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Y un rezagado e incontenible temblor le obligó a sujetar el blanco auricular con ambas manos. Cuán lejana y extraña se le antojó entonces la borrascosa reunión de la tarde— noche anterior, en torno a aquellas dormidas y engordadas carpetas de piel repujada.

Al tercer toque, una voz distorsionada, bruscamente arrebatada del sueño, le obligó a excusarse. Y añadió sin rodeos:

—Eminencia. Suba inmediatamente...

Monseñor Angelo Rodano consultó su reloj. Entre las brumas de su adormilada mente creyó reconocer el agudo timbre de Siwiz. Y molesto, sospechando una imperdonable confusión, exigió que se identificara.

—Eminencia, por el amor de Dios. —El polaco obvió el requerimiento. Y endureciendo el tono, entre tartamudeos, obligó al monseñor a despegar el teléfono de la oreja—. El Santo Padre... ¡Oh Dios!, eminencia, ha sido encontrado en la capilla...

Rodano tiró de su pesada humanidad. Se sentó en la cama, prendió las luces y buscó las gafas. La excitación de Siwiz terminó de despertarle. Y su certero olfato de hijo de campesinos abrevió la secuencia.

—¿Otro desmayo?

—No, eminencia. Hay sangre por todas partes.

—Pero... Siwiz enmudeció.

—¿Muerto?

Aquel segundo silencio del fiel hombre de confianza resultó elocuente. Y atropellado por sus propias ideas, Siwiz balbuceó:

—No puedo asegurarlo... Entiendo que sí... No comprendo... Por favor, suba...

Tentado estuvo de colgar y precipitarse escaleras arriba. Su dormitorio, en la segunda planta, se hallaba a un par de minutos de los aposentos papales. Pero, tratando de controlar al imprevisible primer secretario, eligió sujetarlo al teléfono.

—¿Quién más está al corriente?

—Las monjas... Ellas lo descubrieron. Y ahora, supongo, la seguridad.

Angelo masculló su desagrado, reforzando el acento piamontés. Pero, recuperando el timón, fue breve y rotundo:

—Llame a los médicos. Primero a Itenozzu. Yo me encargo del camarlengo... Y por favor, que nadie toque nada. ¿Lo ha entendido?