08 horas 20 minutos

Rossi cerró el diario de un manotazo. Y sus hombres le observaron alarmados. Los ojos, sin brillo, fueron a perderse en el azul del techo. El perfil —hormigonado— denotaba una intensa contrariedad. Y su corazón, traspasando el Cristo resucitado de la vidriera, se acomodó a miles de kilómetros: en la vieja ciudad portuguesa de Coimbra. Y así permaneció varios minutos, inmerso en una fuga propiciada por el manuscrito.

Finalmente, aflojando el nudo de la corbata, retornó a la capilla. E implacable se dijo a sí mismo:

Rossi, apenas llevas veinte minutos de lectura y ya desvarías... Esto sólo lo ha podido escribir un loco. Mejor será que hagas balance.

La brigada se tranquilizó. La color había vuelto al rostro del capitán.

¿Qué tenemos realmente?

Escéptico, metió las manos en la memoria.

Un Papa muerto.

A pesar de su caparazón, no pudo reprimir un escalofrío.

Muerto entre las doce y las cinco menos diez.

Los cálculos fueron aderezados con un repaso al lugar de autos.

Muerto, según todos los indicios, como consecuencia de una caída.

Pero las objeciones no tardaron en levantarse.

Una capilla cerrada con llave.

Un horario extrañamente alterado.

Un Pontífice sin afeitar, que olvida su aseo matinal y, sin embargo, se viste como de costumbre.

Una vela que nadie ha encendido.

Un despertador que suena a las cinco.

Unos inexplicables hilos enganchados en la herida de la frente.

Gotas de sangre en el terciopelo del reposabrazos.

Una religiosa descalza.

Insinuaciones sobre una posible lucha intestina en el Vaticano.

Y, desalentado, clavó los ojos en el desconcertante diario.

Y para colmo, esta locura oculta bajo el cadáver.

Pero, disciplinado, recordando las palabras del juez, se desnudó de todo prejuicio. Su misión era informar a Su Señoría.

Empecemos de nuevo...

Y, abriendo el manuscrito, volvió a sumergirse en el aparentemente fantástico texto.

Una revelación que modificaría el curso de las investigaciones y que aparecía encabezada con el siguiente lema: