París

Había otras razones, naturalmente. Pero Frank Hoffmann siente debilidad por los aventureros. Por eso le eligió. Sinuhé —que en egipcio significa el que es solitario— es el nombre, en clave, del especialista del tercer círculo que protagonizó la fase que me dispongo a narrar.

Se trata de un veterano agente —de nacionalidad española— que ha prestado una docena de interesantes servicios. Y lo ha hecho en misiones que exigían tanta audacia como sangre fría. Ama el riesgo. No teme a la muerte. Le fascinan los desafíos. Cuanto más comprometidos mejor.

Oficialmente, de cara a la opinión pública y a cuantos le conocen, desempeña un honorable trabajo como periodista y escritor. Ingresó en Los Tres Círculos en 1974. En 1985, a raíz de una serie de delicadas y peligrosas intervenciones en Israel, alcanzó el grado de coronel. Ninguno de nuestros agentes —a excepción de su editor, miembro también de la organización, y de los superiores jerárquicos— fue informado de la nueva misión asignada a Sinuhé. La naturaleza de la misma así lo aconsejaba.

Y a fines de enero de 1991, Hoffmann solicitó su presencia en París.

Como en el caso de otros especialistas, partícipes activos en Gloria Olivae, me limitaré a transcribir su informe, enriqueciéndolo con aquellos datos que, obviamente, estoy autorizado a consignar y que sólo eran conocidos por los círculos interiores.

El telegrama, expedido en la Ciudad del Vaticano, llegó a mis manos el 31 de enero. Decía textualmente:

Llamada a tercer círculo. París alimenta a sus hombres. Segundo círculo azul.

Dos días después, a las 12 horas y 19 minutos, el comandante Carnicero (IB.676) aterrizaba sin novedad en el aeropuerto de Orly. París me recibió frío y brumoso. Pero los cuatro grados centígrados bajo cero no lograron disipar de mi vientre el familiar cosquilleo que, indefectiblemente, preludia toda nueva aventura.

En esta ocasión, el aviso —firmado por el segundo círculo— se me antojó especialmente hermético. Ni una sola pista. Ni un indicio. Nada. Me hallaba en blanco, La organización me reclamaba con urgencia. Ahí nacía y moría mi información.

A las trece y cinco, un chino que dijo llamarse Paúl me salía al paso a las puertas de la terminal, invitándome a seguirle. Comprendí.

Segundos más tarde, el taxi —un Mercedes, matricula 43681,M-92— arrancaba a toda velocidad.

Empezaba a divertirme. Aquél era el estilo de Hoffmann...

Cuarenta y cinco minutos después, el silencioso chofer detenía el vehículo en el 20 de la rue Jean Rey. Al despedirse estrechó mi mano con solidez, indicándome que disponía de una reserva en el Suffren, el hotel que se alzaba ante mis ojos.

Una vez en la habitación —a salvo de posibles miradas indiscretas— procedí a leer la nota, trasvasada por el chino en el cálido apretón de manos.

El texto era escueto:

Salón Internacional Prét-á-porter Femenino. Festival Fur. Kaija Wiik. Sábado.

A las 16 horas, como un visitante más, me encaminaba por la bulliciosa Feria de la Moda, a la búsqueda del stand 234-A. junto a la nota, la organización había incluido la correspondiente invitación, con la numeración B.10365628K.

Y durante algunos minutos me entretuve en la contemplación de las magníficas pieles exhibidas por la mencionada firma, la Festival Fur Ltd., de origen finlandés.

La espera fue corta. Una de las bellas empleadas, modelo profesional, me salió al encuentro, sugiriéndome que le siguiera. ¿Cómo no hacerlo, a la vista de aquella interminable anatomía?.

La convincente nórdica me mostró un deslumbrante abrigo, armado con bisones blancos.

La dejé hacer.

Me invitó a probármelo, elogiando la exquisita tersura de los lomos.

E inmediatamente, mostrando la etiqueta que colgaba de una de las mangas, susurró:

—El precio parece marcado para usted...

Al reparar en él comprobé que se trataba de una larga procesión de números. Estaba claro.

Otra vez Hoffmann...

Y al despedirme, el contacto del coronel me hizo entrega de la etiqueta, guiñando uno de sus luminosos océanos azules. Le correspondí con la mejor de las sonrisas. Siempre lo he dicho. Las mujeres constituyen una raza aparte. Sólo ellas son capaces de combinar fuego y hielo en un mismo pensamiento.

La secuencia numérica, en clave, encerraba una nueva cita. 43156.453.864295.33551.10.8. Museo del Hombre. Lunes. 10 h.

A Frank —lo sé— le encantan estos juegos. Y a mí también.

Y ese cuatro de febrero, puntual, inicié un pausado recorrido por las salas del referido museo.

Prehistoria. África...

Traté de identificar a los escasos visitantes. Desistí. Conociendo al coronel, lo mejor era mantenerse abierto y en guardia.

Y en la vitrina 425, dedicada a la isla de Pascua, mientras examinaba las copias de las dos tablillas rongo-rongo que se conservan actualmente en el Museo de la Congregación de los Hermanos del Sagrado Corazón de Picpus, en Roma, alguien tiró de mi pantalón.

El encuentro, en este caso con un niño, se prolongó cinco segundos. Se limitó a sonreír, entregándome un libro. No volví a verle.

El regalo consistía en un catálogo del Gran Louvre. Lo hojeé impaciente. Pero, al concluir el apresurado repaso, ninguna de las ochenta y cuatro magníficas páginas a todo color me dijo nada. Y, extrañado, abandoné los palacios de Chaillot.

¿Qué pretendía el amigo Hoffmann? ¿A qué obedecía aquella críptica búsqueda del tesoro?

Casi lo olvidé. La organización no desperdicia una sola oportunidad. Todas las ocasiones son buenas para poner a prueba la destreza, paciencia y valor de sus hombres.

Algo sí estaba claro. La misión que tenía reservada -aceptando que se tratara de un nuevo trabajo- debía ser muy diferente a las anteriores. Tantas Precauciones y rodeos no eran habituales...

Y acepté el reto con deportividad.

Dejándome conquistar por la gélida mañana -absorto en estos pensamientos-, fui a parar a los pies de una torre Eiffel, encapuchada por la bruma. Y en los Campos de Marte, como un ocioso turista, me entregué a un segundo examen del lujoso catálogo.

¡Necio! Tenía que haberlo imaginado...

vFrank estaba al tanto de mi vieja pasión por la vida y obra de Miguel Ángel. Pero malgasté dos horas antes de asomarme a las páginas treinta y ocho y treinta y nueve. Las únicas que incluían sendas imágenes de una misma obra del genial florentino: El esclavo agonizante. Conforme al método utilizado hasta ese momento, revisé los pies de fotos (seis en total) y las ilustraciones (cuatro) que dan rostro a las mencionadas páginas.

En una primera lectura pasó inadvertido. En la siguiente, sin embargo, me obligó a retroceder. El texto explicativo de dos de las fotografías, impresas en la treinta y ocho, rezaba textualmente:

Cristo del

descendimiento

de la Cruz, llamado

Cristo Courajod,

segundo cuarto del

siglo XII, madera

policroma. Michelangelo

Buonarotti, llamado

Miguel Ángel (19.2.4-1.5.6.4). Esclavo,

llamado ssclavo

agonizante, hacia v1513, mármol.

(Ref. 1641,1642,

1643,1644 y 1645).

Y, sospechando que pudiera tratarse de un error tipográfico, me arrojé de nuevo sobre el libro, en una ávida y meteórica lectura.

Estaba y no estaba equivocado. Me explico. Evidentemente, aquello era una errata. Pero altamente sospechosa y, para colmo de males, la única en las 3431 líneas de que consta el referido catálogo.

Y confuso y excitado, retorné a la treinta y ocho.

¿Cómo era posible que una publicación tan cuidada —destinada a la venta— hubiera pasado por alto un lapsus semejante?

Conociendo la meticulosidad del Louvre, el error era inconcebible. Miguel Ángel —como figuraba en el pie— no nació en 1924, obviamente, sino en 1475.

Por otra parte, ¿por qué los dígitos de ambas fechas —nacimiento y muerte— aparecían separados entre sí?

No hacía falta ser muy despierto para adivinar la mano del coronel en aquel galimatías. Y, persuadido de que las erratas encerraban alguna clave, me introduje en la primera de las simas.

19.2.4.

Al desmembrarla surgió —fácil y pueril— un dato significativo. Bastaba cambiar el orden de los dos primeros números para obtener una familiar fecha: cuatro de febrero de 1991. justa y curiosamente, el día de la cita en el Museo del Hombre.

Y, siguiendo el juego, me centré en el análisis del segundo error.

15.6.4.

Tampoco fue difícil. La suma de los dígitos —16 me condujo a una elemental conclusión: ¿las 16 horas?

A pesar de lo enrevesado del procedimiento, la solución no podía ser más transparente: Museo del Louvre. Esa misma tarde y en la sala donde se expone El esclavo agonizante.

Poco faltó para que guardara el maldito catálogo y abandonara los jardines de Marte. Sin embargo, aquellos cinco números, cerrando el texto informativo, me retuvieron. ¿Reflejaban en verdad otras tantas referencias? ¿De qué tipo?

Consulté los pies de las 115 ilustraciones. Ni uno solo incluía referencia alguna. Era extraño. Y recordé una de las enseñanzas de Hoffmann: una buena clave debe contener una llave extra, que reafirme la solución.

Fui un estúpido de solemnidad. Estaba prácticamente a la vista y lo dejé pasar, empecinado en fórmulas, a cuál más estéril.

Y a las tres de la tarde, rendido y mareado, al revisar las páginas de nuevo, descubrí algo que yo mismo había escrito en el plomizo y laborioso cómputo de las líneas del catálogo. Al final de la treinta y siete, en un texto de julio Velasco dedicado a la escultura, aparecía el número 1596.

Y la luz, al fin, se hizo en mi inválida inteligencia...

Reanudé la cuenta en las líneas impresas en la treinta y ocho y, al llegar al pie que contenía las erratas, sonreí para mis adentros, aceptando con resignación mi condición de tonto cum laude...

El renglón formado por Miguel Ángel (19.2.4.— hacía, justamente, el número 1641.

Los siguientes, como es natural, encajaban con las cuatro cifras restantes.

Ahí estaba la llave que, de acuerdo con el estilo de Frank, confirmaba la bondad de lo obtenido anteriormente.

Y a las 15 horas y 30 minutos, maldiciendo la calenturienta imaginación del coronel, perdía de vista a la burlona Eiffel, ahora bajo un cielo azul y vestida de metal.

Sofocado y, lo que era peor, con retraso, irrumpí en la sala de los Esclavos con una compostura impropia del lugar.

Una aburrida vigilante me recibió con la vista, desconcertada ante la agitada respiración de aquel visitante. Pero cinco millones de curiosos al año la habían curado de espantos. E indiferente bajó los ojos, ocupándose del libro que descansaba sobre los negros pantalones.

Segundos después, reducido el galope cardiaco, relativamente tranquilo ante la, soledad del recinto, me afané en lo único que podía hacer por el momento: en la contemplación de los mármoles esculpidos por el divino para la tumba de Julio II.

Rodeé la primera talla —la del Agonizante—, imaginando qué nueva sorpresa me deparaba la organización. Y despacio, midiendo cada paso, impaciente, sintiendo cómo los segundos se derramaban juntamente con el sudor de las palmas de las manos, fui a plantarme en el centro de la estancia, junto al Esclavo rebelde.

Los cinco minutos siguientes fueron intrincados. Inmisericordes. Dolorosamente largos. Y, alarmado ante la ausencia de acontecimientos, llegué a cuestionarme la situación. ¿Había acertado?

Estudié de soslayo a la agente de seguridad. Permanecía embebida en la lectura. ¿Se trataba del esperado contacto? Rechacé la idea. Pero entonces...

Y de pronto, al separarme de la estatua en dirección a la puerta de salida, vi moverse algo por mi derecha. Apareció en una de las esquinas, cerca del taburete sobre el que se sentaba la policía. Un pequeño tabique me obstaculizaba la visión de aquel ángulo. Y al punto reconocí el extremo del bastón. Un familiar bastón forrado en cuero.

Al avanzar, de espaldas y ligeramente inclinado hacia el busto en bronce de Miguel Angel, obra de Daniele de Volterra, descubrí la inconfundible gabardina de Hoffmann.

Una pícara sonrisa —no exenta de satisfacción— fue su primer y elocuente saludo.

—Dos minutos de retraso —me reprendió cariñosamente—. No está mal...

Caminamos sin rumbo. Y durante media hora, Frank sólo habló de mi vida, de mi familia y de los proyectos que hervían en mi voluntad. Su información, como siempre, era certera. Temible. Conocía al detalle mi secreto deseo de abandonar este planeta lo antes posible. No estaba de acuerdo, sin embargo, con que dicha partida pudiera ocurrir en un futuro cercano. A pesar de ello, sabedor de que mis intuiciones raras veces erraban, insinuó la posibilidad de que uno de mis hijos empezara a ser adiestrado por Los Tres Círculos.

Finalmente, mientras recorríamos la animada galería Médicis, se decidió a abordar el asunto por el que me había reclamado.

La misión me dejó perplejo.

Durante poco más de sesenta minutos, en un lento peregrinaje al pie de los diecinueve gigantescos cuadros de Rubens, fue desgranando detalles y pormenores.

En una de las paradas, frente al Desembarco de María Médicis en Marsella, solicitó mi parecer.

Dejé rodar un corto silencio.

—Puede hacerse...

—No has preguntado el porqué de este trabajo.

Sonreí maliciosamente.

—¿Recuerdas las palabras de Cicerón? La primera ley de la amistad consiste en pedir siempre cosas honestas.

—Pero...

—Por favor —le interrumpí—, respeta también la segunda ley: nunca preguntes a un amigo.

Agradeció mi franqueza y lealtad.

—Sabes que estarás solo...

Concluida la entrevista, le vi alejarse, arrastrando la pierna con dificultad. Y durante un tiempo permanecí sentado en los rojos bancos, confundido entre la veintena de artistas que copiaban la Historia de la Médicis. El instinto estaba en lo cierto. Aquélla, en efecto, era una misión increíble. Y al día siguiente, martes, a bordo del vuelo IB.677, de regreso a España, tracé un primer borrador de lo que, sin duda, llegaría a ser una de las más dramáticas y arriesgadas aventuras en las que me he visto envuelto.