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El frío contacto con el mármol fue su primera sensación coherente. E incapaz de hilvanar un solo pensamiento, trató de incorporarse. Tuvo que desistir. Sor Fe no había contado con aquel insoportable dolor en las costillas. Y con el zumbido del miedo en su cerebro eligió arrastrarse. Se aferró a la cera antideslizante con la que abrillantaba regularmente las losas rectangulares, impulsando el cuerpo hacia la puerta. Y de espaldas, con la borrosa visión del Cristo resucitado que presidía las vidrieras del techo, comenzó a ganar terreno. Nuca, codos, manos, nalgas, pies y corazón se hicieron un todo, motorizando una obsesiva idea: huir. Y en cada palmo, sus labios imploraron el socorro de la Señora de Czestocowa. Pero ¿de qué escapaba? ¿Del silencio? ¿De las tinieblas? ¿De aquel aullido o quizá del tornado que la había herido y humillado? ¿Y sor Juana?