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Presa de una punzante inquietud, el jefe de homicidios optó por no esperar. Hubiera podido despedir a su gente y asistir al final de la autopsia. Pero aquella desacostumbrada e inexplicable desazón —quién sabe si premonitoria— le impulsó a modificar los planes, acelerando la partida.

Y previa notificación a Chíniv del final de los trabajos en la capilla, la brigada, escoltada por los agentes de seguridad, se abrió paso por el largo y concurrido corredor principal de la tercera planta. Susurrantes corrillos de prelados hilvanaban los pormenores de la tragedia.

Y, de pronto, aquella voz...

Rossi se detuvo, imantado por la familiar afonía.

Y un espigado y solemne cardenal, con las manos enguantadas e intrigado ante el descaro de aquel desconocido, interrumpió la conversación, correspondiendo con una no menos inquisidora mirada.

Y las cejas del capitán —incontenibles— cabalgaron rabiosamente.

Y el prelado, reparando en el libro rojo que acompañaba al detective, palideció.

—Eminencia —se adelantó Rossi, aliviando el tic con el dedo índice—, creo que nos conocemos...

—No sé, hijo... —renqueó el purpurado.

—¿Es usted Jozef Lomko?

Y el grana de la faja cardenalicia se instaló en un rostro empedrado por la sorpresa.

—Así es —admitió el prelado, a la defensiva—. ¿Con quién tengo el placer...?

—Capitán Constante Rossi. De homicidios.

Pero Lomko, rehaciéndose, ahuyentó el inoportuno rubor. Y contraatacó:

—Comprendo. Ya sabe que nos tiene a su disposición.

—En eso confío, eminencia...

Y, apostando por su intuición, se despidió con un anuncio que el papa rojo fingió no comprender.

—Gloria Olivae no ha finalizado...