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—Todo en orden... El camino ha sido despejado. Gloria Olivae puede proseguir...

¡Suerte!

Y el prefetto, entregando el libro rojo al más joven de los sacerdotes, estrechó las manos de los representantes del Vaticano.

—Me alegro, mi querido socio —se despidió el de mayor edad—. Me alegro...

Y aquel sacerdote con cara de niño, apoyándose en un bastón forrado en cuero, se incorporó con dificultad. Y, refiriéndose al manuscrito que sostenía su hierático y atlético compañero, resumió con una punta de malicia.

—Ahora, mi estimado prefetto, confiemos en que tu sagaz capitán Rossi muerda el anzuelo...