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El prelado se reunió con los demacrados cardenales. Pero permaneció ausente. Y la estancia se llenó de plomo.

Camilo memorizó las palabras. Y por cortesía hacia Rodano las repitió en voz alta:

—Sí, el preffeto de Roma... Le conozco... Sé que tendrá que sacarlos de la cama... Claro, excelencia... ¿homicidios?... En efecto, sería lo adecuado en este caso... No, no hace falta... Que se dirijan al arco de La Campana... Mis hombres y yo estaremos esperando... Por supuesto, señor... Máxima discreción... Pierda cuidado: le mantendré informado...

Nada más colgar, el secretario de estado se hizo con el timón. Ocupó de nuevo el asiento tras la mesa pontificia y, con una lucidez y audacia que terminó de anegar los empantanados corazones de sus compañeros, se desbordó en una catarata de previsoras indicaciones:

—Sor Juana... Busque a Siwwiz. Tráigamelo.

La superiora obedeció ciegamente. Y cuando se disponía a abandonar la cámara recibió una segunda consigna.

—Que las hermanas permanezcan en sus habitaciones. Y que no toquen nada, por favor... Usted regrese con el secretario.

Rodano se refugió en las agujas de su reloj. Y, tras un rápido cálculo, ordenó al prefecto de la Casa Pontificia:

—Eminencia, prepare una lista de todo el personal al servicio de esta tercera planta. Y entréguesela a Chíniv. Pero antes telefonee a mi sustituto en la Secretaría. Y pásemelo, por favor... Usted, Nimari, póngase en contacto con la superiora de la centralita telefónica. Ésta es la orden, por el momento: Ningún comentario. Nadie sabe nada. Y llame a los prefectos de las Congregaciones. Hable directamente con ellos. ¿Me ha comprendido? Dígales escuetamente que el Papa ha muerto. Los quiero en mi despacho a las diez en punto.

Y, retornando a Lino Ronduzzi, añadió:

—Convoque al decano del Colegio Cardenalicio y al Govematorato.

—A las once. Eso es. Y también en la secretaría.

Y, dejando a Chíniv para el final, proclamó solemne:

—Adelante, Camilo... Usted actúe... Yo rezaré.