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Quizá fueran los estridentes chillidos de sor Gabriela. 0 quizá las monocordes plegarías de sor Eliza, mezcladas con los histéricos llamamientos del primer secretario, reclamando la presencia de sor Juana. La cuestión es que la madre superiora terminó por despegarse del momentáneo refugio. Y restregándose los húmedos ojos, obedeció como un robot. Y los pómulos y mejillas se pintaron de sangre.

Y la aturdida sor Fe la vio distanciarse, uniéndose al grupo que clamaba y gesticulaba junto al altar. Y aquel inicial pálpito volvió a instalarse en las profundidades de su menuda humanidad, obligándola a reunirse con sus trastornadas hermanas. Y lentamente, midiendo cada paso, deseando no llegar, fue aproximándose a las encorvadas espaldas de las tres religiosas.

Su primera ojeada por entre las convulsivas cabezas no sirvió de mucho. Y lo que medio vio fue instantáneamente rechazado por su cerebro. Era imposible. Se negaba a aceptarlo. Y víctima de su innata ingenuidad, lo atribuyó a los malditos lentes. E inmóvil, sin atreverse a bajar la vista, intentó rezar. Pero, incomprensiblemente, no pudo despegar los labios. En su mente seguía viva aquella imagen imposible: la parte inferior de una sotana —no sabía si blanca o roja— y unas mangas negras emborronando la escena. De lo que sí estaba segura es de que los brazos pertenecían a Siwiz y a la superiora. Y apretando los dientes y suplicando clemencia al Todopoderoso, se arrojó sobre los hombros de la arrodillada Gabi, empujándola sin miramientos.