casi frente por frente a mi posición—, conversaban en círculo otros cuatro policías de uniforme.
Y al pie del Alfa—Romeo, dos individuos de paisano. Dialogaban gesticulando. El inspector de más edad, moreno, de estatura media y ademanes nerviosos, terminó abriendo la puerta delantera derecha, tomando el destelleante violeta y depositándolo en el techo del vehículo. Por un momento temí que fueran a partir. La presencia de los dos secretas podía beneficiarme. Tenía que actuar con rapidez y precisión.
Verde.
El semáforo me invitó a cruzar. Pero algo me retuvo. ¿Miedo? Seguramente.
Decidí probar con la cámara. Me llevé la Nikon a los ojos y disparé hacia el portón de Santa Ana. Demasiados nervios. Demasiado lejos de los policías.
Y ocurrió lo inevitable. El incesante flujo de viandantes terminó por empujarme, obligándome a pasar al otro lado.
Bien. Sólo tenía dos opciones. o continuar la marcha o intentarlo. Y como un autómata, apretando las mandíbulas, me incliné hacia el Alfa—Romeo, fotografiándolo por su parte posterior. La estrechez de la acera me obligó a situarme a poco más de cincuenta centímetros del turismo. A mi espalda, la gente desfilaba sin cesar o se detenía curiosa ante los escaparates de un comercio de recuerdos y cambio de moneda. Sin saberlo, el dueño de dicho establecimiento jugaría un papel decisivo en los dos minutos siguientes.
Recuperé la verticalidad. Bajé la cámara y con la vista aparentemente perdida en el siena de los muros vaticanos, esperé alguna reacción. Nada. vLa adrenalina se encrespó.
Retrocedí hasta la pared y encarcelé los vehículos en el cómodo objetivo. El 24 me regaló una comprometedora imagen.
Uno de los uniformados —el cara de rubí— reparó en mí. Nos miramos. vTranquilo, me ordené.
Mi rostro, sombreado por un miedo que empezaba a galopar, debió de confundirle.
Dudé. ¿Disparaba por tercera vez?
Los inspectores, de perfil y recostados en el flanco derecho del coche, no se percataron de la proximidad de aquel extraño turista, empeñado en fotografiar algo tan absurdo y sospechoso como unos coches—patrulla.
¡Mierda!
El del mapa vinícola en el rostro se desentendió, dándome la espalda.
No me dejaron otra alternativa. Olvidé la cámara y abrí el bloc. Y con una frialdad que aún me asusta procedí a anotar las placas, modelos, colores de los coches, número de agentes y características de sus armas. Todo ello con un subrayado especial y una nota marginal con la hora, el día y el lugar.
Percibí mi propia palidez. Las piernas me temblaban. Pero, rizando el rizo, cerré el cuaderno, alejándome dos o tres pasos, hasta situarme a la altura de la furgoneta. Allí, inmóvil, de espaldas a los policías, imaginé una voz, una mano en mi hombro, el cañón de un arma en los riñones... Nada.
¿Será posible?
Y la rabia atropelló al miedo. Di media vuelta. El cara de grana se había desplazado hasta la puerta de la casa de cambio. Conversaba plácidamente con un individuo enjuto, de grotesco postizo pelirrojo y facciones macilentas y afiladas. Parecían conocerse.
Planté el pie derecho en el parachoques trasero de la furgoneta y, apoyando el bloc en la rodilla, volví a garrapatear sobre el papel. La verdad es que no supe qué escribir. Simulé un especial interés por el interior del vehículo. Cada tres o cuatro segundos alzaba la vista. Observaba los asientos y el atractivo perfil de la mujer policía y retornaba al cuaderno, apuntando.
La arriesgada maniobra se prolongó un minuto, aproximadamente.
Nada.
Desalentado, di carpetazo a la provocación, encaminándome hacia la Ciudad Leonina. Confuso, traté de ordenar las ideas.
¿Qué estaba pasando?
Tres días de fracasos me obligaba a replantear la situación. Era preciso...
Las atormentadas reflexiones fueron canceladas bruscamente.
A treinta metros de los coches policiales, alguien tocó mi brazo izquierdo.
Al volverme, la estampa que se dibujó ante mis ojos duplicó mi confusión.
El joven inspector, alto, rubio, con la americana abierta y el dedo pulgar derecho enganchado en el cinto, me mostraba una billetera abierta. Fijé la mirada en las liras, sin comprender. Era absurdo, lo sé, pero, en un primer momento, imaginé que deseaba cambiar dólares. La estúpida ocurrencia se desvaneció al punto. El inexperto detective se apresuró a corregir el fallo. Y, recurriendo a la mano derecha, extrajo su credencial de entre los billetes. Una pequeña tarjeta verde plastificada.
Acompáñeme, por favor. Y un fuego voraz prendió en mis entrañas.
¡Al fin!
Pero lo peor estaba por llegar. De acuerdo con lo planeado, a partir de esos instantes, tenía que hacer acopio de toda mi sangre fría. Era vital que fuera conducido a las dependencias policiales y sometido a interrogatorio. El esfuerzo no podía quedar reducido a una reprimenda.
Atendí gustoso la sugerencia. E, increíble y misteriosamente, el árbol de los nervios dejó de agitarse.
Discretos, sin perder la compostura, la pareja de inspectores inició un rápido sondeo:
¿Qué ha apuntado usted en el bloc?
La mujer policía salió de la furgoneta, uniéndose al cara de rubí y al tercer agente. Y me rodearon, encajonándome entre los dos vehículos.
Con una farisea extrañeza pintada en los ojos fui respondiendo a las preguntas. Ahora me asombra mi propio desparpajo. ¿o debería calificarlo de cinismo?
Lo cierto es que el asunto del bloc me interesaba sobremanera. Ése era el camino. Y comprendí igualmente que la información sólo podía provenir de alguien ajeno al grupo policial. Si cualquiera de los detectives me hubiera sorprendido escribiendo, la intervención habría sido fulminante. Y en mi cerebro cuadró la escena de la conversación entre el cara de grana y el cara de rata. Tenía gracia. Al final, mi detención había sido propiciada por un confidente.
Documentación.
Los secretas empezaron a pisarse las preguntas.
Bien. La táctica de responder con la verdad —o con mi verdad— dio resultado: no me creyeron.
¿Periodista? ¿Una novela?
Observé de reojo al más viejo de los uniformados. Retrocedió y examinó mis ropas.
Afortunadamente iba de corbata...
En la puerta del comercio de souvenirs, el individuo del peluquín asistía a la escena con malsano regocijo. Obviamente no podía imaginar hasta qué extremo le estaba agradecido. Algunos transeúntes, perplejos, miraban y hacían cábalas.
Pasaporte.
Al verificar que las serenas explicaciones coincidían con lo reseñado en los documentos, los inspectores, desconfiados, exigieron el bloc.
Me felicité. Mi radiante sonrisa, sin embargo, no gustó. Me hice cargo. Tanta presencia de ánimo no resultaba aconsejable. Convenía practicar la astucia y contribuir —aunque fuera mínimamente— a fraguar sus lógicas dudas. Se imponía cometer algún error. Permanecí atento.
El más veterano de los detectives hojeó el cuaderno. Sentí un escalofrío. La trampa estaba servida.
La agente, siguiendo instrucciones, se encerró en la furgoneta, solicitando confirmación —supongo— sobre la identidad de aquel extranjero.
Y el resto de los policías —dominado por un progresivo y lamentable aturullamiento— continuó con el fuego graneado de las preguntas. Ante mi propia perplejidad tuve que solicitar un poco de orden, a fin de replicar adecuadamente.
Tal y como esperaba, el detective no tardó en localizar un sinfín de anotaciones que le hicieron palidecer. Y me preparé.
Le vi aproximarse a la radio del Alfa—Romeo y hablar —imagino— con la central o con sus superiores. De vez en cuando bajaba la vista hacia el bloc naranja, leyendo el contenido de algunas de las hojas. A pesar del hosco tono que empezaba a teñir el improvisado interrogatorio, en una de las transmisiones acerté a escuchar los números de una de las placas. El inspector solicitó información. Y la obtuvo, naturalmente. La matrícula en cuestión pertenecía a uno de los furgones, habitualmente estacionado en la plaza de España, a escasos metros de la embajada de mi país: Polizia. A2279.
La capacidad de asombro del detective se desbordó. Y no le quito razón.
Un minuto después, tras aflojarse el nudo de la corbata, reclamó a su lado al de la billetera. No fue difícil adivinar el tema de conversación.
Al retornar, las manos del veterano temblaban ligeramente. La mirada del rubio se endureció. Y las preguntas se agriaron.
El cebo funcionó.
¿Por qué ha escrito estas placas policiales?
¿Qué significan los croquis?
¿Le interesa el armamento de la policía?
¿De verdad es usted novelista?
¿No sabe que está prohibido anotar las matriculas de los coches—patrulla?...
Imposible controlar aquella avenida de interrogantes. Agentes e inspectores se disputaban las preguntas, despreciando las respuestas. En el fondo, poco importaba. Mi suerte estaba decidida. Un tercer vehículo policial se hallaba en camino.
¿Español? ¿Dónde vive? ¿Cuál es su paradero en Roma?
Vi abierto el cielo. Cabía la posibilidad de que captaran el fallo. Y al dar el nombre del hotel, equivoqué la dirección. El inspector de más edad cruzó una significativa mirada con el cara de rubí. Y éste, buen conocedor de la zona, le respondió con un guiño. Pensaron que mentía.
Abra la chaqueta. Saque sus pertenencias...
El intencionado error puso las cosas en su sitio. Es decir, donde yo deseaba.
Y el cara de grana —ante los atónitos viandantes— procedió a cachearme.
Nada —musitó decepcionado.
La agente se unió al grupo. Hizo un aparte con el detective que controlaba el bloc y le susurró algo al oído.
La cámara, por favor.
Dócil, entregué la Nikon. La mujer se hizo cargo de ella y siguió observándome con curiosidad. Sostuve su mirada.
¿Qué ha fotografiado usted?
Sonreí divertido. Y, señalando a la joven —de muy buen ver, por cierto—, cometí la imprudencia de soltar una frivolidad.
Monumentos.
Los detectives se revolvieron nerviosos. Uno de ellos, por lo bajo, tuvo un recuerdo para mi santa madre.
Lomko...
El que consultaba el cuaderno me exigió que aclarara el porqué de los planos de Propaganda Fide y de la casa del cardenal.
¿Un qué...?
Había entendido, pero se lo repetí encantado.
¿Un secuestro?
Me encogí de hombros. Y aticé la hoguera.
No pienso explicárselo de nuevo.
Para los policías, a pesar de la lógica de mis argumentos, todo encajaba. Y ante la sola idea de haber pescado a un terrorista, su celo alcanzó niveles muy meritorios. Es justo reconocerlo. Eran buenos profesionales. Nadie puede culparlos. ¿A qué clase de loco se le podía ocurrir una maquinación como aquélla?
La palabra secuestro, como digo, los rebasó. Y durante cuatro o cinco minutos, el interrogatorio se transformó en un manicomio. A excepción de la joven agente —que continuó muda—, el resto se enzarzó en un tiroteo de preguntas a las que, hábilmente, me negué a responder. Temí que me esposaran. Allí mandaban todos. Y conforme al más puro estilo italiano, los cuatro se arrugaban el derecho a opinar y a sacar conclusiones, saltando por encima de las voces y los criterios del prójimo.
El arribo de un tercer vehículo policial terminó privándolos del animado festejo. Y, aprovechando el súbito enmudecimiento de sus colegas, la bella policía dejó caer un comentario que agradecí y repudié a partes iguales.
Estamos exagerando. Como escritor, tiene derecho a reunir la documentación que estime conveniente...
Ninguno de los presentes secundó la tímida defensa. Y al tiempo que entraba en la parte posterior del patrullero, le hice un guiño, reconociendo su ayuda. La mujer, que se sentaría a mí lado, acompañándome durante toda la aventura, se convertirla en una tenaz partidaria de mi inocencia. De no haber sido por el uniforme le hubiera estampado un par de besos...
16 horas y 30 minutos.
El viaje hasta la comisaría del Borgo, en la plaza de Cavour, fue breve y silencioso. Ninguno de los tres agentes uniformados que me custodiaban abrió la boca. La policía, curiosa, se dedicó a repasar los documentos que le habían sido encomendados: pasaporte, carnet de Prensa, el cuerpo del delito —es decir, el bloc naranja—, una oportunísima carta de la embajada de España cerca de la Santa Sede, firmada en la mañana del día anterior (1 de marzo) por el —consejero, José Eugenio Salarich y que debía servirme de carta de presentación ante el doctor Pietrángeli, director de los museos Vaticanos y la credencial de la Sala Stampa.
A las 16 horas y 40 minutos, el plan entraba en su recta final. El objetivo estaba prácticamente consumado.
A partir de mi irrupción en las dependencias policiales, todo dependía de la suerte, de mis reflejos y capacidad de resistencia. Era consciente del grave riesgo que corría. Si mi versión no prosperaba —posibilidad perfectamente verosímil—, las consecuencias podían resultar harto desagradables. Los que conocen el mundo policial entenderán hasta qué punto tengo razón... No conviene olvidar que en aquellas fechas la situación internacional —con la guerra del Golfo— y la muy particular del Vaticano, con las amenazas hacia la persona del Papa, mantenían en estado de alerta a los servicios antiterroristas italianos y de media Europa.
La presión ejercida por los cinco inspectores que me interrogaron durante tres interminables horas se hallaba justificada. E insisto: no los culpo. Cumplieron con su deber Y en líneas generales lo hicieron con respeto y sin malas maneras... afortunadamente para mí.
Y aunque el cuasi tercer grado —no puedo negarlo— me hizo tambalear en más de uno y de dos momentos, al menos discurrió con orden y concierto. El caso fue dirigido por una inspectora. Y el cuaderno naranja, naturalmente, volvió a circular de mano en mano, siendo escrutado con lupa. Las trampas funcionaron como un reloj. Los nombres de los periodistas, astutamente deslizados entre la documentación, actuaron como cargas de profundidad, resquebrajando las iniciales hipótesis de la policía.
En mi presencia —y a mis espaldas—, los funcionarios llevaron a cabo las oportunas llamadas telefónicas. Que yo sepa, las consultas se centraron en Doménico del Río, Gian María Vian, Paloma Gómez Borrero, embajada española, mi editorial en España y, naturalmente, los respectivos archivos policiales italianos y españoles.
El hueso más duro de roer fue el jefe de turno. En sus constantes apariciones en la sala en la que fui interrogado, el comisario no cesó de recriminarme, reprochando, incluso, a sus hombres la excesiva benevolencia desplegada hacia aquel sospechoso. El agrio talante y los amenazadores gestos no gustaron a nadie. Y a pesar de la impecable oposición de la inspectora —abrumada por las pruebas y testimonios de los consultados—, llegué a temer lo peor. Aquel individuo —quizá desairado ante mi imperturbable seguridad— parecía empeñado en encerrarme o, lo que era más preocupante, en recluirme en un centro psiquiátrico. Su principal argumento —repetido hasta el aburrimiento— no admitía réplica ni negociación:
Un escritor no necesita datos reales para construir una novela.
Después de dos horas de martirio, harto de gritos y estupideces, opté por plantarle cara. Me levanté de la silla y, arriesgándome, le increpé a un palmo de la congestionada cara:
¿Es usted escritor?
Desconcertado, no reaccionó a tiempo. Y antes de que acertara a contraatacar remaché sin vacilación:
Entonces, por favor, no juzgue a la ligera. Usted es policía. Limítese a las pruebas. Puede que tenga razón en una cosa: quizá he cometido una ligereza al escribir las placas de los vehículos policiales. Táchelas. Pero antes, dígame: ¿qué ley prohibe tomar nota de unas matrículas públicas?.
¿Y qué me dice del armamento? ¿También es necesario para su novela?
Para un enfermo del dato, como yo, por supuesto.
Alguien le ofreció un cigarrillo, buscando la distensión. Los dedos temblaron. Y la úlcera de estómago se asomó a las cetrinas facciones, retorciendo la sonrisa.
¿Un enfermo? Usted es un descarado...
Acertó.
Lo que usted quiera —admití—. Pero nunca un terrorista.
Eso está por ver —clamó amenazador.
Eso está visto —me apresuré a corregirle—. ¿Cree que si lo fuera habría sido tan torpe como para echarme encima de la policía?
Los inspectores intervinieron, apuntándose a mi tesis. Y el pertinaz comisario, abandonado, se replegó momentáneamente. Y sin la menor caridad disparé a la línea de flotación.
Piense bien lo que va a hacer. Ya veo los titulares de los periódicos: Escritor detenido en Roma. La policía le confunde con un terrorista.
Sus ojos detectaron el peligro. Sabía que hablaba con razón. Mis colegas —alertados por los inspectores— estaban en el asunto.
¿Desea ver su nombre mezclado en tan enojosa equivocación?
La andanada le desencuadernó. Y los funcionarios, con una mal disimulada bellaquería en los semblantes, aguardaron. Acarició nervioso la culata del revólver que colgaba del cinto e, inteligentemente, se retiró, dejando una estela de imprecaciones.
El espinoso pero necesario lance abrevió el calvario.
Hacia las seis, por puro formulismo, fui conducido al coche—patrulla y trasladado al hotel. Y en mi habitación, en presencia de los agentes, tuve que recabar nuevas pruebas de mi inocencia: la agenda, con un sinfín de nombres que podían avalarme, libros, documentos...
De regreso a la comisaría, uno de los policías —convencido de mi condición de escritor— se atrevió a bromear:
¿Piensa incluirnos en su próximo libro?
La batalla tocaba a su fin.
Y tras redactar un parte al que no tuve acceso, fotocopiar mis documentos —incluida la carta de la embajada— y censurar con tinta azul cuantos apuntes creyeron convenientes, decidieron ponerme en libertad. Al despedirme sentenciaron: ¡Atento! Y dé gracias a que esto le haya ocurrido en Italia...
Sí —repliqué para mis adentros, sin descuidar una fingida sonrisa de agradecimiento—, esto sólo es posible en Italia...
En la puerta, al entregarme la cámara, la hermosa agente uniformada me devolvió el guiño.
Y a las 19 horas y 30 minutos —exhausto— me perdía en la oscuridad de la noche romana, a la búsqueda de un whisky doble.
Hoffmann podía darse por satisfecho. En cuanto a mí, espero y deseo no tener que repetir la experiencia.
Como era previsible, el resto de la estancia en Roma fue estrechamente controlado por los servicios de Información. No me inquietó. Al contrario. Este tipo de juego me fascina.
A la mañana siguiente, domingo, mientras deambulaba por una soleada y concurrida plaza de San Pedro, dos individuos jóvenes —excesivamente ingenuos— se convirtieron en mi sombra. Hubiera sido fácil despistarlos. Pero no tenía objeto. De acuerdo con lo planeado, con el fin de no levantar sospechas innecesarias, servidor debía reanudar sus investigaciones, prolongándolas un tiempo prudencial. Ello calmaría los ánimos de la policía, convenciéndola de mis honestas pretensiones.
Y me alegré de haber adoptado precauciones al abandonar el hotel. Esa misma noche, al retirarme a descansar, comprobaría que el seguimiento se estaba desarrollando en todos los frentes posibles. Y me pareció lógico y natural.
Fue suficiente una inocente y vieja estratagema para poner al descubierto la verdadera misión de aquellos dos supuestos turistas.
Recostado en el obelisco egipcio que puja por minimizar a Bernini, seleccioné la víctima.
Oleadas de peregrinos eran liberadas desde los autocares, provocando el corto vuelo de las palomas y el voraz zigzagueo de los vendedores y fotógrafos ambulantes.
Sombrero blanco. De ala ancha. Chaleco rojo. Algo más de sesenta años. Viejo zorro, sin duda. Aquél era el hombre.
Y, abordándole, le rogué que me retratara. Y el tal Savelio, cumplido el ceremonial de la adulación al cliente, hizo su trabajo, inmortalizándome con la basílica y el Palacio Apostólico como fondo. Aboné las 48 000 liras sin discusión, fijando la entrega para el miércoles. Y sorteando monjas y japoneses, fui a confundirme entre el gentío, a la espera de acontecimientos.
A los dos minutos, el fotógrafo era interceptado por los turistas. Dialogan. El del sombrero se resiste. Pero, más sabio por viejo que por diablo, cede. Entrega la película y se aleja. Se detiene. Gira sobre los talones. Dibuja un círculo. Lógicamente no me localiza. Y, encogiéndose de hombros, reanuda la caza del incauto visitante.
Mi ficha policial está completa.
Y al atardecer, al penetrar en la 108, las pueriles medidas tomadas al abandonar la habitación confirman lo ya sabido. El registro, aunque cuidadoso, ha dejado un rastro...
Cuarto de baño. La papelera ha sido inspeccionada. Las colillas y la ración de ceniza, cuidadosamente depositadas en la cima de una bolsa de plástico que llena el recipiente, aparecen en el fondo.
La montaña de libros, papeles y periódicos —único paisaje del modesto dormitorio— también presenta signos de trasteo. Una de las señales es abrumadora. Una pequeña hoja, con teléfonos, previamente escondida entre las páginas 100 y 101 del Lázaro de Morris West, se ha escurrido al zarandear el libro. Cuando el individuo terminó de anotar los números no supo dónde restituir el papel. Y lo hizo al azar, entre la 286 y 287.
Maletas, ropas y zapatos no se libraron tampoco del acoso. La trampa, dispuesta en el bolsillo superior de una de las camisas, habla por sí sola. El cebo: un plano del metro de Roma, plagado de inútiles anotaciones marginales. Los dientes del cepo: el botón de dicho bolsillo. Una vez abrochado, se procede a soltar el hilo que lo sujeta a la tela, dejándolo prácticamente al aire. Cuando el intruso registra la prenda, el botón se desprende, rodando por el piso.
Pero la diversión terminaría cinco días después. Rematada la misión, un Boeing 727 me arrancaba de Fiumichino. A las 12 horas, 46 minutos y 15 segundos de aquel 8 de marzo, el comandante Jáudenes —viejo amigo— hacía volar el Aragón, rumbo a la ciudad de Barcelona. Sólo entonces me sentí a salvo. Relativamente a salvo...
El capitán de homicidios cerró el manuscrito. Aquello sí era comprobable. Bastaba con revisar los archivos de la comisaría del Borgo, en la plaza de Cavour, para despejar la incógnita. ¿Había existido el tal Sinuhé? ¿En verdad se produjo la detención? Nombres, fechas y documentación parecían confirmarlo.
Y retornando al texto prestó atención al siguiente párrafo, escrito en rojo:
Permítame un inciso. Tras la lectura de este informe quizá Su Santidad comprenda por qué las autoridades italianas desestimaron la secreta petición de la Santa Sede, para que se abriera una investigación que aclarara la hipotética suplantación de uno de sus más prestigiosos y queridos cardenales.
Cuando se comprobó que la fantástica historia figuraba en los anales policiales de Roma como una lamentable confusión, protagonizada en su día por un escritor extranjero, el asunto fue relegado, recibiendo el calificativo de excentricidad papal.
Rossi, aturdido, no entendió el significado de la misteriosa aclaración.
¿Suplantación de un cardenal? De acuerdo con lo narrado en el libro rojo, sólo podía tratarse de Jozef Lomko. Pero ¿cómo lo habían logrado?
E, impaciente, avanzó por el nuevo capítulo.
Hoffmann aguardó. Cuando la noticia de la detención de Sinuhé vio la luz en los medios informativos, sólo entonces puso en marcha el arriesgado final de Gloria Olivae. Un final aparente...
Veamos lo acaecido a partir de aquel lunes, 1 de abril.
Un total de once agentes —alemanes e italianos—, los mejores en su especialidad, se responsabilizaron de las tres operaciones, casi consecutivas, que debían propiciar el gran objetivo: la renuncia del Papa.
Excepcionalmente, el coronel se trasladó a Roma, dirigiendo personalmente los trabajos.
La primera de las acciones se centró en Lomko.
17 horas y 45 minutos.
El cardenal, al volante de un Kadet—135 blanco —SCV118—, es saludado por la Guardia Suiza, a su paso por la Puerta de Santa Ana. Viaja solo. Hacia las seis despachará con el Pontífice, en una de sus habituales reuniones como prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. La entrevista —si discurre con normalidad— se prolongará entre veinte y treinta minutos.
18 horas y 15 minutos.
Una ambulancia blanca —Fiat Ducato (Roma—50072R)se estaciona en el aparcamiento reservado a las embajadas de Ecuador y Polonia cerca de la Santa Sede, frente al 16 del Borgo Santo Spirito, a cincuenta metros del cruce con la calle Santo Uffizio.
Oscurece con rapidez.
Los dos ocupantes descienden de la cabina. Uno comprueba la dirección. El otro dirige una mirada a la calzada. A su derecha, a veinte metros, pegado al muro y pisando las bandas del paso cebra que cubren los ocho metros de pavimento, se encuentra aparcado un camión de mudanzas, de mediano porte. Sobre el amarillo y azul de la caja destacan unas letras: Fiasco—Quondam—Carlo. Tiene las luces apagadas.
A su izquierda, al final de la acera, recortándose contra el exterior de la solemne columnata de Bernini, un anciano conversa animadamente con un policía uniformado. El viejo sujeta a un tranquilo pastor alemán. Durante unos segundos, el enfermero calibra el tráfico rodado que fluye por el Santo Uffizio, procedente de Ciudad Leonina y de la vía de la Conciliazione.
Intenso. Roma en pleno parece huir con la caída de la tarde.
A esa misma hora, una segunda ambulancia —PIC—064—, también blanca, con una franja amarilla que la abraza a media altura, frena cautelosamente en el lateral izquierdo de la mencionada vía de la Conciliazione, a la altura del hotel Columbus. Permanece con el motor en marcha. Desde el interior, chofer y acompañante inspeccionan los alrededores, prestando especial atención a una pareja de policías que pasea bajo los arcos del edificio de la Sala Stampa, muy cerca de la plaza de Pío XII. Todo parece tranquilo. Al fondo, la imponente silueta de la basílica vaticana cede ante el crepúsculo y se adorna en negro. Una grúa, con la firma Mariani (SNC), se sitúa detrás de la ambulancia.
Los ocupantes abren sendos periódicos y disimulan, matando una espera que, en principio, promete ser corta.
18 horas y 17 minutos.
Conductor y ayudante de la Fiat Ducato consultan sus relojes. Es el momento. Y decididos penetran en el edificio, sede de las referidas embajadas.
¿Un enfermo?
El funcionario polaco no acierta a comprender. Los servidores de la ambulancia muestran el aviso.
¿Hospital del Niño Jesús?
La confusión crece. Nadie sabe nada. Nadie ha telefoneado solicitando dicho servicio. Los enfermeros simulan un lógico y justificado disgusto. Se impacientan. Consulta al responsable de la embajada. Los polacos tratan de mantener el orden. La presencia del funcionario jefe sólo contribuye a caldear los ánimos. Los de la ambulancia protestan. Deciden telefonear al hospital.
18 horas y 20 minutos.
Un coche—patrulla azul —Roma—8090—, procedente de la plaza del Risorgimento, conecta los intermitentes derechos y, suavemente, se monta sobre la acera de la vía de Porta Angélica, a cuatro metros de la gran cancela de la Puerta de Santa Ana. La Guardia Helvética da por hecho que se trata de uno de los acostumbrados patrulleros que vigilan el perímetro vaticano.
Al otro lado de la calzada, junto a la habitual furgoneta policial estacionada frente a la tienda del rata, tres policías fuman sin cesar, más atentos a sus pensamientos que a lo que les rodea. Uno de ellos —el cara de grana— observa aburrido la maniobra del coche— patrulla. La oscuridad le impide identificar a los compañeros. Y prudentemente —en previsión de que alguno de los recién llegados pudiera pertenecer a la oficialidad— decide acercarse.
Los policías le ven llegar. Cuentan con ello. El conductor baja el cristal. Se saludan. Y el cara de rubí, advirtiendo la graduación del segundo uniformado, se cuadra al instante, dando las nulas novedades. Aturdido ante la inesperada presencia del oficial, retorna a su puesto, sacudiéndosela molicie.
18 horas y 21 minutos.
La embajada polaca cerca de la Santa Sede confirma el aviso.
Desconcertados, sólo aciertan a pedir disculpas. Obviamente se trata de un error o de una broma de mal gusto. Los conductores de la ambulancia abandonan las dependencias, visiblemente malhumorados. Al despedirse solicitan permiso para permanecer aparcados en la zona reservada a las embajadas.
Será cuestión de minutos. Quizá el aviso proceda de la embajada de Ecuador...
No hay problema.
Uno de los enfermeros se introduce en la ambulancia. El otro pulsa el timbre de la sede ecuatoriana. La embajada —lo sabe muy bien— se halla cerrada. Pero insiste, ganando algunos segundos.
18 horas y 24 minutos.
Alguien pide paso en el walkie que sostiene el chofer del patrullero recién aparcado junto a la Puerta de Santa Ana.
—Olivo uno. Aquí Olivo cero. ¿Me recibes? Cambio.
—Afirmativo. Aquí Olivo uno. Cambio.
—Papa rojo se mueve. Rueda ya por Belvedere. Cambio.
—Recibido. Cambio y cierro.
El conductor entrega el transmisor al superior. Pone en marcha el motor y retrocede con prudencia, situando el vehículo sobre el adoquinado, en paralelo con la acera y al filo del portón vaticano. El cara de rubí respira aliviado.
El oficial abre la comunicación.
—Olivo dos. Aquí Olivo uno. Cambio.
Los ocupantes de las ambulancias escuchan la voz, en alemán, del comandante de la policía. Guardan silencio. Y otro tanto sucede en la cabina del camión de mudanzas y en la grúa.
—Olivo uno. Te recibo. Aquí Olivo dos. Cambio.
El tronar de los motores en el primer tramo de la calle Santo Uffizio dificulta la recepción procedente del coche—patrulla. Y el agente que charla con el anciano del perro pega el walkie a la oreja.
—Olivo uno... Adelante. Cambio.
—Aquí Olivo uno. Papa rojo se mueve... Cambio.
—QSL... Recibido. El olivar tranquilo... y dispuesto. Cambio y cierro.
Y el uniformado echa mano a la gorra, alzándola sobre la cabeza.
La señal.
El conductor de la Fiat Ducato, recién incorporado a la ambulancia, arranca el vehículo. Y permanece atento al guardia y al anciano.
En la cabina del camión, dos individuos con monos azules se preparan. El motor ruge. Los faros iluminan los treinta últimos metros del Borgo Santo Spirito y la esquina en la que siguen parlamentando el viejo y el destocado agente.
La doble corriente de automóviles —que rueda desde Conciliazione y Ciudad Leonina— se remansa a disgusto en la boca de Santo Uffizio. Velocidad media: alrededor de 60 kilómetros.
18 horas y 26 minutos.
El oficial del patrullero desciende del vehículo. Camina cinco pasos y se detiene en el centro del umbral de la Puerta de Santa Ana. El joven suizo de gorra y capote azul oscuro está a punto de saludar. Pero la proximidad de un automóvil, a su espalda, le hace dudar. Se vuelve hacia la luz del Kadet y, al percatarse de la matrícula —SVC—, retrocede, cediéndole el paso. Se cuadra y el prelado le corresponde con una sonrisa. Lomko viaja solo.
El centinela se extraña. El comandante de la policía italiana ha desaparecido.
El cardenal, extremando la prudencia, frena al borde de la calzada. El semáforo de Borgo Pio —frente por frente— acaba de abrirse. Y un furioso tropel de romanos irrumpe en Porta Angélica, dividiéndose veloces a derecha e izquierda. El papa rojo no tiene prisa. Regresa a su domicilio, en los jardines de la Universidad Urbaniana. Prefiere esperar.
Lomko mira a su izquierda. Un coche—patrulla, a dos metros, le resta visión. Se ajusta el solideo y, mecánicamente, levanta la vista hacia el espejo retrovisor. Un par de focos se aproxima por la vía de Belvedere.
—Atención. Olivo uno llamando a Olivo tres. Cambio.
El chofer del camión de mudanzas responde al patrullero.
—Aquí Olivo tres. Te recibo. Cambio.
—Papa rojo inmóvil. Papa rojo vacío... Cambio.
—De acuerdo. Repito. QSL. Seguimos a la escucha. Cambio y cierro. Cincuenta y dos segundos.
El semáforo cambia a rojo.
18 horas y 27 minutos.
Lomko acelera. Pero duda ante la cercanía del coche policial. Frena. El chofer del patrullero reacciona. Le envía un par de ráfagas luminosas y el eslovaco comprende y agradece la deferencia. El Kadet enfila los ochenta metros que le separan del arco de vía Angélica.
El oficial suelta una imprecación. El coche—patrulla se clava en el pavimento. El vehículo que seguía a Lomko, procedente también del Vaticano, se cruza en su camino.
El uniformado pisa a fondo y adelanta al inoportuno sacerdote que no ha respetado el paso. Maniobra hábilmente y alcanza al cardenal. El cura, temeroso, reduce la velocidad y se distancia del patrullero.
El semáforo del arco está abierto. El prelado aprieta la marcha. Sabe que ese disco es breve. El coche—patrulla —a tres metros del Kadet— mantiene el gas. Conocen la duración del verde mejor que el prelado: treinta y cuatro segundos.
—Aquí Olivo uno. Entrando en Ciudad Leonina. Atención a todo el olivar. Velocidad: sesenta. A doce segundos para reunión. Atención Olivo dos. Cambio.
—Recibido. Aquí Olivo dos Preparados. Cambio y cierro.
18 horas, 27 minutos y 15 segundos.
El Kadet inicia la curva de la columnata de Bernini. Se dispone a rodear la plaza de San Pedro. Lomko desvía la mirada hacia la izquierda. El tráfico que fluye desde Conciliazione le obliga a aminorar.
—¡Atención!...
La voz del oficial da vida al walkie del policía. El brazo izquierdo continúa desmayado a lo largo del cuerpo. La gorra se agita nerviosa contra el muslo.
—Aquí Olivo uno. A ocho segundos para reunión. Dejo atrás a papa rojo. Prevenidos. Cambio y cierro.
El patrullero se abre. Acelera y adelanta a Lomko. El comandante toma el destelleante violeta y el imán lo fija al techo del automóvil. La intensa luz gira, asustando al cardenal. Frena instintivamente. Pero el coche policial se mantiene a idéntica distancia.
18 horas, 27 minutos y 23 segundos.
El anciano, al divisar el piloto policial, tira de la correa. El pastor alemán obedece. Y lentamente se aventuran por el paso de peatones señalizado en Santo Uffizio, a la altura del 28 del Borgo Santo Spirito. Tratan de ganar la negra y solitaria columnata de Bernini. En total: veinte metros.
Olivo dos también ha visto el destelleante. Se aproxima entre una compacta masa de vehículos. Distancia: alrededor de cincuenta metros.
El policía, con la gorra en la mano, sigue los pasos del viejo.
Destelleante a treinta metros.
El anciano se detiene. Apenas ha conquistado un tercio del paso cebra. Los automovilistas le ignoran. Velocidad media: sesenta.
Destelleante a diez metros.
Olivo dos se empareja con el anciano. Y vuelve a cubrirse con la gorra.
El camión de mudanzas comienza a desplazarse. En tres segundos ocupa el centro de la calzada, inmovilizándose sobre las ocho franjas blancas del cebra. El chofer sujeta el volante con decisión. Y obliga al motor, haciéndole runrunear.
Olivo dos toma al viejo por el brazo. Con la mano derecha ordena a los conductores que prosigan.
El patrullero frena en el límite del paso de peatones. Y anciano y policía saludan a los gentiles ocupantes, reanudando la marcha hacia la columnata.
El Kadet del cardenal se ha detenido a cincuenta centímetros del coche—patrulla.
18 horas, 27 minutos y 30 segundos.
El pesado transporte amarillo y azul suelta el embrague y se lanza por la suave pendiente que remata la calle del Borgo Santo Spirito. En la treintena de metros que le separan del Kadet no rebasa los treinta kilómetros por hora. Es suficiente.
Cinco segundos después impacto con estruendo contra la puerta posterior izquierda del coche de Lomko. Y el turismo es desplazado y emparedado entre el camión y los cuatro escalones de acceso a la columnata. Los cristales estallan.
18 horas, 27 minutos y 33 segundos.
Aparente confusión. Anciano y perro desaparecen en las tinieblas de la plaza de San Pedro. Olivo dos se precipita hacia el cardenal.
La ambulancia estacionada frente a las embajadas dispara la sirena y el también destelleante morado. Y acude al lugar del siniestro, emparejándose con el patrullero.
El conductor del camión salta de la cabina y ayuda a olivo dos. La puerta de Lomko se ha desencajado. Al segundo tirón se abre. El prelado, atónito, no ha tenido tiempo de reaccionar. El hombre del mono azul lo saca sin contemplaciones. El comandante y su chofer se sitúan al otro lado del transporte de mudanzas, impidiendo que los desconcertados automovilistas se aproximen y curioseen. Piden calma.
Olivo dos colabora en el vertiginoso rescate de Lomko. Y en el caos derrama una ampolla con sangre sobre la cabeza del aturdido cardenal. El líquido corre por rostro y ropas. Lomko no se percata de la argucia y palidece.
18 horas, 27 minutos y 43 segundos.
Los enfermeros introducen al prelado en la ambulancia. No hay resistencia.
El camión retrocede. Olivo dos sube a la cabina. Y el chofer del mono azul esquiva el coche—patrulla, alejándose por la solitaria Santo Uffizio.
La ululante ambulancia vuela ya por la plaza del mismo nombre.
El patrullero se arrima a la columnata. Los vehículos, lenta y morbosamente, van desfilando ante el arrugado Kadet. El policía de menor graduación se hace cargo, dirigiendo el tráfico y conminando a los romanos para que no se detengan.
18 horas, 27 minutos y 50 segundos.
El oficial reclama la grúa y la segunda ambulancia.
—Aquí Olivo uno... Papa rojo duerme. Olivo cinco y Olivo seis. Vuestro turno. Cambio.
—Aquí Olivo cinco. Recibido. Soltamos al pájaro. Cambio y cierro.
Los mecánicos de la grúa esperan a que la segunda ambulancia concluya la comunicación.
—Aquí Olivo seis. En marcha hacia la jaula. Cambio y cierro.
18 horas y 28 minutos.
La grúa se estaciona delante del Kadet Los operarios descienden. Examinan los daños y enganchan el turismo.
El chofer del patrullero continúa desviando el tráfico. Un coche policial desfila por el lugar. Al comprobar la presencia de los compañeros se desentiende.
18 horas y 31 minutos.
El Kadet es arrastrado sin novedad. Y el policía uniformado retorna al coche—patrulla.
A los cinco segundos, la PIC—064 se detiene a espaldas de Olivo uno. Sólo un charco de vidrios pulverizados delata el siniestro. Y el patrullero, con el auxilio de la sirena y el faro violeta, despeja el camino, haciendo más cómoda la carrera de la segunda ambulancia.
Al abordar la plaza del Santo Uffizio, el comandante consulta el reloj luminoso colgado sobre el anuncio de Euroclero, en la acera izquierda. Acto seguido inspecciona su cronómetro. Y tomando el walkie establece contacto con el camión de mudanzas.
—Aquí Olivo uno. ¿Me recibes, Frank? Cambio.
—Aquí Olivo tres. Afirmativo. Cambio.
—Primera fase culminada. Total: cuatro minutos. Nos disponemos a soltar al pájaro.
Cambio.
—Felicidades, Olivo uno. Regresamos a base. Cambio y cierro.
Al alcanzar el semáforo que regula la circulación entre la referida plaza Santo Uffizio y el túnel Príncipe Amedeo Savoia—Aosta, el oficial imagina la cara de satisfacción del ayudante del camión de mudanzas. El mérito, en realidad, es suyo: del meticuloso coronel Frank Hoffmann...
Los doscientos metros existentes entre el escenario del accidente y el disco plantado en el límite de dicha plaza Uffizio son salvados en veinte segundos.
Semáforo en rojo. Patrullero y ambulancia optan por no abusar de la suerte. El tráfico en este nudo vial es masivo y rápido. Las sirenas enmudecen. Y esperan a que se consuman los setenta y un segundos en los que la luz permanece alambrada.
El comandante —según lo planeado— establece contacto con los enfermeros que han secuestrado a Lomko.
—Olivo cuatro... Aquí Olivo uno. ¿Me recibes? Cambio.
—Aquí Olivo cuatro en retirada hacia el Niño Jesús. Papa rojo camino de la base.
Papa rojo duerme. Cambio.
—¿Problemas? Cambio.
—Negativo. Bea ti amo despejado. Cambio.
—¿Tiempo?... Cambio.
—Tres minutos. Cambio.
—QSL... Olivo uno y Olivo cinco a cuatrocientos metros del Cuarto de Socorro. Nos disponemos a soltar el pájaro. Cambio y cierro.
La primera de las ambulancias —Olivo cuatro—, siguiendo el plan de Hoffmann, había cruzado la vía Cavalleggeri, girando a la izquierda y ascendiendo por la solitaria ruta que se abre al pie de la muralla Aurelia.
A setecientos metros del nacimiento de dicha rampa, la Fiat Ducato frena en la oscuridad de una zona muerta, en una de las curvas a la izquierda. Aparcado al filo del jardincillo en el que prosperan dos cipreses adolescentes aguarda un Mercedes negro, con las luces apagadas. En el muro destaca un grafitti de grandes proporciones: Bea ti amo.
Los enfermeros, sin pérdida de tiempo, obligan a descender al cardenal. Jozef Lomko, perplejo, interroga a los hombres de bata blanca. Nadie responde. Alguien le ata las manos a la espalda. No hay violencia. Le cubren los ojos y, resignado, es introducido en el asiento posterior del vehículo. Se le inyecta un somnífero.
Segundos después, Mercedes y ambulancia coronan la muralla. En la rotonda de Garibaldi toman rumbos opuestos.
18 horas y 33 minutos.
El falso patrullero y la PIC—064 giran a la izquierda, penetrando en el túnel de Amadeo Savoia—Aosta. Las sirenas ahogan el trueno del tráfico. Los vehículos se orillan.
Doscientos cincuenta metros más adelante tuercen de nuevo a la izquierda y se adentran en la vía Penitenzieri. Aminoran la marcha. Las sirenas languidecen y mueren.
El ingreso en el Hospital del Santo Spirito se hace discretamente.
Las puertas posteriores de la ambulancia se abren. El personal de urgencias acude presuroso. Y ante la atenta mirada de los policías, conductor y ayudante de la PIC simulan auxiliar a un maltrecho cardenal. El rostro presenta algunas magulladuras. De la sien izquierda brota un hilo de sangre.
Camina sin dificultad. Ha perdido el solideo. En la mano izquierda sostiene un portafolios negro.
El personal sanitario se sorprende:
—¡Un prelado!
Los policías explican el accidente.
Uno de los facultativos le explora. La brecha no parece muy profunda. Con unas pinzas retira algunos minúsculos cristales. Limpia la herida y la cubre. Examina los hematomas en nariz y mentón. Nada importante. La mano derecha, en cambio, aparece dislocada. Radiografías. No hay fracturas. Un vendaje a base de escayola húmeda la inmoviliza.
Las curas se prolongan durante tres cuartos de hora.
Ante la posibilidad de una lesión craneal, el médico sugiere veinticuatro horas de observación. El cardenal se niega. Insiste en que se encuentra perfectamente y agradece las atenciones.
Se instruye el obligado parte y, ante la tozudez del herido, el doctor se encoge de hombros.
El oficial del coche—patrulla se brinda a trasladarle a su residencia. Accede encantado.
Y al abandonar el hospital, el accidentado se vuelve hacia el equipo médico y suplica:
—Por favor, eviten la publicidad. Sonríen comprensivos.
19 horas y 25 minutos.
El patrullero se detiene con suavidad. El sendero de grava cruje. A su izquierda se alza una casa de dos plantas con fachada de ladrillo. Los faros iluminan una pequeña imagen de la Virgen, entronizada bajo un seto semicircular. Nueve palmeras recién podadas, a la derecha, y un airoso pino mediterráneo de quince metros, a espaldas de la Inmaculada de piedra gris, custodian la casa del cardenal en un sereno extremo de la Universidad Urbaniana.
El agente infiltrado en el hogar de Lomka espera en el portal. Otros servidores —alarmados— salen al encuentro del prelado. Los policías le acompañan al hall. La escena reviste un especial interés. Al pie del Cristo que preside el lugar, las religiosas le marean con sus lógicas preguntas. Ninguna advierte el cambio.
Comandante y papa rojo intercambien una significativa mirada.
Nuestro agente intercede en favor del herido:
—Basta de charla. Su eminencia necesita descanso.
El patrullero abandona la Urbaniana y comunica a Hoffmann el final de la operación.
Había llegado mi turno. ¿Sabría responder al entrenamiento recibido?
Y en la soledad de la habitación me apresuré a cumplir lo establecido para el final de aquella intensa jornada.
En primer lugar, la afonía.
La voz del nuevo Lomko poco o nada tenía que ver con la del verdadero. Era preciso distorsionarla, al menos durante el tiempo que durara mi representación.
Y fue elegido un sistema rápido, seguro y que, en principio, no tenía por qué levantar suspicacias: una prosaica laringitis. Para estimular la inflamación de la laringe —en especial de la mucosa— se recurrió a un spray, previamente adulterado con amoniaco. El broncodilatador debería ser utilizado periódicamente. En dos días, la ronquera me permitió una mayor libertad de movimientos.
En segundo término, las huellas dactilares.
Aunque no era probable que la policía detectara la usurpación del eslovaco, la organización prefirió no correr riesgos.
Me desnudé y, siguiendo las indicaciones de los especialistas, deposité en la espalda una dosis de DNCB (dinitroclorobenceno) al 2 por ciento. Protegido con un esparadrapo, el líquido en cuestión tenía la misión de sensibilizarme, provocando la correspondiente alergia. Entre ocho y diez días después un molesto y antiestético eczema aparecería en las palmas de las manos, borrando las papilas de los dedos y, consecuentemente, las huellas dactilares. Con el fin de mantener los dolorosos y húmedos pozos eczemáticos, cada tres o cuatro noches me vería en la obligación de pincelar las zonas afectadas con el referido DNCB, diluido en acetona al 0,01 por ciento. Naturalmente, en un gesto de consideración hacia los que me rodeaban, tuve que usar guantes de tela.
La grave dolencia que me aqueja hizo innecesaria la ingestión de cimetidina. En condiciones normales, estas pastillas —un comprimido de 400 ing. por día— habrían tenido la misión de contrarrestar la tolerancia inmunológica provocada por el dinitroclorobenceno. Pero, como fue dicho, lamentablemente, mis linfocitos T8 escaseaban. En cuanto al peligro de contraer un cáncer de sangre, ¿qué podía importarme?
Todo se hallaba a punto para el debut oficial. Una escenificación cuyo clímax dependía del éxito de las operaciones que estaban en curso y a las que me referiré de inmediato.
A la mañana siguiente, una llamada al padre Mínimo, mi secretario particular en Propaganda Fide, informándole de lo ocurrido, inauguraba las actividades del nuevo Lomko.
Dos días de reposo fueron suficientes para cubrir las apariencias. Esa misma tarde—noche del lunes, 1 de abril, el Kadet entraba en un taller de reparaciones, a las afueras de Roma. Veinticuatro horas después —meticulosamente rehabilitado— era estacionado en el camino de guijo, frente a la Inmaculada de piedra. Por expreso deseo de Hoffmann, la cruz gamada que afeaba la carrocería —obra de algún funcionario del dicasterio que detestaba al rudo eslovaco— fue igualmente suprimida.
Por último, cerrando esta fase de la operación, en la madrugada del lunes al martes, dos agentes al servicio de Gloria Olivae penetraban en la consulta del dentista del papa rojo. Y las radiografías e historial del verdadero Jozef Lomko eran reemplazados por los del que acababa de suplantarle. Dado el voluminoso archivo —casi cuatro mil fichas—, resultaba improbable que el estomatólogo, en caso de requerimiento policial, pudiera memorizar las ausencias, restauraciones y peculiaridades originales, descubriendo la sustitución.
Durante este inicial y obligado encierro en el hogar de la Universidad Urbaniana tuve ocasión de probarme a mí mismo. El duro y dilatado adiestramiento dio sus frutos. Y también la minuciosa y magnífica operación de cirugía plástica. Mi comportamiento, costumbres y escasa comunicabilidad no levantaron sospechas. Hablé poco. Lo justo. Y cuando la ansiada laringitis hizo acto de presencia, todo se simplificó, brindándome, incluso, la excusa ideal para esquivar las múltiples llamadas de aquellos que —enterados del percance— se interesaban por mi salud.
Una de esas llamadas telefónicas, sin embargo, fue ineludible. Tuvo lugar en la tarde del miércoles. Procedía del Palacio Apostólico. Su Santidad, en persona, me interrogó sobre lo sucedido, congratulándose de que todo hubiera quedado en un susto. La ronquera fue una eficaz aliada. Pero no debía confiarme...
Como buen policía, con la mente programada para dudar de sus propias dudas, Rossi rechazó aquel último capítulo. No podía creerlo. Sin embargo, en lo más íntimo, reconoció que el secuestro —aunque sólo fuera como ejercicio literario— había sido ejecutado con maestría. Casi con rigor cinematográfico. Investigarlo hubiera supuesto un apasionante desafío.
E imaginando qué nueva locura le deparaba el misterioso manuscrito abordó las postreras páginas del libro rojo.
... Y Gloria Olivae siguió su curso.
Hoffmann, al recibir los informes, se sintió complacido. El falso Lomko —seguro, frío y calculador— no tardó en controlar la situación. Y una vez conquistada y afianzada esta vital y estratégica plaza, el coronel autorizó el segundo paso.
Escenario: la basílica de San Pedro.
Este trabajo —de enorme trascendencia en el conjunto de la operación— perseguía un solo objetivo: provocar.
Los responsables del Vaticano tenían que morder el cebo. Un cebo con la suficiente ponzoña como para desequilibrarlos, obligándolos a actuar en la dirección que nosotros deseábamos. Si todo funcionaba según lo planeado, la posterior labor de los agentes infiltrados en la Santa Sede resultaría más cómoda y eficaz. Si fallábamos, Gloria Olivae sufriría un grave quebranto.
Domingo. 14 de abril.
Un total de nueve especialistas del tercer círculo entró en acción. Seis lo habían hecho en la misión precedente: el secuestro de Lomko.
Frank quiso compartir el riesgo, uniéndose de nuevo al equipo.
Como en la mayoría de las fases, el factor tiempo y la estrecha —casi matemática— coordinación eran prioritarios.
Todo empezó a las siete de la mañana...
Un sacerdote cruza los trece metros y medio del noble y fastuoso atrio de la basílica de San Pedro. Rechaza la puerta del Bien y del Mal y elige la Mediana, también llamada de Filarete. Las monumentales hojas de bronce acaban de ser abiertas. Un adormilado vigilante, perezosamente recostado en los paneles, corresponde a la protocolaria inclinación de cabeza. Y de inmediato retorna a la escrupulosa inspección de su atuendo. Palmotea sobre los hombros, eliminando la caspa que blanquea el azul oscuro del impecable abrigo. Las solapas, en rojo sangre, son igualmente adecentadas con unos nerviosos y económicos toques de los dedos.
Y el madrugador sacerdote se suma a la penumbra. La basílica está dispuesta. Miles de peregrinos y curiosos desfilarán durante las próximas once horas por sus 15.160 metros cuadrados. Ahora, sin embargo, la cruz latina se halla prácticamente desierta. El baldaquino de Bernini, la Cátedra de San Pedro, las naves menores y las paredes perimetrales del transepto y del ábside empiezan a dibujar oro y mármol, animados por los cirios y las luces indirectas. Y la vida va tomando posesión, casi de puntillas.
Los sampietrini recorren los cuarenta y seis altares. Lanzan cansinas miradas a los veinticinco monumentos y arrastran la rutina de un nuevo día por las once capillas. Suelos encerados. Exquisita limpieza y un silencio que llueve obstinado desde las once cúpulas, formando parte del sagrado paisaje.
Media docena de esquivas y negras siluetas reclaman de vez en cuando la atención de los vigilantes. Son los sacerdotes que tienen asignado el primer turno de confesiones. Dos se instalan en los rojizos, vetustos, chirriantes y hoscos confesonarios que se alinean en el brazo derecho del transepto. Otros cuatro deberán hacerlo en el ala opuesta. Hasta las nueve y media o diez, los veintiún confesonarios restantes permanecerán vacíos.
El sacerdote camina unos metros. Se detiene sobre el gran disco de pórfido rojo en el que fueron coronados más de veinte emperadores. A su derecha, en la primera capilla, a cuarenta y un pasos, se alza la balaustrada que separa al público del cristal blindado que protege el grupo escultórico de Miguel Ángel: La Piedad.
La observación es breve. Los focos que bañan a la Señora y al Cristo, más que desvelar, sugieren. Perfiles blancos, dulces, relajados y relajantes del Hijo sin vida en el regazo de la Madre. El hombre de la sotana raída se estremece. Bien sabe Dios que sería incapaz de lastimar la portentosa obra de juventud del Divino...
El lugar no tardará en animarse con toda suerte de forasteros y devotos.
Y lentamente reemprende la marcha por la nave Central. De su mano izquierda cuelga una cartera de regulares proporciones, de piel negra, lustrosa y arada por el tiempo. El renco caminar es equilibrado por un bastón forrado en cuero.
Pasa ante el altar de la Transfiguración. Gira a la derecha y se dispone a ganar el tramo final del lateral izquierdo. Al rebasar el ara de la Mentira, una malévola y provisional sonrisa rompe su cara de niño.
Cruza el solitario transepto y, sin titubeos, abre la puerta del confesionario situado a cuatro metros del monumento a Alejandro VII. La doble y robusta hoja superior gime. Deposita la cartera en el interior y, desconfiado, escruta las cuadrillas de vigilantes que inspeccionan los alrededores del altar papal, en el centro del baldaquino de Lorenzo Bernini. Nadie repara en su presencia. Y con un pie en el confesionario dirige una postrera mirada al conjunto sepulcral que enmarca el acceso a la capilla de Santa Marta. El dorado esqueleto, levantando un paño de diaspro de Sicilia, se le antojo premonitorio.
07 horas y 03 minutos.
El sacerdote se acomoda en la espartana tabla que hace de asiento. Enciende la lamparilla y cierra el angosto cubículo. Huele a madera barnizada. Abre el breviario y espera. Sabe que su presencia en el confesionario es casi puro formulismo. En los últimos dos meses, el reverendo Nedjelja—Nedelja no ha recibido un solo penitente que deseara confesar sus pecados. Pero, fiel a sus obligaciones, aguarda pacientemente. Su turno concluye a las diez. Por la tarde, desde las quince a las diecisiete horas, deberá regresar y seguir practicando el virtuoso ejercicio de la paciencia. Y así cada domingo, durante los próximos cuatro meses.
En el exterior, un cartel anuncia a los fieles los idiomas en que pueden confesarse —hruatski, slovenski e italiano—, los nombres de los clérigos y los respectivos días y horas:
Ponedjeljak Donedelj (lunes: 09.30 a 12.30 y de 16 a 18 horas). Vtorak Torek (martes: 09.30 a 12.30 y de 16 a 18). Srijeda Sreda (miércoles: a las mismas horas que los anteriores). Cetvrtak Cetrtek (jueves:—). Petak Petek (viernes: 09.30 a 12.30). Subota Subota (sábado: 07 a 10 horas).
07 horas y 15 minutos.
El sacerdote cierra el breviario. Observa por las rejillas laterales. La basílica es un apacible claroscuro. Los sampietrini van tomando posiciones. Algunos junto a las puertas. Otros deambulan entre las columnas. Conversan con un estudiado hilo de voz. Parecen ajenos a todo y, sin embargo, han sido adiestrados para no perder detalle. Aunque oficialmente son los responsables del mantenimiento de la basílica, la mayoría ejerce también como celosos vigilantes. Controlan a las multitudes. Mantienen el orden y velan por el debido decoro. Y junto a estos fieles servidores, un puñado de agentes al servicio de la seguridad Vaticana, dirigidos por un inspector. Traje azul oscuro. Pistola. Modales impecables. Se mezclan y confunden con el gentío. Escuchan las conversaciones. Miran directamente a los ojos. Velan por la integridad de las personas y de los tesoros allí reunidos.
Tanto unos como otros constituían nuestra gran preocupación. No era fácil engañarlos.
El confesor abre la cartera que sostiene entre las piernas. Y extrae cuatro cilindros oscuros, metálicos, de diez centímetros de longitud por cinco de base. Los inspecciona con detenimiento y sonríe maliciosamente. Cada cartucho presenta un minúsculo rótulo, con tres palabras:
Berger al hexacloretano.
Se inclina de nuevo y rescata tres pequeñas piezas: un detonador, un temporizador y la correspondiente pila.
Los emplaza en la boca de uno de los botes y programa la hora: 12.02.
Contempla el artefacto y, satisfecho, lo oculta bajo el asiento. La operación se repite con cada uno de los cilindros.
12.03 para el segundo.
Y el sacerdote lo amarra a la cruz del techo.
12.04 para el tercero.
El bote es introducido en el hueco que forma el escalón sobre el que se arrodillan las mujeres, en el flanco derecho del confesionario.
12.05 para el último.
Éste queda escondido en el peldaño gemelo, al pie de la rejilla izquierda.
Concluida la maniobra, cierra la cartera. Toma el breviario y deja correr el tiempo.
09 horas y 55 minutos.
El supuesto Nedjelja inspecciona a través del enrejado. Grupos de peregrinos y turistas invaden ya San Pedro. El silencio ha claudicado. Guías de diferentes razas y confesiones, siempre en tono menor, hablan de lo humano y lo divino, provocando susurros, flashes y mecánicos y colectivos movimientos de cabezas. El gentío, dócil, es arrastrado con prisas. Algunos fieles rezan en las capillas. Otros curiosean atónitos. Abrumados. Emocionados. Frente al baldaquino, una discreta hilera de convencidos espera turno para besar el desgastado pie de bronce de la estatua del Pescador, obra, al parecer, de Arnolfo di Cambio. Cerca del pilar de san Longinos, una tropa de inevitables japoneses trata de descender a las criptas.
Faltan poco más de dos horas para la culminación del trabajo.
El sacerdote toma la cartera. Empuja la portezuela del confesionario y apaga la lamparilla. Una vez en el exterior vigila a derecha e izquierda. Y lo hace con sigilo. Ahora, entre la riada de visitantes, distinguir a la seguridad se complica notablemente. Conviene medir cada movimiento.
Cierra. Consulta el reloj y, relajado, se retira. Busca el brazo izquierdo del crucero. Sobre el altar de san José, una de las vidrieras cañonea la luz matutina contra los mármoles del piso. Una decena de mujeres reza o curiosea desde los nueve bancos que amueblan dicho lateral. Los ocho confesionarios que montan guardia en el perímetro se hallan vacíos, a excepción del situado junto al ara de la crucifixión de san Pedro. El correspondiente cartel especifica que se confiesa en inglés, italiano, francés y maltés. Ese domingo, de siete a diez, el sacerdote responde al nombre de II—Hadd.
El hombre del bastón se arrodilla. Las hojas superiores se abren y, aparentemente, Nedjelja solicita confesión. Algunas mujeres, morbosas, espían la escena. Un sacerdote confesando a otro sacerdote...
II—Hadd le atiende. Dialogan. El confesor, cariñosamente, toma las manos del penitente. Y éste, cubriéndose con su propio cuerpo, desliza un reducido envoltorio hasta las piernas de su hermano de religión.
10 horas y 20 minutos.
El coronel Frank Hoffmann abandona la basílica. La afluencia de peregrinos va en aumento.
En la puerta central, dos sampietrini conversan animadamente con uno de los hombres de azul. Ninguno repara en aquel sacerdote de sotana raída, negra cartera y un bastón forrado en cuero.
11 horas y 20 minutos.
La solemne misa cantada, al amparo de la Cátedra de Pedro, está finalizando. En el ábside se concentra medio millar de fieles. El magnífico coro dirigido por el prestigioso Pablo Colino, maestro de la Capilla Sixtina, hace las delicias de propios y extraños. Las voces escalan los 132 metros de la inconclusa cúpula diseñada por Miguel Ángel, derramándose sublimadas por el crucero. Los espíritus vibran. Y la atmósfera se carga de paz. En breve, concluida la ceremonia, la mayoría regresará a la plaza de San Pedro, dispuesta a ver y escuchar al Santo Padre en la tradicional alocución que sigue al ángelus.
De acuerdo con nuestras observaciones, entre las doce y doce y quince, la basílica experimentará un acusado descenso en el número de visitantes. Será el momento.
11 horas y 25 minutos.
Al pie de la fachada de San Pedro, en la estrecha plataforma que precede al atrio de Mademo, los turistas se detienen intrigados. Un individuo alto y afilado como un bambú, de barba algodonosa y cabellera rubia y desaliñada, se ha encarado al edificio. Sus brazos se abren en cruz. Las palmas miran al borrascoso cielo. La cabeza se dobla hacia atrás con teatralidad. Cierra los ojos y espera. La gente cuchichea. Algunos disparan sus cámaras. El círculo en torno al harapiento y singular personaje engorda por segundos.
11 horas y 26 minutos.
El mendigo abre los ojos y, ante la sorpresa general, sin descomponer la lámina, clama a las alturas con gran voz. Pide el retorno de Jesucristo. Los curiosos se hacen lenguas. Sonríen divertidos. Nuevos turistas se unen a la perplejidad general.
El loco arrecia gritos y demandas, añadiendo un imaginativo surtido de improperios contra la Curia y los purpurados que gobiernan aquel nido de víboras.
La vigilancia no tarda en aparecer. Se abren paso a empujones y, durante unos instantes, se limitan a observar. Dudan. No se atreven a intervenir. No parece peligroso. En sus rostros se adivina el hastío.
Otro iluminado...
Varios de los sampietrini regresan a la basílica. Dos permanecen en primera fila, expectantes. El público se divide. Unos asienten, haciendo suya la proclama de] contestatario. La mayoría disiente.
Un agente de la seguridad aparece con los sampietrini. Intentan dialogar. El iluminado, al contacto con los recién llegados, se resiste, implorando una lluvia de fuego y azufre. Los turistas, prudentemente, retroceden. Ante la imposibilidad de negociación, le sujetan por los brazos y educada e inexorablemente le fuerzan a caminar hacia las escalinatas de la izquierda, menos concurridas. El público se disuelve. Y el loco sin dejar de gesticular, obedece las recomendaciones de los vigilantes. Un minuto después es historia. La seguridad le ve desaparecer entre la multitud que se agita en la plaza de San Pedro, pendiente de las ventanas del Palacio Apostólico.
La argucia ha funcionado. En la confusión, tres nuevos agentes se cuelan por la puerta de Manzú.
El más alto —Max Hefner, comandante del coche—patrulla en la anterior aventura— carga una anticuada cámara de vídeo: una HUC—20OOP, con las correspondientes antorcha y batería. A su lado, Helga Winterberg, experta en tiro con arco y ballesta. De su brazo derecho cuelga un paraguas automático, enfundado primorosamente. El tercer hombre —Victor Greder—, conductor del camión de mudanzas, viste un temo azul, similar a los utilizados por la seguridad del Vaticano.
11 horas y 30 minutos.
La misa ha finalizado. Los fieles dan la espalda a la Glorificación de la Cátedra de San Pedro y a la refulgente Paloma pentecostal, desalojando el ábside lenta y ordenadamente. Una veintena decide continuar en los bancos. El resto avanza por la nave mayor y los laterales, rumbo a la salida.
Max y sus compañeros, inmóviles sobre el disco de las coronaciones, ven aproximarse a la gente. La marea humana los envuelve. En esos momentos deciden caminar por el eje central de la basílica, al encuentro del reclinatorio que se alza a 140 pasos, frente a la barandilla que circunda la supuesta tumba de Simón Pedro.
11 horas y 35 minutos.
Respiran aliviados. De los cuatrocientos o quinientos fieles que llenaban el lugar, sólo un centenar ha quedado rezagado. No les interesa el ángelus ni la breve plática del Papa.
Helga se arrodilla en la mitad izquierda del reclinatorio. Humilla la cabeza. Entorna los ojos y mueve los labios, musitando una oración. Hefner y Greder siguen a su espalda, atentos a los sampietrini y a cuantos merodean alrededor del baldaquino.
11 horas y 37 minutos.
Un anciano toca el brillante pie derecho del Pescador. Observa el severo rostro y hace sus propias cábalas, Según una dudosa leyenda, la estatua en cuestión fue elaborada con el bronce de Júpiter Capitolino, en agradecimiento por haber frenado a los ejércitos de Atila. Bien —se dice a sí mismo—. De eso se trata: de alejar al nuevo Atila...
Y, dando media vuelta, recorre los doce metros que le separan de Helga. Echa de menos a su noble pastor alemán.
Se arrodilla con dificultad. Apoya los codos en la ingrata y ennegrecida madera y entrelaza los dedos en actitud orante.
Todo dispuesto...
La agente le mira de soslayo. Y asiente con la cabeza. No hay más palabras. Un minuto después, la mujer se retira.
11 horas y 40 minutos.
El viejo busca en el bolsillo derecho de la americana. Toma un delgado fajo de liras, cuidadosamente sujeto con una goma, y lo introduce en el cepillo acondicionado en el interior del reclinatorio. Un rótulo, en cuatro idiomas, aclara que las limosnas van destinadas al Óbolo de San Pedro. Sonríe con escepticismo y abandona el lugar.
11 horas y 50 minutos.
Max, frente al león dormido que yace a los pies del monumento a Clemente XIII, sigue filmando la portentosa arquitectura vaticana. La sony, con tubo triniton y un magnetoscopio SW—3000, parece funcionar a la perfección. Sólo ellos están en el secreto: la totalidad de las placas interiores han sido retiradas y sustituidas por otros elementos con una función muy diferente. Pero deben simular que graban. Victor sostiene el flash y Hefner hace las tomas.
A una señal de Max, Helga se distancia hacía el fondo del lateral en el que se encuentran. Tuerce a la izquierda y curiosea el altar de Tabita. A diez pasos, en los bancos del ábside, entre los fieles que permanecen en meditación, se halla una mujer joven. Viste de blanco. Sus cabellos aparecen cubiertos por un velo nacarado, a la antigua usanza. Está arrodillada. A su izquierda, sentado, un hombre de mediana edad, vestido de oscuro, contempla ensimismado el triunfo barroco que envuelve el Trono de madera y marfil atribuido a Pedro.
Helga y la joven se miran. Luisa Vespasiani se ajusta la mantilla de seda.
Winterberg toma el paraguas y lo cambia de brazo.
11 horas y 55 minutos.
El individuo rubio que acompaña a Luisa se levanta. Y se aleja en dirección al flanco izquierdo de la basílica. Debajo del banco queda olvidada una mochila de regulares proporciones. Cruza ante el altar del Paralítico y desciende sin prisas por el brazo del transepto. A la altura de la capilla Clementina gira bruscamente a la derecha y penetra en la galería que conduce a las sacristías.
Segundos después, sin disimular el fuerte acento alemán, solicita una entrada para el Museo Histórico, también conocido popularmente como el Tesoro de San Pedro.
Y Günter Rosemald, conductor de ambulancia en el episodio precedente, se adentra en el oscuro laberinto. Guarda el billete rosa y, lenta y despreocupadamente, como un turista más, recorre los primeros pasadizos. No ha observado vigilancia alguna en las proximidades del Tesoro. Raras veces la hay. En principio, las medidas de seguridad, aunque bastante primitivas, son estimadas como suficientes por los responsables de la fábrica vaticana.
Los interesados por las valiosas piezas allí expuestas pueden contarse con los dedos de una mano. Günter se alegra. Eso le favorece.
Desemboca en la sala que muestra la magnífica copia de La Piedad de Buonarroti, obra de Francesco Mercatali y gracias a la cual fue posible restaurar el grupo escultórico original tras el atentado de mayo de 1972. El recinto está desierto. Controla el reloj y se entretiene tomando algunas fotografías.
11 horas y 58 minutos.
Helga se ha unido a sus compañeros. Y en silencio, aparentemente relajados, se encaminan hacia el objetivo. La operación ha sido ensayada hasta la saciedad. No puede fallar.
Desfilan ante el monumento a Gregorio XIV. Algunos turistas, muy pocos, contemplan respetuosos la capilla del Sacramento.
Monumento a Cristina de Suecia. El estrecho lateral derecho se halla poco concurrido.
Victor examina el cronómetro que cuelga de su cuello. Max le interroga con la mirada. Noventa segundos para las doce...
Greder no destila nerviosismo. Y el comandante agradece su templanza.
Capilla de La Piedad.
Los agentes se detienen. Se miran consternados. Aquello no estaba previsto. Helga solicita calina. Hay tiempo.
Un grupo de paralíticos en sillas de ruedas se arremolina frente a la balaustrada de mármol. Son italianos. Los hombres y mujeres que los auxilian se complacen en desplazarlos de un extremo a otro, compartiendo su admiración y fotografiándolos sin cesar.
Max trata de deslizarse entre los enfervorizados parapléjicos. Pero dos de los carros ocupan materialmente el centro del antepecho.
12 horas.
La voz del Papa truena en la plaza. Entona el ángelus. La multitud escucha emocionada.
Max está a punto de estallar. Victor no pierde de vista el cronómetro. Helga se ha vuelto hacia la nave mayor. El flujo de visitantes, según lo previsto, ha descendido notablemente. Calcula alrededor de doscientos. En las tres puertas centrales de acceso a la basílica no se observa un solo sampietrini. Tampoco hombres de azul. La mayoría de los vigilantes, a la vista de la muchedumbre que llena la explanada de San Pedro, permanece atenta en el atrio y en las escalinatas próximas. La aparición del Santo Padre en la ventana del tercer piso es siempre motivo de preocupación para la seguridad. Mientras permanezca de cara al público, los policías, obviamente, olvidarán el interior del templo. Sólo unos pocos continúan entre las naves.
Alguien aletria a los paralíticos.
El Papa...
Crece la excitación. Las sillas chocan entre sí. Finalmente desaparecen.
La balaustrada está despejada.
12 horas y 01 minuto.
Max se planta frente a la cancela de madera que divide los balaustres. Inspira ambiciosamente.
Victor, a su derecha, sostiene la antorcha. Con la mano izquierda controla el crono.
La mujer les da la espalda. Se separa un par de metros y permanece vigilante.
La megafonía proporciona alas a las palabras del Pontífice. Suenan tímidos y esporádicos aplausos.
El comandante alza la cámara de vídeo. Entierra el ojo en el visor y selecciona un invisible punto en el cristal blindado que salvaguarda la capilla. Altura: dos metros. Espera.
Las investigaciones previas fueron concluyentes. No había otro procedimiento.
El gigantesco apantallamiento que protege la genial obra de Miguel Ángel, emplazado a dos metros y medio de la referida balaustrada, había sido fabricado entre 1972 y 1973, conforme a las más modernas técnicas en vigor en aquel tiempo. Consta de doce módulos, engarzados merced a una armadura metálica relativamente liviana y anclada a las columnas laterales y al arco superior.
El 26 de marzo de 1973, el ingeniero Francesco Vacchini, director del Oficio Técnico de la Fábrica de San Pedro, hizo públicas algunas de las características del cristal antibalas. Parte de la información, como es comprensible, fue intencionadamente falseada. Nos enfrentábamos, en suma, a una estructura de vidrio de múltiples capas, con un espesor de treinta y seis milímetros y una altura máxima de 9,7 metros. El peso total supera los 1.200 kilos.
Esta casi inviolable pared —preparada para resistir el impacto de todo tipo de armas cortas, incluidas las de alta potencia, ráfagas de metralleta y cetme— tenía, sin embargo, un punto débil. Nuestros expertos en cristales especiales lo detectaron de inmediato.
No me refiero, claro está, a la utilización de lanzamisiles, único método seguro para quebrar el cristal. Amén de que la introducción de uno de estos artefactos en la basílica habría constituido un problema más que comprometido, los efectos de la carga —desastrosos— nada tenían que ver con los objetivos de Gloria Olivae. No pretendíamos lastimar la hermosa Piedad. Como ya he mencionado, sólo buscábamos provocar a los responsables del Vaticano.
Las peculiaridades del vidrio blindado y el fin perseguido por Los Tres Círculos obligaban a otra clase de maquinación, más limpia, sutil y demoledora.
Los análisis de los especialistas presentaron un panorama inequívoco. Los 36 mm se hallaban integrados por seis láminas, separadas entre sí por las correspondientes resinas o intercalarios especiales CPUB o butiral de polivinilo) de 0,76 a 1,52 milímetros (siempre múltiplos de 0,38), perfectamente preparadas para soportar las inevitables dilataciones.
La primera capa —la más próxima al público— consistía en un vidrio templado (un temperit). Estos cinco milímetros disfrutan de una notable resistencia a los choques térmico y mecánico, así como a la flexión, sin oscurecer por ello las cualidades ópticas. Para perforarlo mediante el uso de calor eran necesarios del orden de 240 grados centígrados. En cuanto a su carga unitaria de rotura a la compresión, oscilaba entre los 8.000 y l0.000 kgf/cm2. No admite el corte. El ácido o el chorro de arena a presión sólo hubieran sido efectivos si la profundidad fuera inferior a 0,3 milímetros.
Tras esta fortísima lámina aparecían otras tres, de 5 mm cada una, confeccionadas a base de policarbonatos y diestramente intercaladas entre otras dos de vidrio, de 4 milímetros. Los policarbonatos se burlan de los ácidos y son capaces de soportar temperaturas que oscilan entre los 170 y 200 grados.
Los vidrios, por su parte, del tipo lamiglas antibalas especiales, están hechos a prueba de parabellum (9 mm), magnum (357 y 44), escopetas de caza (cartucho 12/68 de quince postas) y nato (7,62 por 51). Su fusión está fijada en 1500 grados.
Semejante barrera había sido reforzada con un sistema de alarma acústica y un barrido de rayos infrarrojos.
El primero, instalado en las puertas metálicas existentes a uno y otro lado del cristal blindado. Sólo mediante la previa desconexión de dichas alertas era posible la apertura de las pesadas cancelas. En la actualidad, la única que se utiliza es la ubicada en el costado derecho.
Por último, la tela de araña, que vela por la seguridad de La Piedad, dispone de una doble frontera infrarroja, armada entre el cristal y la referida balaustrada de mármol. El primer transceptor (aunque no se trata exactamente de este sistema), alojado en las bases de las columnas que flanquean el vidrio blindado y a un metro del antepecho, barre algo más de 5 m —siempre en horizontal— y a 40 cm del suelo. El segundo detector, igualmente dispuesto en los basamentos, trabaja a 2 m de los balaustres y a 50 cm. del pavimento. La luz, invisible al ojo humano, cubre la longitud total del apantallamiento de cristal: 5 metros.
Estos infrarrojos pasivos miden la energía IR, radiada por todo lo que se encuentra en su área de visión, detectando los cambios de niveles de dicha radiación. si un visitante, por ejemplo, salta la balaustrada y trata de aproximarse al antibalas, el doble haz quedaría interrumpido por el cuerpo del intruso, provocando la alarma en el centro de control de la seguridad Vaticana. En realidad, el supuesto loco nada podría hacer, dadas las poderosas características del blindaje.
Resumiendo. Para coronar nuestro objetivo —la apertura del vidrio protector de La Piedad— sólo cabía una posibilidad. Un método que podía satisfacer las pretensiones de Hoffmann. Un sistema silencioso. Invisible a la vigilancia vaticana. Rápido. Con un potencial energético, regulable a voluntad, infinitamente superior al índice de resistencia del antibalas y susceptible de ser camuflado en el interior de una simple y modesta cámara de vídeo. Este tipo de filmadoras, como los equipos fotográficos, son habituales en la basílica. No despiertan recelos entre los sampietrini.
Una herramienta, en fin, basada en la información y en los planos sustraídos en la ciudad de los científicos, en Ginebra...
Constante Rossi comprendió. El robo de la caja fuerte del CERN empezaba a tener sentido.
Pero este nuevo trabajo —rezaba el manuscrito— no debía ejecutarse directamente. Hubiera resultado peligroso. Para que los especialistas del tercer círculo alcanzaran a perforar el cristal y a rematar la misión era menester orquestar una maniobra de distracción, prácticamente simultánea.
12 horas y 02 minutos.
Se cumplen los cálculos del coronel. El ángelus concluye.
Miles de peregrinos y entusiastas del Papa gritan y aplauden con pasión, sepultando los naturales sonidos de la abarrotada plaza de San Pedro y sus inmediaciones.
Uno de esos ruidos —en el interior— queda parcialmente amortiguado. Los fieles que rezan en el ábside se miran extrañados. Ha sonado como un disparo. Seco. Relativamente nítido.
Victor pone a cero el crono. Enciende la antorcha y dirige el deslumbrador flash hacia el paño que ocupa el centro del mosaico blindado. El vidrio elegido tiene 3,7 m de altura por 1,66 de base.
Max activa la cámara. El pulso es excelente. Y al momento, sobre la primera capa de cristal, surge una minúscula incandescencia roja—amarillenta. El láser de electrones libres ha entrado en acción.
El comandante pide a Greder que verifique el límite de perforación.
Dos metros, cincuenta centímetros y treinta y seis milímetros. Posición correcta.
12 horas, 02 minutos y 10 segundos.
La feligresía se pone en pie. Algunos, alarmados, se despegan de las quince filas de bancos del ábside. Retroceden hacia el monumento de Alejandro VIII. Se asoman al brazo izquierdo del transepto. Los rostros se crispan. Surgen las primeras voces. Pero el clamor de la plaza las ahoga.
Un humo blanco—grisáceo, denso e incontenible, se propaga entre el esqueleto de Bernini y el altar del Sagrado Corazón de Jesús. La mezcla fumígena ha funcionado con precisión. Y sucesivas oleadas de un humo irritante brotan por las rendijas, enrejados y techo del confesionario ubicado a cuatro metros del monumento a Alejandro VII.
En cinco segundos, buena parte del lateral izquierdo de la basílica queda sumida en una humareda que gana terreno silenciosamente.
La gente corre. Grita. Tropieza.
Los sampietrini de vigilancia en San Pedro, atónitos, acuden desde todos los ángulos. Confusión. La barrera grisácea irrita gargantas y ojos. No terminan de comprender. Alguien solicita extintores. Pero ¿dónde está el fuego? El confesionario del falso Nedjelja ha desaparecido, envuelto en la imparable combustión del berger al hexacloretano. El temporizador digital del primer bote ha cumplido. La expulsión del humo se prolongará durante tres minutos.
Los hombres de azul no se han percatado aún del problema. Siguen en el exterior. Varios sampietrini, pañuelos en la boca, se aventuran valientes en la humareda. Chocan entre sí. Buscan a tientas en la puerta de la capilla de Santa Marta y en la de la Columna. Ni rastro de llamas. Uno de ellos topa con el confesionario que esconde las cuatro cargas. Los borbotones de humo le obligan a retroceder.
12 horas, 02 minutos y 30 segundos.
El invisible haz del láser prosigue el corte del vidrio blindado.
Victor, imperturbable, canta los tiempos y centímetros conquistados.
Max suda. Sujeta la cámara con firmeza. Su ojo derecho vigila el rodar de la chispa, único signo visible de la perforación.
Helga, atenta a la escena que se desarrolla en el extremo izquierdo del templo, a 190 pasos del lugar donde se encuentran, ve cruzar a los primeros y atemorizados turistas que huyen del supuesto incendio. Sólo unos pocos corren.
A la altura del disco de las coronaciones, a quince metros de la puerta principal, la mayoría se detiene. Observan desconcertados la lechosa cortina que va ocultando la zona noble de la basílica. Gesticulan. Piden ayuda en media docena de idiomas. No saben qué hacer.
Uno de los sampietrini se abre paso por la nave mayor. Y a la carrera abandona el templo. Helga adivina su destino: los hombres de la seguridad.
...Treinta segundos y cincuenta centímetros.
El prototipo de electrones libres quema según lo previsto. Las pruebas y ensayos han sido exhaustivos. Sólo la intervención de los vigilantes podría dar al traste con la operación. El FEL (láser free—electron) debe perforar una circunferencia de 3,14 m. El centro de la misma ha sido establecido a dos metros del suelo.
La supuesta batería que cuelga del hombro de Max —de 40 por 20 por 20 cm— aloja los delicados mecanismos que generan a esta familia de ondas viajeras (TWTs). La cámara, en realidad, sólo actúa como un emisor codificado, cuya radiación —en el infrarrojo— no es detectable. Un tubo de rayos catódicos miniaturizado acelera los electrones, merced a una red de campos magnéticos. El enfoque se logra con una fibra óptica de alta potencia (para corta longitud de onda), elaborada con microlentes especiales que proporcionan una notable coherencia espacial en la radiación láser. El otro extremo de la fibra es dirigido por un sensor. Al enfocar se pulsa un botón, emitiendo una radiación que es detectada por el sensor. Esta operación permite la orientación del haz hacia el lugar deseado.
La potencia fue elevada a diez megavatios (MW) por centímetro cuadrado, con una anchura de corte de 2 mm. Con este grosor se evitaba el lógico proceso de soldadura de las láminas, sometidas al poder calórico del FEL. Una fuerza —como saben los entendidos— extraordinariamente superior a la de los láseres convencionales. Un ejemplo ilustrará mis pobres palabras: con un láser de 20.000 vatios es posible cortar una plancha de vidrio de 9,5 mm, de espesor a razón de 1,5 m/min.
En este caso, la velocidad de corte —de acuerdo al grosor del antibalas— fue programada en 100 cm cada 60 segundos.
12 horas y 03 minutos.
Segunda explosión. El bote de ocultación colgado en el techo del confesionario dispara su inofensiva pero aparatosa carga. La humareda adquiere proporciones alarmantes. La atmósfera se vuelve irrespirable. Los sampietrini retroceden. Se miran con desesperación. Los extintores no llegan. Tampoco sus compañeros de seguridad. Decenas de fieles y visitantes emergen entre la sofocante niebla. Tosen. Gimen. Y a trompicones tratan de orientarse hacia la salida.
... Sesenta segundos y cien centímetros.
Helga ve aparecer a tres hombres de azul. Retrocede. Advierte a Victor. Éste apaga la antorcha. Max prosigue.
La seguridad, consternada, contempla desde las puertas la opaca humareda que se propaga en todas direcciones. Empujones. Gritos. Los policías de paisano tienen que esquivar al gentío. No reparan en la capilla de La Piedad. Es lógico. Su atención la ocupa el fondo de la basílica. Tras unos segundos de duda corren hacia el baldaquino. Los chorros de humo escalan ya la dorada barandilla de la tumba del Pescador.
12 horas, 03 minutos y 30 segundos.
Bajo el banco, las quince cargas ocultas en la mochila se activan simultáneamente, sin detonación.
Es el turno de la mujer de blanco.
Protegiéndose el rostro con la mantilla, medio oculta entre la tormenta de humo que empieza a difuminar el ábside, se aleja de los bancos. Entra en el lateral derecho. Se refugia entre los confesonarios próximos al altar de los santos Proceso y Martiniano y, aprovechando el caos, vuelca uno de los dos bolsos que sostiene en bandolera. Un segundo después se une a los rezagados que escapan por dicho flanco. Ni los sampietrini ni los hombres de la seguridad que se debaten al otro lado de las columnas de Bernini observan el gesto de Luisa Vespasiani. Pero, a pesar del tumulto, perciben un extraño sonido. Enmudecen. Se miran atónitos. El repiqueteo sobre los mármoles del piso se hace más claro. Giran hacia el lugar del que procede el enigmático tableteo. La humareda, en vuelo rasante, dificulta la identificación. Uno de los de azul se hace cargo. El resto se encara de nuevo a la muralla de humo, tratando en vano de localizar el origen de semejante desaguisado. Los sampietrini —reclamando orden, extintores y tranquilidad— se anulan y tapan entre ellos, añadiendo confusión a la confusión.
El agente que se ha desgajado del grupo rodea el sepulcro de Pedro y se lanza hacia el fondo del crucero. Cuando está a punto de pisar el transepto frena en seco. indaga entre los girones de humo. Le lloran los ojos. Afina el oído. El ruido casi ha desaparecido. Camina un par de pasos. Tropieza con un zapato de mujer. Se detiene. Algunos fieles, despavoridos, están a punto de arrollarle. Instintivamente echa mano de la pistola. Pero, al punto, comprendiendo el riesgo, la entierra en su cintura. Sigue caminando. Palmotea con ambas manos, apartando el humo. De pronto, esparcidas por el piso, descubre un puñado de bolas que ruedan anárquicamente. Atrapa una. La examina y, perplejo, comprende que se trata de una pelota de ping—pong. Las hay a decenas. Su cerebro renuncia. No entiende nada.
12 horas y 04 minutos.
La basílica se estremece. Dos nuevas detonaciones, casi simultáneas, le obligan a girar la cabeza. Han sonado en el lateral izquierdo. Al parecer, en el interior de la espesa niebla. Y la densa y blanca pared alimentada por otros dos torrentes de humo, se precipita sobre los vigilantes, devorándolos.
No tiene tiempo de reaccionar. La bola que sostiene en la mano escupe una fugaz pero intensa llamarada. Aterrado la deja caer. La esfera bota una y otra vez, arrojando una fina columna de humo rojo.
Los sanguinolentos y llorosos ojos del hombre de azul quieren salirse de las órbitas. No puede dar crédito a lo que está viendo. El resto de las pelotas acaba de estallar. De cada una se eleva un cimbreante hilo de humo. Los hay verdes, amarillos, naranjas, negros...
Y la humareda propiciada por las botes de ocultación se ilumina dramáticamente.
...Dos minutos. Dos metros.
Max sujeta los nervios. Sabe que las nuevas explosiones van a triplicar la niebla, convirtiendo el templo en un túnel blanco. Se anima mentalmente.
Sólo un tercio. Sólo un minuto...
Un tropel de curiosos permanece frente a las puertas. Gimen. Vociferan. Se lamentan. No hay sampietrini entre los morbosos.
Luisa Vespasiani arroja el segundo bolso sobre el enrejado existente a los pies del monumento a Longinos. Corre por la nave principal y, al llegar a la fuente de agua bendita, deja caer un último mazo de cinco cilindros por detrás de los ángeles de Cornacchini.
Helga se prepara. Retira la funda del paraguas y sigue vigilante.
El tercer bote de humo, programado para las doce y cuatro minutos, ha sido activado al mismo tiempo que las dos cargas depositadas en el confesionario del falso II—Hadd, al pie del altar de la crucifixión de San Pedro. Los cañonazos terminan quebrando el temple de los vigilantes. No saben qué ocurre.
El inspector de guardia se une al desmoralizado grupo. En la plaza, el Pontífice habla a la muchedumbre de la creciente paganización de la sociedad y del humo del egoísmo, que ciega al capitalismo.
Helga y Victor intercambian una divertida mirada. El agente que ha descubierto las pelotas de ping—pong da cuenta a su superior. Rubini se precipita hacia el costado donde humean las esferas. Recoge una. La examina. Calcula el peso. Comprende. El plástico ha sido rellenado con unos gramos de mezcla fumígena y programado para la ignición. Aparentemente, nada peligroso.
Pero ¿qué demonios es todo aquello?
Su mente, entrenada para las emergencias, le advierte. Algo está sucediendo. Humo. Inofensivas esferas...
Piensa a gran velocidad.
Llegan los extintores. ¿Qué hacer con ellos? ¿Dónde está el fuego? Uno de los sampietrini se interna en la humareda. Al poco reaparece. Tose y maldice. La botella no funciona. Discuten. Manipulan nerviosamente el extintor. Las espirales de humo han conquistado la mitad del templo. seguridad y sampietrini se ven obligados a retroceder hasta el reclinatorio del Óbolo de san Pedro.
12 horas, 04 minutos y 30 segundos.
La discusión queda zanjada. El inspector, a través del walkie, recibe una noticia que pudiera aclarar aquel pandemónium.
Reclama a sus hombres y, a la carrera, se dirigen a la galería que desemboca en las sacristías.
Los diez botes almacenados en el segundo bolso de Luisa desencadenan otra erupción. Y el colosal Longinos es devorado por la humareda.
...Dos minutos y medio. Atención. Faltan cincuenta centímetros.
Victor suelta el cronómetro. Observa a Helga. La mujer se coloca a la izquierda de Max y, hábil, despliega los dos flexores de un arco de acero, previamente montados a lo largo del cuerpo del supuesto paraguas. Comprueba la cuerda. La tensa y la deja armada sobre la nuez del tablero. La ballesta está dispuesta. Se hace con una de las viras engarzadas en la parte inferior del arma e introduce la afilada cabeza de la saeta en el cuello de una ventosa de quince centímetros.
Greder disfruta trabajando con esta mujer. Es superior a la mayoría de los hombres que conoce. No tiene sangre en las venas. En todo caso hielo.
La especialista echa mano al bolsillo del pantalón. Extrae un ovillo de cuerda trenzada con dyneema. Toma la argolleta embutida en uno de los extremos del cabo y la fija en el orificio practicado en el final de la vira metálica. Deposita cuidadosamente el lance en la ranura longitudinal del tablero y alza la vista hacia el cristal antibalas. Localiza el centro de la circunferencia que está a punto de ser consumada y calcula distancia e inclinación de la ballesta. Acto seguido mira a Victor Greder. Y Helga, con un enérgico movimiento de cabeza, le da a entender que está lista.
12 horas, 04 minutos y 45 segundos.
Inspector y hombres de azul irrumpen en el Tesoro de San Pedro. No saben qué dirección tomar. El laberinto aparece desierto.
El plan de Hoffmann discurre sin contratiempos. Con la acostumbrada precisión.
Rubini ha sido advertido desde el centro de control. Una de las alarmas ha saltado. La computadora señala el Museo Histórico. Alguien ha forzado alguna de las urnas. Pero, lamentablemente, los servicios de seguridad vaticana no son lo suficientemente perfectos como para adelantar de qué vitrina se trata. Los policías tendrán que recorrer la totalidad de las salas, inspeccionando los tesoros e intentando detener al ladrón o ladrones.
Fiel a lo planeado, Günter Rosewald, a las 12 horas, 04 minutos y 15 segundos, violenta la urna que contiene las estrellas de oro y brillantes donadas a Pío X, ubicada muy cerca de la salida. Y dispone de tiempo para abandonar el lugar.
Ha sido suficiente con un simple y pequeño destornillador. Günter lo clava entre las paredes de vidrio que confluyen en una de las esquinas superiores de la vitrina. Al separar las láminas, tres de los cinco detectores piezoeléctricos de que consta la caja —uno por cristal— se disparan, alertando al referido centro de control. La diferencia de presión en el volumen protegido —lógica consecuencia de la apertura— hace el resto. Un sensor camuflado bajo la tela que cubre el suelo de la urna viene a confirmar el primer aviso.
La seguridad muerde el anzuelo. El inspector Rubini y sus hombres se alejan del templo, atribuyendo aquella parafernalia a una maniobra de distracción que permita a los saqueadores la consecución de algo mucho más apetitoso. Y no erraron en sus deducciones. únicamente equivocaron el objetivo...
La búsqueda prosigue. Pero, increíble y misteriosamente, las valiosas piezas continúan en los lugares de costumbre.
12 horas, 04 minutos y 50 segundos.
Victor enciende el flash. El humo no tardará en alcanzarlos. Y la antorcha ilumina el antibalas. Consulta el crono. Y advierte.
...Diez segundos.
La milimétrica candela avanza. El círculo está casi completo.
Helga levanta la ballesta. Humedece la ventosa con la lengua. Asienta los pies. Verifica la alineación de la cuerda. Inspira profundamente. Retiene el aire en los pulmones. Aumenta la concentración. La chispa está a punto de cerrar la circunferencia.
...Tres segundos.
Dispara. La vira silba. Hace blanco en el centro del círculo. Las 125 libras de carga han sido suficientes. La antorcha se apaga. Helga sujeta la cuerda. La mantiene tensa.
12 horas y 05 minutos.
La cuarta y última carga, escondida en el confesionario de Nedjelja, estalla puntual. La humareda, de acuerdo a las previsiones, se incrementa. Se alza hacia la cúpula y avanza inexorable, ganando las pilas de agua bendita, a treinta metros escasos de las puertas de la basílica. Los curiosos, aterrados, huyen definitivamente. El Papa adoctrina al gentío.
...Tres minutos —sentencia Victor con satisfacción—. Tres metros y catorce centímetros.
Max desconecta el vídeo. Toma la antorcha y se echa hacia atrás. El corte se ha consumado. Pero, como era de suponer, el círculo no cae. En el último tramo de la perforación, la lámina se ha ido asentando por gravedad. Su verticalidad, aunque precaria, exige el uso de la fuerza. Es el tumo del corpulento conductor del camión de mudanzas.
Helga carga la ballesta. Nueva secta y nueva ventosa. Esta vez no hay amarre.
Victor agarra la cuerda. Prueba la tensión. La ventosa resiste. Espera.
12 horas, 05 minutos y 10 segundos.
Greder, incrédulo, examina el cronómetro. Los tres agentes se miran sin comprender. Algo falla.
Max pide calma. Se distancia hacia la nave mayor. Imposible distinguir nada. El humo empieza a colarse por el lateral derecho, desdibujando la capilla del Crucifijo. En cuestión de segundos los sepultará irremisiblemente. Ni rastro de los sampietrini ni de los hombres de azul. Los imagina en el teatro de las explosiones y en el Museo Histórico. Pero no pueden confiarse. Hay que actuar.
12 horas, 05 minutos y 15 segundos.
Evidentemente el último dispositivo ha fallado, Max retorna y da la orden.
Victor tira de la cuerda. El vidrio oscila. No termina de desprenderse.
Segundo intento.
El cristal cruje. La incandescencia se ha extinguido. El arco superior se separa del módulo. A pesar de las dimensiones del láser, algunas fibras del antibalas han quedado soldadas.
Greder enrosca el cabo entre las manos y, dejándose caer hacia atrás, propina un tercer y desesperado tirón. El círculo —de un metro de diámetro— se desprende, precipitándose con estrépito sobre el suelo de mármol. La primera barrera infrarroja acusa el cruce de la lámina. Y las alertas se iluminan de nuevo en el centro de control.
Victor, sudoroso, se reúne con Max. La cuerda, abandonada, interrumpe el segundo haz infrarrojo. La computadora lo advierte.
Los dos hombres dan la espalda al mutilado apantallamiento. Victor coloca un pequeño auricular en su oído derecho y engancha una credencial en la solapa de la americana. Ahora pertenece a la seguridad Vaticana.
Vigilan. La humareda acaricia la balaustrada. Se desliza entre las veinte columnillas.
Los envuelve.
12 horas, 05 minutos y 25 segundos.
La segunda saeta parte veloz La niebla hace lagrimear a Helga.
Una nueva masa de humo blanco —puntual— caracolea en la pila de agua bendita...
El walkie reclama a Rubini.
¿Dónde?... ¿La capilla de La Piedad?... ¿Qué sucede?
Los vigilantes del centro de control no pueden precisar. Sólo saben que algo o alguien ha roto las defensas infrarrojas.
¡Maldita sea!...
El inspector tira de uno de sus hombres, olvidando momentáneamente el museo. En lo que a la seguridad de la imagen se refiere está tranquilo.
El antibalas es inviolable.
La vira penetra a través del amplio orificio e impacta en la frente de la Señora. La ventosa se adhiere. Algo cuelga del asta.
Las espesas volutas chocan con el muro de vidrio. Trepan y se cuelan por el agujero, invadiendo la capilla.
Helga desmonta la ballesta. Enfunda el paraguas y, antes de retirarse, lanza una postrera ojeada al grupo escultórico. Max le apremia.
Rubini y el policía corren entre la niebla. El primero, orientándose por las luces de las columnas, gana la nave mayor. El segundo duda. La visibilidad es nula. Se decide por la derecha. A los pocos metros choca con la pilastra que sostiene el monumento a Clementina Sobieski. Cae conmocionado.
Helga obedece a Max.
12 horas, 05 minutos y 35 segundos.
El inspector, medio ciego y consumido por la tos, acierta a aferrarse a la balaustrada. Lo que descubre le paraliza.
En esos instantes, una mujer con un paraguas colgado del brazo, un hombre con una anticuada cámara de vídeo y un atlético miembro de la seguridad Vaticana descienden por las escalinatas próximas al arco de la Campana. En el atrio y en la plataforma que se abre a los pies de la fachada de San Pedro, grupos de excitados turistas y peregrinos se recuperan del susto. Hablan de fuego y humo en el interior de la basílica.
La multitud —ajena— aplaude y vitorea al polaco.
...Recordad la sentencia de Cicerón...
El Papa, con su proverbial teatralidad, hace una pausa.
... Todas las cosas fingidas caen como flores secas...
La muchedumbre, enfervorizada, le interrumpe.
... No hay falsedad, no hay comunismo ni capitalismo, que tenga larga vida. Sus palabras serían premonitorias...
El plan del coronel Hoffmann fue ejecutado con aceptable precisión. El corte y derribo del cristal blindado, incluyendo el lanzamiento de la segunda saeta, se desarrolló en tres minutos y veinticinco segundos. Hubo que lamentar un fallo. El dispositivo acústico, camuflado en el fajo de liras e introducido en el Óbolo de san Pedro, no funcionó. El intenso pitido, programado para las doce y cinco, tenía una doble función. Por un lado, multiplicar la ya nada despreciable confusión de los sampietrini y de los hombres de azul. Por otro, amortiguar el posible estruendo originado por el círculo de vidrio al caer sobre el pavimento.
Pero Frank felicitó a sus hombres. Gloria Olivae entraba en la recta final.
El capitán de homicidios detuvo la lectura. Y rememoró la breve y cabalística conversación entre Chíniv y el prefetto, cuando circulaban por el interior del Vaticano, rumbo al Palacio Apostólico.
En ese escueto pero intenso diálogo, el jefe de la seguridad y él mismo escucharon de labios del prefetto una insinuación sobre cierto "incidente" en la capilla de La Piedad. ¿Se refería a este fantástico relato? ¿Por qué Camilo había replicado con una no menos enigmática alusión a un robo y unos explosivos? El criptograma, lejos de aclararse, seguía minando al desconcertado Rossi.
¿Por qué la violación del blindaje no había trascendido? Un suceso de semejante entidad tenía que haber llegado a oídos de los periodistas. ¿0 no?
Las respuestas a estos interrogantes le aguardaban en el siguiente capítulo. El manuscrito rojo decía textualmente: vAlegando razones de seguridad, la basílica fue cerrada durante algunas horas. Y como maestros en el arte del disimulo, los responsables de la Santa Sede tuvieron especial cuidado en silenciar lo acaecido, proporcionando una versión descafeinada. No fue difícil.
A las doce y diez minutos, Camilo Chíniv, comandante de la seguridad del estado Vaticano, contemplaba atónito la rotura del blindaje, recibiendo un detallado informe de cuanto habían vivido y padecido los respectivos servicios de vigilancia. Cinco minutos más tarde, en sendas llamadas, el secretario de estado y el Governatorato eran informados puntualmente.
El Papa, desoyendo los consejos de Angelo Rodano, se personaría en el templo a las doce y treinta. El humo llenaba aún buena parte de la basílica. El Pontífice se paseó a lo largo de la balaustrada y, por último, pidió entrar en la capilla. La saeta adherida a la frente de La Piedad había sido prudentemente retirada. Y el polaco terminó arrodillándose a los pies de la Señora. Su mirada, al salir, hizo temblar a los allí convocados. Sus ojos eran alfanjes.
Camilo, acatando instrucciones, ordenó cubrir el cristal antibalas con un largo lienzo. Después reunió en la Sacristía de los Canónigos a cuantos habían sido testigos de los sucesos, conminándolos a guardar secreto. La advertencia fue clara e inapelable: una sola filtración y la totalidad de los involucrados perdería su trabajo. El pacto fue roto, naturalmente, por uno de los sampietrini, especialista del tercer círculo.
A las trece horas, el secretario de estado en persona concluía la redacción del comunicado que, en caso necesario, debería ser facilitado a los medios de comunicación, a través de la Sala Stampa. En total, cinco líneas. La humareda fue atribuida a un pequeño fuego, registrado en uno de los confesonarios, a raíz de un cortocircuito. Ni el atentado contra el blindaje de La Piedad, ni la violación de la urna del Tesoro de San Pedro, ni tampoco los treinta y seis botes de humo y la veintena de pelotas de ping—pong fueron mencionados. La sibilina postura favoreció nuestros intereses.
El propio Pontífice examinó el texto, modificando la expresión pequeño fuego por inofensivo fuego. Y solicitó del prelado que se le mantuviera permanentemente informado.
Dos horas más tarde, en la segunda planta del Palacio Apostólico, sede de la Secretaria de estado, se iniciaba una reunión urgente y altamente reservada, presidida por Rodano. En torno a la mesa oval se sentaron el jefe de la Vigilancia Vaticana, el ingeniero director de los Servicios Técnicos, el arquitecto jefe de la Reverenda Fábrica de San Pedro, el responsable de Monumentos, museos y Galerías y dos miembros destacados de la Comisión Pontificia para el estado de la Ciudad del Vaticano: su presidente, el cardenal y camarlengo Sebastiano Bangio y quien esto escribe, el nuevo Jozef Lomko.
El orden del día era tan simple como delicado. Sobre el tablero, frente a Camilo Chíniv, se hallaba la segunda saeta disparada por Helga. Amarrado al asta podía observarse un pequeño cartel.
Ceremoniosos a pesar de todo, el secretario de estado pidió al comandante Chíniv que los pusiera al corriente de los hechos.
Camilo simplificó la exposición:
Un grupo supuestamente terrorista, cuya firma aparece en la cartulina que cuelga de esta flecha, ha logrado burlar el blindaje que protege La Piedad. El trabajo —hay que reconocerlo— ha sido rápido y eficaz. Que sepamos, tres maniobras de distracción —inocuas v minuciosamente sincronizadas— han facilitado la perforación del antibalas. El Gabinete de Investigaciones Científicas analiza en estos momentos las características del corte y el posible instrumental utilizado. Los primeros indicios apuntan hacia un láser de alta energía. El grupo escultórico no ha sido dañado...
Chíniv hizo una pausa. Recorrió los demudados rostros y añadió: He aquí uno de los aspectos más extraños. Los terroristas...
El comandante rectificó:
Los supuestos terroristas, una vez abierto el vidrio, se limitaron a jugar al tiro con arco...
Tomó la vira y la mostró a los presentes.
Tuvieron La Piedad a su alcance y, sin embargo, no la destruyeron.
Silencio.
Angelo Rodano los animó a formular cuantas preguntas considerasen oportunas. El temperamental Bangio pulverizó el embarazoso mutismo con su ronca y aguardientosa voz:
—¿Quién ha reivindicado el ataque?
Chíniv desvió la mirada hacia el secretario de estado. Y Angelo, con una leve inclinación de cabeza, le autorizó a responder:
A decir verdad lo ignoramos...
Y mostrando el cartel que colgaba del lance prosiguió:
—La firma...
Nueva rectificación.
—...La supuesta firma aparece en hebreo clásico...
El camarlengo se arrojó sobre la inconclusa explicación. Y bufando, con el hinchado y grasiento rostro vencido por la ira, escupió despectivamente:
—¡Judíos!
Rodano suplicó calma.
—No lo sabemos, eminencia —replicó Chíniv desenfundando la paciencia—. No ha habido tiempo...
Sebastiano Bangio se revolvió en la silla. Y, apuntando hacia la cartulina, exigió intolerante:
—¿Y qué dicen esos blasfemos?
Temeroso de que la conferencia se le fuera de las manos, Rodano acaparó la palabra y, autoritario, sin dirigirse a nadie en particular, centró la cuestión:
—La Gloria del Olivo. Eso es lo que reza el cartel. Y ahora, por favor, vayamos a lo que importa.
Y, tomando la hoja que reposaba frente a la cruz cardenalicia, procedió a leer el sucinto contenido. Un texto que, siguiendo el estilo vaticano, era mucho más que una serie de propuestas...
En primer lugar, de conformidad con el Santo Padre, se ha decidido que este lamentable y grave incidente quede en secreto. Razones de estado —políticas y de imagen, sobre todo— así lo aconsejan.
Paseó su firmeza ante los reunidos, esperando —quizá— alguna opinión en contra. No hubo un solo parpadeo. Y en un tono agridulce, muy propio de la escuela diplomática vaticana, remachó: No tengo que recordarles que lo tratado en esta sala, además de confidencial, será desmentido..., en el supuesto de que llegue a oídos extraños.
Instintivamente, la mayoría buscó la sobresaliente humanidad del impulsivo e imprevisible Bangio. Y el camarlengo, inmutable, devolvió el desaire con una sarcástica media sonrisa. Me eché a temblar.
Segundo —prosiguió Rodano—. Urge encontrar una solución que garantice la seguridad de la obra de Miguel Ángel.
Y matizó lo que parecía obvio:
Una solución airosa y que, bajo ningún concepto, empañe la credibilidad y el buen nombre de la Santa Sede, propietaria y custodia de la venerada Piedad.
Y tercero...
Los cuatro laicos, habituados a estas componendas, no chistaron.
Dicha solución será puesta en práctica con carácter de extrema urgencia.
Angelo devolvió el escrito al luminoso cartapacio de piel roja. Y, cruzando las manos de leñador, esperó sugerencias.
Chíniv, astuto, dio un rodeo.
—Cuando su eminencia habla de secreto, ¿se refiere también a las posibles investigaciones policiales?
Angelo le cazó al vuelo.
—Ésa, mi estimado Camilo, será una decisión que se adoptará en su momento. Es evidente que ignoramos las auténticas intenciones de ese grupo. Seamos prudentes. Esperemos. A nuestra edad, usted y yo, hemos aprendido a distinguir las cosas deseables de las que conviene evitar.
El prelado agradeció el sumiso silencio del policía. Y, tratando de justificarse, le reveló algo sobradamente conocido por el veterano jefe de la seguridad.
—En este lugar, lo ideal es desenvolverse con un ojo abierto y el otro cerrado...
Silencio.
Tras la fracasada intentona de Chíniv, nadie quiso arriesgarse.
¿Una solución airosa?.
¿Cuál? ¿Cómo y dónde hallarla? El Vaticano había sido pillado por sorpresa. Y ahora se reunían para salvaguardar su buen nombre. La integridad física de La Piedad importaba, por supuesto, pero bastante menos que el burlado prestigio de la Santa Sede. Ésa era la cruda realidad. Y para lograrlo, naturalmente, no escatimarían medios ni maquinaciones.
El secretario de estado carraspeó incómodo. Nadie se dio por aludido.
Finalmente, haciéndose de nuevo con el timón, inició una rueda de consultas, todas condenadas al fracaso.
—¿Sería suficiente con la reparación del blindaje?
El arquitecto responsable de la Reverenda Fábrica de San Pedro sostuvo la mirada de Rodano. Y replicó con sensatez:
—Lo dudo, eminencia. A la vista de lo sucedido, el parcheo no garantizaría la seguridad de la escultura.
El comandante asintió, respaldando al hombre de la cicatriz en la mejilla derecha.
—¿Cuánto tiempo consumiría la restauración de ese vidrio?
—Como mínimo, una semana...
Rodano desestimó la posible solución. Demasiado tiempo..., para nada. Y planteó una segunda y casi obligada cuestión.
—¿Existe algún cristal que pueda resistir la acción de un láser...?
Buscó en vano las palabras. Camilo acudió en su ayuda:
—De alta energía.
La respuesta fue unánime.
—Lo dudamos, aunque deberían ser los especialistas quienes emitirán el oportuno dictamen.
—Imposible —reaccionó el prelado con desaliento—. Les recuerdo que no disponemos de margen. Podemos seguir ocultando el desastre con el lienzo, pero ¿por cuánto tiempo?.
Nuevo y torrencial silencio.
—Señores, ¡por el amor de Dios!, ¿qué nos queda?
El tormentoso Bangio no dejó escapar la ocasión.
—Llegará el día en que esta pervertida humanidad tendrá que contentarse con admirar copias...
—Como ven —lamentó Rodano, sorteando la acertada premonición del camarlengo—, tenemos un problema.
Entendí que era mi oportunidad. Y, excusándome por la afonía que frenaba mi capacidad de expresión, aporté una idea que, a buen seguro, flotaba en el ambiente.
—A nadie escapa que el actual sistema de blindaje no ofrece garantías. Una segunda e hipotética acción, venga de donde venga, podría resultar irreparable. Como bien dice su eminencia —aboné el terreno—, conviene sumar prudencia a la sabiduría...
El secretario de estado se bebió el cumplido.
—El mundo, a causa de nuestra negligencia o falta de coraje, perdería una obra maestra. En principio, por tanto, parece obvio que La Piedad sea retirada de su pedestal. Al menos, hasta que los técnicos estudien la fórmula de protección más adecuada.
Como suponía, la propuesta fue bien recibida. La única voz disonante —en este caso colmada de razón— corrió a cargo del polémico y quisquilloso Bangio.
—¿Y qué excusa ofrecerá su eminencia a la opinión pública?
Rodano abortó las risitas del camarlengo. Y de un tajo segó la hierba bajo sus pies.
—¿Recuerda su eminencia un solo episodio en el que la Santa Madre Iglesia se haya excusado?
—¿Qué insinúa?
No merecía la pena entrar en honduras. Y Angelo le obsequió con un benevolente silencio. Pero Bangio, desafiante, cargó el ambiente de pólvora:
—Se lo advierto: me negaré a tejer una mentira.
El prelado, socarrón, dejó que se vaciara. —No podemos retirar La Piedad sin ofrecer una explicación satisfactoria.
Redujo el tono. E, intentando ganar voluntades, invocó su verdad.
—El mundo debe saberlo. Esos perversos sionistas nos odian...
Chíniv, nervioso, alisó la cabellera con ambas manos. Los directores, inquietos, cambiaron de postura, esperando que Angelo cortara el fanatismo del camarlengo. Pero, acostumbrado a sus temperamentales diatribas, permitió que naufragara en su propia insensatez.
—¡La gloria del olivo! Está claro. Estamos ante esa sucia extrema derecha que gobierna y atemoriza a la tierra de dura cerviz.
Era suficiente. Rodano se ajustó las gafas color miel, descabalgándole.
—Eminencia... Nadie va a mentir. En el peor de los casos —como es norma en esta casa— nos deslizaremos por el filo de la verdad. Estoy convencido de que, entre todos, hallaremos una razón que justifique, honorablemente, se entiende, la retirada temporal de La Piedad. Si no acertamos con algo mejor, apuesto por la sugerencia del hermano Lomko.
Y en un último, loable y más que dudoso intento por repescar al maltrecho Bangio, invocó la célebre sentencia del poeta suizo Dumor.
—Y por favor, eminencia, no olvide que, en general, los hombres no piden ni necesitan la verdad. Les basta con que se les disfrace la mentira.
Ése es el arte de la diplomacia, querido cardenal. Si la verdad desnuda quema, ¿por qué no usar gafas de sol?
Fue mi primer triunfo.
Una hora después, por unanimidad, el consejo —estudiados los detalles y con el beneplácito del director de los museos Vaticanos— acordaba el inmediato desmantelamiento del blindaje y el traslado provisional de La Piedad al laboratorio de restauración de mármoles y escayolas, en el propio recinto vaticano.
Hoffmann se sintió feliz. La Santa Sede había caído en la trampa. Y Gloria Olivae movilizó a sus hombres para la siguiente fase.
El Santo Padre recibió la noticia con alivio. La excusa para el cambio de emplazamiento —puesta a disposición de los medios informativos a través del habitual filtro: la Sala Stampa— satisfizo a todos los conjurados, incluido el camarlengo. En cierto modo —tal y como propugnaba el secretario de estado—, respondía a la verdad. Una verdad, eso sí, fabricada en el laboratorio de los altos intereses vaticanos. Una verdad honrosa. Más aún: encomiable y que desatada generales elogios entre la sociedad.
A causa del prolongado contacto con el humo que se proopagó por la basílica, el exquisito pulido del grupo escultórico —materializado por Miguel Ángel gracias a la cera— había sufrido un ligero ensombrecimiento. Para restituir la tersa luminosidad original era preciso someter la obra a un minucioso y delicado lavado con agua destilada, evitando así una hipotética reacción química. Naturalmente, con el fin de no dañar la valiosa capilla y de ejecutar los trabajos con un máximo de seguridad y eficacia, La Piedad debía ser removida de su tradicional emplazamiento.
La operación —concluía la nota facilitada al portavoz de la Santa Sede— obligaba al desalojo temporal del recinto.
A la mañana siguiente, lunes, en presencia del secretario de estado, los propietarios de la empresa de transportes excepcionales, que había asumido en 1965 el embarque de La Piedad con destino a la Feria Mundial de Nueva York, firmaban un documento confidencial por el que se comprometían a embalar y transportar la imagen en un plazo de cuarenta y ocho horas. A pesar de los escasos riesgos que entrañaba la manipulación y conducción de la estatua hasta el sector norte de la ciudadela vaticana, el seguro fue cifrado en diez millones de dólares. Cuatro más de los establecidos por la compañía Fireman's Fund en el mencionado y célebre viaje de La Piedad a estados Unidos.
La agencia romana responsable del traslado fue obligada igualmente a prescindir de todo tipo de publicidad y a consumar el trasvase durante la noche.
Diez minutos después de la firma, Frank Hoffmann recibía cumplida información sobre el nombre de la empresa y las peculiaridades del acuerdo. Y los especialistas del tercer círculo intervinieron fulminantemente.
Ese lunes, a las seis de la tarde, tras el cierre al público, un equipo de expertos acometió el desguace de los doce vidrios que armaban el malogrado blindaje. Por expreso deseo de las autoridades vaticanas, el desmantelamiento se inició por el módulo que había sido atacado.
A las cuatro de la madrugada se procedía a la retirada de los tres últimos cristales, ubicados en la base del apantallamiento. Parte de la armadura metálica quedó provisionalmente anclada a las columnas laterales.
El resto de esa jornada del martas discurrió en una frágil calma. Los peregrinos y turistas, además de verse privados de la siempre reconfortante visión de la obra maestra del divino, tuvieron que soportar unas inusuales medidas de seguridad. Desde la columna de las pilas del agua bendita hasta las proximidades de la puerta de Crocetti fue dispuesto un cordón que impedía el acceso a la balaustrada de mármol. Chíniv, además, reforzó el número de vigilantes, procediéndose a un minucioso registro de cuantos bolsos y equipos fotográficos o de filmación ingresaron por las puertas de la basílica.
Y a las seis, clausurado el templo, seguridad respiró aliviada. Pero, lejos de bajar la guardia, Camilo mantuvo la estrecha vigilancia, tanto en el interior como en los aledaños de San Pedro.
Todo se hallaba dispuesto para la laboriosa y siempre comprometida misión de levantar las casi dos toneladas de mármol de Carrara, desplazarlas hasta el exterior de la capilla, proceder a su embalaje y conducirlas al vehículo que debía depositarlas en los museos Vaticanos.
Y Hoffmann, como digo, dio luz verde.
18 horas y 05 minutos.
Puntual, cumpliendo a rajatabla el programa diseñado por la empresa, un semirremolque (tipo góndola), con suspensión por aire y carrocería blindada, da marcha atrás en la plaza de San Pedro. Y, con esmerada lentitud, termina estacionando a veinte metros del arco de La Campana, en el flanco izquierdo de la ya desvaída fachada de la basílica.
La barandilla metálica que los sampietrini despliegan cada atardecer —cortando el paso por dicho sector— aparece excepcionalmente abierta.
Muy próxima a la garita derecha de la Guardia Suiza en dicho arco, aparcada frente a las escalinatas que conducen al templo, aguarda su turno una grúa hidráulica autopropulsada, modelo AT—422, de la casa Grove—Coles. Con doble tracción, cinco metros de longitud y dos y medio de anchura, se halla capacitada para levantar 5 600 kilos —a ocho metros de radio— y con un ochenta y cinco por ciento de margen de utilización.
El fornido chofer del camión góndola se apresura a descender de la cabina, poniéndose a las órdenes del ingeniero jefe, responsable de la operación.
Las puertas posteriores del semirremolque son abiertas y varios operarios, uniformados con impecables buzos blancos, saltan al interior, afanándose en la descarga de los equipos: grandes focos provistos de trípodes, rampas metálicas, perfiles de acero, tacos de madera, gatos de cremallera, cinchas, cables, escaleras y un complejo entramado de piezas para embalaje. Buena parte es trasladada al interior de San Pedro.
Y sin pérdida de tiempo, siguiendo las indicaciones del maquinista de la grúa, dos de los empleados acometen la fijación de las rampas sobre las tres tandas de siete escalones que conducen a la plataforma rectangular que se abre frente al atrio. Dichas rampas, con el perfil exacto de los peldaños de piedra, quedan atornilladas en veinte minutos.
Chíniv y los suyos, con los radioteléfonos en las manos, se aproximan a los vehículos. El comandante intercambia unas frases con el ingeniero y representante de la empresa. Acto seguido, ante las desconfiadas miradas del maquinista y del conductor de la góndola, inspeccionan grúa y semirremolque.
En la cabina del camión un hombre con cara de niño e igualmente uniformado de blanco conversa a través de un teléfono.
El agente rodea la góndola. Y al alcanzar la trasera, a requerimiento de Camilo, penetra en la caja, examinando piso, paredes y techo. Segundos después —vigilado discretamente por el chofer— se reúne con el jefe de seguridad, informándole:
—Todo en orden.
Una parte de los focos es estratégicamente distribuida a lo largo de la plataforma y de los dos rellanos que separan los veintiún escalones ya mencionados.
Chíniv y sus hombres retornan al interior de la basílica. Y el operario con cara de niño concluye la conversación telefónica.
18 horas y 45 minutos.
El ingeniero comprueba las rampas. Verificada la estabilidad, alerta al maquinista de la grúa.
Y la rugiente máquina ataca el 20 por ciento de desnivel. A un centenar de metros, controlados por un cordón de policías uniformados, grupos de curiosos asisten intrigados al movimiento de hombres y material.
La potente AT—422 corona las escalinatas en cuatro minutos. Salvado el atrio, siempre bajo la dirección del ingeniero, enfila la última rampa metálica, acondicionada sobre los tres peldaños de acceso a la basílica. Y penetra en el templo con soltura, dejando una negra, apestosa e irreverente estela de gas—oil.
Una decena de sampietrini, herida en lo más íntimo por la irrupción del intruso, forma una barrera, impidiendo el avance del dragón por el sagrado recinto. El maquinista, irritado, frena entre maldiciones.
Chíniv los persuade para que no entorpezcan.
Las ruedas de aire se inmovilizan a treinta centímetros de la balaustrada. El maquinista apaga el motor. Desciende. Mide la distancia y, con el visto bueno del ingeniero, retorna a la cabina. Expulsa los cuatro gatos de seguridad y la grúa queda afirmada, a la espera de la siguiente y decisiva maniobra.
El representante de la empresa solicita entonces la autorización para ingresar en la capilla. Camilo hace una señal y varios de los sampietrini se adelantan, repartiéndose alrededor del altar y del grupo escultórico. Sólo entonces, ceremonioso, autoriza la entrada de los operarios.
Ingeniero y hombres de blanco inspeccionan el pedestal. No tienen prisa. Discuten el problema del ara. La proximidad a la escultura constituye una dificultad añadida.
Los agentes de seguridad advierten a Chíniv. El secretario de estado, acompañado de los directores de los museos y de la Reverenda Fábrica de San Pedro, se aproxima por la nave mayor. Camilo les sale al encuentro, poniéndolos al corriente. Rodano escucha, observa y aprueba. Y se mantiene en un discreto segundo plano.
Dos potentes focos son instalados a derecha e izquierda de La Piedad.
19 horas y 30 minutos.
Los afilados extremos de dos largas barras de hierro pujan con la piedra. Los obreros luchan. Hacen palanca. Al fin el metal se abre paso, permitiendo la entrada de las pestañas de los gatos de cremallera. Los sampietrini, hieráticos, empujan con el corazón.
La maniobra de separación del mármol del remate del pedestal se repite en el extremo opuesto.
20 horas.
Angelo Rodano abandona el templo. Comprobada la exacta ubicación de las pestañas, el ingeniero da la orden.
El silencio fragua. Y aplasta los ánimos. Sólo se escucha el rítmico y sincronizado palanqueo de los cuatro gatos de diez toneladas.
Ligera oscilación. Los sampietrini se estremecen. La hermosa Señora se ha movido. Sube. Y con ella, el Hijo muerto. Sudor. Los operarios, como profesores de una singular orquesta, atienden la batuta del incombustible ingeniero.
—Despacio...
El mármol flota.
—Un poco más...
El ingeniero detiene la operación. Ya se ve el, aire...
—Ahora...
Milímetro a milímetro, Madre e Hijo ascienden.
El ingeniero se multiplica. Salta de una esquina a otra. Vigila la posición de las pestañas.
Camilo tiene la boca seca. Los vellos se erizan. La Madona, con los ojos bajos, sólo mira al Hijo. Y se mueve...
—¡Alto!...
La regla de cálculo mide de nuevo.
—Doscientos.
Los hombres de blanco bloquean los gatos. Se limpian el sudor. Los sampietrini recobran el aliento.
La escultura se alza ahora a doscientos milímetros. Suficiente.
20 horas y 45 minutos.
Tacos de madera entre La Piedad y el pedestal.
El comandante felicita a los de blanco. Perfiles de acero en forma de 1. Sólo entonces respira el ingeniero. Los gatos son retirados.
Un sampietrini, sigiloso, abandona el templo...
20 horas y 55 minutos.
El sampietrini retorna a la basílica. El hombre con cara de niño descuelga el teléfono del camión góndola.
21 horas.
Cuatro operarios se enfundan sendos guantes de algodón. Escaleras.
Una gruesa campana de plástico transparente envuelve La Piedad. Las manos la ajustan a los nacarados perfiles. Los sampietrini sufren. Desde el atentado de 1972, nadie ha osado tocar a la Señora.
21 horas y 30 minutos.
El director de los museos da una vuelta completa alrededor de la obra de Miguel Ángel. Examina la funda de plástico. Inspecciona los cierres. Asiente con la cabeza.
Autorizado el enganche.
Los operarlos introducen las cinchas por los cuatro orificios de los perfiles de acero. El ingeniero, meticuloso, tira de cada una de ellas, asegurándose. El esqueleto sintético es de primera clase. Cada cincha puede soportar una carga de trabajo de 2 500 kilos y una rotura de 15 000. Pero los sampietrini lo ignoran. Y temerosos se ponen en lo peor. Uno de ellos interroga al ingeniero. Y el técnico sonríe comprensivo.
Chíniv reprende al celoso vigilante.
22 horas.
Todo a punto. El maquinista, a los mandos de la grúa, espera un gesto de su jefe.
—Ahora.
Y la pluma telescópica se despliega amenazadora, en rumbo de colisión hacia la cabeza de la Señora. El ingeniero, al pie de la escultura, tiene el brazo alzado. Controla el avance del poderoso gancho que cuelga de la pluma.
De pronto baja la mano. La grúa se detiene. Siete metros y medio.
Cinco grados.
El garfio se eleva por encima de La Piedad.
—¡Perfecto!
El silencio se espesa de nuevo. Los sampietrini, instintivamente, forman una piña en tomo al pedestal. El ingeniero agradece el noble pero estéril ademán. Pide confianza y, sobre todo, espacio donde desenvolverse.
Cinchas aseguradas. Los cuatro tubulares de diez centímetros de espesor, con revestimiento de lona, se tensan al reunirse con el gancho. Tres poleas extras garantizan un guarnido o velocidad de descenso de dulce.
Doce guantes se crispan sobre la base de la campana de plástico.
Nueva gira de inspección alrededor del mármol. Los seis hombres de blanco asientan los pies sin contemplaciones.
El ingeniero, en el estrecho corredor existente entre el altar y La Piedad, levanta el brazo izquierdo. Mira a los ojos del maquinista. Y éste, tenso, acaricia las rojas palancas de arrastre y dirección. Asiente con la cabeza.
El director de orquesta cierra la mano izquierda. El maquinista traga saliva. Su mirada se ha clavado en el puño del ingeniero.
El dedo índice se despega. El motor ruge. Las cinchas, rígidas, forman una pirámide. El garfio trabaja a veinte centímetros por encima de la cabeza de la Señora. La grúa brama. Elevación. Los operarios controlan las tímidas oscilaciones.
El puño vuelve a cerrarse. El maquinista congela la maniobra. Un metro y noventa centímetros sobre el piso.
Silencio.
Gancho en orden. Cinchas en orden. Poleas en orden...
22 horas y 20 minutos.
Los cinco dedos se abren. La pluma retrocede. Las bocas hidráulicas resoplan. Los gatos acolchados de seguridad acusan el peso. La máquina se revoluciona.
Camilo se ha olvidado de todo. Algunos sampietrini, pálidos, alzan los brazos a media altura y suplican cuidado.
E inexorable, firme y capaz, el mástil telescópico hace volar las dos toneladas.
Centímetro a centímetro cruza la capilla. En la vertical del altar el puño del ingeniero se cierra. La mole acusa el frenazo. Se balancea levemente. Cuatro guantes rodean el ara y se reúnen con sus compañeros en el frontis de La Piedad.
Nadie respira. Algunos rezan.
Dedos abiertos. La pluma reanuda el retroceso. Los de blanco no sueltan la presa. Señora e Hijo se mecen majestuosos. El plástico filtra la luz. Rugidos. Los de azul parecen contagiados por los sampietrini. Han olvidado qué son y por qué están allí. Sólo importa La Piedad.
Cinco metros. El ingeniero cierra la mano. El maquinista lo agradece. La pluma cimbrea.
Los operarios, con los brazos en alto y adormecidos, toman aliento y se turnan en el breve descanso. Siempre hay diez guantes que controlan. A poco más de un metro del suelo, ahora en el espacio que ocupaba el cristal antibalas, Madre e Hijo flotan irreales. La milimétrica oscilación da vida a Jesús. No parece muerto. Sólo dormido.
23 horas.
El ingeniero alerta a sus hombres. Dedos abiertos. La máquina, como si adivinara el tesoro que transporta, responde con docilidad.
El inexplicable rostro de la Niña —sereno, doliente y humillado a un tiempo— queda en sombra.
El ingeniero lo percibe. Cierra el puño. Los de blanco se miran.
—¡Focos!
Alguien rescata los trípodes y los traslada junto a la balaustrada.
La Piedad lo agradece. Y el perfil se dulcifica.
23 horas y 30 minutos.
El grupo escultórico gana los balaustres. La grúa se relaja. El director de orquesta comprueba los anclajes. Abandona a los seis esforzados que inmovilizan el mármol y comprueba la base del embalaje, depositada en el pavimento, a la izquierda de la AT—422. Cambia impresiones con el maquinista y retorna junto a los doce guantes blancos.
Dedos abiertos.
La pluma salva la balaustrada. Gira a la izquierda. Se dirige hacia el rectángulo de madera de haya que servirá de base al cajón.
El ingeniero acompaña el lento vuelo. Al llegar a la plataforma cierra los dedos.
Los sampietrini, desbordados por la tensión, permanecen al otro lado de la balaustrada, inmóviles.
Los operarios se arrodillan en tomo al oscilante mármol. Los guantes no dejan de controlar.
El brazo se alza. La mano se cierra. Maquinista e ingeniero vuelven a mirarse. El pulgar se dispara, señalando al suelo.
La Piedad desciende.
Cincuenta centímetros...
Guantes, ojos y corazones afinan.
Diez centímetros para la reunión...
El pulgar se recoge. Los de blanco remueven la base.
Pulgar extendido. La pluma deposita la imagen en la plataforma.
Aplausos. Sampietrini y hombres de azul felicitan y abrazan al ingeniero y a los sudorosos operarios.
24 horas.
El hombre del camión góndola descuelga el teléfono. La plaza de San Pedro, desierta, ignora las lejanas prisas de los romanos. La policía uniformada monta guardia. Y el cara de niño sonríe satisfecho...
El embalaje de la venerada imagen —comparado con lo que acaban de vivir— es cómodo. Todo ha sido medido minuciosamente. La caja sobrepasa en veinte centímetros las dimensiones de La Piedad. Una vez embalada, la AT—422 deberá enfrentarse a una masa de 1,92 metros de altura por 1,81 de longitud en la base y 1,20 de fondo.
Los empleados ensamblan el maderamen. Todo en haya. Y conforme encierran el mármol, un total de quince perfiles enguatados —también en madera— son ajustados entre la funda de plástico y las paredes del cajón. De esta forma, la escultura queda férreamente atornillada, sin posibilidad de deslizamientos.
01 horas.
El sólido armazón está a punto de ser cerrado. El ingeniero ruega al director de los museos que proceda.
Y el profesor, feliz y diligente, trepa por la escalera. Se asoma. Examina la solidez de los perfiles y el ajuste del plástico protector. Después, a la vista de todos, extrae de la americana un rotulador rojo. Y estampa su firma en una de las paredes interiores del cajón.
Desciende. Estrecha la mano del ingeniero y ordena el cierre.
Los operarios clavetean la cubierta.
Todo listo.
Chíniv consulta el reloj. Dispone el relevo de sus hombres. Los de blanco abandonan el templo y se encaminan al semirremolque. Quince minutos de descanso.
01 horas y 30 minutos.
Los sampietrini conversan en el atrio con los obreros. Ríen y bromean. Los iniciales recelos han desaparecido.
El ingeniero reclama a la cuadrilla. Penúltima operación.
Las cinchas abrazan el cajón. La grúa se hace con él. La pluma gira 180 grados y, a una cuarta del enlosado, siempre bajo el atento control de seis hombres, lo traslada a cinco metros escasos de la puerta central.
Retiran el gancho. Los cuatro gatos de seguridad se retraen. El maquinista maniobra. Sale de la basílica y vuelve a estacionarse a dos metros del portón. La maniobra se repite. Alarga la pluma. Toma el cajón y, suave y lentamente, lo deposita en el atrio.
El comandante, los hombres de azul y los sampietrini van escoltando el laborioso avance de La Piedad.
Los focos iluminan la plataforma y las escalinatas.
Ingeniero, maquinista y operarios trabajan como un solo hombre.
El descenso por las rampas metálicas se efectúa en tres etapas.
Primer rellano. Segundo rellano y adoquinado, al pie del semirremolque.
03 horas y 45 minutos.
Ante el alivio de Camilo Chíniv y su gente, la preciosa carga entra en el camión góndola.
El ingeniero rechaza los dientes elevadores adosados en el semirremolque. Elige la pluma. Y el maquinista, con el concurso de los de blanco, la deposita con mimo en el fondo de la caja, a escasos centímetros de la pared blindada. No ha sido precisa la utilización del suelo rodante.
El cajón es amarrado a los flancos.
Saltan del vehículo.
Camilo, aunque lo estima innecesario, sube a la caja. Y en compañía del ingeniero inspecciona los amarres y tantea el blindaje de las oscuras paredes.
En la cabina, el hombre del buzo blanco y cara de niño guarda silencio. Es consciente del riesgo de esta segunda y rutinaria inspección. Y se aferra con fuerza a un bastón forrado en cuero.
El jefe de la seguridad da su aprobación.
Abandonan el semirremolque y el chofer procede al cierre de las compuertas de acero. Y entrega la llave al ingeniero.
Chíniv no pierde detalle.
04 horas y 15 minutos.
El maquinista de la AT—422 y el atlético conductor del camión concretan la maniobra. La grúa deberá hacerse a un lado. Al separarse, el primero hace un guiño al segundo.
La góndola arranca. Chofer y cara de niño se miran.
El semirremolque entra en la plaza de San Pedro. Gira despacio y regresa, inmovilizándose frente al arco de La Campana. La grúa se ha orillado a la izquierda, junto a la oficina de Correos. Seis operarios se han encaramado alrededor de la cabina.
Un Mercedes negro, matrícula del estado Vaticano, se sitúa delante del camión.
Chíniv cuenta los escoltas.
Un segundo coche oficial, también de la seguridad, ilumina la trasera del vehículo blindado.
Los directores se acomodan en este último Mercedes. E ingeniero y comandante —de común acuerdo— saltan a los costados del semirremolque, aferrándose a las ventanas de la cabina.
Camilo, en el lado del conductor, habla por el walkie. Alerta a los agentes distribuidos en la ruta. Por último, dirigiéndose al Mercedes que abre la comitiva, ordena que se ponga en movimiento.
04 horas y 25 minutos.
La Piedad cruza el arco de La Campana a veinte kilómetros por hora.
La empresa había sugerido la entrada en la Ciudad del Vaticano rodeando el brazo derecho de la columnata de Bernini y tomando el cómodo acceso del palacio del Santo Uffizio. Rodano no quiso arriesgarse. Aunque el blindaje resultaba casi inexpugnable y la guardia armada más que suficiente, decidió que la carga no saliera del recinto vaticano. La altura del transporte —2,50 metros—, aunque algo justa, permitía el paso por dicho arco.
El conductor, maniobrando con destreza, salva el oscuro túnel y entra en la plaza de los Protomártires Romanos.
El ingeniero mira hacia atrás, pendiente de la grúa. Chíniv recibe novedades por el radioteléfono.
Y el hombre del bastón, impertérrito, sin dejar de mirar al frente, desliza la mano izquierda por debajo del asiento, pulsando un botón.
Los potentes faros de la góndola deslumbran al Mercedes. Pero el agente que lo conduce mantiene la velocidad. Veinte kilómetros.
04 horas, 25 minutos y 30 segundos.
El convoy rodea el edificio de la Canónica y la Sacristía de San Pedro.
Hombres de azul saludan a Chíniv a las puertas del Hospicio de Santa Marta.
04 horas, 25 minutos y 45 segundos.
Largo de San Esteban. El semirremolque se despega de la basílica. El primer coche dobla a la izquierda, eligiendo la carretera superior. De esta forma, el camión evita el angosto arco del final de la vía de los Fundamentos.
04 horas y 26 minutos.
Palacio del Tribunal. Estación de ferrocarril. La seguridad contempla atenta el lento circular de los vehículos. Sin novedad.
04 horas, 26 minutos y 30 segundos.
Governatorato. En los jardines se mueven algunas sombras. El comandante responde al saludo.
La góndola frena con suavidad. Y desciende por la vía del Govematorato.
04 horas y 27 minutos.
El chofer gira a la izquierda. Está a punto de pasar bajo el arco de Pablo V. Nadie habla. A la derecha, la Guardia Suiza se cuadra desde el portón del patio del Centinela.
El Mercedes reduce. Se dispone a devorar el último tramo: la recta de la Estradone al Giardini. La góndola, manteniendo la distancia, prácticamente se para.
Camilo observa de soslayo. Y se complace ante la habilidad y consideración del chofer. El levantisco adoquinado exige dulzura.
04 horas, 27 minutos y 15 segundos.
El arco queda atrás.
El hombre con cara de niño pulsa el escondido botón por segunda vez.
04 horas, 27 minutos y 45 segundos.
El convoy se orilla a la derecha del callejón de los jardines. Ingeniero y jefe de seguridad descienden. Algunos hombres de azul le salen al encuentro. Conversan. Chíniv, acompañado de los directores, se dirige a la cancela de hierro que comunica con la Pinacoteca. La fuerte escolta rodea el semirremolque.
04 horas y 28 minutos.
La grúa se une a los vehículos. Las compuertas blindadas se abren y el gran cajón —de acuerdo al procedimiento— es liberado y transportado por la AT—422 hasta las entrañas de los museos Vaticanos.
Camilo comprueba el doble cierre de las puertas. Dos agentes montarán guardia mientras La Piedad permanezca en el ala este de la referida Pinacoteca. El comprometido traslado se consuma. Y Chíniv telefonea al secretario de estado.
06 horas.
Semirremolque, grúa y operarios se alejan de San Pedro. El ingeniero se siente satisfecho.
Y otro tanto ocurre con el hombre con cara de niño, el conductor del camión y el maquinista, aunque por una razón diferente...
17 de abril. Miércoles.
A partir de aquella mañana, tras el éxito obtenido en el transporte de La Píedad, Gloria Olivae quemó etapas a un ritmo endiablado. Pero el Destino terminaría arrebatándonos el control...
Trataré de desmenuzar estos últimos y críticos pasos.
A las ocho —de acuerdo con el riguroso hacer de Hoffmann—, un mensajero llamaba a la puerta de mi residencia, en la Universidad Urbaniana.
Quince minutos después, aparentando una desacostumbrada desazón, el cardenal Lomko telefoneaba a la Secretaría de estado, solicitando una entrevista urgente con Rodano.
Nueve horas.
Ante la perplejidad de Angelo le hacía entrega de un sobre.
Lo examinó con curiosidad. Y al comprobar que iba dirigido a mi nombre solicitó una explicación. Le rogué que extrajera el contenido. Y así lo hizo, tomando un segundo sobre, cerrado y lacrado.
El nombre y cargo del prelado aparecían en la cara frontal.
Al leer el remitente palideció. Y comprendió el porqué de mis prisas.
—¿Cómo ha llegado a sus manos?
Le mostré el recibo de la mensajería.
Pareció dudar. Y sus dedos tamborilearon inquietos sobre la mesa. Su instinto de diplomático le advirtió. Y, entendiendo que quizá deseaba beber a solas aquel cáliz, hice ademán de retirarme. Pero, volviendo en sí, se excusó, invitándome a tomar asiento.
La imperturbable voz de campesino, templada en las diarias borrascas de la política vaticana, osciló al leer las dos palabras que configuraban el remitente.
Gloria Olivae.
Nos miramos. Unas inusuales ojeras hablaban de una noche en vela. Y, dejando en libertad un cansino suspiro, procedió a rasgar el misterio, procurando no dañar el lacre.
Desdobló una recia hoja. Se ajustó las cuadradas gafas y, amartillando la guardia, se enfrentó al apretado texto.
Naturalmente, yo lo conocía. Sin embargo contribuí a alimentar el suspense con un mutismo polar.
Frunció el ceño. Alzó la vista y exclamó, haciéndome partícipe de una recién nacida y prometedora irritación:
—Está en hebreo...
Sólo acerté a encogerme de hombros. Y sus ojos resbalaron impacientes por el papel. Al reparar en la segunda mitad —en inglés— la devoró en segundos.
La primera reacción, a lomos de la incredulidad no me sorprendió. Era natural en un adorador del sentido común.
Arrojó el documento sobre el tablero y rugió:
—Léalo, eminencia... Como broma no está mal.
Obedecí respetuoso. Dejé transcurrir unos instantes y, al localizar la traducción, bordé mi representación. El estupor saltó por encima de las bifocales. Rodano correspondió con un amago de sonrisa. Y la ronquera vino a orlar el momento con un cavernoso y oportuno dramatismo. Y leí por segunda vez, ahora en voz alta:
Eminencia, poco importa la autoría de los hechos que usted ya conoce y de los que vamos a revelarle. Nuestro objetivo no es la publicidad. Lea con atención. No será difícil comprobarlo. Su eminencia puede recabar el concurso de los expertos. La Piedad de Miguel Ángel se encuentra en nuestro poder...
Simulé consternación. Y Angelo, con la paciencia desbordándose por las yemas de los nerviosos dedos, me animó a proseguir. No es importante el cómo, sino el porqué.
Preste atención a las exigencias, indispensables para el rescate de tan valiosa y venerada obra, patrimonio de la Humanidad...
El secretario de estado había empezado a arrojar fuego.
El Pontífice —y sólo él— deberá materializar los siguientes requisitos:
Primero: desvelar al mundo —de manera pública y oficial— el llamado tercer secreto de Fátima.
Conocemos el texto. No hace mucho, la Nunciatura Apostólica en Lisboa les informó de unos extraños sucesos acaecidos en el Carmelo de Coimbra...
Interrumpí de nuevo la lectura. Y solté unas gotas de estudiada ingenuidad.
—No comprendo, eminencia...
—Yo tampoco —mintió Rodano.
En otras palabras —continuaba el mensaje—, no traten de modificarlo o desvirtuarlo.
En el momento oportuno se les hará llegar parte de dicho secreto, como prueba de la solidez de estos argumentos.
Segundo: el Vaticano deberá reconocer —también pública y oficialmente— la legitimidad del estado de Israel...
Esta vez, ante la gravedad de la exigencia, me refugié en una sombría seriedad.
Somos conscientes de las dificultades que entrañan dichos requerimientos. En consecuencia, fijamos el plazo máximo e innegociable para la consumación de tales compromisos en el próximo 13 de mayo...
Interrogué al prelado.
—¿Cuánto tiempo?
Rodano pareció lamentar que tomara el asunto tan en serio. Y replicó de mala gana:
—Algo menos de un mes. Veintisiete días...
Procuré sortear la tormenta que se avecinaba. Y concluí el increíble ultimátum:
Como medida complementaria lamentamos comunicarle que Gloria Olivae ha escondido una treintena de potentes explosivos en otros tantos volúmenes del Archivo Secreto Vaticano. Concretamente, en la colección conocida como Registro de Súplicas. Como es obvio, no podemos facilitarle los títulos de los tomos en los que han sido dispuestas las cargas.
Al igual que en el caso de La Piedad, pueden verificar la realidad de estas manifestaciones, examinando el Liber Diumus Romanorum Pontificum (siglo IX), depositado en las estanterías de la colección Miscellanea (Armario XXXI y ss.). En el interior del preciado volumen descubrirán un explosivo —lógicamente desactivado—, de naturaleza similar a los existentes en el resto del Archivo Secreto.
Si la decisión del Pontífice resultara negativa, el mundo, sin duda, le pedirá cuentas.
Ambos textos, en hebreo clásico e inglés, aparecían firmados con la ya mencionada y familiar expresión: La gloria del olivo.
Al devolver el inquietante y estrafalario comunicado, me enganché al sentir de Rodano. Según lo dispuesto por Hoffmann, mi trabajo como enlace debía verse permanentemente regado por la cautela.
—Ridículo... Una broma propia de dementes.
Angelo descolgó el teléfono. Y, al tiempo que expurgaba en el elenco vaticano, estalló:
—Pues se han equivocado de escenario...
Y reclamando al jefe de seguridad masculló entre dientes:
—Sólo faltaría que Bangio tuviera razón...
Espolvoreé un poco de tranquilidad:
—Si dicen verdad, no tardaremos en saberlo...
El prelado se negó a navegar por ese rumbo:
—Seamos serios, eminencia. Camilo y los directores han sido testigos del traslado...
Chíniv atendió la llamada. Pero el secretario de estado, encharcado en una súbita sensación de ridículo, no acertó a expresarse. Y, haciendo de tripas corazón, salió del atolladero, rogando al comandante que acudiera a su despacho de inmediato.
—Y otro favor, Camilo. Que le acompañe el director de los museos.
9 horas y 45 minutos.
Las luciferinas cejas del jefe de seguridad se abovedaron.
—¿Un robo? ¿De La Piedad?
El profesor Pietrángeli, con su proverbial discreción y buen humor, optó por sumarse a la madrugadora broma del secretario de estado, dando por bueno que su presencia en la segunda planta del Palacio Apostólico obedecía a un lógico cambio de impresiones en torno a la delicada operación de la pasada madrugada.
—De película, eminencia. El robo ha sido de película...
Tuve que sujetar la risa.
Angelo comprendió y encajó la bien intencionada réplica del director. Y Lomko experimentó una cierta piedad hacia el aturdido cardenal.
Rodano —rico en recursos— esquivó el arcabuzazo del dolido Chíniv.
—Lo sé, Camilo... Yo también estuve presente. ¡Por el amor de Dios, no se ofenda! Nadie duda de su magnífica profesionalidad. Pero...
Le vi manosear el lacre. Supongo que estuvo tentado de revelarles la fuente informativa. Pero, calculador, apostó por si mismo:
—Sólo les pido una sencilla y rutinaria comprobación.
Y, guardando el comunicado, se puso en pie, dejando en tablas el forcejeo.
—Acompáñenme...
10 horas y 30 minutos.
En presencia del inquieto secretario de estado, del confuso profesor, del irritado Chíniv y de un Jozef Lomko, siempre en segunda fila, los hombres que montaban guardia frente al reducido almacén de la Pinacoteca procedieron a desclavar la cubierta del embalaje que contenía La Piedad.
Rematada la operación, siguiendo las rígidas órdenes de Rodano, Camilo retiró a los agentes. Y el bueno de Pietrángeli, sin terminar de comprender el alcance de la ya pesada broma del monseñor, fue a encaramarse en un improvisado cajón. Y, refunfuñando, husmeó en el interior. La bellísima Madona, en efecto, se hallaba donde debía. El director sonrió. Y Rodano recuperó el temple. Pero Chíniv, sin saberlo, jugó a nuestro favor. Su pregunta resultaría mortal:
—¿Ha mirado la firma?
Pietrángeli, malhumorado por la desconfianza, terminó accediendo. Se asomó. Buscó en vano en las cuatro paredes. Y, como era de prever, su rostro se contagió de la blancura del mármol. Palpó sin pudor la protección de plástico, en un intento de reconocer los perfiles de la Señora. Y demudado se volvió hacia el expectante coro, balbuceando algo ininteligible.
Finalmente, abrasado a preguntas y cardiaco por lo que acababa de descubrir, perdió conciencia del menguado y frágil maderaje que le sostenía. Su caída fue inevitable.
Cuando, socorrido por los solícitos acompañantes, consiguió al fin armar las ideas, el perdido profesor, gimoteando, logró desencuadernar los ya vapuleados ánimos.
—¡La firma!... Eminencia..., ¡ha desaparecido!
El prelado comprendió a medias. El policía, nada en absoluto...
Media hora más tarde, desmantelado el embalaje, el director de los museos Vaticanos, arrasado por la incredulidad, daba fe de lo que parecía imposible: La Piedad de Miguel Ángel había sido sustituida por una copia de excelente factura.
Angelo, a pesar del escopetazo, se vio en la necesidad de sostener y animar al derrumbado comandante. En cuanto a mí, hice lo que pude; es decir, muy poco.
Pietrángeli, dando ejemplo de entereza, solicitó permiso para una última comprobación. El prelado, sumido en pensamientos de mayor calado, movió la cabeza mecánicamente, dando su autorización. Y, desdoblándose, tuvo los reflejos suficientes para recordarle que aquel asunto exigía la máxima discreción.
Minutos después, dos técnicos del Departamento de Restauración ratificaban el examen inicial. Uno de ellos, el eminente profesor Gabrieli, que había tomado parte en la casi mágica rehabilitación de la imagen, tras el atentado de 1972, fue rotundo.
A pesar de la asombrosa perfección de La Piedad que teníamos a la vista, algunos detalles eran determinantes. Por ejemplo: la técnica utilizada por el falso Buonarroti en rostro, ropas y brazo izquierdo nada tenía que ver con la llamada fórmula interrogativa, practicada por los restauradores en la reparación de los desperfectos ocasionados en dicho atentado. Por otra parte, el artista —quizá involuntariamente— había olvidado las marcas ocasionadas en la nuca de la Virgen por los catorce martillazos propinados por el demente y que fueron conservadas como testimonio de tan triste suceso.
Ni Gabrieli ni el resto de los expertos vaticanos supieron jamás que esos supuestos errores fueron cometidos premeditadamente, con el fin de brindar una rápida identificación.
Y rizando el rizo de la prudencia, los especialistas rasparon una franja del mencionado brazo, recogiendo muestras del mármol. Esa misma mañana, consumados los análisis, el director de los museos hacía llegar el veredicto al secretario de estado. El material que daba forma a las prótesis no guardaba relación con el empleado en la verdadera estatua. En 1972 y 1973, tanto en la nariz, ojo izquierdo, mejilla, borde del manto y brazo, los restauradores resolvieron las reconstrucciones con resina de poliéster (soluble en acetona) y polvo de mármol de Carrara. En la copia, en cambio, sólo fue identificada resina acrílica.
No cabía duda. Alguien había secuestrado a La Madona.
Pero ¿cómo? ¿En qué momento?
Los responsables de su custodia no conocen aún el procedimiento. La operación, sin embargo, no fue excesivamente alambicada. El plan de Hoffmann resultó impecable.
Meses antes —adelantándose a los acontecimientos—, dos hombres de Gloria Olivae entraron al servicio de la empresa de transportes excepcionales que, presumiblemente, podía responsabilizarse del trabajo. Dicha agencia internacional, con su demostrada profesionalidad, unos inmejorables medios y el valioso precedente del viaje de La Piedad a Nueva York en 1965, aparecía como un candidato seguro, en el supuesto de un segundo traslado. Y acertamos.
La permanencia de nuestros especialistas en la referida empresa fue de importancia capital para la puesta a punto del material. Y en vísperas de la fecha prevista para la resolución del contrato con la Santa Sede, los falsos operarios fueron designados —in extremis— como chofer y maquinista del semirremolque y de la grúa autopropulsada, respectivamente. Una inoportuna intoxicación, derivada de una cena de hermandad, había postrado en cama a buena parte de la plantilla de conductores...
Cuando el auténtico camión blindado partió de los hangares, en las afueras de Roma, rumbo a la basílica de San Pedro Gloria Olivae lo interceptó fácilmente. El ayudante de Victor Greder —que conducía el vehículo— fue retenido, siendo reemplazado por Frank Hoffmann. Y una góndola, prácticamente gemela, ocupó su lugar.
La circunstancia de que el ingeniero y el resto de la cuadrilla se desplazaran en un vehículo auxiliar favoreció nuestros propósitos. En cuanto al coronel, aunque había sido provisto de la oportuna documentación, su presencia no despertó la menor sospecha. De acuerdo con las indagaciones efectuadas previamente, ni el ingeniero ni la docena de hombres que le acompañaba estaban en condiciones de reconocer a todos y cada uno de los quinientos empleados que formaban parte de la empresa.
Ante el considerable peso de la escultura y las enérgicas medidas de seguridad que la rodearon, sólo cabía un método para apoderarse de ella. Tenía que ser el propio Vaticano quien la removiera del emplazamiento y la depositara en el falso camión. Y de esta guisa se efectuó el cambio.
El cómo, repito, teniendo en cuenta los medios, fue igualmente simple.
El secreto se hallaba en las dimensiones internas de la caja del semirremolque. Una parte de los 7,80 m (longitud total), por los 2,40 (anchura), fue transformada y cerrada. En el cubículo resultante —de 1,40 x 2,40—, Gloria Olivae escondió un cajón de características idénticas al empleado en el embalaje de la verdadera Piedad, con la copia encargada meses antes.
Como ya mencioné, uno de los momentos de mayor peligro se produjo, justamente, cuando el comandante de la seguridad y el ingeniero penetraron en la caja, a fin de revisar los amarres. La implacable tensión, soportada durante horas, hizo comprensible que no repararan en la sutil diferencia de volúmenes. La oscuridad, en parte, nos benefició.
Dado el corto trayecto a cubrir por el camión —novecientos metros—, siempre en territorio soberano, no era previsible que los escoltas fueran emplazados en el interior. Aun así, preventivamente, Hoffmann mandó sustituir el gas halon por un narcotizante. En caso de necesidad, los conductos de este sistema antiincendios habrían servido para neutralizar a los vigilantes. La dosis fue programada para un tiempo máximo de inconsciencia de tres minutos. Por fortuna, Chíniv no lo estimó necesario. Después de todo, La Piedad fue descargada y encerrada en su presencia y escoltada por dos vehículos oficiales...
Y nada más traspasar el arco de La Campana, el cara de niño pulsó el botón que debía alertar a los tres polizones ocultos en el compartimiento secreto.
De acuerdo con nuestros cálculos, el tiempo disponible, hasta la apertura de las compuertas blindadas, oscilaba alrededor de tres o cuatro minutos.
Merced a un elemental mecanismo hidráulico, el falso fondo de la caja fue elevado. Y los especialistas —con el apoyo de cuatro reducidos gatos neumáticos— levantaron La Piedad, dotándola de unas poderosas ruedas multidireccionales.
La maniobra fue redondeada en cuarenta y cinco segundos.
Y el tesoro quedó liberado de los amarres laterales.
Acto seguido, tras el cierre de la pared móvil, el cajón fue anclado a la misma con dos sólidas cinchas que lo abrazaron por los extremos. Y los polizones dispararon el sistema giratorio que motorizaba la plancha de acero. Y la hicieron rodar 180 grados.
Y La Piedad fue a parar al cubículo.
El posterior calce del cajón gemelo, la retirada de las ruedas y su definitivo asentamiento en el piso fueron consumados en cincuenta y cinco segundos.
Nuevo giro de la pared. En esta ocasión, cuarenta y cinco grados. Y nuestros hombres retornaron al escondite.
La plancha blindada fue impulsada por tercera vez, recuperando la posición correcta. Es decir, como pared de fondo.
Por último, a través de dos escotillas practicadas en los laterales de dicha pared, la copia fue debidamente amarrada a los flancos de la caja.
Total: dos minutos y treinta segundos.
Para cuando Frank pulsó el botón por segunda vez, advirtiendo del inminente final del viaje, todo se hallaba tal y como aparecía en el momento del cierre del semirremolque...
El resto fue sencillo.
12 horas.
Armado el embalaje de la falsa Piedad, saltando por encima de su derrotado ánimo, Rodano puso a prueba su sangre fría, celebrando un improvisado conciliábulo. Y los técnicos del Servicio de Restauración fueron aleccionados con rudeza.
Allí no había pasado nada...
Y el almacén fue clausurado de nuevo, manteniéndose la vigilancia y las apariencias.
12 horas y 30 minutos.
Secretaría de estado. Despacho de Angelo Rodano.
Tras cancelar la mayor parte de los compromisos previstos en la agenda del día, el prelado mostró el ultimátum a Camilo Chíniv y al director de los museos. Y una vez más les imploró el más hermético de los silencios.
Cuando el jefe de la seguridad acertó a leer el capítulo de los explosivos, la quijada de bulldog se desplomó. Y persuadido de la autenticidad del funesto anuncio apremió a Rodano para llevar a cabo la inmediata comprobación sobre el volumen mencionado en el mensaje de Gloria Olivae.
Desfondado, Angelo telefoneó al prefecto del Archivo Secreto y responsable del gobierno ordinario de tan prestigiosa institución, ubicada en el patio de Belvedere.
Taimado, evitó las explicaciones, señalando al padre Metzler que se pusiera a las órdenes de Chíniv.
Y la espera —a qué ocultarlo— fue tan dramática como los minutos que precedieron a la confirmación del robo de La Piedad. En mi afán por relajar la enrarecida atmósfera, interrogué al prelado sobre sus intenciones. Y un Rodano desconocido —casi agresivo— me hizo retroceder con la mirada. Ni Pietrángeli ni el imprudente Lomko volvieron a incomodar sus atropelladas reflexiones.
13 horas y 15 minutos.
Camilo, escoltado por un aturdido prefecto, irrumpió en el luminoso gabinete, depositando sobre la mesa de Rodano una de las joyas de la colección Miscellanea: el referido Liber Diumus Romanorum Pontificum.
Y sudoroso, economizando formulismos, lo abrió por la mitad, mostrando un extraño artilugio cuadrado —extraplano—, de seis centímetros de lado, cuidadosamente adherido al pergamino, en el centro de la página derecha.
Angelo, sin despegar los temblorosos labios, comprendió. Y el semblante fue clareado por el miedo. Y en sus ojos —siempre vestidos de calma— se desnudó la angustia.
El germánico Metzler —a años—luz de la doble tragedia— exigió una aclaración. Y Camilo, muy a su pesar, se la dio.
—Se trata de un semtex —explicó, alisándose la plateada cabellera—. Un explosivo indetectable por los medios físicos habituales...
El prefecto perdió la respiración.
—Como pueden observar —marcó Chíniv con el dedo—, es de reducidas dimensiones y tan delgado como una tarjeta de crédito.
Su tono se derrumbó.
—Pues bien, no se fíen de la aparente fragilidad. Su poder destructivo es muy notable.
—¡Jesús bendito! —clamó Metzler—. ¿Quién y cómo han podido...?
El comandante pospuso la posible explicación. Y completó el cuadro.
—En el centro, como ven, hay una diminuta célula fotoeléctrica, sensible a la luz. Basta abrir el libro para que la carga estalle.
Rodano se estremeció.
—En este caso —añadió con repugnancia—, esos malnacidos lo han desactivado. Falta el detonador...
El quién y el cómo del prefecto planearon sobre el libro, reavivados esta vez por el desolado director de los museos.
—No es tan complicado... —musitó Chíniv. Y fue a refugiarse en la privilegiada memoria de Metzler.
—Padre, ¿cuántas personas han visitado el Archivo durante el pasado año?.
Un elocuente gesto nos previno:
—Si no recuerdo mal —aclaró el desconcertado sacerdote—, se extendieron más de mil quinientas tarjetas de inscripción ordinaria y otras tantas, a título provisional, a estudiosos de cincuenta países. Se han registrado algo más de trece mil presencias en las salas de estudio de índices, con casi veintinueve mil peticiones de material de archivo...
—Está bien...
Angelo alivió el suplicio.
Metzler, aturdido, había olvidado al grupo de expertos en informática de la universidad de Michigan, encargado del proyecto de automatización del archivo secreto...
—Pero si hace explosión al contacto con la luz, ¿cómo han podido colocarlos?
Camilo despejó las dudas del prelado:
—Muy fácil, eminencia. El semtex va protegido con una larga tira de papel negro. Una vez adherido se cierra el volumen y el criminal sólo tiene que arrastrar la banda protectora, descubriendo así la célula fotoeléctrica.
Cuando alguien hojea el libro, la luz, como le decía, provoca una débil corriente eléctrica. Suficiente, sin embargo, para activar el detonador y provocar la tragedia...
—¡Por Dios! —se sublevó Rodano—. ¿Y de cuántos tomos consta el Registro de Súplicas?
El prefecto, ajeno al alcance de la pregunta, se resistió a dar una cifra inexacta.
—No lo sé, eminencia. Tendría que consultar...
—Aproximadamente —le urgió el prelado.
—En lo que se refiere a los años 1342 a 1899, alrededor de 7.400
Un silencio, mortal de necesidad, fue a montarse en los corazones.
—¿Y cómo buscar y desactivar una treintena de explosivos entre más de siete mil volúmenes?
El lamento —más que interrogante— de Angelo Rodano puso al cabo de la calle al perdido prefecto del Archivo Secreto.
—¿Qué insinúa su eminencia?...
Ninguno tuvo la suficiente presencia de ánimo para repetir lo ya sabido. Y el prelado, a la desesperada, acosó a Camilo.
—¿Soluciones?
Mal remendador, Chíniv empuñó la verdad, seccionando sin titubeos.
—Pocas y comprometidas. Cabe radiografiar cada libro...
Angelo se atascó en los primeros cálculos.
—La operación, como usted comprenderá, eminencia, además de arriesgada, exige un faraónico número de horas de trabajo. La seguridad Vaticana, qué le voy a contar, no dispone de especialistas ni de medios técnicos...
El prelado subrayó las certeras afirmaciones con un amargo rictus.
—La inspección in situ tendría que llevarla a cabo el Departamento de Desactivación de Explosivos de la Policía italiana.
El secretario de estado dejó correr la insinuación del comandante. ¿Hacer públicos los enojosos incidentes? Nada más lejos, por el momento, de su voluntad. Tiempo habría de meditar y tomar decisiones al respecto.
Y descendiendo a la cruda inmediatez se interesó por dos cuestiones claves:
—Padre Metzler, ¿alguien puede estar manejando el Registro de Súplicas en estos instantes?
Unas gotas de sudor traicionaron la huidiza respuesta del prefecto.
—Tengo entendido que no....
Angelo le atornilló con la mirada.
—Bueno, eminencia... Tendría que verificarlo...
Y, girando hacia Chíniv, liberó la segunda duda y parte de su irritación.
—¿Qué ocurriría si una de esas malditas cargas estallase cerca del Registro?
El comandante —sincero— se encogió de hombros, replicando con un hilo de voz.
—Lo ignoro. Habría que consultar con los expertos. Si el semtex actúa por simpatía, parte del Archivo Secreto ardería en pompa...
Rodano se despojó de las gafas. Y ocultando el rostro bajo las curtidas manos se sumergió en un arduo debate consigo mismo. No era difícil imaginar el galope de sus pensamientos. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era todo aquello?... La Piedad robada. El archivo secreto minado... Un sibilino chantaje.
Y acorralado pareció asumir sus limitaciones. Después de todo, él sólo era un tornillo transmisor en el gran engranaje de la Iglesia.
E impartió las primeras órdenes:
—Está bien. Usted, padre Metzler, clausure esas estanterías. Y, ¡por Dios bendito!, que nadie toque el registro de súplicas.
—Usted, Camilo, ocúpese de la vigilancia en la zona.
Se puso en pie. Y recalcó imperativo:
—Este asunto es confidencial. Le hago personalmente responsable, padre...
El prefecto insinuó el nombre del cardenal archivero, máxima autoridad y delegado del Papa en el Archivo Secreto.
—¡Ni una palabra! —bramó—. De ése me encargo yo...
Y con una andanada descabezó las posibles dudas de Metzler.
—Invente la excusa que quiera. Pero nadie, fíjese bien, nadie debe sospechar la verdad. Y ahora, por favor, cumplan con celeridad. Cuando hayan concluido, regresen. Quiero una información directa. De primera Mano.
El prefecto, asustado, fue asintiendo mecánicamente. E hizo ademán de retirarse. Pero Chíniv permaneció inmóvil frente a la mesa. Y, alargando el brazo, le tendió un sobre lacrado. Y anunció con gravedad:
—Lo encontramos en el interior del libro, junto al explosivo.
Eran demasiadas emociones, incluso para un diplomático. Y ante la comprensible parálisis del prelado, Camilo optó por dejarlo sobre el tablero. La acobardada voluntad de Angelo —intuyendo un nuevo precipicio— se resistió a avanzar.
Por último, esclavizado por la rabia, despidió a los silenciosos colaboradores.
—Cardenal Lomko —susurró implorante—, usted no...
Tomé asiento de nuevo y fingí un mínimo de expectación. Rodano se desplomó sobre el terciopelo púrpura del sillón. Acarició la cruz pectoral y comentó, casi para sí:
—Dicen que Dios atempera el viento para el cordero trasquilado. ¿Y qué ocurre cuando sopla un tifón?
Me miró suplicante.
—Querido cardenal —improvisé—, a Dios le encanta la provisionalidad. Es un fanático de lo pasajero. Somos nosotros, los hombres, los que nos empeñamos en instalarnos.
Como buen diplomático, me dio la razón. Pero reforzó las amarras.
—Aguantaremos, Jozef..., aguantaremos.
Vencidos aquellos interminables segundos —relativamente recuperado—, tomó el sobre con las puntas de los dedos, inspeccionándolo a distancia.
Y sarcástico —aludiendo al destinatario— vomitó sin piedad:
—¡Santo Padre...! ¡Pobre infeliz! Esta vez has encontrado la horma de tu zapato...
Y la crueldad relampagueó en sus ojos.
—¿Quiere leer el tercer secreto de Fátima, eminencia?
Sonreí incómodo. Ambos sabíamos que este segundo sobre lacrado iba dirigido al Pontífice. Y por un momento creí que se disponía a abrirlo. Pero, conociendo como conocía las rudas y temperamentales reacciones del polaco, prefirió no avivar la hoguera. E hizo lo único que podía y debía: telefonear al primer secretario particular de Su Santidad.
La conversación con el gélido y desabrido Stanislaski Siwiz le hizo saltar en pedazos. Desorientado con el alud de la mañana, Angelo había olvidado el amurallado celo del caja de huesos.
—Sí, muy urgente.
Siwiz le interrogó sobre el motivo de tan precipitada entrevista. Y Rodano, severo, no hizo concesiones.
—Confidencial...
Imaginé los desconcertados ojos de lechuza de Siwiz.
—No me lea la apretada agenda de Su Santidad...
El secretario —obtuso— insistió. Y el prelado se desarmó:
—Mire usted, el cardenal Lomko y yo necesitamos ver al Santo Padre de inmediato. ¿Prefiere que derribemos la puerta?
Siwiz percibió el silbido de sables. Y moderó el tono:
—Bien, de acuerdo —accedió Rodan—. Esperaremos a que concluya el almuerzo...
Y, consultando el reloj, marcó la hora.
—A las tres en punto...
La chillona voz del incombustible interlocutor —insistiendo en la obtención de algún indicio con el que poder preparar a su amo y señor— exasperó al quemado secretario de estado:
—Limítese a sus obligaciones, padre. ¿o debo llamarle santo padre?.
Cuarenta y cinco minutos después, recibidas las oportunas y, hasta cierto punto, tranquilizadoras novedades por parte de Chíniv y del prefecto del Archivo Secreto, Angelo Rodano y Jozef Lomko franqueaban la puerta del gabinete privado de Su Santidad.
Con los ojos cargados de pedernal, un Siwiz distante y rencoroso anunció nuestra presencia.
El polaco alzó la vista. Y con un amable gesto nos invitó a acomodarnos. Y, absorto en un documento, necesitó algunos segundos para caer en la cuenta de que no me había visto desde el accidente. Y, rodeando la congestionada mesa, se apresuró a rectificar el lapsus. Tomó mis manos enguantadas y, feliz, me susurró en polaco:
—Querido Jozef..., me alegro de verte recuperado.
Procuré disculparme por la ingrata afonía. Pero Rodano, consumido por la impaciencia, abrevió el preámbulo. Abrió el Liber Diurnus por la página que contenía el explosivo. Lo dejó caer sin miramientos sobre el rojo tapete del escritorio y, sosteniendo los sobres en la mano izquierda, resumió los acontecimientos en riguroso orden cronológico y sin concesiones.
Conforme el prelado desgranaba calamidades, fui ganando en serenidad. Aquel encuentro directo con el Romano Pontífice encerraba una enorme trascendencia para Gloria Olivae. Y no porque las hipotéticas decisiones que pudieran salir del despacho preocuparan a la organización. Ese extremo, en esos instantes, era irrelevante. Lo que Hoffmann y yo mismo no teníamos tan claro era la reacción del polaco, a la vista del falso Lomko.
Y, como digo, fui estabilizándome. La cirugía plástica y el prolongado y exhaustivo entrenamiento obraron el milagro.
La sorpresa —como un ladrón en la noche— le robó el habla. Le vi encorvarse. Cambiar el tinte de la piel. Rodano, implacable, se lo ofreció crudo.
Y el Papa, sabedor de la rectitud y de la parca imaginación de su secretario de estado, no dudó. No existía posibilidad de error. Eso nos ahorró tiempo.
Concluida la exposición, nos dio la espalda. Y con pasos cortos, inseguros, rozando con la mano derecha los libros y carpetas que almenaban la mesa, se dejó caer en el mullido terciopelo gris de la silla. Cruzó los brazos sobre el tablero y bajó la cabeza.
El prelado, respetuoso, le permitió maniobrar mentalmente. Y, sigiloso, fue a depositar los sobres a un palmo de la blanca sotana.
Al levantar el rostro, el azul de los ojos se humedeció. Los surcos de la frente se arquearon y los labios, prietos, anunciaron el seísmo.
Pero, para desconcierto de los cardenales, se limitó a entonar el nombre de la Virgen:
—¡Santa Madona!
Y, arrollado por una serena tristeza, bajó los párpados. Y una solitaria lágrima rodó por el impecable afeitado.
—Santidad...
Rodano, conmovido, trató de ordenar las emociones. Pero el Papa, sin mirarle, despegó la mano izquierda, solicitando silencio.
La agitada caja de Pandora de sus sentimientos no tardaría en sorprendernos de nuevo.
Y con movimientos lentos, teatrales, fue a tomar el primero de los sobres, leyendo el contenido.
Un par de ácidas sonrisas modificaron el escenario. Rodano se preparó.
Al finalizar aplastó el papel.
Y el acero volvió a la mirada.
—¿Qué hay de los explosivos?
La voz, como un lejano retumbar de tambores, nos previno:
—Hemos llegado a tiempo, Santidad... El Registro de Súplicas, según las últimas noticias, se halla intacto. Aislado y vigilado.
—¡Inútiles!...
Angelo, buen fajador, esperó la siguiente embestida:
—¿Cómo es posible?...
A pesar de la cólera que empezaba a afilar las facciones, el prelado se arriesgó:
—No podemos culpar a la seguridad... Esa gente parece poderosa...
Pero, montado en sus pensamientos, le interrumpió, ignorando las justificaciones del secretario de estado.
—¿Y mi seguridad, eminencia? De momento se han contentado con una estatua. Pero ¿y mañana?
Rodano se tragó el reproche. Y removió el caldero de la realidad.
—Vayamos a los hechos, Santidad. Conviene tornar una decisión. ¿Ponemos el asunto en conocimiento de las autoridades policiales?
El sarcasmo dejó al descubierto una cuidada dentadura.
—¿Y qué ganaremos?
—Es posible que la policía...
El polaco, tronando, ahogó a Rodano:
—Si han sido capaces de atentar contra el blindaje, robar La Piedad y sembrar el archivo de explosivos, ¿cree su eminencia que se dejarán atrapar?
El despreciativo tono le hirió. Y el prelado, enseñando los espolones, le abandonó a su suerte.
—Muy bien, Santidad. Suya es la responsabilidad. ¿Qué hacemos?
El Pontífice volvió a cruzar los brazos. Meditó la respuesta. Y astuto, reservando la artillería, decidió no empeorar las cosas. Y, sacando la máscara del paternalismo, replicó conciliador:
—Querido Angelo...
El diplomático se acorazó. —Perdone a este viejo siervo del Señor. Actuemos con calma. Hay tiempo. Por el momento, esta desgracia debe quedar en casa.
Rodano asintió.
—La Piedad, oficialmente, ha sido trasladada a los museos. No atormentemos al mundo con nuestros pecados.
Ganada la escaramuza, tomó el segundo sobre, dejando el asunto en el aire. Y lo rasgó sin perder aquella enigmática y artificial sonrisa. Angelo y yo intercambiamos una silenciosa mirada. Y nos dispusimos para el inmediato asalto.
Rodano lo intuyó. Lomko lo sabía. El breve texto de aquella hoja —con algunas menciones al tercer secreto de Fátima— haría impacto en el casco del insobornable admirador de las apariciones marianas.
Fue cuestión de segundos. Conforme avanzó en el mensaje, el andamiaje de su rostro se desmoronó. El papel osciló, acusando unas progresivas e inequívocas oleadas de ira. Nuestros agentes en Coimbra habían acertado. La confesión arrebatada a sor Lucía coincidía con el secreto original.
Y torpemente, con los dedos aguadañados, plegó el mensaje, guardándolo en el sobre.
Y ciego, empuñando el ingobernable látigo de la violencia, se adentró en el pantano de la desconfianza. Aquello le perdió.
—¡Traidores!... ¿Quién ha robado la profecía?... ¡Los fulminaré!
El secretario de estado, estupefacto, exigió una aclaración. Pero el irritado Pontífice, alzándose bruscamente, siguió catapultando toda suerte de injustas acusaciones.
Angelo renunció. Y, dando media vuelta, abandonó la estancia. El confundido Lomko, naturalmente, le siguió.
Media hora más tarde, amainado el temporal, el Papa telefoneaba al dolido Rodano, excusándose. Y el prelado, desconfiado, le dejó hablar, replicando desde el filo de la obediencia debida.
—Lo comprendo, Santidad... No tiene importancia... Por supuesto, Santo Padre... Puede estar tranquilo. Nadie, salvo Su Santidad, ha tenido acceso a ese segundo sobre...
Me miró resignado.
—¿Quiénes?... Sólo Chíniv, el cardenal Lomko y yo mismo... No, Santidad, el resto sólo conoce una parte del asunto... Claro... Ya había pensado en ello... Como ordene Su Santidad... Descuide... Cómo no, Santo Padre...
Al colgar, resumió paisaje y paisanaje.
—Voz acaramelada. Amabilísimo. Algo trama. Sugiere una reunión urgente y secreta. Bangio, Camilo, usted y yo. El resto no cuenta. Pide ideas. Y las quiere ya. Después del cónclave —sonrió mordaz— debo informarle.
Y cruel, permitiendo que su viejo escepticismo tomara venganza, añadió sin disimulo:
—¡Ah, y recomienda que solicitemos ayuda a la Virgen de Czestocowa!...
A las cinco de la tarde, ante un Sebastiano Bangio pletórico por su acierto al señalar a la extrema derecha judía como la responsable del atentado y del robo, tenía lugar la cumbre solicitada por el Papa. Una reunión —como era previsible— de la que no salió gran cosa. El Vaticano, sencillamente, se hallaba atrapado.
Tal y como pronosticara el segundo círculo, la cuestión de fondo —la que verdaderamente inquietaba a la cúpula vaticana— no era la integridad física y el rescate de La Piedad de Miguel Ángel. Entre el secretario de estado y el camarlengo llegaron a materializar hasta seis posibles soluciones para disimular la pérdida ante la opinión pública.
Lo que no estaban dispuestos a consentir era el desgaste político y de imagen que —según ellos— se derivaría del conocimiento de estos hechos.
Esta farisaica actitud, por supuesto, nos traía sin cuidado. Gloria Olivae —lo dije— tenía otras miras. El chantaje sólo era una cortina de humo. Un medio para despistarlos nuevamente. Una diabólica fórmula para conducir el agua a nuestro molino...
El quid del espinoso dilema fue destapado desde el primer momento y con la mayor desvergüenza.
El mundo no debía saber...
Había que hallar un medio —no importaba cuál— para salvaguardar el buen nombre de la Santa Sede.
¿Satisfacer las pretensiones de los terroristas?
Bangio se levantó en armas.
Hacer pública esa estupidez de Fátima —sentenció— nos arrastraría al más grotesco de los ridículos.
Aun sin conocer el texto del mensaje acertó de plano.
En cuanto al reconocimiento oficial del estado de Israel —se encrespó como una ola—, ni soñarlo...
Políticamente sería un suicidio. Nos enfrentaría sin remisión al mundo árabe. Y enviaríamos al patíbulo a las comunidades católicas, tradicionalmente arraigadas en esas regiones.
Y cañoneó a los titubeantes:
No caigamos en la trampa de atrapar la mosca y dejar suelta a la avispa.
Segunda alternativa.
¿Rescatar La Piedad y aplastar a los anónimos autores del secuestro?
Pero ¿cómo? ¿Con qué medios?
El margen de tiempo era menguado. Por otra parte, al poner el asunto en conocimiento de las autoridades policiales, se corría el gravísimo riesgo de que terminara filtrándose. Demasiado peligroso.
Bangio —cómo no— solicitó autorización para contratar manos expertas. A saber: la mafia o el Mossad israelí.
Rodano prometió consultarlo. Y ahí se agotó el caudal. Y el secretario de estado, con las manos prácticamente vacías, se dispuso a dar cuenta al sucesor de Pedro.
Y el coronel Frank Hoffmann hizo girar la última rueda. Mejor dicho, la penúltima...
El capitán de homicidios volvió a rememorar el tira y afloja entre Chíniv y el jefe de la policía de Roma.
—¿Terroristas? —había preguntado el prefetto—. ¿Podría guardar relación con esa organización que trata de chantajear al Vaticano?
Rossi empezaba a comprender el alcance de lo que tenía entre manos. Era vital que sostuviera una larga y sincera conversación con el político. Saltaba a la vista que, a pesar del celo vaticano, parte de la alucinante historia se había derramado por la ciudad.
¿Alucinante historia?
Constante se sobresaltó. ¿A qué negarlo? La trama le tenía cautivo. Poco importaba que fuera un magistral infundio. Era preciso alcanzar el final. ¿Qué nueva aberración le deparaban aquellas postreras páginas?
Le bastó con recorrer los primeros renglones azules para forjarse una idea.
Esa rueda —explicaba el manuscrito— constaba de dos palabras. Dos enigmáticos conceptos:
Corrector extrapiramidal.
Hoffmann no es hombre que sucumba a los cantos de sirena del azar. La meticulosidad lo sostiene más que su bastón. No es de extrañar, por tanto, que el siguiente paso de Gloria Olivae fuera cuidado con un mimo casi enfermizo.
Esa misma mañana del miércoles, procedente de Polonia, aterrizaba en Fiumichino un sacerdote de la diócesis de Cracovia. Era portador de un cuidado y valioso paquete.
A primera hora de la tarde, el polaco, viejo conocido de sor Juana de los Ángeles, hacía entrega del obsequio a la gobernanta de la casa pontificia. Un detalle de sus hermanas, las religiosas de la mencionada ciudad de Cracovia.
Los achinados ojos de la superiora se iluminaron al comprobar el contenido. Y se alegró por Gabi, la cocinera. Esa noche no tendría que preocuparse del postre de Su Santidad.
La caja contenía un esmerado surtido de pierogi Cuna especie de empanadillas rellenas de patatas, queso o carne) y una suculenta, redonda y discreta torta de sernik (requesón). En la nota de las monjitas se hacía especial mención al dulce, uno de los favoritos del Pontífice. La priora se disculpaba. La falta de tiempo les había impedido la elaboración de una ración más generosa. (El sernik apenas alcanzaba los cuatrocientos gramos.) Pero prometía una nueva y pronta remesa.
Así y todo, sor Juana se sintió feliz. Administrándolo con esmero, su admirado Santo Padre podía disfrutar, al menos, de un par de deliciosas raciones. E imaginó la cara de sorpresa del Pontífice a la hora de la cena.
Y las previsiones del coronel se cumplieron. Las amarguras de aquella jornada fueron levemente paliadas por la inesperada aparición del sabroso pastel. Y el Papa, olvidando temporalmente la ingratitud de las pasadas horas, lo devoró con fruición, elogiando y bendiciendo a sus incondicionales religiosas.
La suerte estaba echada.
Cuarenta y cinco minutos más tarde —tras concluir sus acostumbrados rezos en la capilla privada—, el Pontífice experimentó los primeros síntomas: súbitos e inexplicables vértigos. Sequedad en la boca. Un desacostumbrado cansancio. Trastornos en la acomodación visual. Aumento de la frecuencia cardiaca e insomnio.
Pero no se alarmó, atribuyendo el malestar a la aplastante presión ejercida por el asunto de La Piedad.
A la mañana siguiente, su lámina presentaba un preocupante desaliño. Ojeras. Palidez. Ojos vidriosos...
Y ante la lógica preocupación de las religiosas y de sus dos secretarios particulares, apenas si abrió la boca. Desayunó frugalmente. Algo de café y la última ración de sernik. Y sin mediar palabra, ante la perplejidad de Siwiz, se retiró a su gabinete.
Según lo convenido, Angelo Rodano y yo nos personamos en la tercera planta del Palacio Apostólico a las diez en punto. El caja de huesos, congelando las diferencias del día anterior, recomendó un máximo de brevedad.
—Ha pasado una mala noche...
Nos hicimos cargo.
Pero, al verle, el secretario de estado se inquietó. Ni siquiera llegamos a sentarnos. Más aún: creo que el debilitado Pontífice apenas si fue consciente de nuestra presencia. Permaneció acurrucado en la silla, con la atención esparcida por la sala. Tan pronto saltaba del espigado crucifijo de bronce que presidía la mesa a los blancos cortinajes de hilo de las ventanas como consultaba el reloj, interrogándose una y otra vez —obsesivamente— sobre la hora.
Desconcertado, sin saberlo, Rodano estaba asistiendo al principio del fin.
Cuando el Santo Padre, con la voz pastosa y la mirada opaca, preguntó si era de día o de noche, Angelo rodeó el escritorio y, sin protocolos, le tomó el pulso.
—¡Dios mío!
Y, con un chasquido de los dedos, me indicó que le siguiera. Abandonamos el gabinete, saliendo al encuentro de Siwiz.
Angelo, descompuesto, le ordenó que llamara al médico personal.
—Pero, eminencia...
—No discuta —lo fulminó Rodano—. Que venga Mielawcki. Suspenda las audiencias. Y trate de que se acueste...
Y antes de que los chirriantes zapatones del secretario se alejaran, le recordó la ajada pero útil fórmula, muy indicada para sortear suspicacias:
—Un repentino y nada preocupante proceso gripal. Ampárese en eso. ¿Ha comprendido?
Las cenicientas pupilas de Siwiz buscaron algún rastro de la verdad en el acelerado parpadeo del cardenal. Inútil empeño. Sólo nuestros agentes, infiltrados en el Vaticano, y el falso Lomko se hallaban al tanto de la realidad.
¿Y cuál era esa amarga verdad?
Debo confesarlo. A nivel personal, tanto Frank como yo, sentimos repugnancia. Pero, al parecer, no había alternativa. Nos debíamos al plan y cumplimos. Aun así, ante lo desagradable de aquella secuencia, he decidido eliminar muchos de los detalles, ajustándome a lo esencial.
Nuestro objetivo —como ya relaté oportunamente— consistía en materializar la renuncia del Papa. Ése era el compromiso.
Pues bien, esa penúltima fase de Gloria Olivae entró en funcionamiento con la tarta procedente de Cracovia. Su manipulación fue un juego de niños. De acuerdo con lo establecido, el sernik contenía tres dosis —de 5 mg cada una— de lactato de biperideno (DCI), un corrector extrapiramidal destinado a provocar la demencia del Papa.
Este fármaco —utilizado habitualmente en los psicóticos para aliviar y corregir los efectos parkinsonianos de naturaleza secundaria— se halla contraindicado en el caso de individuos sanos. Es suficiente la administración de una a tres dosis —sea en forma de ampollas (5 mg), tabletas (2 mg) o grageas (4 mg)— para que la víctima caiga en un grave, a veces irreversible, trastorno mental orgánico. Al poco de su ingestión, el sujeto presenta unos típicos rasgos de patología cerebral. Entre otros: alteración de una o más funciones cognoscitivas, incluidos memoria, pensamiento, percepción y atención. El delirio y la demencia pueden constituir el trágico final del proceso.
Por supuesto Los Tres Círculos podía haberle suministrado dicho corrector, sin necesidad de desplegar una trama tan compleja y arriesgada como la expuesta en este informe. El hecho de que el biperiden no deje residuos en sangre u orina lo convierte en un medio casi perfecto. Pero la simplificación —aunque tentadora— era un sable de doble filo. Entrañaba riesgos que no pasaron inadvertidos.
Aunque posible, una locura repentina no habría sido normal. No en el caso que nos ocupa. Sin unas condiciones específicas o una enfermedad previa, degenerativa del sistema nervioso central, las sospechas se hubieran erizado como lanzas.
A pesar de su ancianidad y del acusado tren de trabajo, el Pontífice es un hombre de probada fortaleza física y mental, sin asomo de problemas que pudieran conducir a la patogenia descrita en los numerosos ejemplos de trastornos mentales orgánicos.
Jamás se le detectó un tumor cerebral, que justificara un delirio, una demencia, el síndrome amnésico o la alucinosis.
Tampoco es un devorador de fármacos. Una intoxicación por error no tenía demasiada base.
No es adicto al alcohol ni a las drogas, ni cabía la posibilidad de recurrir a hipotéticas infecciones sistémicas o intracraneales, encefalopatías metabólicas, epilepsias, afección por agentes físicos, etc.
Un delirio o demencia súbitos, insisto, en un personaje de estas características, podían alertar a sus médicos y consejeros, malogrando ésta y futuras operaciones.
Para alcanzar ese mismo fin era menester entrar en una dinámica distinta. Serpenteante. Paciente y maquiavélica. Es decir, que arrastrara al protagonista a la demencia con la misma naturalidad que la noche se apodera del día...
Y para ello se concibió un plan demoledor. Se le empujó a una crisis de extrema gravedad —desgastadora y de muy comprometida solución— que, por descontado, no rozara los sagrados e intocables pilares de la doctrina o de la fe. Por ese camino —con un Papa como el polaco— el fracaso estaba garantizado.
Acorralándolo, en cambio, con un problema de naturaleza política, que amenazara el prestigio de la Santa Sede, el resultado podía ser diferente. Una vez tejida la tela de araña, la violenta presión derivada de tan inimaginables acontecimientos actuaría —aparentemente —por sí misma. El desequilibrio mental aparecería como una lógica secuela. Al menos para los que se hallaban en el secreto del chantaje.
Y ese delirio o demencia, indefectiblemente, obligaría al Colegio Cardenalicio a plantear la renuncia involuntaria del Santo Padre, claramente incapacitado para gobernar.
El plan —no ensayado jamás en la historia del Papado— era teóricamente perfecto. Pero Gloria Olivae subestimó al Destino.
El hábil Mielawcki no tardó en percatarse del cuadro confusional que aquejaba al ilustre enfermo. Sin embargo, embarcada en la prudencia, ante la ausencia de precedentes, se limitó a recomendar reposo y un periodo de observación, atribuyendo el trastorno al inhumano ritmo de trabajo.
Esa misma tarde retornaría junto al lecho de su compatriota y amigo.
Pero el corrector extrapiramidal —implacable— siguió su curso.
Y cuando la superiora y sor Fe acudieron solícitas a las estancias privadas, con el fin de proporcionarle una reconfortante colación, le sorprendieron en una desconcertante actitud. El Papa, en pijama, merodeaba entre los muebles del dormitorio, husmeando ropas y maderas. Su rostro, bañado en sudor, era presa de unas discretas pero anormales convulsiones. Aquellos bruscos movimientos coreáticos —centrados en el territorio de la cara— se extendían también a los hombros y brazo derecho.
Sor Juana, asustada, le rogó que regresara a la cama. Pero el Pontífice —víctima de los síntomas prodrómicos—, soltando una estrepitosa carcajada, le exigió que se identificase.
—¡Santo Padre —sollozó sor Fe—, somos nosotras!...
Los inexpresivos ojos del anciano se dirigieron de nuevo al pequeño reclinatorio situado a los pies del lecho. Y alucinando, incapaz de dominar las deformantes contracciones de los labios, interrogó a un inexistente personaje acerca del caballo que acababa de orinarse en el lugar.
Siwiz no tardó en acudir en socorro de las atemorizadas religiosas, convirtiéndose en la siguiente víctima del delirante Pontífice. Su firme insistencia para que obedeciera y se acostase sólo contribuyó a desencadenar la cólera del perturbado. Y de las risotadas saltó a los gritos, cebándose en su fiel servidor. Y ante la consternación general abofeteó al caja de huesos, derribándole.
La alteración de su conciencia, respecto al entorno y a cuantos le rodeaban, era un primer aviso.
Y antes de que los desconsolados testigos tuvieran tiempo de reaccionar, su conducta osciló bruscamente Y de los improperios pasó a las lágrimas. Y un llanto incontenible terminó por quebrantar los desmoronados ánimos de cuantos le asistían. Y dócilmente, como un niño, suplicando que le permitieran regresar junto a su madre, dejó que le arroparan.
El estrechamiento de conciencia, la perturbación cognoscitiva y la salida de la realidad eran imparables.
Cuando el anciano médico polaco acudió presuroso, el paciente se hallaba en plena crisis: agitado, temeroso de todo y de todos, con notables dificultades para pensar coherentemente y presa de la ansiedad y de una aguda hipersensibilidad a la luz y al sonido.
No reconoció a Mielawcki. Y éste, alarmado, indicó al primer secretario la urgente necesidad de recurrir a los especialistas. Siwiz se negó, alegando que la presencia de los psiquiatras debía ser autorizada por las altas jerarquías. Los sensatos argumentos, las amenazas y hasta los insultos del galeno no hicieron mella en el frío y calculador sacerdote.
—Sólo puedo telefonear a los cardenales... —concedió Siwiz.
Finalmente —después de no pocos inconvenientes—, el médico fue autorizado a sedar al Pontífice, inyectándole, por vía intramuscular, 100 mg de cloracepato dipotásico. Pero el fármaco, aunque apaciguó al enfermó, no sirvió para neutralizar el problema de fondo.
Esa misma tarde, el secretario de estado, el camarlengo y el prefecto de la Casa Pontificia acudían a la tercera planta, celebrando una explosiva y confidencial reunión con Siwiz y el médico personal.
Sólo Rodano y Bangio creyeron entender el porqué de aquella inesperada crisis emocional. Pero guardaron silencio. Y ante la apremiante solicitud de Mielawcki para que permitieran el acceso de algunos prestigiosos doctores en psiquiatría, los prelados —como un solo hombre— se opusieron, tachando al polaco de alarmista.
El médico —fuera de sí— abandonó la escena, calificándolos de miserables, cobardes y políticos putrefactos. Una triple y sarcástica sonrisa acompañó el portazo de Mielawck.
Y, tras aleccionar al aturdido caja de huesos sobre la necesidad de guardar el más riguroso de los secretos en torno a la situación del Santo Padre, le pidieron que se retirara y que transmitiera la consigna al resto del personal de la tercera planta.
El rudo e incondicional servidor del Papa demostró su disconformidad con un segundo y violento portazo.
Y los cardenales se conjuraron para no precipitarse. Convenía actuar con prudencia y exquisito sigilo. Quizá aquella anormal conducta sólo fuera un irrelevante y pasajero trastorno, hijo natural del estrés.
La sola idea de que la suprema cabeza de la Iglesia pudiera ser víctima de la demencia fue rechazada como incompatible con el sagrado ministerio encomendado por Jesucristo. A decir verdad, a pesar de la pomposa manifestación de fe, los tres prelados, en el fondo de sus viejos y atrincherados corazones, no hubieran puesto la mano en el fuego por una tesis tan discutible...
Pero, en parte, acertaron. El delirio, como suele ser habitual, remitió temporalmente. Por definición, como trastorno transitorio, el síndrome nunca es crónico, aunque tampoco es normal que el paciente vuelva al estado premórbido de funcionamiento mental. De acuerdo con nuestros estudios, considerando las dosis de corrector extrapiramidal ingeridas por el sujeto, el delirio debería presentarse de forma intermitente y a lo largo de tres o cuatro semanas, como máximo. Un periodo lo suficientemente dilatado como para dejar constancia —pública y notoria— de la dolencia que le asolaba. Un mal que podía decantarse —o no— hacia la demencia. Un riesgo, en suma, que la cúpula vaticana no estaría dispuesta a admitir.
Según los especialistas de Los Tres Círculos, el desenlace debería ser la plena recuperación del funcionamiento premórbido. En otras palabras: el Papa retornaría a la normalidad. Pero, obviamente, los responsables del Vaticano no conocían esta circunstancia.
Y en las cuarenta y ocho horas siguientes, el estado del Pontífice mejoró, reintegrándose, incluso, con las lógicas limitaciones, a algunas de sus actividades. Los actos públicos, audiencias y entrevistas siguieron cancelados. Fue suspendida la cotidiana misa, en la que participaba una treintena de invitados, y sus frecuentes incursiones a la capilla privada —quién sabe si buscando consuelo para su deprimido espíritu— se vieron discretamente vigiladas por las religiosas y los secretarios.
Cuando, tímida y prudentemente, fue consultado por el médico y sus más cercanos colaboradores sobre los recientes y singulares sucesos, atónito, no supo qué responder. Sus recuerdos eran remotos, difusos y lagunares.
El robo de La Piedad llenó prácticamente esos momentos de lucidez, aunque el paciente Rodano se vio en la necesidad de refrescarle, casi constantemente, los pormenores y detalles que rodeaban el asunto. Su memoria aparecía alterada, con un bajo nivel de recuerdo de las experiencias anteriores al estallido del delirio.
Pero, al tercer día del primer ataque, el enfermo volvió a despertarse de madrugada, sumido en una profunda confusión e impotente para distinguir la frontera de la realidad de la de los sueños y alucinaciones que le devoraban. Y el delirio se apoderó de él violentamente.
Y amparado en la oscuridad, cuando sus servidores le creían dormido y relajado, se precipitó escaleras abajo, sorprendiendo a la seguridad que montaba guardia en la segunda planta. Y en bata, con la calavera del miedo en el rostro se perdió a la carrera hacia el portón de Bronce.
Los de azul, perplejos, sólo acertaron a telefonear a su jefe.
Cinco minutos más tarde, el desconcertado comandante, los escoltas y varios centinelas de la Guardia Helvética se dispersaban en las tinieblas de la desierta plaza de San Pedro, a la desesperada búsqueda del fugado.
Chíniv, incapaz de comprender lo que sucedía, recordó aquel otro insólito incidente, protagonizado por el antecesor del polaco cuando, sin previo aviso, se plantó en plena calle, frente a la Puerta de Santa Ana. Es decir, en territorio italiano. La escapada del infantil Juan Pablo I estuvo a punto de originar una tormenta diplomática.
Dos minutos después, con un Camilo al borde del infarto, uno de los suizos reclamaba a gritos al resto de los policías. Lo que vieron era de locos. Y nunca mejor dicho.
En la fuente de tres tazas de Carlo Maderno, con el agua por las rodillas, chapoteaba un anciano. Canturreaba una melodía polaca. En el blanco batín que le cubría podía distinguirse el escudo papal, bordado en oro.
Cuando la seguridad, no sin esfuerzo, consiguió reducirle, trasladándole a sus aposentos, Chíniv despertó a Rodano, exigiéndole una explicación. Y Angelo, desmoronado ante la nueva crisis, le confesó lo poco que sabía, achacando el trastorno —una vez más— a la hábil agresión de los terroristas.
A partir de esta recaída, los acontecimientos se despeñaron, beneficiándonos. Pero también debo reconocer que —a pesar de los esfuerzos de Gloria Olivae— han escapado a todo control. Trataré de ordenarlos y sintetizarlos de la mejor de las maneras.
Los rumores sobre la inestabilidad mental del Pontífice se destaparon. El portavoz de la Sala Stampa, naturalmente, los cercenó sin contemplaciones. El proceso gripal era benigno. No hubo más comentarios.
Y los prelados tuvieron que claudicar, autorizando la visita a la tercera planta de tres destacados psiquiatras. Todos, como es fácil imaginar, vinculados a la casa, a través de la Academia Pontificia de las Ciencias.
El examen, en un paciente sedado, fue papel mojado. Y, como era de esperar, se negaron a emitir un veredicto. Y la bruma se espesó. Para establecer un diagnóstico mínimamente objetivo y sensato —aseguraron— es preciso llevar a cabo toda una batería de pruebas, incluyendo radiografías, encefalogramas, etc.
Los cardenales prometieron estudiar el asunto. Y en el Palacio Apostólico comenzó a sonar el tictac de una amenazadora duda: el Santo Padre estaba perdiendo el juicio.
Y a pesar de la inicial oposición del secretario de estado, un escogido grupo de prelados —con el camarlengo y el prefecto de la Casa Pontificia a la cabeza— empezó a contemplar un doloroso pero cauterizante remedio: la renuncia del Vicario.
Y nuestros agentes, infiltrados en la Secretaria de estado y en los sectores más reaccionarios de la Curia, fueron detectando toda una cadena de secretos encuentros y contactos. El asalto al Papado iba tomando cuerpo.
Y aunque el Pontífice mejoró sensiblemente, la segunda y exhaustiva inspección de la psiquiatría vendría a crucificarle. El informe —altamente confidencial— apuntaba hacia una paranoia senil. Pero, curados de espantos, los doctores evitaban pronunciarse sobre las posibles causas, ciñéndose a un tratamiento que no los comprometiera. A saber: mantenimiento de una nutrición, equilibrio electrolítico y líquido adecuados. Vitaminas y un entorno sensorial, social y asistencial óptimos.
Angelo se encolerizó. Y Bangio y los suyos —bendecidos por la clase médica— redoblaron sus intrigas y maquinaciones, redactando, incluso, los borradores de la renuncia papal. Cuando Rodano me mostró los documentos comprendí que estábamos a un paso del triunfo. Reptando como víboras africanas, los cabecillas de la conjura habían dispuesto dos fórmulas. Según la primera, el Santo Padre renunciaba voluntariamente al trono de San Pedro, por causa de su avanzada edad.
En el supuesto —más que probable— de que el terco polaco no se prestara a firmar, echarían a rodar el segundo y bien lubricado engranaje: la renuncia involuntaria, que no requería rúbrica ni buenos modales. Parte del Colegio Cardenalicio ya había sido despabilado —entre bastidores, claro está— respecto a las precarias luces de Su Santidad. En cuanto a las obligadas explicaciones al orbe católico, bastaría con aludir a imperiosas razones de salud. La verdad, domesticada por la Política, debería resignarse.
Y Rodano tuvo que ceder. El dictamen psiquiátrico y el permanente estado de apatía, depresión y debilidad del Pontífice —que malvivía recluido en sus habitaciones o en la capilla— le hicieron caer en la red colectiva.
Y fue en el transcurso de aquella segunda semana cuando —siguiendo el plan de Hoffmann— el falso Lomko vino a zancadillear la devaluada credibilidad del Papa.
En una de mis caritativas visitas al enfermo, aprovechando un flash de lucidez, fui a revelarle una singular historia: el auténtico cardenal Jozef Lomko se hallaba secuestrado por los mismos terroristas que habían robado La Piedad. Yo, en realidad, sólo era un doble.
Y el frágil pensamiento del polaco saltó en añicos, desorganizándose.
Minutos después, Camilo Chíniv era solicitado a gritos por el desquiciado anciano.
Y el comandante, paciente y respetuoso, soportó con dignidad la incoherente denuncia, convencido de que asistía a una nueva recaída.
Cuando Rodano y Bangio fueron informados de la última extravagancia, se comprometieron a sajar por lo sano. El acta de la renuncia le sería presentada esa misma semana.
Pero Chíniv, viejo hurón, reaccionó como esperábamos. A las pocas horas emprendía algunas solapadas pesquisas. Primero entre los altos dignatarios de Propaganda Fide. Después, cerca de la policía de Roma. En el dicasterio, los malabarismos del jefe de la seguridad fueron infructuosos.
Entre los medios policiales, en cambio, sí se tenía conocimiento de un extraño y poco afortunado incidente, protagonizado, no hacía mucho, por un periodista y escritor extranjero. En los interrogatorios practicados a raíz de su detención, este español se había referido insistentemente a una historia muy similar, base y armazón de una novela.
Chíniv, obviamente, no reveló sus fuentes. Pero, al igual que las autoridades italianas, terminó desestimando tan loca idea, convencido de que se hallaba ante una coincidencia de poca monta.
Esta perversa maniobra —amén de acelerar el objetivo final— nos permitiría navegar en las turbulentas aguas vaticanas con notable impunidad. Si alguien volvía a sospechar, Chíniv o la policía de Roma podían deshacer el equívoco...
Pero era el turno de un inesperado convidado: el Destino. Y las cosas se torcieron.
Dado que el Pontífice —en franca y definitiva recuperación— se negó a seguir recibiéndome, mis informaciones nacen ahora de Rodano y de los ya mencionados especialistas de Gloria Olivae que han actuado —y continúan trabajando— como topos en el fangal vaticano.
A diez días de la culminación del plazo establecido por los terroristas, el secretario de estado, el cardenal camarlengo y el comandante Chíniv fueron repentinamente convocados por el Santo Padre. Su estabilidad emocional parecía felizmente asentada.
Y con toda calma les comunicó su meditada decisión respecto al problema de La Piedad. Acepto las condiciones. El mismo trece de mayo —día de la aparición de la Santísima Virgen— haremos público el secreto de Fátima y el reconocimiento oficial del muy querido estado de Israel.
No hubo margen para la discusión. Los ojos del Papa llameaban.
Y Angelo, conmocionado, recibió el encargo de preparar los inmediatos contactos con el embajador israelí cerca de la Santa Sede.
Bangio, en el ascensor, se descolgó con uno de sus acostumbrados y sonoros aldabonazos:
—Loco. Definitivamente loco.
Y presionando el brazo de Rodano, tratando de conquistarle, le anegó en su mezquindad:
—Por el bien de todos debemos neutralizarle.
Aquí se agota nuestra información. Gloria Olivae, a pesar del implacable seguimiento, no ha llegado a concretar la naturaleza de las oscuras reuniones, celebradas dentro y fuera de la Ciudad del Vaticano y en las que han participado cardenales, señalados representantes de las facciones radicales de la Curia y varios miembros de la seguridad Vaticana. Sabemos, eso sí, que estos comités no han negociado el asunto de la renuncia. Al parecer, han ido mucho más allá. Y ese más allá guarda una estrecha relación con la palabra accidente...
El capitán de homicidios entendió al fin por qué el manuscrito se hallaba en poder del Santo Padre. El último párrafo —en tinta roja— era revelador:
...Imposible extenderme, Santidad.
Repito lo ya anunciado en los arranques de esta confesión: su vida corre gravísimo peligro, No podemos prevenirle sobre el cuándo. Tampoco ha sido posible aclarar el cómo ni el quién. Pero los hechos cantan. Aléjese del Vaticano. Reflexione y adopte las medidas oportunas. El peligro no procede ahora del exterior, sino del interior.
La operación, como ve, ha escapado a nuestro control.
Y una última observación.
No se inquiete por La Piedad. Será devuelta..., y sin condiciones. En cuanto a los explosivos, sólo fue una medida disuasoria. Jamás existieron.
Gloria Olivae —cumpliendo instrucciones superiores— se halla temporalmente paralizada.
Nuestra segunda y secreta meta —paradojas del Destino— depende ahora de sus deseos de seguir viviendo...
Fin del manuscrito.
Rossi acarició las rojas cubiertas. Tenía gracia. A pesar de sus treinta años en la Policía estaba claro que no lo había visto todo.
—Hemos terminado...
Descabalgado del presente, necesitó tiempo para reparar en sus intranquilos hombres.
El teniente insistió:
—Constante...
Y como un lázaro que vuelve, alzó su remota atención, reincorporándose a la capilla.
—¿Qué hay de la autopsia?
Ugo sonrió. Y peinando el pelirrojo mostacho trató de ponerle al corriente.
—Siguen con ella...