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Un segundo. Silencio. Tres segundos. Silencio.
La capilla recuperó una aparente normalidad. Pero aquel silencio... Y sor Fe, bañada en sudor, inspeccionó los difusos perfiles. Su corazón, bombeando angustia y desconcierto, había cambiado de emplazamiento. Ahora tronaba en la garganta.
Exploró las blancas horizontalidades del altar, deteniéndose en la amarilla verticalidad de la llama. Y en esa fugaz y tensa espera volvió a percibir los ahogados gemidos. Partían del tabernáculo o de algún lugar muy próximo. Pero la oscuridad y el respaldo del sillón curvado habían amurallado la zona. Sólo tenía una opción: desatornillar el miedo de sus pies y caminar, rodeando el reclinatorio. Era menester salir de dudas y, sobre todo, auxiliar a la desaparecida sor Juana.
Y las zapatillas, al fin, comenzaron a arrastrarse sobre las losas. Pero un nuevo y sonoro lamento arruinó los últimos gramos de valor. Y, paralizada, creyó distinguir una sombra. Había emergido por detrás del reclinatorio. Y luchó por articular el nombre de la superiora. Inútil. Los labios y la lengua —como estopa— no respondieron. Y un escalofrío erizó sus cabellos.
Buscó retroceder. Pedir ayuda. Gritar. Imposible. El terror la había desmembrado.
Y antes de que acertara a desmayarse, aquel bulto ganó altura y, entre roncos gemidos, se abalanzó hacia ella.
Extendió las manos en un instintivo gesto de protección. Pero el choque fue inevitable. Y la religiosa, materialmente arrollada por un amasijo de hábitos y animalescos sonidos guturales, cayó de espaldas, perdiendo en el lance la toca y las inestables gafas. Y vientre, pecho y rostro se hundieron bajo unos pies descalzos que, inmisericordes, frenéticos y poderosos, se alejaron a la carrera.
Y el silencio —espeso como su mente— cayó de nuevo sobre la capilla.