05 horas 55 minutos
—Y por Dios —suplicó el vicepontífice empujando delicadamente la puerta—, recuerde que, a partir de ahora, sólo deberá acatar mis órdenes...
Chíniv asintió protocolariamente. La recomendación sobraba. Si sus sospechas eran acertadas, en una o dos horas, el Palacio Apostólico, los tres mil miembros de la Curia y toda la Ciudad del Vaticano entrarían en erupción. Tal y como le había pormenorizado al prelado, debían jugar la carta de la rapidez y de los hechos consumados. Si la suerte los favorecía mínimamente, el ingreso de la Policía de Roma en la tercera planta podía tener lugar antes de que la maquinaria eclesiástica se reorganizase y lanzara sus primeras acometidas.
Sor Juana, con la respiración desacompasada y arrebolada por la última carrera, dejó que el comandante atravesara el umbral. Rodano la contempló indeciso. Y, reteniendo de nuevo a Camilo, le sugirió que utilizase el gabinete privado.
—Es más seguro...
Lanzó una vigilante mirada al confiado y orondo camarlengo y aguardó la postrera llamada.
—¿Estás muerto?.
Disponía de un último y providencial minuto.
—Otra cosa...
El comandante se abrochó la americana.
—Avise al teniente coronel Westermann. Que la Guardia Suiza y sus hombres refuercen los accesos al Palacio...
—Está previsto, eminencia...
—Y no olvide el ascensor y las escaleras de la segunda planta. Y disponga más vigilancia en esta puerta...
Chíniv fue asintiendo mecánicamente.
—Ya lo sabe, Camilo. Nadie debe entrar ahí sin mi expresa autorización. Debemos actuar en estrecha coordinación.
Y, señalando el interior de la capilla, le previno sin ocultar su pesimismo.
—Trataré de persuadir a Bangio. Espéreme. Es cuestión de minutos...
Y, volviéndose hacia la superiora, añadió sin alterar el susurrante hilo de voz:
—Acompáñele. Por el momento, usted y sus hermanas quedan bajo las órdenes de Camilo.
—Pero, eminencia...
El secretario de estado malinterpretó las palabras de la monja. Pero sor Juana, ágil, marcando con su dedo índice la dirección del dormitorio papal, vino a recordarle su reciente petición.
—¡Ah!, sí..., disculpe. Dígame...
Y la religiosa, evitando la proximidad de los hombres de seguridad, se alzó sobre las puntas de los pies, confesándole al oído lo que había descubierto. Y Chíniv, sorprendido, arqueó sus desordenadas cejas. Sor Juana se hallaba descalza...