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Un atropellado taconeo le previno. Y Angelo Rodano enmudeció. Al punto, cinco rostros con los músculos aballestados se detuvieron bajo el umbral. Y entre jadeos buscaron en los ojos del secretario de estado. Camilo Chíniv, jefe de la seguridad Vaticana, fue el primero en comprender que las prisas eran ya un lujo estéril. En décimas de segundo —tras un vertiginoso viaje a las opacas pupilas del monseñor— se hizo cargo de la situación, montando el arma de sus cuarenta años de probada sabiduría profesional. A su lado, Renato Itenozzu, director del Servicio Sanitario del Vaticano y uno de los médicos que atendía al Pontífice, con las sienes perladas por un simulacro de asco, traía la incredulidad colgada de su cuadrada, bronceada y venerable faz. Los blancos cabellos, dudosamente domesticados, restaban horizonte a su empinada y nobilísima frente, traicionando su proverbial parsimonia. Y por detrás, los relajados nudos de las oscuras corbatas de los hombres de seguridad, igualmente arrebatados del sueño.

Y respetuosos, sabedores de que aquel prelado que les cerraba el paso era, ante todo, el vicepontífice, sujetaron en corto la ansiedad. Camilo, previsor, se desabrochó la americana. El doctor, menos entrenado, cambió nerviosamente de mano el pequeño estuche de urgencias.

Al fin, la recompuesta voz de Rodano —navegando de uno a otro con una suavidad que los tonificó— anunció:

—Señores, ahora somos nosotros los que necesitamos de la paz y de la cordura...

Y, haciéndose a un lado, les franqueó la entrada.

Chíniv, seguido del agente que le había puesto al corriente, fue derecho al encuentro del policía que vigilaba desde el extremo izquierdo del altar.

Itenozzu titubeó. Se detuvo entre las filas de sillas y asentó las gafas. Y al descubrir en el suelo la manga izquierda del Pontífice modificó el rumbo, encaminándose hacia el flanco derecho del sillón curvado.

Los otros dos hombres de azul echaron las manos a la espalda. Abrieron las piernas y tomaron posiciones frente a los dinteles, cubriendo la doble puerta. La consigna era terminante: prohibido el acceso hasta nueva orden.

Y el secretario de estado, asegurándose de no ser oído por los acechantes agentes, se inclinó hacia la toca de la superiora, musitando unas palabras. Sor Juana entendió. Y, aceptando la complicidad del monseñor, desapareció por el corredor, en dirección al dormitorio papal.

Angelo consultó su reloj. Las cinco y media. Y, bramando para sus adentros ante la tardanza del cardenal camarlengo, fue a reunirse con Chíniv y los demás. Minutos después agradecería a la Providencia el retraso de Bangio.

La cremallera del avejentado estuche color azabache interrumpió el siseo del comandante con sus hombres. Y todos, incluyendo a Rodano, desviaron las miradas hacia el arrodillado y trémulo médico. Chínív le compadeció. Pablo VI, Juan Pablo I y ahora el polaco... También era mala suerte. A todos se había visto obligado a auscultar..., después de muertos.

El de la Beretta y el que había bregado con la puerta coincidieron en un mismo pensamiento: en lo inútil de la operación que estaban a punto de presenciar. En su opinión, la certificación del óbito sobraba. Eran las circunstancias que lo rodeaban las que clamaban atención. Pero ellos sólo eran funcionarios al servicio de la maquinaria vaticana. Unos engranajes que raras veces giraban de acuerdo con el sentir del común de los mortales a quienes decían apacentar.

En cuanto al piamontés, inmóvil a los pies del cadáver, se contentó con esperar. Sus largos años en las trincheras de la diplomacia de la Santa Sede le habían enseñado a pronunciarse siempre en último lugar. Observaría. Escucharía las impresiones de Chíniv y de Itenozzu y acto seguido —quién sabe— haría o dejaría hacer. Y en lo más íntimo deseó que todos se mostraran unánimes. Y que aquel amargo cáliz pasara cuanto antes. Sería suficiente con el veredicto de muerte accidental.

Le vio hundir los dedos en la muñeca izquierda. No había pulso. Y el comandante dejó que Renato se ajustara el estetoscopio. Y sus oscuros ojos se movieron felinamente, saltando de la primera auscultación, en el cuello, a la segunda, por debajo del omóplato izquierdo. Después, mecánicamente, su interés se trasladó al absorto rostro del médico. Itenozzu no alzó la vista. Tampoco era necesario. Chíniv sabía que, de haber detectado algún signo de vida, el estetoscopio habría saltado de los oídos del galeno. Y consumido el primer y embarazoso minuto, el jefe de seguridad alisó con ambas manos su plateada cabellera. Era su turno. Y, fieles a las instrucciones recibidas, sus dos hombres se movilizaron con exquisita lentitud. El de la pistola se ocupó de la inspección ocular del área del altar. El segundo, del fondo de la capilla. Camilo, por su parte, sintiendo el peso de la discreta pero certera mirada del prelado, dio unos tímidos pasos. Descendió el escalón y, como distraído, comenzó a rodear la alfombra de 2 por 1,80, sobre la que se asentaban reclinatorio y sillón.

¿Qué debían hallar? Como buenos profesionales, ni siquiera se habían formulado la pregunta. Posiblemente nada. A Chíniv, con dos ojeadas, le bastó para intuir que —esta vez— la causa de la muerte no le produciría los quebraderos de cabeza del caso Luciani. Aun así, al igual que sus hombres, se entregó.

Y se detuvo a cincuenta centímetros. Aunque su envidiada memoria fotográfica acababa de procesarlo, quiso examinarlo de cerca. Dobló la rodilla izquierda y se centró en la informe y coagulada plasta que mancillaba el muslo y tarso derechos del águila. Y, partiendo de esta mancha principal —metódico e inexorable—, fue explorando la totalidad del artístico altorrelieve. Sumó quince regueros largos, decenas de trayectorias menores y un goteo perfectamente satelizado. La imagen global en el frontis del reclinatorio no dejaba lugar a dudas. Sobre la mencionada pata, a unos treinta y seis centímetros de la alfombra, se había producido un único y violento impacto. Y, encadenando los pensamientos, dejó que sus nervudas manos fueran a reposar sobre la rodilla flexionada. E inmerso en la hipótesis de la caída hizo resbalar su inteligencia por el bloque de bronce. Continuó por encima del yaciente Papa y, al concluir en los zapatos, su deformación profesional le dibujó la estampa del Pontífice, de pie, de cara y perdiendo el equilibrio. La siguiente secuencia —tan simple como la anterior— vino a fortalecer sus sospechas. Y vio el momento del golpe y al Santo Padre, muerto en el acto, desplomándose. La postura que presentaba el cuerpo —en decúbito ventral—, con los brazos rodeando el pie semicircular del reclinatorio, era elocuente. Tal y como le habían adelantado por teléfono, las piezas parecían encajar por sí solas. Considerando el peso, una mínima velocidad de desplazamiento, la distancia desde el punto en que tuvo lugar la desafortunada pérdida de equilibrio y la naturaleza metálica del objeto con el que fue a estrellarse, el hundimiento de la zona frontal media y sus fatales consecuencias se presentaron ante Chíniv como lógicamente inevitables.

Y el comandante —abandonando la invisible arquitectura de las hipótesis— fue mágicamente atraído por el tenso y expectante Rodano. Y aunque la muda comunicación fue excelente, ni uno ni otro cayó en la tentación de manifestarse. El secretario de estado continuó montado en el carro de la espera, intentando descifrar los jeroglíficos dibujados por los tubos de goma en cada premiosa auscultación. Chíniv, nuevamente de pie, fue reclamado en silencio por el agente que merodeaba por el altar, medio oculto por las espaldas del prelado. Y las agresivas y luciferinas cejas del jefe de seguridad cobraron vida. Pero, al instante, ceño y pulsaciones volvieron a su ser. Devoró en la distancia la negra zapatilla que aparecía suspendida entre los dedos del policía y, en dos zancadas, abordó al subordinado, desmoronando la artificial compostura del monseñor.

El examen, vertiginoso, prendió la imaginación de los tres confusos testigos. Chíniv hizo girar el calzado con maestría. Y buscó, sin saber qué encontrar. El material, de fieltro, no presentaba particularidad alguna. Ni desgarros, ni rastros de sangre...

Instintivamente, el hombre de azul y su jefe repasaron los pies del Pontífice. Tal y como habían detectado en los primeros reconocimientos, se hallaba correctamente calzado.

—Parece de mujer...

Chíniv renunció comentar la susurrante y verosímil sugerencia del agente. Pero no porque discrepara. Mentalmente, incluso, había estimado la talla en un treinta y siete o treinta y ocho. La razón de su silencio fue otra. Aquella inesperada pieza —como un gato neumático— acababa de hacer caña en su cerebro, desestabilizando la cómoda teoría de una muerte por precipitación.

Los pensamientos de Rodano, en cambio, corrían en otra dirección. Sin entender por qué, la zapatilla le conectó con aquel otro enigma del que aún no había hecho mención a seguridad: la solitaria llama del altar, ahora degradada por la claridad de la capilla. Y poco faltó para que abriera su inquietud. Pero Chíniv, tomando la iniciativa, frustró los vacilantes deseos del prelado. Devolvió el inoportuno zapato al agente y con una leve indicación le ordenó que lo restituyera al lugar donde lo había encontrado. Y sin más rodeos ni añadidos dio media vuelta, retornando su interrumpido trabajo allí donde lo dejara.

También Angelo pareció desligarse del insólito hallazgo, en beneficio del médico. Concluida la sexta o séptima auscultación, se deshizo sin prisas del estetoscopio. Lo plegó y, una vez sometido en el estuche, se decidió a hablar:

—Eminencia, no hay duda posible...

Chíniv, enfrascado en el examen del terciopelo verde manzana que amortiguaba la dureza del asiento curvado, se desdobló. Y, sin apartar los ojos de la velluda y tupida seda, fue procesando cada sílaba, cada pausa y cada inflexión del breve discurso de Itenozzu.

—No se detecta latido cardiaco...

Arrodillado, con el timbre de voz por debajo de su nivel habitual, con la derrota humillando su altanera cabeza y la vista perdida en el ensangrentado rostro, rehuyendo la confrontación directa con Rodano, un Renato perdido e irreconocible fue enumerando el fruto de sus primeras observaciones.

—Los centros circulatorios y respiratorio carecen de actividad. La única herida visible, con hundimiento del hueso frontal, parece apuntar la causa de la muerte...

Itenozzu guardó silencio. Y, extendiendo los dedos hasta tocar la mano izquierda del Pontífice, se aisló en una dramática simbiosis con la muerte. Retiró las yemas y repitió la operación, palpando una y otra vez la única mejilla accesible —la izquierda—, así como los labios, barbilla, mandíbula y músculos del cuello.

Y al fin, tras un sonoro suspiro que dejó en suspenso al envarado monseñor, reanudó su veredicto.

—Todavía está caliente. Sin embargo, sin una adecuada lectura de la temperatura rectal es imposible precisar el grado de enfriamiento...

El secretario de estado, consumido por la impaciencia y temiendo que la exposición desembocara en la críptica terminología médica, le salió al paso sin contemplaciones.

—Por favor, doctor... Explíquese.

Renato Itenozzu aprovechó la interrupción para alejarse del cadáver. Y lo hizo con alivio. Observó al comandante, acariciando la tersa cúpula del solideo papal, aparentemente olvidado sobre el asiento del sillón curvado. Pero Chíniv no le miró. Y, apostándose al pie del escalón, trató de complacer al prelado:

—En una temperatura ambiental no extrema (como en este caso), un cadáver vestido suele enfriarse a razón de un grado y medio por hora durante las primeras seis horas. En las seis siguientes, ese ritmo de pérdida puede oscilar entre uno y uno y medio grados. En otras palabras, de acuerdo con la temperatura de esta capilla, el cuerpo del Santo Padre debería palparse frío en unas doce horas. En estos momentos, como le digo, todavía está caliente. Sin embargo, para medir con exactitud es preciso introducir el termómetro por el recto...

—¿Dispone usted de suficiente información como para precisar el momento de su fallecimiento?

El médico esbozó una benevolente sonrisa.

—No, eminencia.

Y, anticipándose a la siguiente pregunta, le resumió los parcos resultados de la última exploración.

—De momento no se observan signos claros de rigidez cadavérica. Como usted seguramente sabe, el rigor mortis, en una situación como la que nos ocupa, hace acto de presencia alrededor de cinco horas después de producirse el óbito. Primero en la cara, maxilar inferior y cuello...

Rodano y el jefe de seguridad ensayaron unos apresurados cálculos mentales. Sólo en el supuesto de que la muerte le hubiera sobrevenido hacia las doce de la noche estarían ahora frente a los primeros síntomas de rigor mortis. E insatisfechos renunciaron a las cábalas.

—En cuanto a la lívidez post mortem —prosiguió Renato—, sinceramente, resulta comprometido...

El viejo diplomático —enganchado a las explicaciones del médico— había perdido de vista el quedo brujulear del paciente e indomable Chíniv en tomo al reclinatorio papal. De haberle prestado atención, también él se hubiera conmovido. Porque, súbitamente, su quijada de bulldog se desplomó. Y las cejas se arquearon.

—Por lo general —simplificó Itenozzu—, la tinción de la piel comienza una o dos horas después de la muerte, alcanzando su apogeo en cinco o seis horas...

Rodano le apremió.

—Quiero decir, eminencia, que el examen y estudio de las livideces pueden arrojar luz sobre el momento en que se produjo el fatal desenlace y también acerca de la posición del cuerpo en dicho instante. Como le decía, esas manchas características son el resultado de la distensión pasiva por sangre de los vasos inertes de las partes bajas...

—Renato, por favor...

El médico, acosado, prescindió a regañadientes de su acostumbrado academicismo.

—Resulta arriesgado, eminencia. Parte del rostro presenta un sombreado que, en mi opinión, pudiera obedecer a la tinción. Pero hay demasiada sangre...

Chíniv, como un junco, fue a doblarse sobre el reposabrazos del reclinatorio. Esta vez, la brusca maniobra entró de lleno en el campo visual del prelado. Y, extrañado, desvió la mirada, dejando a Itenozzu con la palabra en el aire. El jefe de seguridad había inmovilizado la roma proa de su nariz a poco más de quince centímetros del terciopelo manzana que recubría el mullido cojín.

—La fuerte hemorragia y los coágulos dificultan la exploracíón...

Rodano, pendiente del pétreo perfil del comandante, oyó pero no escuchó.

Chíniv recobró la verticalidad. Se alisó el cabello y, durante un segundo, mantuvo la fuerte presión sobre los parietales. Y la mandíbula se vino abajo por segunda vez.

Monseñor intuyó algo.

—Teniendo en cuenta la posición del cráneo, con la mejilla derecha presionando sobre el bronce, es muy posible que la falta de lividez en dicho punto venga a confirmar la que sospechamos como postura original del cuerpo...

Era inútil. Los razonamientos de Renato sonaban como zumbidos de moscas en los oídos del prelado.

El secretario de estado presumía de conocer a las personas que le rodeaban. Y su vinculación con el jefe de la seguridad y Vigilancia Vaticana —estrecha, dilatada y confidencial— le colocaba en una inmejorable atalaya a la hora de leer e interpretar los gestos, silencios, distancias y hasta la inmovilidad de Camilo. El comandante —y Rodano lo sabía—, tanto por temperamento como por profesionalidad, era económico en palabras y ademanes. Incluso en una situación límite como aquélla, su recogida pero robusta silueta buscaba siempre la discreción. Sólo algunos y muy particulares tics del rostro y de las manos podían prevenir a los avisados. Y Angelo era uno de estos privilegiados.

—Es importante, eminencia, que se me autorice a mover el cadáver...

Itenozzu interrumpió su parlamento. Los ojos y los pensamientos del cardenal le habían abandonado.

Chíniv dio la espalda al monseñor y, con prisas, deshizo lo andado, deteniéndose en el lado opuesto del reclinatorio. Angelo se esforzó en vano por comprender aquel absurdo cambio de emplazamiento. En su opinión, los setenta centímetros de cojín que remataban el apoyabrazos eran perfectamente abarcables desde cualquiera de los extremos.

—Eminencia, ¿tengo su permiso?

El jefe de seguridad volvió a inclinarse.

—Eminencia...

El prelado acusó la tímida invocación del médico. Despegó las manos del regazo y, cansinamente, sin dejar de observar a Chíniv, las abrió a la altura de la cruz pectoral. Y, haciéndolas aletear, le transmitió calma.

Camilo echó los brazos a la espalda y contuvo el aliento. Y su rostro, una vez más, planeó sobre el sufrido y pálido terciopelo del reposabrazos. Y, obligando a los músculos del abdomen, terminó volcándose hasta casi rozar el cojín.

Y médico y prelado —estupefactos— le vieron sacar la lengua. Y durante segundos la mantuvo en contacto con la superficie del mullido almohadón. Evidentemente buscaba algún tipo de confirmación. Repitió el inusual tanteo por segunda y tercera vez y, dando por concluido el chequeo, con las agarrotadas manos a la espalda, se incorporó lenta y perezosamente. Y sus ojos —ensimismados en una idea poco grata— permanecieron fijos. Opacos.

Rodano y Renato se interrogaron con la mirada.

Y dando un paso atrás, Chíniv buscó al agente que seguía peinando el área del altar.

Fue inevitable. El comandante pasó por alto a Itenozzu. Pero no pudo soslayar las dagas lanzadas por el vicepontífice. Y un negro relámpago saltó de uno a otro. En ese instante Angelo supo que todo había cambiado. Debía prepararse para afrontar el hallazgo del jefe de seguridad. Y prudentemente le concedió y se concedió un margen de tiempo.

El hombre de azul se reunió con Chíniv. Y ambos marcharon al encuentro del agente que rebuscaba entre las filas de sillas. Sostuvieron una fugaz conferencia y, al punto, retornaron junto al reclinatorio, rodeándolo. Y sus ojos, como halcones, se abatieron sobre el verdoso apoyabrazos.

Acto seguido, ante la creciente expectación de los mudos espectadores, el que había investigado en el fondo de la capilla se descalzó. Y con sumo tacto, de puntillas sobre la alfombra, se deslizó por el menguado espacio que separaba el sillón del reclinatorio. E, imitando a su jefe, estabilizando su imponente humanidad con el auxilio de unas manos estratégicamente aferradas a las flexionadas rodillas, se dobló hacia el misterioso cojín. Paseó la vista por la estrecha franja de tela y, alzándose, tras una breve meditación, corroboró el hallazgo y las sospechas del comandante con un afirmativo movimiento de cabeza.

Rodano se estremeció. Su imperturbable amigo Camilo había vuelto a alisarse la blanca cabellera por tercera vez...