05 horas 24 minutos

Angelo abrió los ojos. Bajó las manos y, tras una segunda y conmovida inspección del cadáver, decidió enfrentarse a la caravana de preguntas que aguardaba en su subconsciente desde que fuera despertado a las cinco y ocho minutos. Los médicos, el camarlengo, el jefe de seguridad y todos los demás no tardarían en aparecer. Era primordial conservar la calma y actuar con sentido común. Pero ¿por dónde arrancar?

Y, reparando en los entrelazados dedos de la superiora, optó por ajustarse a lo concebido poco antes, cuando rogó a sor Juana que permaneciera junto a él. Nada más lejos de su jesuítica mente que abrir una investigación en tan delicados momentos. Pero sí necesitaba información. Y, aproximándose a la religiosa, la invitó a alzarse. Y tomándola del brazo, alejándose discretamente hacia la doble puerta, la invitó a que reconstruyera el cuándo, el dónde y el cómo del macabro hallazgo. Y sor Juana, sofocadamente, con la voz rota, dio comienzo al relato, simplificando las primeras inspecciones en la cocina y en el refectorio.

—¿Y dice usted que abrió la capilla a las cuatro y cuarenta y cinco?

La militar sumisión de aquella polaca hacia el reloj era un secreto a voces en todo el Palacio Apostólico. Así que no dudó de su precisión.

—¿En qué momento fue cerrada?

La superiora frunció el ceño. La pregunta estaba de más. Rodano era testigo de excepción de su puntillosa y severísima puntualidad. Y replicó molesta:

—A las doce de la noche. Su eminencia lo sabe bien...

Y, rebozando las palabras en una justificada actitud, remachó:

—Yo misma, como siempre, di las dos vueltas de llave.

—Sí, comprendo... Disculpe.

El secretario de estado encajó el desplante al viejo estilo curial —sin trasparentar emoción alguna— y prosiguió con lo que en verdad le interesaba: el minucioso análisis de las aclaraciones de la testigo.

Conforme la escuchaba, un súbito detalle —en el que no había reparado hasta esos instantes— fue polarizando sus pensamientos. No terminaba de entender por qué, pero la imagen del cuerpo del Papa, con la habitual ropa de calle, había hecho saltar sus alarmas interiores. Algo no encajaba. Él, al menos, como buen conocedor de las costumbres domésticas del Pontífice, no termina de explicarse tan inusual indumentaria para una supuesta visita nocturna a la capilla. Tenía puntual conocimiento de dichas y asiduas visitas. En este, como en otros aspectos, su especial servicio de información le mantenía al corriente de la más mínima alteración detectada en la teóricamente inviolable tercera planta. En el Vaticano, como en cualquier otro centro de poder, casi todas las lealtades, como el mercurio, eran sensibles al calor del dinero.

Y sabía igualmente que en aquellas críticas semanas las audiencias del Santo Padre con Dios se habían multiplicado. Rara era la noche que no abandonaba su grueso colchón de lana para refugiarse en el reclinatorio o gemir lastimeramente al pie del altar, casi siempre postrado, tembloroso y gesticulante.

No importaba que la doble puerta estuviera cerrada. Su eminencia estaba al tanto de la existencia del secreto acceso practicado en el ábside. Él mismo lo había inspeccionado en repetidas oportunidades, durante las largas ausencias del viajero Papa. Y su informador —tajante— aseguraba que tales ingresos nocturnos a la capilla difícilmente se producían con sotana de lino, incómoda faja de seda y zapatos de batalla. Lo normal es que cubriera el pijama con uno de sus apreciados batines y calzara las sencillas zapatillas a juego. Era así, justarnente, como se sentía más cómodo.

Pero, admitiendo que podía estar equivocado, eclipsó temporalmente sus lucubraciones. Y repasando en voz alta la atropellada y postrera descripción de sor Juana, matizó:

—Entonces usted encontró el cuerpo a las cuatro y cincuenta.

La monja, tensa y a la expectativa, se limitó a asentir.

—¿Está segura de que la posición del Santo Padre era la misma?

Confusa, dudó:

—Seguramente...

El rostro del secretario, cristalizado, exigió precisión.

—Sí —remachó la gobernanta—, así fue como lo descubrí, con medio cuerpo sobre el piso del altar, la cintura en el filo del escalón y la cabeza en el pie del reclinatorio.

—Pero usted dice que lo tomó por los hombros y trató de reanimarlo...

—Sí... y no.

A pesar de su fluido italiano no captó la refinada sutileza del monseñor.

—No pude moverlo. Pesaba demasiado. Entonces me limité a tantear la cara. La sentí húmeda y, cómo le diría...

El gris de sus ojos se apagó. Inspiró y, reagrupando las fuerzas, concluyó:

—Sucia quizá. Un sucio anormal. Grumoso. Y muy asustada zarandeé su cabeza.

—¿Por qué?

—Lo interpreté como otro de sus desmayos. Usted sabe... Quise despabilarle.

Y Rodano, incombustible, repitió la carga:

—Es decir, no lo movió...

Sor Juana, aunque tarde, comprendió la retorcida naturaleza de su insistencia. Y por toda respuesta sostuvo la mirada, desafiante. Pero su interlocutor había descendido a las profundidades de sí mismo. Seguía allí y la observaba. Su mente, sin embargo, corría por el laberinto de la memoria, a la caza de los recuerdos de la noche anterior. Tenía que estar en alguna parte. Tenía que hallar el fragmento que justificase por qué el Santo Padre no había cambiado sus ropas.

Y, retrocediendo, reconstruyó el perfil de su última entrevista con el Pontífice. Poco antes de la cena, Siwiz, cumpliendo el mandato de su jefe, le convocó al gabinete privado. Allí, a las 21 horas, fue a reunirse con Sebastiano Bangio, el camarlengo. La reunión, que se alargaría hasta las 22.30, le crispó los nervios. E, impotente, tuvo que asistir al agrio y lamentable forcejeo dialéctico entre un Papa obstinado y un Bangio colérico y amenazador. Y, como era de esperar, el impulsivo camarlengo puso fin a sus diatribas y exigencias con el estilo que le caracterizaba: dando un portazo.

Ahí se diluía la información de Angelo Rodano. A las 22.45, fiel a su costumbre, el Papa se encerró en la capilla, finalizando la jornada de trabajo. Al despedirse en el corredor, sus ojos azules llameaban. Era el presagio de la inminente ejecución de unos deseos a los que Bangio y él mismo se oponían. Unas órdenes —más que deseos— de imprevisibles derivaciones para el mundo occidental... En cierto modo comulgaba con el desairado camarlengo, aunque detestaba sus primitivas formas.

A las 23 horas, el testarudo polaco conversó brevemente con el primer secretario, recluyéndose en su alcoba. Si sus noticias eran fidedignas, a partir de ese momento nadie volvió a verle. Los hechos, por tanto, los que fueran, habían sido escritos entre las 12 y las 04.50.

Por mera deducción, Rodano se inclinó a creer que el Papa no llegó a desnudarse. Víctima, sin duda, de la tensión acumulada en la mencionada y secreta reunión, cabía la posibilidad de que hubiera buscado serenar su apaleado espíritu en los espartanos muros del dormitorio. Al no lograrlo, en una reacción muy a tono con su visceral devoción mariana, pudo penetrar de nuevo en el oscuro templo, con el propósito de encomendarse a su inseparable Czestocowa.

¿Fue entonces cuando perdió la conciencia, precipitándose contra el bronce? ¿0 debía inclinarse por un desafortunado resbalón o tropiezo, con similares consecuencias? Naturalmente, esta hipótesis admitía otra variante: que el Pontífice sí hubiera cambiado sus ropas. Incluso que llegara a meterse en la cama. Pero, en dicho supuesto, ¿cómo explicar la indumentaria con la que había sido encontrado? La única respuesta coherente le forzaba a admitir que —quizá por causa del insomnio— terminó por huir del lecho y, avanzada la madrugada, optó por vestirse, adelantando su primera y tradicional "audiencia" con el Santísimo, prevista para las 6. ¿o debía pensar mejor en la repetición de una de sus crisis emocionales?

Pero, inesperadamente, en el recuerdo del monseñor campanillearon dos palabras. Desbordado por los acontecimientos casi las había perdido en la tormenta de arena que azotaba su cerebro.

¿Oscura capilla?

Al parecer estaba equivocado. Sor Juana —aunque de pasada— acababa de referir un pequeño y, aparentemente, insustancial suceso que le forzó a reflexionar: el hallazgo de un cirio encendido.

Y, contrariado por su torpeza, fue a despegarse del mutismo en el que había larvado pensamientos y conjeturas, interrogando a la superiora acerca de la misteriosa e intrigante llama.

—Poco puedo añadir, eminencia...

Y punto por punto repitió lo que sabía. Pero el dilema, lejos de amansarse, cobró alas, ensombreciendo el ya cargado ánimo de Rodano.

Si las cuidadosas monjas habían apagado los seis cirios del altar y el secretario no desconfió de la palabra de la religiosa, ¿quién era el responsable del encendido? ¿El propio Papa?

La monja, resuelta, rechazó la lógica sugerencia:

—Jamás lo hacía. A Su Santidad le gustaba orar a oscuras.

—Pero entonces...