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Rossi maldijo su ingenuidad. Tenía que haberlo supuesto. Y, sujetando la indignación, dejó que el silencio —como el más elocuente de los reproches— hablara por él.
Y el prefetto de la policía romana, agotándose en una prefabricada amabilidad, trató de justificarse:
—Créame que lo siento. Yo también cumplo órdenes.
No hubo un solo parpadeo. Y el político, inquieto, recurrió a la lisonja.
—Entiéndalo. Nadie duda de su probada profesionalidad. Usted es el mejor... Pero, ya sabe, cosas de la política. ¿Me comprende?
—Perfectamente..., señor. Caso cerrado.
Y Rossi, guadaña en mano, le acorraló inmisericorde.
—¿Qué mentira sugiere? Mis hombres tienen derecho a una explicación...
El prefetto esquivó el tajo. Y, señalando el teléfono, le invitó desafiante:
—Marque el número del ministro. Quizá resuelva su problema.
Y, maniobrando hacia la conciliación, añadió:
—Querido Rossi, dejemos que la hoguera se extinga. No me pida que le aclare el porqué. El asunto viene de muy arriba.
—¡Víboras! —estalló el capitán—. Primero reclaman nuestra presencia. Después, cubiertas las apariencias, entierran el caso.
—Por favor, limítese a obedecer. Asunto archivado.
—¿Y qué me dice de la autopsia?
La resistencia fue barrenada.
—No insista. Muerte accidental. Supongo que ha escuchado las noticias.
Y el prefetto, alzándose, dio por concluida la entrevista.
—Quizá sea mejor así. Por cierto —le recordó imperativo, ¿qué hay del manuscrito?
Los balbuceos del capitán no prosperaron.
—Recupérelo —cortó amenazador.
—Pero...
—¡Y ahora..., por favor!
Y, amparándose en la falsa excusa del reloj, anunció:
—Los legítimos propietarios están al llegar...