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Sor Fe lo sabía. Y también sus hermanas en Cristo. Si la madre superiora se mostraba escrupulosa en todo lo concerniente al orden, la limpieza y la disciplina dentro de los aposentos papeles, con la capilla privada sostenía un permanente y enfermizo reto personal. Ninguna de las religiosas, por supuesto, ponía en duda la santa naturaleza del lugar. Todas se hallaban al corriente de las frecuentes y, en ocasiones, dilatadas visitas del Santo Padre al pequeño templo, sabiamente reformado por su antecesor Pablo VI. En varias oportunidades se habían visto sorprendidas -bien a lo largo de la mañana, mientras se afanaban en la limpieza de suelos y paredes; bien al atardecer, durante los rezos comunitarios- por la súbita irrupción del Pontífice, quien, sin mediar palabra, se hincaba de rodillas en el solitario reclinatorio central. Y hay quien asegura haberle visto, a altas horas de la noche, de bruces sobre la verde alfombra persa, orando al estilo oriental. Y comprendían y aceptaban que sor Juana extremase su celo hasta el punto de cambiar diariamente los sagrados manteles y la ofrenda floral que alegraba el extremo derecho del tabernáculo. Pero aquella obsesión por abrillantar cada madrugada el pequeño esmalte con el rostro de la Virgen de Czestocowa, alojado a dos metros del suelo y a la derecha del gran Cristo de madera que pende sobre el altar, sinceramente, no era normal. ¿Y qué podían hacer? En las sofocantes sesiones de plancha lo habían discutido a media voz. Casi clandestinamente. Todas se mostraban conformes: alguien debería hablar con la superiora. Aquella absurda manía de repasar diariamente el icono de la Virgen negra venía a robarles, al menos, media hora de sueño, Pero ¿cómo plantearle tan justo descontento?
Era matemático. A la misma hora y en el mismo lugar, al doblar la esquina y avanzar por el corredor que se abre paso entre las habitaciones del sector sur, sor Fe se veía asaltada por estos, quizá, poco caritativos pensamientos. Y también era cierto que tan incómodas reflexiones no florecían más allá de veinte o treinta segundos. Es decir, durante el tiempo consumido en el breve trayecto entre el refectorio y la capilla.
Y sor Juana, obsesiva, consultó de nuevo la fosforescencia de su reloj de pulsera. Estaban en el límite. Sí actuaban con diligencia, y contando, obviamente, con la benevolencia divina, una vez consumadas las postreras incursiones a los salones y al gabinete privado, quizá pudieran arañar unos minutos. Lo suficiente para plegar los delantales, cepillar los hábitos, vigilar las tocas y reponer una gota de esencia de espliego tras las orejas. Aunque el servicio del desayuno obligaba a la reverenda madre a retirarse poco antes de la bendición final, por nada de este mundo hubiera renunciado a la diaria y secreta vanagloria de rezar, cantar y comulgar junto al Santo Padre. La misa de siete, al menos para ella, era mucho más que un sagrado acto de comunicación con Dios. Allí, entre la treintena de invitados que difícilmente se repetía, a cinco metros del sillón y reclinatorio papales, sor Juana se transfiguraba. Aquellos cuarenta copiosos minutos, en los que sus ojos y corazón se llenaban con la gallarda y segura figura de Su Santidad, compensaban con creces el claroscuro de su permanente servidumbre. Y desde su discreto pero excelente puesto de guardia -siempre en el umbral-, desplegaba, además, la red de su insobornable mirada, reteniendo y procesando hasta el más mínimo detalle. Nada burlaba su singular y temida habilidad. El pulcro planchado de la blanca sotana de seda del Pontífice, la plateada blancura del solideo, la milimétrica exactitud en el tamaño de las velas o el azul cristalino de las vidrieras, entre la constelación de formas, luces, silencios y ademanes que sólo ella percibía, eran chequeados sin interrupción, al tiempo que su audaz voz se emparejaba en los cánticos con la del celebrante. Pero todo esto formaba parte de la última e inexpugnable ciudadela de su alma.
Y sor Fe, fiel a las ordenanzas, aguardó a que la superiora hiciera girar la cerradura que liberaba la doble puerta. Y como cada madrugada, aguzó el oído, esperando reconocer los lejanos, intermitentes e inconfundibles ronquidos del padre Siwiz. Aquel estratégico dormitorio —al fondo del pasillo— constituía un irritante enigma para su indomable curiosidad. En especial, desde aquella mañana en que, en compañía de sor Eliza, mientras trasteaban en el aseo y ventilación de la modesta cámara, fue a descubrir entre las sábanas unos aparatosos goterones de sangre. ¿Es que el primer secretario dormía con cilicio? La verdad es que de aquel hombre de cuarenta y siete años, permanentemente despeinado, siempre esquivo y cuyas manos le recordaban el pedernal, podía esperar cualquier cosa. Sinceramente, no le gustaba. Y no era la única en experimentar aquel rechazo casi natural. Sus casi treinta años de servicio, confidencias y lealtad al que hoy portaba el sello del Pescador, le habían convertido en un desagradable y, a veces, odiado filtro que no respetaba cargos, sentimientos ni prioridades. Su voz atiplada no admitía reparos ni segundas consideraciones. Su dudosa humanidad iba siempre por delante, tallada en hielo en unos ojos grotescamente redondos y desproporcionados que muy pocos habían visto pestañear. Nadie sabe si por iniciativa propia o por encargo, su raída sotana, sus chirriantes zapatones y la caja de huesos que Dios le había dado por soporte físico eran frecuentemente sorprendidos en los rincones más insospechados y a las horas más intempestivas. En plena noche se le veía deambular y esconderse entre la columnata de Bernini, quién sabe si espiando a las patrullas de vigilancia. Y otro tanto ocurría en los muy nobles despachos de la Secretaría de estado y en la planta superior, en los dominios de sor Juana. Al filo de las cuatro, recién levantadas, las religiosas habían reparado más de una vez en una siniestra y escurridiza sombra que escapaba de la cocina o que se deslizaba por los corredores, desapareciendo hábil y veloz por cualquiera de las treinta y ocho puertas de los apartamentos papales, antes de que pudieran llegar a ella. En varias oportunidades, la pareja de seguridad que monta guardia en el segundo piso, cubriendo las escaleras y el ascensor privado del Papa, había tenido que padecer los improperios y amenazas de Siwiz, al ser descubierta por el sibilino polaco en uno de los esporádicos sueñecitos que, hasta cierto punto, eran normales en las apacibles y aburridas noches del Palacio Apostólico. Los veinticinco italianos que velan por la integridad física del Pontífice y que se turnan las veinticuatro horas en la custodia de dicha segunda planta, de los accesos a la tercera y, en fin, de la totalidad de los movimientos del Santo Padre -a excepción de los mencionados aposentos privados, en los que no pueden irrumpir salvo casos muy graves y específicos-, no acertaban a comprender la hiriente desconfianza del caja de huesos. A petición del propio Papa, el general Chiesa, jefe de la lucha antiterrorista en Italia, los había reclutado de entre los mejores, formando un cuerpo de elite: el S.S.S.S. o Servicio Secreto de Su Santidad. Hablaban varios idiomas. Muchos de ellos eran licenciados por las más prestigiosas universidades europeas y norteamericanas. Como tiradores selectos, podían alcanzar un blanco con los ojos vendados y guiándose por el crujido de los zapatos. A pesar de sus impecables modales y de la esmerada apariencia de sus ternos azules, hubieran inmovilizado a un sospechoso en cinco segundos o detectado un arma bajo la ropa por el simple estudio de las arrugas.
Definitivamente, sor Fe no comprendía por qué muchas de las decisiones del vicario de Cristo en la tierra se veían tamizadas por un individuo que rehuía el diálogo, que jamás sostenía la mirada de su interlocutor y a quien, para colmo, le sudaban las manos. Pero el Santo Padre le llamaba hijo...
Y sor Juana, disfrutando del cotidiano ritual, empujó la doble puerta con las puntas de sus diez dedos. Y ante la resignada quietud de sor Fe dejó que los solemnes labrados en bronce de Manfrini se abrieran de par en par.