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Sí, lo había observado minutos antes, en el primer repaso general a la capilla. Y, teniendo en cuenta el lugar, se le antojó normal. Pero, de pronto, su fino y largo olfato —¿o fue su deformación profesional?— le hizo reparar en un detalle que, cuando menos, resultaba impropio en un recinto tan minuciosamente ordenado. Y Rossi se aproximó cauteloso, deteniéndose a una cuarta del altar.

Chíniv, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de la pareja, también cayó en la cuenta. Y, tan intrigado como el capitán, se preguntó por qué no lo había descubierto con antelación. Y poco faltó para que abandonara su puesto junto al sillón curvado. En el último segundo, sin embargo, decidió esperar y observar.

El inspector dedicó unos instantes a la atenta contemplación de aquel cirio encendido. Sus cinco hermanos presentaban una misma y matemática longitud. Alrededor de treinta centímetros. Y se formuló una inevitable pregunta:

¿Por qué aquella sexta vela aparecía consumida y rebajada en casi dos centímetros?

Pero las cavilaciones fueron suspendidas por un nuevo hallazgo. Gasparetto reclamó su atención desde el otro extremo del altar. A sus pies se hallaba una solitaria zapatilla negra. Y sin prisas fue a reunirse con su ayudante.

El examen fue breve. Pero, al igual que ocurriera con seguridad, capitán y teniente se mostraron recelosos.

¿Qué hacía allí —a escasos centímetros del cadáver— un zapato de mujer? ¿Se tenía conocimiento de alguien que hubiera acompañado al Pontífice durante su estancia en la capilla? ¿Había presenciado el supuesto accidente?

El cúmulo de interrogantes empezaba a pesarles. Y el jefe de homicidios estimó que había llegado el momento de pasar a la acción. Y Chíniv acudió presto a su llamada.

Pero el comandante no supo responder a las dos primeras preguntas. Ignoraba el porqué de la zapatilla en las proximidades del altar, aunque sospechaba a quién podía pertenecer. Respecto a la vela encendida, ni la más remota idea.

—Quizá yo pueda aclarárselo, inspector...

Sor Juana rompió su silencio. Y calzándose el zapato añadió, rubricando sus palabras con una amarga sonrisa:

—Debí de perderla en los primeros momentos de confusión, al encontrar el cuerpo del Santo Padre...

Gasparetto empezó a tomar notas. Y Chíniv respiró aliviado. Pero el capitán, insatisfecho, señaló el segundo pie, conminándole a que explicara por qué se hallaba igualmente descalzo.

La monja, aturdida, no acertó a responder. Y sus mejillas se incendiaron, encrespando las suspicacias del inspector.