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Fue una comprometida decisión. Pero Chíniv —aunque se veía obligado a nadar entre las intrigas vaticanas por encima de todo era un profesional honesto. En esta ocasión hablaría. Si después, como ocurriera con el Papa Luciani, su parecer era silenciado, al menos quedaría libre de toda responsabilidad.

El secretario de estado accedió al momento. Y en compañía del comandante inició un paseo que, como había intuido, vendría a oscurecer aún más aquel turbio amanecer. Y se dispuso a escuchar lo que, en cierto modo, ya imaginaba.

Las explicaciones de Chíniv —directas y sólidas— se prolongaron durante minuto y medio. Angelo, hundiéndose inexorablemente en las arenas movedizas de aquellas evidencias, se limitó a aferrarse a la gruesa cadena de oro que rodeaba su cuello de labrador.

Cuando el jefe de seguridad se vació, inmóvil junto a la doble puerta, Rodano balbuceó a media voz:

—¿Está seguro?

La respuesta de Camilo Chíniv se dibujó primero en su quijada de bulldog. Se desplomó y, forzados por el desaliento, los labios se arquearon.

—A un noventa por ciento, eminencia.

Y arriesgándose —aprovechando la confidencialid— dañadió:

—Si me lo permite, aconsejaría la inmediata apertura de una investigación...

Rodano, desbordado, se parapetó instintivamente:

—Pero, Camilo... Una investigación policial...

Las pupilas del comandante resistieron el abordaje. Y las lejanas imágenes del escándalo Luciani resucitaron nítidas, sin necesidad de palabras, como un Lázaro que regresara para saldar cuentas. Y el espíritu del prelado se tensó como un arco. Y Chíniv, inmisericorde, estoqueó hasta la empuñadura:

—Eminencia, recapacite. ¿Quiere ser recordado y despreciado como un segundo Villot?

Pero el destino —piadoso— alivió al ya mortalmente herido secretario de estado.

Una familiar voz tronó al otro lado de la puerta. Y los contendientes intercambiaron una mirada de tregua.

—Concédame unos minutos —suplicó Rodano.

Chíniv se encogió de hombros, distanciándose hacia el reclinatorio.

Al entreabrir la doble hoja, Angelo suspiró resignado. Y al verle, el airado cardenal Bangio cesó en sus increpaciones. Y bufante, con la calva y las esponjosas mejillas graneando ira, apartó a empellones a los hombres que le impedían el acceso, cruzando el umbral como un toro y arrollando casi al vicepontífice.

Rodano palideció. Cerró la puerta y, durante unos instantes, con las anchas espaldas recostadas en la madera, procuró enmendar su hostilidad.

Este maldito masón —se dijo a sí mismo entre los últimos coletazos de indignación— se ha tomado su tiempo. Quién sabe lo que prepara...

Los rostros del médico y de los miembros de la seguridad dieron la razón al prelado. Todos experimentaron un sentimiento de rechazo ante el premeditado aspecto del camarlengo. Sotana y faja, irreprochables, parecían recién salidas de la plancha. En cuanto a su cabeza de elefante, meticulosamente peinada y rasurada, despedía aquel insoportable perfume barato que le caracterizaba y del que todos huían.

Mientras caminaba hacia la campanuda silueta de Bangio, monseñor fue preguntándose la razón o razones de tan desconsiderada tardanza. Como Chíniv, Itenozzu y los demás, el camarlengo vivía a tres minutos escasos del Palacio Apostólico...

Los temibles ojos de Sebastiano Bangio —engordados por las lupas de los lentes— revolotearon con una insana curiosidad que no pasó inadvertida a Chíniv y sus hombres. Observó detenidamente la herida del Pontífice y, con una frialdad que descompuso a Itenozzu, se inclinó hacia el frontis del reclinatorio, examinando sin pudor los restos sanguinolentos del desastre. Y poco faltó para que, en la brusca e improcedente aproximación, la oscilante cruz cardenalicia chocara con el bronce.

—Y bien...

El médico, abordado sin previo aviso por las púas de la subterránea voz del camarlengo, no reaccionó. Desvió la mirada por detrás de las hinchadas carnes de Bangio, solicitando el concurso de Rodano. Pero, autoritario, aquel tono tabernario reclamó una inmediata respuesta.

—¿Causa de la muerte?.

Renato tartamudeó:

—A primera vista, eminencia...

No concluyó. Los ojos de Chíniv, como catapultas, bloquearon su voluntad.

—A primera vista —intervino el secretario de estado, obligando a Bangio a revolverse— todo hace pensar en un desgraciado accidente...

Altivo, el camarlengo invadió la falsa serenidad de aquel rostro. Buceó en los ojos de Rodano y creyó descubrir un hilo oscuro. Secreto y amenazador. Pero, seguro de sí mismo, decidió abreviar, subestimando el énfasis que había escoltado las tres primeras palabras.

—Procedamos entonces...

Y girando sobre los talones tiró de la sotana, arrodillándose al borde del charco de sangre en el que reposaba el brazo izquierdo del Pontífice. Abrió el maletín negro que le acompañaba e, ignorando a cuantos le rodeaban, extrajo una pequeña ampolla. El jefe de seguridad, intuyendo el principio del fin, interrogó a Rodano con una mecánica elevación de sus cejas. Y el prelado, poniendo a prueba la paciencia de su amigo, trazó una clandestina inclinación de cabeza, reclamando tiempo.

Bangio destapó los santos óleos, presionando la ampolla contra la yema del dedo pulgar. Y solemne, con las ásperas conchas de los párpados a medio cerrar, inició el ritual:

—Si vives, ego te absolvo a peceatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti... Amen.

El casi femenino instinto del jefe de la diplomacia vaticana se agitó inquieto. Algo en el camarlengo —no podía distinguir qué— resultaba extraño. Era una llamativa mezcolanza. Su descarado e inexplicable retraso. Aquella ausencia de sentimientos ante el cadáver. Su nula curiosidad por los detalles y circunstancias de la muerte del Papa. Y, sobre todo, las mal disimuladas prisas por activar la maquinaria y zanjar el episodio. Rodano, mejor que nadie, sabía de las ácidas diferencias —no se atrevió a etiquetarlo de odio— entre Bangio y el fallecido. Pero aquella animadversión carecía de sentido en tan dramáticos momentos. Y, maravillado ante los inescrutables caminos del Señor, se recreó en la paradoja que le ofrecía el Destino.

Si vives, yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre...

Resultaba aleccionador. La absolución estaba siendo impartida por su más enconado enemigo...

Y luchando con el rollizo vientre, el camarlengo se venció hacia el Santo Padre, trazando en el aire una apresurada señal de la cruz, a dos dedos de la ensangrentada frente.

—Per istam sanctam Unctionem, indulgeat tibi Dominus a quidquid... Amen.

El frío, rutinario y acelerado proceder de Bangio desenterró de pronto la certera alusión de Chíniv al nefasto cardenal Villot Y las desafortunadas decisiones del entonces camarlengo y secretario de estado, a la vista del cadáver de Juan Pablo I, desfilaron raudas e implacables por la torturada mente de Rodano.

Por esta santa unción, te perdone Dios los pecados que puedas haber cometido. Amén.

Sí, pero ¿quién le perdonaría a él si caía en el mismo error que Villot? ¿Tenía derecho a pasar por alto el descubrimiento del jefe de seguridad? Naturalmente, como vicepontífice, disfrutaba de las atribuciones necesarias para segar la hierba bajo los pies de Chíniv. Y la batalla interior se recrudeció. Y en las sienes de aquel recto hijo de labradores amanecieron unas brillantes gotas de sudor.

Y Bangio, rematando la ceremonia, pasó a administrar la bendición apostólica.

—Ego facultate mihi ab Apostolica Sede tributa...

Angelo, en un esfuerzo por apartarse de su Destino, fue repitiendo mentalmente las palabras del camarlengo.

Por la facultad que me ha sido otorgada por la Sede Apostólica, yo te concedo indulgencia plenaria y remisión de todos los pecados..., y te bendigo. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo... Amén.

¿Facultad otorgada por la Sede Apostólica? La frase hizo saltar las alarmas interiores del prelado. Y una diabólica idea —impropia de un hombre al servicio de Dios— fue a sentarse en su corazón. Avergonzado de sí mismo, pujó por expulsarla. Pero la hipótesis había hecho masa. Y el retraso, las prisas y el oscuro comportamiento de Bangio empezaron a encontrar sitio en el irritante rompecabezas. A todas luces, el camarlengo parecía haber asumido unilateralmente la suprema jefatura de la Iglesia. Y, confiado en esa discutible potestad, parecía igualmente decidido a repetir el vergonzoso capítulo, escrito a raíz de la muerte de Albino Luciani. Si no actuaba con astucia, rapidez y firmeza, lo más probable es que el no menos extraño óbito del Papa polaco fuera explicado y sentenciado con otro farisaico y tranquilizador parte de la Sala de Prensa vaticana. Y, sumido en aquella turbulenta espiral, llegó a imaginar incluso los titulares de los periódicos:

Muere el Papa en su capilla privada. Un fatal accidente: causa del fallecimiento.

Pero ¿por qué? ¿A qué obedecía su obsesión por adelantarse a los acontecimientos y prejuzgar a las personas? No era justo ni cristiano. ¿Y si estuviera equivocado?

Y al punto, desequilibrando la balanza del sentido común, volvió a destellar el hallazgo de Chíniv. Y en mitad de aquel bronco e íntimo oleaje, las hipótesis y contrahipótesis se enroscaron, ahogándole.

¿Y cómo explicar la intrincada actitud de Bangio? Su comportamiento no era normal. ¿Por qué había dado por buena la parca e insuficiente explicación de un recién llegado?

¿Por qué no mostró interés en interrogar a la seguridad? ¿Por qué ese lujo de afeitarse y acicalarse después de recibir la demoledora noticia?

Hubo respuesta. Pero la apartó con repugnancia. Por muy delicada que fuera la situación del Papado en aquellas últimas semanas, no podía admitir semejante aberración. Y menos entre los aparentemente disciplinados miembros de la Curia que gobernaba.

Tenía que arrancarse tan espinosas dudas. Y sólo había un camino. Si guardaba silencio, si permitía que los dientes de la maquinaria le trituraran, entonces —¡pobre infeliz!—, la pesada losa del pecado de omisión le remataría. Y, desenfundando la espada de su valor, tomó la decisión de seguir los consejos de Chíniv. Y con un profundo sentimiento de alivio buscó los ojos del jefe de seguridad. Pero el comandante se hallaba magnetizado por las manos del camarlengo. Al tapar la ampolla, los dedos temblaron. Y también al guardarla en el maletín...

Al fin, el intangible y angustioso llamamiento del prelado penetró en Chíniv, obligándole a levantar el rostro. Y Camilo captó aquel fogonazo de esperanza. Con un leve giro de cabeza, Angelo le marcó la doble puerta. Y el comandante obedeció al instante.

Pero Rodano, desafiando su propia impaciencia, se mantuvo a espaldas del anciano cardenal. Conocía el instrumental que —tan previsoramente— había hecho llegar a la capilla. Y quiso cerciorarse de los siguientes movimientos de Bangio. Y aunque el ridículo ceremonial que estaba a punto de atacar había sido sensatamente abolido por Pablo VI, dejó hacer al ortodoxo y recalcitrante camarlengo. Necesitaba tiempo.

El cardenal, en efecto, tomó el reluciente martillo de plata. Curiosamente se trataba del mismo que Villot —ignorando, como Bangio, las disposiciones del difunto Montini— había manipulado en Castelgandolfo, a la muerte de Pablo.

Otra vez la imagen de Villot...

Aquel nombre —como una advertencia o una maldición— parecía entronizado en el alma de Rodano. Pero el secretario de estado no vaciló. Su decisión era irrevocable. Lucharía hasta donde sus fuerzas y autoridad lo permitieran. No habría un segundo caso Villot. No se mentiría a la opinión pública. No se ocultarían los hechos, por muy dolorosos y vergonzantes que pudieran ser o parecer. Esta vez se abrirían las puertas a la verdad. Se autorizaría una investigación en regla. Una investigación honesta. Reposada. Y desplegada por expertos que nada tuvieran que ver con los mezquinos intereses que empezaban a apestar aquel sagrado lugar... No estaba dispuesto a consentir —como sucediera en la madrugada del 29 de setiembre de 1978 en el dormitorio del Papa Luciani— que nadie tocara o manipulara el cadáver. Villot —Dios le haya perdonado— se dio especial prisa en retirar de la estancia las gafas y las zapatillas de Juan Pablo I. ¿Por qué? ¿Contenían restos de unos vómitos que, de haber sido analizados, hubieran revelado la presencia de alguna sustancia letal? Rodano no era Villot. Rodano no sometería a las monjas polacas al voto de silencio. No se apresuraría a desterrarlas. Y tampoco al primer secretario privado. Y si los especialistas estimaban que la autopsia era necesaria, habría autopsia.

Pero, para hacer realidad tan saludables deseos —y el prelado era consciente de ello—, necesitaba adelantarse a la maquinaria, introduciendo el hierro de la sorpresa entre los radios de sus infernales ruedas.

Bangio dirigió el martillito hacia la frente del Pontífice, golpeándola con suavidad. Le llamó por su nombre completo y, en el mismo y recio tono —de forma que todos pudieran oírle—, formuló la primera pregunta:

—¿Estás muerto?

Los de seguridad no terminaban de creer lo que estaban viendo y escuchando. Pero no dejaron traslucir su corrosivo regocijo. E, incombustibles, siguieron observando el trasnochado ritual y a su grotesco hechicero.

Era el momento esperado. Rodano sabía que la pregunta se repetiría una segunda y una tercera vez. Y que, entre cada interpelación, Bangio guardaría un obligado minuto de silencio, a la espera de una más que improbable contestación del difunto.

Y con especial sigilo fue a reunirse con Chíniv.

—¿Y bien?

El prelado justificó la contenida impaciencia de Camilo. Y, midiendo las palabras, preguntó a su vez:

—¿Ha pensado en el procedimiento?

El comandante torció el gesto.

—Eminencia, creo habérselo explicado... Directamente al ministro.

—Lo sé, pero...

Chíniv le apremió.

—Hay que actuar con diligencia. Como habrá observado —y desvió la mirada hacia el camarlengo—, parece decidido a aceptar las apariencias.

—¿Estás muerto?

Segundo minuto de silencio.

Los agentes se habían mudado de la consternación a la curiosidad. Y espiaron por el rabillo del ojo el clandestino encuentro entre el monseñor y su jefe. Bangio, arrodillado y de espaldas a la doble puerta de la capilla, vivía el ceremonial, ajeno a la decisiva maquinación.

—De acuerdo. Telefonee...

Y Rodano, nervioso, consultó su reloj.