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Rossi se hizo con una segunda bolsa de plástico. E impartió algunas órdenes.

—Raspen en el reposabrazos y en el bronce. Necesitamos completar las muestras de sangre.

Y, dirigiéndose al del aspirador, marcó los siguientes objetivos:

—Alfombra... sillón y reclinatorio... Después, los manteles del altar. Cuando hayan concluido —les animó— guarden la vela, terminen las mediciones y prepárense para volver a jefatura.

Y el silencio —rizado por el siseo de los tres hombres y el moscardoneo del aspirador— pasó a gobernar la capilla.

Y el capitán, sin la embarazosa presencia de Rodano y su gente, se entregó al examen del misterioso objeto aparecido bajo el cuerpo del Papa.

Lo volteó desconcertado. En principio no parecía un ejemplar común y corriente. Y dejó sus pensamientos en libertad.

¿Qué relación podía guardar con la madrugadora visita del Pontífice al pequeño templo? ¿Por qué se hallaba justamente bajo su cuerpo? ¿Qué contenía? ¿Encerraba quizá el secreto para interpretar su desacostumbrado comportamiento? ¿Por qué su premonitorio tic se había presentado segundos antes del levantamiento del cadáver?

Acarició las recias tapas de cartón. Pero su mente analítica, vacunada contra la adivinación, no pudo ir más allá del rojo cardenalicio de las cubiertas.

No presentaban rastros de sangre ni leyenda alguna.

Y guardando el plástico en el que debía ser protegido hasta su posterior análisis en el laboratorio, lo abrió con avidez.

En un repaso superficial comprobó que las páginas de aquel libro aparecían manuscritas. El texto —armado con una letra endeble y comprimida— se hallaba en impecable italiano. Casi en su totalidad, en tinta azul. Sólo de vez en cuando, la escritura se veía cuidadosamente salpicada por párrafos en rojo.

Eligió un par de hojas al azar. Justamente hacia la mitad. Pero la lectura le descolocó.

El estilo, los detalles y descripciones eran propios de alguien que, arropándose en una fórmula muy personal, intentara transmitir algo que, para el confuso inspector, no parecía tener vinculación con la muerte del Papa.

Sí, ésa es la definición —aceptó complacido—. Un diario.

E, incapaz de sujetarlas, soltó el primer tropel de preguntas.

¿Qué hacía el Santo Padre a altas horas de la madrugada leyendo aquella suerte de diario? ¿o no estaba leyendo? ¿Quién era el autor? ¿Qué tenía que ver el asalto a un superacelerador de partículas en Ginebra con todo aquello? Porque eso, ni más ni menos, era lo que acababa de leer...

Y, dispuesto a medir su paciencia, tomó asiento junto a las maletas metálicas, abriendo el manuscrito por la primera página.