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¿Fue un presentimiento? Sor Fe nunca lo supo. Lo cierto es que, amarrada a la estricta obediencia debida, con las gafas -como siempre- peligrosamente adelantadas y aguardando de reojo el beneplácito para penetrar en la capilla y proceder a su enésimo maquillaje, se sorprendió a sí misma, incomodada por un pálpito que empezaba a tamborilear por las arterias, advirtiéndola.

Así, de pronto, creyó intuir la razón de tan desacostumbrado desasosiego. Saltaba a la vista. Aquel inesperado amarillo sobre el altar era algo inconcebible en el espartano orden de tan santa casa. Y confusa, buscó en la memoria.

Pero la modesta luz no encajaba en sus recuerdos. No hacía ni cinco horas que ella misma había sofocado los seis cirios que escoltan el aagrario. Vencida la medianoche, concluida la última y rutinaria inspección, la madre superiora —haciendo honor a su merecida condición de gobernanta— había dado dos vueltas de llave, clausurando la capilla.

Pero, entonces...

Sor Fe no tuvo tiempo de formularse la inevitable cuestión. Fue sor Juana —imperativa y sin desviar la mirada del diezmado cirio— quien demandó una pronta explicación. La religiosa, perpleja, carraspeó, buscando un imposible auxilio en el reiterado ajuste de los bailarines lentes.

¿Y de qué hubiera servido excusarse? Todo cantaba en su contra. A no ser que...

Rechazó la idea. Aquél no era el estilo de Siwiz. Además, si la capilla había permanecido cerrada, ¿por dónde...?

En su borrascoso cerebro amaneció una segunda y no menos endeble teoría. Pero fue desterrada a idéntica velocidad. Aquello era ridículo. Sólo una imaginación tan desbordada y mundana como la suya podía concebir tamaño despropósito.

Para que el primer y aborrecido secretario hubiera tenido acceso al interior —prendiendo así la solitaria vela— habría sido preciso violar el descanso del Pontífice. Y por dos veces. Sólo a través del regio dormitorio existía una discreta y camuflada comunicación con el flanco derecho del ábside. Pero, como es natural, sólo era utilizada por el Santo Padre.

Semejante desafuero —todos lo sabían— no se hallaba al alcance ni tan siquiera del poderoso Siwiz.