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La luz azul, estratégicamente alojada en el alto techo del corredor central, puso en guardia a Siwiz. Debía actuar con rapidez. En cuestión de minutos, la capilla y toda la tercera planta escaparían a su control. Y él no estaba dispuesto a obedecer la inhumana orden del secretario de estado. Su venerado señor no sería blanco de la morbosa curiosidad de aquellos incompetentes prebostes vaticanos. Le repugnaba la idea de cruzarse de brazos y esperar a que otros autorizaran el levantamiento del cuerpo. ¿Qué sabían ellos de su dilatada y abnegada entrega? El Santo Padre era suyo. De nadie más...

Pero sus enfermizos pensamientos y el destartalado caminar se vieron bruscamente interrumpidos. Y, observando la escena con desconfianza, trató de adivinar el motivo de aquella agitación entre las religiosas y los dos italianos que, en teoría, velaban por la seguridad del Pontífice. Uno de los agentes, haciendo caso omiso de las protestas de las monjas, trataba de desbloquear la doble puerta de la capilla, lanzando sucesivos e impetuosos embates con el hombro.

Al reconocerlo en el fondo del pasillo, sor Juana corrió a su encuentro.

—¡Padre, quieren derribarla!

Siwiz no respondió. Esquivó a la superiora y, babeando, se precipitó con los puños en alto hacia la torre humana que pujaba por entrar. En su enloquecida carrera topó con sor Gabriela y, desequilibrado, fue a rodar hasta los pies del segundo hombre de azul. Una décima de segundo después, al revolverse, el primer secretario experimentó la redonda frialdad de un cañón entre sus pobladas cejas.

Y el agente que empuñaba la Beretta 92-SB-F escrutó los voluminosos y encendidos ojos de Siwiz. Pero la voz de su compañero, que había renunciado a la demolición de la puerta, le hizo enfundar el arma.

—¡Quieto!... Y usted, padre Siwiz, tranquilícese.

Sor Juana acudió en ayuda del sacerdote. Pero fue rechazada.

—Y ahora, por favor..., abra la puerta.

El primer secretario comprendió que no tenía elección.