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Y se obró el milagro. Despacio, como si hubieran sido entrenadas para ello, las monjas cesaron en sus lamentos. Y durante un tiempo que ninguna supo medir se dejaron arropar por el silencio.
Juana de los Ángeles, arrodillada frente al ensangrentado rostro de su amado Pontífice, luchaba por comprender. Ella lo había encontrado en la penumbra del altar. Poco faltó para que tropezara con él. En su desesperación llegó a tomar la cabeza, agitándola e imaginando otro de aquellos periódicos y preocupantes desvanecimientos. Pero, al contacto con la sangre, creyó enloquecer. Y ciega y desbordada buscó la ayuda de Siwiz, arrancándolo de la cama. Todo había sido tan rápido y absurdo... Y ahora, impotente, se hallaba junto a los ojos vidriosos y extrañamente espantados de un hombre al que consideraba poco menos que inmortal.
—Sor Juana...
La voz del primer secretario —apenas un hilo— le devolvió a la realidad. La habitual dureza de sus labios en herradura, fugazmente amortiguada por la sorpresa, volvió a esculpirse en el rostro de Siwiz. Y sin apartar la mirada del montañoso coágulo que cruzaba la frente de su padre y señor ordenó con frialdad:
—Avise a seguridad.
Y ambos se alzaron. Siwiz sin esfuerzo. La superiora, tambaleante, como si le arrancaran las entrañas.
Y tras un instante de duda, con el mentón clavado sobre el abierto e imberbe pecho, la mano del primer secretario apuntó hacia la doble puerta, cursando una segunda e inapelable orden:
—Salgan todas.
Las religiosas, en pie, se miraron sin comprender. Y sor Gabriela, buscando los ojos de la superiora, avanzó un corto paso, haciendo ademán de intervenir. Pero sor Juana, llevando su dedo índice a los labios, dio por buena la disposición.