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Y antes de que acertara a componer una respuesta, sor Juana traspasó el umbral, disolviéndose en unas tinieblas que amenazaban con engullir la tímida y esquinada flama. Sor Fe, descompuesta, fue incapaz de seguirla. El inusitado gesto —quebrando la sacrosanta costumbre de permanecer bajo el dintel— lo decía todo. Alguien, a no tardar —ella con seguridad—, pagada caro el error.

Y más que verla, la adivinó caminando sobre las verdiblancas losas de mármol, rumbo al altar. Creyó distinguir su cañaveral figura esquivando por la izquierda el macizo y curvado sillón de bronce que complementa el reclinatorio papal. Y al fin, merced al tenue destello de la misteriosa vela, la negra lámina de la superiora se hizo medianamente perceptible.

Salvó el escalón de veinte centímetros que divide prácticamente la capilla y, con la misma decisión con la que había arrancado de la puerta, fue derecha al encuentro del cirio. Y, por espacio de escasos segundos, la enjuta monja y su altiva toca se recortaron hieráticas contra el halo blancoamarillento. La proximidad de sor Juana fue acusada por la lengua de fuego, contoneándose. Y el pálpito de sor Fe arreció inexplicablemente.

De pronto giró la cabeza, reclamada por algo existente a su derecha. Y el breve perfil de la superiora quedó provisionalmente dibujado sobre la luz. Y así permaneció durante uno o dos segundos. Y sor Fe —acertadamente— imaginó que sus privilegiados ojos grises acababan de detectar una segunda y desgraciada anomalía.

A partir de esos instantes, todo se encadenó en un confuso desorden.

Sor Juana rompió la inmovilidad y avanzó un par de pasos. Pero, al rebasar el centro del tabernáculo, se detuvo. Inclinó el tronco, como si tratara de cerciorarse, y, acto seguido, ante la perplejidad de la vigilante hermana Fe, saltó hacia atrás golpeándose los riñones con el ara. Parecía como si alguien la hubiera empujado violentamente. Por supuesto, tan enigmática secuencia —impropia de la imperturbable religiosa— terminó de desarmar los ya debilitados ánimos de sor Fe. Y el miedo a empeorar las cosas la mantuvo en su sitio.

¿Un gemido? Sí, pudiera ser. Sor Juana abrió los brazos, buscando apoyo en el filo del altar. Y sin dejar de emitir aquel entrecortado y cavernoso sonido, fue deslizándose insegura hacia el extremo en el que parpadeaba la nerviosa vela. Pero antes de llegar a su altura rechazó el contacto con el mármol. Y cubriendo el rostro con las manos se tambaleó. Al momento sor Fe volvió a perderla en la oscuridad. Juraría que se había desplomado. Y un sudor frío comenzó a destilar bajo la toca. Fue la señal. Y obedeciendo al instinto se precipitó en auxilio de la superiora.

Pero, cuando apenas había recorrido tres de los cinco metros que la separaban del sillón curvado, un alarido la clavó al piso. Y el pálpito se hizo fuego, abrasándole las entrañas.

Aterrorizada, forcejeó con la negrura. Jamás había escuchado un grito tan desgarrador. ¿Qué estaba pasando? ¿ Qué había sido de sor Juana? Echó atrás las incorregibles gafas y, conteniendo la respiración, ensayó a empinarse, sin saber muy bien hacia dónde mirar. Pero el temblor de las piernas la obligó a renunciar.