18 horas 10 minutos

—¡Noticias!

Nervioso —casi divertido—, Ugo agitó una hoja de papel, sofocando momentáneamente las cábalas del capitán.

—Zarakal. Acaba de telefonear. Y también el Vaticano.

—Olvídate. Caso cancelado. Nos han retirado... —descerrajó sin piedad.

—Lo sé —replicó el teniente, inexplicablemente eufórico—. Zarakal me ha puesto al tanto.

—No te entiendo...

—Él te explicará...

Rossi adivinó.

—La autopsia.

La cara de Ugo se iluminó triunfante.

—Y bien...

Restos de un hipotensor en el tejido graso. Los primeros barridos toxicológicos parecen determinantes.

—Habla claro.

—Zarakal tampoco lo entiende. Resulta ilógico que el Papa necesitara un reductor de la presión sanguínea. Es público y notorio que el fallecido gozaba de una excelente tensión...

Rossi se encogió de hombros.

—¿Es que no te das cuenta? —se encrespó Ugo—. o mucho me equivoco o alguien se ha estado preocupando de suministrarle un fármaco innecesario, provocándole desmayos y mareos.

El jefe de homicidios recordó las alusiones de sor Juana a los extraños síncopes sufridos por el Pontífice en los días que precedieron a su muerte. Algo, en efecto, no encajaba.

—Y hay más...

La curiosidad volvió a espejear en los ojos del capitán. Y su compañero abonó el surco, preparándole para la segunda noticia.

—Lo siento. Zarakal quiere informarte en persona...

—Está bien —cedió Rossi—. ¿Y qué hay de esas víboras?

—Camilo Chíniv, ignoro en nombre de quién, desea verte.

—¡Ni hablar!

Ugo le atrapó.

—Asunto confidencial. Al parecer tampoco está de acuerdo con la versión oficial.

Demasiado tarde. Demasiado goloso para un buen policía.

—Me he tomado la libertad de aceptar.

—¡Maldito pelirrojo!

Una espontánea e indulgente sonrisa arruinó el simulacro de amonestación.

—A las nueve y media en el restaurante Mario. ¿Qué perdemos con escucharle?