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Gasparetto tuvo que repetir la pregunta. Pocas veces le había visto tan abstraído.
—¿Y el cadáver?
Rossi, al fin, despegó la vista del libro. Paseó la mirada por su ayudante y la superiora, pero —en opinión del primero— ni vio ni escuchó.
—¿Te encuentras bien?
Rossi lanzó un Sí tan lejano y desfigurado que el teniente supuso lo peor.
—¿Qué ha ocurrido?
Y, señalando el reclinatorio, dio por abortada la investigación.
—¿Nos vamos a casa?
El capitán reaccionó. Y, descendiendo a la realidad, musitó:
—Sí, claro... Mejor dicho, no.
Ugo, enredado en tan anormales respuestas, disimuló delante de sor Juana.
—¿Ha llegado la comisión?
—En efecto. Están con la autopsia...
La monja se estremeció. Y Rossi, recuperado el control, interrogó al pelirrojo acerca de su visita a las habitaciones privadas.
Gasparetto, desconfiado, replicó en clave:
—Demasiado café..., para tan poca taza.
—Bien —ordenó el inspector cambiando el tercio—, ocúpate de los interrogatorios. Tienes la lista. Que la hermana te acompañe.
—¿No vas a presenciar la autopsia?
Rossi se excusó.
—Zarakal la dirige. No hay problema...
El teniente comprendió. No había alternativa. E intuyó que su amigo trabajaba en algo de especial interés. Y durante unos segundos, sus ojos se deslizaron sobre la cubierta carmesí de aquel libro que sostenía el jefe de homicidios.
Y al abrir la doble puerta, aguijoneado por el instinto, dedicó una cautelosa mirada a Constante Rossi.
El capitán, en efecto, había vuelto a sentarse, enfrascándose en una absorbente lectura.
Y el supersticioso pelirrojo tanteó la hoja, tocando madera...