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Constante Rossi dejó que el teniente terminara la inspección del doble cuerpo que daba altura al atril de hierro. Ante el revelado positivo, uno de los expertos —pincel en mano— se afanó en peinar las huellas aparecidas en el negro metal. Una vez reconstruidas, otro de los policías procedió a marcarlas con un testigo métrico, fotografiándolas.

Gasparetto, satisfecho, palmeó cordial la espalda del fotógrafo. Y, reparando en la acuciante mirada de su jefe, se apresuró a complacer la silenciosa llamada.

En presencia de sor Juana —sin tapujos— le sintetizó lo que acababa de conocer por boca de la religiosa.

—Echa una ojeada...

Y, dirigiéndose a la superiora, le rogó que acompañara a su ayudante, mostrándole las habitaciones privadas.

La hermana accedió complacida.

—Por cierto —anunció Rossi, al tiempo que, astutamente, forzaba a la monja a tomar el camino de la puerta secreta—, recuérdeme que le pregunte sobre esa vela...

Ugo supo que se refería al cirio encendido. Y sor Juana, intrigada, se detuvo. Era la segunda persona que insistía en el dichoso y enigmático asunto. E, incapaz de adormilar la curiosidad, optó por cancelarlo sin más demoras.

—Como le manifesté a su eminencia, yo respondo por las hermanas...

En esta ocasión, Rossi fue sincero.

—No le comprendo.

—Quiero decir que es imposible que se olvidaran. Esa noche, al cerrar la doble puerta, las seis velas se hallaban apagadas.

Constante le desafió:

—¿Cómo puede estar tan segura?

La polaca le apuñaló con la mirada.

—Usted parece un hombre riguroso en su trabajo...

—Lo procuro...

—Yo también, inspector. El policía encajó el justo reproche.

—¿Qué sugiere entonces?

Y directa le soltó a quemarropa.

—Que el Santo Padre no fue el único que visitó la capilla durante la madrugada...

Rossi y Gasparetto intercambiaron su perplejidad.

—Y por favor —apuntilló—, no recurra usted al fácil argumento del prelado. El Papa no se ocupaba de las velas...

El inspector los vio alejarse y desaparecer por detrás del altar. Y no tuvo más remedio que reconocerlo. Aquella mujer hubiera sido una sagaz policía...

Y, abriendo su modesto bloc de notas, escribió reposadamente:

Ingreso de la brigada en la capilla a las 6.52. Vela consumida en varios centímetros. Consultar a laboratorio.

Y siguiendo la consigna del capitán, uno de los funcionarios paso a ocuparse del rastreo de posibles huellas en el robusto cirio.

Y Rossi, seleccionando cuidadosamente dos palmos de alfombra, fue a arrodillarse lo más cerca posible del rostro del Pontífice. Primero lo observó con detenimiento. Después, extremando el respeto, alargó la mano izquierda. Y las yemas de los dedos acariciaron el mentón, recorriéndolo desde la barbilla hasta el labio inferior.

Inspiró a fondo y, necesitando una confirmación, repitió el gesto sobre la mejilla izquierda. Y, al igual que en el caso anterior, de abajo arriba.

La madre superiora estaba en lo cierto. El cadáver presentaba una barba rubia, rasposa y con un crecimiento que el inspector estimó por encima de las veinte horas. Muy a su pesar, el caso se enrarecía a medida que avanzaban en la investigación.

Y, de pronto, sus escrutadores ojos se entornaron ligeramente, procurando un enfoque más exacto. Y, conteniendo la respiración, se inclinó hacia el gran coágulo de la frente. Su vista no le había traicionado. Retrocedió.

Se acomodó sobre los talones y el dedo índice izquierdo sofocó el súbito picor de las cejas.

¡Qué extraño! No parece sangre...

Y, alzándose, caminó despacio hasta las maletas. Tomó una lupa y, retornando junto al cuerpo, examinó la herida con el favor de los nueve aumentos.

Rossi —se amonestó—, eres un estúpido de solemnidad... Ahora sí has entrado en el túnel.

Revolvió por segunda vez en los maletones y, de regreso, siguió conversando consigo mismo.

Si es lo que imagino, tendré que replantearme algunas preguntas. Y, aproximando la gruesa lente, localizó el diminuto indicio. Y con pulcritud y delicadeza, ayudado por unas pinzas metálicas, lo fue desencolando de los coágulos. Y la enrojecida fibra fue a parar al fondo de un estrecho tubo de cristal.

Y, con su sereno pulso de cazador, extrajo de la herida de la frente un segundo y un tercer filamentos.