Nueva York, jueves 18 de diciembre de 2008

Un mes después del descubrimiento de la verdad

Aquella fue la última vez que le vi.

Eran las nueve de la noche. Estaba en mi casa, escuchando mis minidiscs, cuando llamaron a la puerta. Abrí y nos miramos fijamente durante mucho tiempo, en silencio. Al final, dijo:

—Buenas noches, Marcus.

Después de un segundo de duda, respondí:

—Pensé que estaba usted muerto.

Movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Ya no soy más que un fantasma.

—¿Quiere un café?

—Me parece bien. ¿Está usted solo?

—Sí.

—No debe estar solo.

—Entre, Harry.

Fui a la cocina a calentar café. Él esperó en el salón, nervioso, jugando con los marcos de fotos colocados en las estanterías de mi biblioteca. Cuando volví con la cafetera y las tazas, estaba mirando una en la que aparecíamos los dos, el día de entrega de mi diploma en Burrows.

—Es la primera vez que vengo a su casa —dijo.

—La habitación de invitados está lista para usted. Desde hace varias semanas.

—Sabía que vendría, ¿verdad?

—Sí.

—Me conoce usted bien, Marcus.

—Los amigos saben esas cosas.

Sonrió con tristeza.

—Gracias por su hospitalidad, Marcus, pero no me voy a quedar.

—Entonces ¿por qué ha venido?

—Para despedirme.

Me esforcé en ocultar mi turbación y llené las tazas de café.

—Si usted me deja, entonces ya no tendré amigos —dije.

—No diga eso. Más que un amigo, le he querido como a un hijo, Marcus.

—Yo le he querido como a un padre, Harry.

—¿A pesar de la verdad?

—La verdad no cambia nada de lo que puede uno sentir por otro. Es el gran drama de los sentimientos.

—Tiene usted razón, Marcus. Entonces lo sabe todo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cómo lo supo?

—Acabé comprendiéndolo.

—Era usted el único que podía desenmascararme.

—Así que era eso de lo que me hablaba en el aparcamiento del motel. La razón por la que decía que nada sería igual entre nosotros. Usted sabía que lo descubriría todo.

—Sí.

—¿Cómo pudo llegar usted a eso, Harry?

—No lo sé…

—Tengo las grabaciones en vídeo de los interrogatorios de Travis y Jenny Dawn. ¿Quiere verlos?

—Sí. Por favor.

Se sentó en el sofá. Inserté un DVD en el lector y lo puse en marcha. Apareció Jenny en la pantalla. Era filmada de frente en una sala del cuartel general de la policía estatal de New Hampshire. Lloraba.

*

Extracto del interrogatorio a Jenny E. Dawn

Sargento P. Gahalowood: Señora Dawn. ¿Desde cuándo lo sabe?

Jenny Dawn (entre sollozos): Yo… yo nunca sospeché nada. ¡Nunca! Hasta el día que encontraron el cuerpo de Nola en Goose Cove. La ciudad estaba patas arriba. El Clark’s desbordado de gente: clientes, periodistas haciendo preguntas… Un infierno. Acabé sintiéndome mal y volví a casa antes para descansar. Había un coche que no conocía estacionado delante. Entré y oí voces. Reconocí la del jefe Pratt. Estaba discutiendo con Travis. No me oyeron llegar.

12 de junio de 2008

—¡Cálmate, Travis! —exclamó Pratt—. Nadie descubrirá nada, ya verás.

—Pero ¿cómo puedes estar tan seguro?

—¡Quebert cargará con todo! ¡El cuerpo estaba al lado de su casa! ¡Todo le acusa!

—Dios, pero ¿y si le declaran inocente?

—No lo harán. No hay que mencionar nunca esta historia, ¿entendido?

Jenny percibió movimiento y se escondió en el salón. Vio al jefe Pratt salir de la casa. En cuanto oyó que se marchaba en coche, se precipitó hasta la cocina, donde encontró a su marido, aterrado.

—¿Qué pasa, Travis? ¡He oído toda la conversación! ¿Qué me estás escondiendo? ¿Qué me ocultas acerca de Nola Kellergan?

Jenny Dawn: Entonces Travis me lo contó todo. Me enseñó el collar, dijo que lo había guardado para no olvidar nunca lo que había hecho. Cogí el collar y le dije que iba a ocuparme de todo. Quería proteger a mi marido, quería proteger mi pareja. Siempre he estado sola, sargento. No tengo hijos. La única persona que tengo es Travis. No quería arriesgarme a perderlo… Esperaba que cerrasen el caso rápidamente y que fuese Harry el acusado… Pero llegó Marcus Goldman y se puso a revolver el pasado, seguro de que Harry era inocente. Tenía razón, pero debía impedírselo. No quería dejarle descubrir la verdad… Entonces comencé a enviarle anónimos. Yo prendí fuego al maldito Corvette. ¡Pero no hizo caso de mis advertencias! Entonces decidí ir a quemar la casa.

Extracto del interrogatorio a Robert Quinn

Sargento P. Gahalowood: ¿Por qué lo hizo?

Robert Quinn: Por mi hija. Parecía muy preocupada por la agitación que reinaba en la ciudad desde el descubrimiento del cuerpo de Nola. La veía inquieta, se comportaba de forma extraña. Abandonaba el Clark’s sin razón alguna. El día que los periódicos publicaron los borradores de Goldman, le dio un ataque de rabia terrible. Rozaba lo aterrador. Al salir del lavabo de empleados, la vi marcharse sigilosamente por la puerta trasera. Decidí seguirla.

Jueves 10 de julio de 2008

Estacionó en el camino forestal y salió precipitadamente del coche, agarrando el bidón de gasolina y el spray de pintura. Tuvo la precaución de ponerse guantes de jardinería para no dejar huella alguna. Él la seguía de lejos con dificultad. Cuando atravesó la linde del bosque, ella ya había rociado el Range Rover y la vio verter gasolina bajo el porche.

—¡Jenny! ¡Para! —chilló su padre.

Ella se apresuró a encender una cerilla y la tiró al suelo. La entrada de la casa se incendió inmediatamente. Quedó sorprendida por la intensidad de las llamas y tuvo que caminar hacia atrás varios metros protegiéndose el rostro. Su padre la agarró por los hombros.

—¡Jenny! ¡Estás loca!

—¡No puedes entenderlo, papá! ¿Qué haces aquí? ¡Vete! ¡Vete!

Le arrancó el bidón de las manos.

—¡Márchate! —ordenó—. ¡Márchate antes de que venga alguien!

Jenny desapareció en el bosque y volvió a su coche. Él debía librarse del bidón, pero el pánico le impedía pensar. Finalmente, bajó precipitadamente a la playa y lo ocultó entre los juncos.

Extracto del interrogatorio a Jenny E. Dawn

Sargento P. Gahalowood: ¿Qué pasó después?

Jenny Dawn: Supliqué a mi padre que se quedase fuera de este asunto. No quería involucrarle.

Sargento P. Gahalowood: Pero ya lo estaba. ¿Qué hizo entonces?

Jenny Dawn: La presión se estaba acentuando sobre el jefe Pratt desde que había confesado haber forzado a Nola a hacerle felaciones. Él, que al principio estaba tan tranquilo, estaba a punto de rendirse. Había que librarse de él. Y recuperar el arma.

Sargento P. Gahalowood: Él había guardado el arma…

Jenny Dawn: Sí. Era su arma reglamentaria. Desde siempre…

Extracto del interrogatorio a Travis S. Dawn

Travis Dawn: Lo que hice, sargento, no me lo perdonaré nunca. Hace treinta y tres años que pienso en ello. Treinta y tres años que me atormenta.

Sargento P. Gahalowood: Lo que no comprendo es que siendo usted policía conservara ese collar, que es una prueba contundente.

Travis Dawn: No podía librarme de él. Ese collar ha sido mi castigo. Un recordatorio del pasado. Desde el 30 de agosto de 1975, no ha pasado un solo día sin que me encerrase a contemplar ese collar. Y además, ¿qué riesgo había de que alguien lo encontrara?

Sargento P. Gahalowood: ¿Y Pratt?

Travis Dawn: Iba a hablar. Desde que usted descubrió lo suyo con Nola, estaba aterrado. Un día me llamó por teléfono: quería verme. Nos vimos en una playa. Me dijo que quería confesarlo todo, que quería llegar a un acuerdo con el fiscal y que yo debería hacer lo mismo porque, de todas formas, la verdad terminaría saliendo a la luz. Esa misma noche fui a verle a su motel. Intenté razonar con él. Pero se negó. Me enseñó su viejo Colt del 38 que guardaba en el cajón de su mesita de noche, dijo que se lo iba a entregar a usted al día siguiente. Iba a hablar, sargento. Entonces, esperé a que me diese la espalda y le maté de un porrazo. Recuperé el Colt y hui.

Sargento P. Gahalowood: ¿Un porrazo? ¡Como a Nola!

Travis Dawn: Sí.

Sargento P. Gahalowood: ¿Dónde está?

Travis Dawn: Es mi porra reglamentaria. Fue lo que decidimos entonces Pratt y yo: dijo que el mejor medio de esconder las armas del crimen era dejarlas a la vista y al alcance de todos. El Colt y la porra que llevábamos en la cintura mientras buscábamos a Nola eran las armas del crimen.

Sargento P. Gahalowood: Entonces ¿por qué librarse finalmente de ellas? ¿Y cómo el collar y el revólver llegaron a manos de Robert Quinn?

Travis Dawn: Jenny me presionó. Y yo cedí. Desde la muerte de Pratt, ya no dormía, estaba al límite de sus nervios. Dijo que no había que dejarlos en casa, que si la investigación de la muerte de Pratt llegaba hasta nosotros, estaríamos acabados. Acabó convenciéndome. Yo quería ir a tirarlos a alta mar, donde nadie los encontraría jamás. Pero Jenny sintió pánico y me tomó la delantera sin consultarme. Pidió a su padre que se encargara de ello.

Sargento P. Gahalowood: ¿Por qué su padre?

Travis Dawn: Creo que no confiaba en mí. No había conseguido separarme del collar en treinta y tres años, temía que siguiera sin ser capaz. Siempre ha tenido una fe inquebrantable en su padre, consideraba que era el único que podía ayudarla. Y además, era tan difícil sospechar de él… El bueno de Robert Quinn.

9 de noviembre de 2008

Jenny entró precipitadamente en casa de sus padres. Sabía que su padre estaba solo. Lo encontró en el salón.

—¡Papá! —gritó—. ¡Papá, necesito que me ayudes!

—¿Jenny? ¿Qué pasa?

—No hagas preguntas. Necesito que te deshagas de esto.

Le tendió una bolsa de plástico.

—¿Qué es?

—No preguntes. No lo abras. Es muy grave. Eres el único que puede ayudarme. Necesito que lo tires en algún sitio donde nadie lo encuentre.

—¿Estás metida en algún lío?

—Sí, eso creo.

—Entonces lo haré, querida. Tranquilízate. Haré todo lo posible para protegerte.

—Sobre todo, no abras la bolsa, papá. Limítate a librarte de ella para siempre.

Pero en cuanto su hija se marchó, Robert abrió la bolsa. Aterrorizado por lo que descubrió en su interior, temiendo que su hija fuese una asesina, decidió arrojar su contenido en el lago de Montburry en cuanto se hiciera de noche.

Extracto del interrogatorio a Travis S. Dawn

Travis Dawn: Cuando me enteré de que Quinn había sido arrestado, supe que estaba acabado. Que había que actuar. Pensé que había que hacerle pasar por culpable. Al menos provisionalmente. Sabía que querría proteger a su hija y que aguantaría un día o dos. El tiempo suficiente para Jenny y para mí de estar en un país sin tratado de extradición. Me puse a buscar una prueba contra Robert. Rebusqué en los álbumes de familia que guarda Jenny, esperando encontrar una foto de Robert y Nola y escribir en el dorso algo comprometedor. Pero entonces vi esa foto de él y un Monte Carlo negro. ¡Qué coincidencia excepcional! Escribí la fecha de agosto de 1975 a bolígrafo, y se la di a usted.

Sargento P. Gahalowood: Jefe Dawn, ha llegado la hora de que nos explique qué pasó realmente el 30 de agosto de 1975…

*

—¡Apáguelo, Marcus! —exclamó Harry—. ¡Se lo suplico, apáguelo! No soporto escuchar eso.

Apagué inmediatamente el televisor. Harry lloraba. Se levantó del sofá y se pegó a la ventana. Fuera nevaba con fuerza. La ciudad, iluminada, estaba magnífica.

—Lo siento, Harry.

—Nueva York es un lugar extraordinario —murmuró—. A menudo me pregunto qué habría sido de mi vida si me hubiese quedado aquí en lugar de marcharme a Aurora a principios del verano de 1975.

—Nunca hubiese conocido el amor —dije.

Miró fijamente la noche.

—¿Cómo lo comprendió, Marcus?

—¿Comprender qué? ¿Que no había escrito Los orígenes del mal? Poco después del arresto de Travis Dawn. La prensa volvió a hablar del asunto y días más tarde recibí una llamada de Elijah Stern. Quería verme sin falta.

*

Viernes 14 de noviembre de 2008

Propiedad de Elijah Stern, cerca de Concord, NH

—Gracias por venir, señor Goldman.

Elijah Stern me recibió en su despacho.

—Me ha sorprendido su llamada, señor Stern. Pensaba que no me apreciaba demasiado.

—Es usted un hombre con dotes. Eso que dicen los periódicos acerca de Travis Dawn, ¿es cierto?

—Sí, señor.

—Es tan sórdido…

Asentí, y después dije:

—Me equivoqué por completo a propósito de Caleb. Lo siento.

—No se equivocó. Si he comprendido bien, ha sido su tenacidad la que, al final, ha permitido a la policía cerrar el caso. Este policía que habla maravillas de usted… Perry Gahalowood se llama, creo.

—He pedido a mi editor que retire de la venta El caso Harry Quebert.

—Me alegro de escuchar eso. ¿Va usted a escribir una versión corregida?

—Probablemente. Ignoro todavía la forma, pero se hará justicia. Luché por el buen nombre de Quebert. Lucharé por el de Caleb.

Sonrió.

—Precisamente, señor Goldman. Deseaba verle por ese tema. Debo decirle la verdad. Y comprenderá por qué no le reprocho haber creído a Luther culpable durante unos meses: yo mismo he vivido treinta y tres años íntimamente convencido de que Luther había matado a Nola Kellergan.

—¿De verdad?

—Tenía la certeza absoluta. Absoluta.

—¿Por qué no lo dijo nunca a la policía?

—No quería matar a Luther por segunda vez.

—No comprendo qué intenta usted decirme, señor Stern.

—Luther estaba obsesionado con Nola. Se pasaba la vida en Aurora, observándola…

—Lo sé. Sé que usted le sorprendió en Goose Cove. Se lo dijo al sargento Gahalowood.

—Entonces creo que subestima la amplitud de la obsesión de Luther. En ese mes de agosto de 1975, se pasaba los días enteros en Goose Cove, escondido en el bosque, espiando a Harry y a Nola, en la terraza, en la playa, en todos lados. ¡En todos! Había enloquecido completamente, lo sabía todo de ellos. ¡Todo! No dejaba de hablarme del tema. Día tras día, me contaba lo que habían hecho, lo que habían dicho. Me contaba su historia al completo: que se habían conocido en la playa, que estaban trabajando en un libro, que se habían marchado una semana juntos. ¡Lo sabía todo! Poco a poco, comprendí que estaba viviendo una historia de amor a través de ellos. El amor que no podía vivir por culpa de su repulsiva apariencia física, lo vivía por procuración. Hasta el punto de que desaparecía todo el día. Me vi obligado a conducir yo mismo para ir a mis citas.

—Perdóneme que le interrumpa, señor Stern, pero hay algo que no entiendo: ¿por qué no despidió a Luther? Quiero decir, es una insensatez: tengo la impresión de que era usted el que obedecía a su empleado, cuando reclamaba pintar a Nola o cuando le abandonaba para pasarse el día en Aurora. Disculpe mi pregunta, pero ¿había algo entre ustedes? ¿Estaban…?

—¿Enamorados? No.

—Pues entonces, ¿cuál es la razón de la extraña relación que mantenían? Es usted un hombre poderoso, del tipo que no se deja pisotear. Y sin embargo…

—Tenía una deuda con él. Yo… Ahora lo entenderá. Luther estaba obsesionado por Harry y Nola y, poco a poco, las cosas fueron degenerando. Un día, volvió seriamente lastimado. Me dijo que un policía de Aurora le había dado una paliza porque le había sorprendido rondando, y que una camarera del Clark’s había llegado a denunciarle. La historia estaba virando a la catástrofe. Le dije que no quería que fuese más a Aurora, le dije que quería que se tomase unas vacaciones, que se fuese algún tiempo a casa de su familia, en Maine, o a cualquier otro lado. Que pagaría todos los gastos…

—Pero se negó —dije.

—No sólo se negó, sino que me pidió que le prestara un coche porque, según él, su Mustang azul era demasiado reconocible. Me opuse, evidentemente, le dije que ya bastaba. Y entonces fue cuando gritó: «¡No lo entiendes, Eli! ¡Se van a marchar! ¡Dentro de diez días se marcharán juntos y para siempre! ¡Para siempre! ¡Lo han decidido en la playa! ¡Han decidido marcharse el 30! El 30 desaparecerán para siempre. Sólo quiero decirle adiós a Nola, son mis últimos días con ella. No puedes privarme de ella cuando ya sé que la voy a perder». No cedí. Y le vigilé de cerca. Y después llegó ese maldito 29 de agosto. Ese día busqué a Luther por todas partes. Sin éxito. En cambio, su Mustang estaba en su sitio de siempre. Al final, uno de mis empleados confesó y me dijo que Luther se había marchado con uno de mis coches, un Monte Carlo negro. Luther había dicho que yo le había dado permiso y, como todo el mundo sabía que le permitía todo, nadie se atrevió a hacer preguntas. Me puse como loco. Fui inmediatamente a registrar su habitación. Me encontré ese cuadro de Nola que me dio ganas de vomitar, y después, escondidas en una caja debajo de su cama, encontré todas esas cartas… Cartas que había robado… Correspondencia entre Harry y Nola que con seguridad había sustraído de sus buzones. Entonces le esperé y, cuando volvió, al final del día, tuvimos un terrible altercado…

Stern calló y miró al vacío.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Yo… quería que dejase de ir allí, ¿lo entiende? ¡Quería que cesase esa obsesión por Nola! ¡Él no quería escucharme! ¡En absoluto! ¡Decía que lo suyo con Nola era más fuerte que nunca! Que nadie podría impedirles estar juntos. Perdí la razón. Nos enzarzamos y le golpeé. Le agarré del cuello, grité y le golpeé. Le llamé paleto. Él cayó al suelo, se tocó su nariz ensangrentada. Yo estaba petrificado. Y entonces me dijo… me dijo…

Stern no conseguía articular palabra. Hizo una mueca de asco.

—Señor Stern, ¿qué le dijo? —pregunté para no perder el hilo de su historia.

—Me dijo: «¡Fuiste tú!». Gritó: «¡Fuiste tú! ¡Tú!». Me quedé de piedra. Huyó, fue a buscar algunas cosas en su habitación y se marchó en el Chevrolet negro antes de que yo pudiese reaccionar. Había… había reconocido mi voz.

Stern se había puesto a llorar. Apretaba los puños con rabia.

—¿Había reconocido su voz? —repetí—. ¿Qué quiere usted decir?

—Hubo… hubo una época en la que quedaba con algunos viejos amigos de Harvard. Una especie de estúpida fraternidad. Subíamos a Maine para pasar el fin de semana: dos días en hoteles de lujo, bebiendo y comiendo langosta. Nos gustaba pelear, nos gustaba dar palizas a pobres diablos. Decíamos que los tipos de Maine eran unos paletos y que nuestra misión en la Tierra era vapulearlos. No habíamos cumplido los treinta, éramos hijos de ricos, pretenciosos. Éramos algo racistas, éramos infelices, éramos violentos. Nos inventamos un juego: el field goal, que consistía en golpear la cabeza de nuestras víctimas como si diéramos una patada a un balón de fútbol. Un día del año 1964, cerca de Portland, estábamos muy excitados y alcoholizados. Nos cruzamos en el camino con un chico joven. Era yo el que conducía… Me detuve y propuse que nos divirtiéramos un poco…

—¿Usted es el agresor de Caleb?

Estalló:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Nunca me lo perdoné! Nos levantamos al día siguiente en nuestra suite de un hotel de lujo con una resaca infernal. Todos los periódicos relataban la agresión: el chico estaba en coma. La policía nos buscaba activamente; nos habían rebautizado como la banda de los field goals. Decidimos no volver a hablar de ello, olvidarlo completamente. Pero no dejaba de atormentarme: los días y los meses que siguieron no pensé más que en eso. Estaba completamente enfermo. Empecé a frecuentar Portland, para saber qué había sido de ese chico al que habíamos martirizado. Así pasaron dos años, hasta que un día, cuando no aguantaba más, decidí darle un trabajo y una oportunidad para rehacer su vida. Fingí tener que cambiar una rueda, le pedí ayuda y le contraté como chófer. Le di todo lo que quería… Instalé un taller de pintura en la veranda de mi casa, le di dinero, le regalé un coche, pero nada de eso me bastaba para atenuar mi culpabilidad. ¡Quería hacer todavía más por él! Yo había destrozado su carrera de pintor, así que financié todas las exposiciones posibles, y a menudo le dejaba pasar días enteros pintando. Y entonces empezó a decir que se sentía solo, que nadie quería saber nada de él. Decía que la única cosa que podía hacer con una mujer era pintarla. Quería pintar mujeres rubias, decía que le recordaban a su prometida de entonces, antes de la agresión. Así que contraté a decenas de prostitutas rubias para que posaran para él. Pero un día, en Aurora, conoció a Nola. Y se enamoró. Decía que era la primera vez que amaba a alguien después de su antigua prometida. Pero llegó Harry, el genial escritor y chico guapo. El que Luther hubiese querido ser. Y Nola se enamoró de Harry. Entonces Luther decidió que él también quería ser Harry… Y yo, ¿qué quería usted que hiciese? Le había robado la vida, le había quitado todo. ¿Podía impedirle amar?

—Por tanto, todo aquello ¿fue para dejar de sentirse culpable?

—Llámelo como quiera.

—El 29 de agosto… ¿Qué pasó después?

—Cuando Luther comprendió que había sido yo el que… hizo su equipaje y huyó con el Chevrolet negro. Me lancé en su persecución inmediatamente. Quería explicárselo. Quería que me perdonase. Pero fue imposible encontrarlo. Lo busqué durante todo el día y parte de la noche. En vano. Estaba tan arrepentido. Esperaba que volviese motu proprio. Pero al día siguiente, al final de la tarde, la radio anunció la desaparición de Nola Kellergan. El sospechoso conducía un Chevrolet negro… No necesito decirle más. Decidí no hablar de ello nunca, para que nadie sospechara de Luther. O quizás porque en el fondo yo era tan culpable como Luther. Esa es la razón por la que no soporté que viniese aquí a despertar mis fantasmas. Pero resulta que al final, gracias a usted, me entero de que Luther no mató a Nola. Ha sido como si yo tampoco la hubiese matado. Usted ha aliviado mi conciencia, señor Goldman.

—¿Y el Mustang?

—Está en mi garaje, debajo de una lona. Hace treinta y tres años que lo tengo escondido en mi garaje.

—¿Y las cartas?

—También las he guardado.

—Me gustaría verlas, por favor.

Stern descolgó un cuadro de la pared y descubrió la puerta de una pequeña caja fuerte, que abrió. Sacó una caja de zapatos llena de cartas. Así fue como descubrí toda la correspondencia entre Harry y Nola, la que había permitido escribir Los orígenes del mal. Reconocí inmediatamente la primera: precisamente la que abría el libro. Esa carta del 5 de julio de 1975, esa carta llena de tristeza que Nola había escrito cuando Harry la rechazó y se enteró de que había pasado la velada del 4 de julio con Jenny Dawn. Ese día, ella había dejado en el marco de la puerta un sobre que contenía la carta y dos fotos tomadas en Rockland. Una representaba la bandada de gaviotas al borde del mar. La segunda era una foto de los dos, juntos durante el pícnic.

—¿Cómo diablos pudo Luther conseguir todo esto? —pregunté.

—No lo sé —me dijo Stern—. Pero no me extrañaría que se hubiese metido en casa de Harry.

Pensé que había podido llevarse las cartas durante los días en que Harry se había ausentado de Aurora. Pero ¿por qué Harry no me había dicho nunca que las cartas habían desaparecido? Le pregunté si podía llevarme la caja y Stern asintió. Me sentía invadido por una inmensa duda.

*

Frente a Nueva York, Harry lloraba en silencio, escuchando mi relato.

—Cuando vi esas cartas —proseguí—, mi cabeza empezó a dar vueltas. Volví a pensar en su libro, en el que dejó en su taquilla del gimnasio: Las gaviotas de Aurora. Y entonces comprendí lo que no había comprendido en todo este tiempo: no hay gaviotas en Los orígenes del mal. ¡Cómo no me di cuenta antes! ¡No hay ni una sola gaviota! ¡Y sin embargo, había jurado usted poner gaviotas! Fue entonces cuando comprendí que usted no había escrito Los orígenes del mal. El libro que escribió durante el verano de 1975 fue Las gaviotas de Aurora. Ese fue el libro que escribió y que Nola pasó a máquina. Tuve la confirmación cuando le pedí a Gahalowood que comparase la letra de las cartas que había recibido Nola con la del mensaje inscrito en el manuscrito encontrado junto a sus restos. Cuando me dijo que los resultados se correspondían, comprendí que usted me había utilizado al pedirme que quemase su famoso original escrito a mano… ¡Usted no escribió el libro que le convirtió en un escritor famoso! ¡Se lo robó a Luther!

—¡Cállese, Marcus!

—¿Me equivoco? ¡Robó usted un libro! ¿Qué mayor crimen puede cometer un escritor? Los orígenes del mal: ¡por eso lo tituló así! ¡Y yo no comprendía por qué un título tan sombrío para una historia tan hermosa! Pero el título no está relacionado con el libro, está relacionado con usted. Usted siempre me lo dijo, además: un libro no es una relación con las palabras, es una relación con las personas. Ese libro es el origen del mal que le corroe desde entonces, ¡la enfermedad del remordimiento y la impostura!

—¡Deténgase, Marcus! ¡Cállese ya!

Lloraba. Yo continué:

—Un día, Nola dejó un sobre en la puerta de su casa. Fue el 5 de julio de 1975. Un sobre que contenía fotos de gaviotas y una carta escrita en su papel preferido, donde le hablaba de Rockland y donde decía que no le olvidaría nunca. Fue el periodo en que se obligó a no verla. Pero esa carta nunca llegó a sus manos porque Luther, que espiaba su casa, se hizo con ella en cuanto Nola se fue. Así fue como, a partir de esa carta, empezó a escribirse con Nola. Respondió a esa carta haciéndose pasar por usted. Ella respondía, pensando que se dirigía a usted, pero él interceptaba sus cartas en el buzón. Y él respondía, siempre haciéndose pasar por usted. Por eso rondaba ante su casa. Nola pensaba estar carteándose con usted, y esa correspondencia con Luther Caleb se convirtió en Los orígenes del mal. ¡Pero bueno, Harry! ¿Cómo pudo…?

—¡Estaba aterrado, Marcus! Ese verano me costaba mucho escribir. Pensaba que no lo conseguiría nunca. Estaba escribiendo ese libro, Las gaviotas de Aurora, pero me parecía muy malo. Nola decía que lo adoraba, pero nada podía calmarme. Tenía unas crisis de rabia terribles. Ella pasaba a máquina mis manuscritos, yo los releía y lo rompía todo. Ella me suplicaba que parase, me decía: «¡No hagas eso! Eres tan brillante. Por favor, termínalo. Mi querido Harry, ¡no podría soportar que no lo terminaras!». Pero yo había perdido la fe. Pensaba que nunca me convertiría en escritor. Y entonces un día Luther Caleb llamó a mi puerta. Me dijo que no sabía a quién dirigirse, y entonces vino a verme a mí: había escrito un libro y se preguntaba si valía la pena mandarlo a algún editor. Entiéndalo, Marcus, se creía que yo era un gran escritor neoyorquino y que podría ayudarle.

*

20 de agosto de 1975

—¿Luther?

Al abrir la puerta de su casa, Harry no ocultó su sorpresa.

—Bue… buenoz díaz, Hady.

Hubo un silencio incómodo.

—¿Puedo hacer algo por usted, Luther?

—Vengo a vedle a título pedzonal. A pedidle conzejo.

—¿Consejo? Le escucho. ¿Quiere entrar?

—Gaciaz.

Los dos hombres se instalaron en el salón. Luther estaba nervioso. Llevaba con él un sobre grueso que estrechaba con fuerza.

—Y bien, Luther, ¿qué desea?

—He… he ezquito un libdo. Un libdo de amod.

—¿De veras?

—Zí. Y no zé zi ez bueno. Quiedo decid, ¿cómo ze zabe que un libdo vale la pena de zed publicado?

—No lo sé. Si cree que lo ha hecho lo mejor posible… ¿Ha traído su texto?

—Zí, pedo ez un ejemplad manuzquito —se disculpó Luther—. Acabo de dadme cuenta. Tengo una vedzión a máquina, pedo me he equivocado de zobde al zalid de caza. ¿Quiede que vaya a buzcadla y que vuelva máz tade?

—No, enséñemelo de todos modos.

—Ez que…

—Vamos, no sea tímido. Estoy seguro de que su letra es legible.

Le entregó el sobre. Harry sacó los folios y hojeó algunos, atónito por la perfección de la letra.

—¿Es su letra?

—Zí.

—Diablos, se diría que… es… es una letra increíble. ¿Cómo lo hace?

—Lo ignodo. Ez mi leta.

—Si está usted de acuerdo, déjemelo. El tiempo de leerlo. Le diré con honestidad lo que pienso.

—¿De vedaz?

—Por supuesto.

Luther aceptó gustosamente y se marchó. Pero, en lugar de abandonar Goose Cove, se escondió entre los matorrales y esperó a Nola, como siempre. Esta llegó poco después, feliz de saber que pronto se marcharían. No vio la silueta escondida en la espesura que la observaba. Entró en la casa por la puerta principal, sin llamar, como hacía todos los días.

—¡Harry, querido! —exclamó para anunciarse.

No hubo respuesta. La casa parecía desierta. Volvió a llamar. Silencio. Atravesó el comedor y el salón, sin encontrarlo. No estaba en su despacho. Ni en la terraza. Entonces bajó las escaleras hasta la playa y gritó su nombre. ¿Se habría ido a bañar? Solía hacerlo cuando trabajaba demasiado. Pero tampoco había nadie en la playa. Sintió que la invadía el pánico: ¿dónde podría estar? Retornó a la casa, y volvió a llamar. Nadie. Pasó revista a todas las habitaciones de la planta baja y después subió al primer piso. Al abrir la puerta de su habitación, le encontró sentado en su cama, leyendo un paquete de folios.

—¿Harry? ¿Estás aquí? Hace casi diez minutos que te estoy buscando…

Él se sobresaltó al oírla.

—Perdona, Nola, estaba leyendo… No te he oído.

Se levantó, apiló las hojas que tenía en las manos y las metió en un cajón de su cómoda.

Ella sonrió:

—¿Y qué estabas leyendo tan apasionante que ni siquiera me has oído gritar tu nombre por toda la casa?

—Nada importante.

—¿Es la continuación de tu novela? ¡Enséñamelo!

—No es nada importante, ya te lo enseñaré.

Le miró con aire coqueto:

—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Harry?

Él rio.

—Todo va bien, Nola.

Salieron a la playa. Ella quería ver las gaviotas. Abrió los brazos, como si tuviese alas, y corrió describiendo grandes círculos.

—¡Me gustaría poder volar, Harry! ¡No quedan más que diez días! ¡Dentro de diez días volaremos! ¡Nos marcharemos de esta maldita ciudad para siempre!

Se creían solos en la playa. Ni Harry ni Nola sospechaban que Luther Caleb los observaba, desde el bosque, por encima de las rocas. Esperó hasta que volvieron a la casa para salir de su escondite: bordeó el camino de Goose Cove corriendo y llegó hasta su Mustang, en el sendero forestal paralelo. Condujo hasta Aurora y aparcó su coche delante del Clark’s. Se precipitó dentro: tenía que hablar sin falta con Jenny. Alguien debía saberlo. Tenía un mal presentimiento. Pero Jenny no tenía ninguna gana de verle.

—¿Luther? No deberías estar aquí —le dijo cuando apareció frente al mostrador.

—Jenny… Ziento lo de la ota mañana. No debí agadazte del bazo como lo hice.

—Me hiciste un cardenal…

—Lo ziento.

—Ahora tienes que marcharte.

—No, ezpeda…

—He puesto una denuncia contra ti, Luther. Travis ha dicho que si vuelves por aquí, debo llamarle y tendrás que vértelas con él. Harías bien en marcharte antes de que te vea.

El gigante parecía contrariado.

—¿Me haz denunciado?

—Sí. Me asustaste mucho el otro día.

—Pedo debo decidte una coza muy impodtante.

—No hay nada importante, Luther. Vete…

—Ez acedca de Hady Quebedt…

—¿Harry?

—Zí, dime qué pienzaz de Hady Quebedt…

—¿Por qué me hablas de él?

—¿Confíaz en él?

—¿Confiar? Sí, claro. ¿Por qué me lo preguntas?

—Tengo que decidte una coza…

—¿Decirme qué? Dime.

En el instante en que Luther iba a responder, un coche de policía apareció en la plaza frente al Clark’s.

—¡Es Travis! —exclamó Jenny—. ¡Vete, Luther, vete! No quiero que te metas en problemas.

*

—Así de simple —me dijo Harry—, era el libro más hermoso que había leído nunca. ¡Y ni siquiera sabía que estaba dedicado a Nola! Su nombre no aparecía. Era una historia de amor extraordinaria. Nunca volví a ver a Caleb. Nunca tuve ocasión de devolverle su texto. Después sucedieron los acontecimientos que ya conoce. Cuatro semanas después, me enteré de que Luther Caleb se había matado en la carretera. Y yo tenía el manuscrito original de lo que sabía que era una obra maestra. Entonces decidí publicarlo con mi nombre. Así fue como basé mi carrera y mi vida en una mentira. ¿Cómo podía imaginar el éxito que tendría ese libro? ¡Ese éxito me ha atormentado toda la vida! ¡Toda la vida! Y, treinta y tres años más tarde, la policía encuentra a Nola y ese manuscrito en mi jardín. ¡En mi jardín! Y en ese momento, tuve tanto miedo de perderlo todo, que dije que había escrito ese libro para ella.

—¿Por miedo de perderlo todo? ¿Prefirió ser acusado de asesinato que revelar la verdad sobre ese manuscrito?

—¡Sí! ¡Porque toda mi vida es una mentira, Marcus!

—Así que Nola nunca robó esa copia. Usted dijo eso para asegurarse de que nadie ponía en duda que era usted el autor.

—Sí. Pero, entonces, ¿de dónde salió el ejemplar que había junto a ella?

—Luther lo había dejado en su buzón —dije.

—¿En su buzón?

—Luther sabía que usted iba a huir con Nola, lo oyó cuando hablaron de ello en la playa. Sabía que Nola se iba a marchar sin él, y así fue como terminó su historia: con la marcha de la protagonista. Le escribe una última carta, una carta donde le desea una hermosa vida. Y esa carta está en el manuscrito que le entregaría a usted. Luther lo sabía todo. Pero el día de la partida, probablemente la noche del 29 al 30 de agosto, siente la necesidad de rizar el rizo: quiere terminar su historia con Nola como termina el manuscrito. Así que deja una última carta en el buzón de los Kellergan. O más bien un último paquete. La carta de despedida y el manuscrito de su libro, para que sepa cuánto la ama. Y como sabe que no volverá a verla jamás, escribe en la portada: Adiós, mi querida Nola. Seguramente se quedó vigilando hasta la mañana, para asegurarse de que Nola recogía el correo. Como hacía siempre. Pero al encontrar la carta y el manuscrito, Nola pensó que era usted el que la escribía. Creyó que no volvería. Se descompensó. Y se puso como loca.

Harry se hundió, agarrándose el corazón con las dos manos.

—¡Cuéntemelo, Marcus! Cuéntemelo usted. ¡Quiero oírlo con sus palabras! ¡Siempre elige bien las palabras! Cuénteme lo que pasó ese 30 de agosto de 1975.

*

30 de agosto de 1975

Un día de finales de agosto, una chica de quince años fue asesinada en Aurora. Se llamaba Nola Kellergan. Cualquiera que la haya conocido la describirá desbordante de vitalidad y de sueños.

Sería difícil limitar las causas de su muerte a los acontecimientos del 30 de agosto de 1975. Quizás en el fondo todo comienza años antes, durante la década de los sesenta, cuando unos padres no se dan cuenta de la enfermedad que empieza a sufrir su hija. Quizás una noche de 1964, cuando un joven es desfigurado por una banda de gamberros borrachos y uno de ellos, presa de remordimientos, se esfuerza en aliviar su conciencia acercándose secretamente a su víctima. O esa noche del año 1969, cuando un padre decide ocultar el secreto de su hija. O quizás todo comience una tarde de junio de 1975, cuando Harry Quebert conoce a Nola y se enamoran.

Es la historia de unos padres que no quieren ver la verdad acerca de su hija.

Es la historia de un rico heredero que, en sus años de juventud, algo gamberra, destruye los sueños de un joven, y después vive atormentado por su acto.

Es la historia de un hombre que sueña con convertirse en un gran escritor, y que se deja consumir lentamente por su ambición.

Al alba del 30 de agosto de 1975, un coche se detuvo delante del 245 de Terrace Avenue. Luther Caleb venía a despedirse de Nola. Estaba deshecho. No sabía si se habían amado o si lo había soñado; ya no sabía si realmente se habían escrito todas esas cartas. Pero sabía que Nola y Harry tenían previsto huir ese día. Él también quería irse de New Hampshire y huir lejos, lejos de Stern. Sus pensamientos se apelotonaban: el hombre que le había devuelto el gusto por la existencia era también el que se la había robado. Era una pesadilla. La única cosa que importaba ahora era terminar su historia de amor. Debía entregar a Nola la última carta. La tenía escrita desde hacía casi tres semanas, desde el día que había oído a Harry y Nola decir que huirían el 30 de agosto. Se había apresurado a terminar su libro, había incluso entregado el original a Harry Quebert: quería saber si valía la pena editarlo. Pero ya nada valía la pena. Había renunciado incluso a recuperar su texto. Había conservado una copia mecanografiada, que había mandado encuadernar para Nola. Ese sábado 30 de agosto fue el día en que dejó en el buzón de los Kellergan la última carta que debía dar por finalizada su historia, así como el manuscrito, para que Nola le recordase. ¿Qué título podría dar al libro? No lo sabía. Nunca habría libro, ¿para qué darle un título? Se había limitado a dedicarle la portada, para desearle un buen viaje: Adiós, mi querida Nola.

Aparcado en la calle, esperó a que se hiciese de día. Esperó a que ella saliera. Sólo quería asegurarse de que fuese ella quien encontrara el libro. Desde que se escribían, era siempre ella la que iba a buscar el correo. Esperó, disimuló como pudo: nadie debía verle, especialmente ese bruto de Travis Dawn; si no, volvería a pegarle. Ya había recibido suficientes golpes para el resto de su vida.

A las once, Nola salió por fin de su casa. Miró a su alrededor, como cada vez. Estaba resplandeciente. Llevaba un vestido rojo encantador. Se precipitó hasta el buzón, sonrió al ver el sobre y el paquete. Se apresuró a leer la carta y, de pronto, vaciló. Huyó dentro de la casa, llorando. No iban a marcharse juntos, Harry no la esperaría en el motel. Su última carta era una carta de adiós.

Se refugió en su habitación y se hundió en la cama. ¿Por qué? ¿Por qué la rechazaba? ¿Por qué la había hecho creer que se amarían para siempre? Hojeó el manuscrito: ¿así que ese era el libro del que nunca había hablado? Sus lágrimas cayeron sobre el papel y lo mancharon. Eran sus cartas, todas sus cartas estaban allí, y la última concluía el libro: le había mentido desde siempre. Nunca había pensado huir con ella. Le dolía la cabeza, lloraba a mares. Quería morirse de tanto como le dolía.

La puerta de su habitación se abrió suavemente. Su padre la había oído llorar.

—¿Qué te pasa, cariño?

—Nada, papá.

—No digas nada, sé muy bien que te pasa algo…

—¡Ay, papá! ¡Estoy tan triste! ¡Tan triste!

Se lanzó al cuello del reverendo.

—¡Suéltala! —gritó de pronto Louisa Kellergan—. ¡No se merece tu amor! ¡Suéltala ya, David!

—Para, Nola… ¡No empieces!

—¡Cállate, David! ¡Eres un blando! ¡Eres incapaz de actuar! Y yo me veo obligada a terminar el trabajo.

—¡Nola! ¡Por amor de Dios! ¡Cálmate! ¡Cálmate! ¡No te dejaré que te hagas daño!

—¡Déjanos, David! —explotó Louisa rechazando a su marido con un gesto violento.

Él reculó hasta el pasillo, impotente.

—¡Ven aquí, Nola! —gritó la madre—. ¡Ven aquí! ¡Vas a ver lo que es bueno!

La puerta se cerró. El reverendo Kellergan estaba paralizado. Sólo podía oír lo que pasaba dentro del cuarto.

—¡Mamá, piedad! ¡Para! ¡Para!

—¡Toma esto, toma! Esto es lo que se merecen las niñas que han matado a su madre.

Y el reverendo huyó hasta el garaje y encendió su tocadiscos, subiendo al máximo el volumen.

La música resonó en la casa y los alrededores durante todo el día. Los paseantes lanzaban miradas de desaprobación hacia las ventanas. Algunos se miraban entre ellos con expresión cómplice: sabían lo que pasaba en casa de los Kellergan cuando sonaba la música.

Luther no se había movido. Seguía al volante del Chevrolet, oculto entre las filas de coches aparcados a lo largo de la acera, no quitaba ojo de la casa. ¿Por qué había llorado? ¿No le había gustado su carta? ¿Y su libro? ¿Tampoco le había gustado? ¿Por qué esos llantos? Le había costado tanto trabajo… Le había escrito un libro de amor, el amor no debía hacer llorar.

Esperó hasta las seis de la tarde. Ya no sabía si debía esperar a que reapareciese o si debía ir a llamar a la puerta. Quería verla, decirle que no debía llorar. Fue entonces cuando la vio aparecer en el jardín: había salido por la ventana. Echó un vistazo a la calle para asegurarse de que nadie la veía, y empezó a andar discretamente por la acera. Llevaba un bolso de piel en bandolera. Enseguida empezó a correr. Luther arrancó.

El Chevrolet negro se detuvo a su altura.

—¿Luther? —dijo Nola.

—No llodez… Zólo he venido a decite que no llodez.

—Oh, Luther, me ha pasado algo tan triste… ¡Llévame!

—¿Adónde vaz?

—Lejos del mundo.

Sin esperar respuesta de Luther, se introdujo en el asiento del acompañante.

—¡Arranca, mi buen Luther! Tengo que ir al Sea Side Motel. ¡Es imposible que no me quiera! ¡Nos amamos como nadie puede amar!

Luther obedeció. Ni él ni Nola se habían dado cuenta de que una patrulla de policía llegaba al cruce. Travis Dawn acababa de pasar por enésima vez por delante de la casa de los Quinn, esperando a que Jenny estuviese sola para regalarle las rosas salvajes que había recogido. Incrédulo, vio a Nola subir a ese coche que no conocía. Había reconocido a Luther al volante. Vio cómo se alejaba el Chevrolet y esperó un poco más antes de seguirlo: no debía perderlo de vista, pero sobre todo no debía pegarse a él. Tenía la intención de enterarse de qué llevaba a Luther a pasar tanto tiempo en Aurora. ¿Vendría a espiar a Jenny? ¿Por qué se llevaba a Nola? ¿Pretendía cometer un crimen? Mientras conducía, cogió el micrófono de la radio: quería pedir refuerzos, para estar seguro de atrapar a Luther si el arresto se ponía difícil. Pero cambió de opinión: no quería ningún compañero de testigo. Quería arreglar las cosas a su modo: Aurora era una ciudad tranquila, y pensaba actuar para que siguiese siéndolo. Debía dar una lección a Luther, una lección que recordaría siempre. Sería la última vez que pondría los pies allí. Y volvió a preguntarse cómo Jenny había podido enamorarse de ese monstruo.

—¿Fuiste tú quien escribió esas cartas? —preguntó Nola, atónita, tras haber oído las explicaciones de Caleb…

—Zí…

Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—¡Luther, estás loco! ¡No se debe robar el correo de la gente! ¡Lo que has hecho está mal!

Bajó la cabeza, avergonzado.

—Lo ziento… Me zentía tan zolo.

Nola apoyó una mano amiga en su poderoso hombro.

—¡Venga, no es tan grave, Luther! ¡Porque eso significa que Harry me espera! ¡Me espera! ¡Vamos a marcharnos juntos!

Sólo de pensarlo, su rostro se iluminó.

—Tienez zuedte, Nola. Oz quedeiz… Quiede decid que nunca eztadeiz zoloz.

Entonces ya rodaban por la federal 1. Pasaron por delante del cruce con el camino de Goose Cove.

—¡Adiós, Goose Cove! —exclamó Nola, feliz—. Esta casa es el único sitio del que guardo recuerdos felices.

Se echó a reír. Sin razón. Y Luther se rio con ella. Él y Nola se dejaban, pero lo hacían en buenos términos. De pronto, oyeron una sirena de policía tras ellos. Llegaban a las cercanías del bosque, y era allí donde Travis había decidido interceptar a Caleb y darle un correctivo. Nadie los vería.

—¡Ez Taviz! —gritó Luther—. Zi noz atapa, eztamoz acabadoz.

Inmediatamente a Nola la invadió el pánico.

—¡No! ¡La policía no! ¡Ay, Luther, te lo suplico, haz algo!

El Chevrolet aceleró. Era un modelo potente. Travis soltó un taco y por el altavoz conminó a Luther a detenerse y aparcar en el arcén.

—¡No te detengas! —le suplicó Nola—. ¡Acelera! ¡Acelera!

Luther aceleró aún más. El Chevrolet se distanció algo más del coche de Travis. Después de Goose Cove, la federal 1 formaba algunas curvas: Luther las tomó muy cerradas y aprovechó para ganar algo de ventaja. Oyó cómo se alejaba la sirena.

—Va a llamad a loz defuedzos —dijo Luther.

—¡Si nos coge, no podré marcharme nunca con Harry!

—Entoncez huidemoz pod el bozque. El bozque ez inmenzo, nadie noz encontadá. Tú podaz llegad al Zea Zide Motel. Zi me cogen, Nola, no didé nada. Didé que no eztabaz conmigo. Azí podaz huid con Hady.

—Oh. Luther…

—¡Pométeme conzedvad mi libdo! ¡Pométeme guadadlo en decuedo mío!

—¡Te lo prometo!

Con estas palabras, Luther giró súbitamente el volante y el coche se internó a través de la espesura en los límites del bosque, antes de detenerse detrás de unos matorrales de zarzas. Bajaron rápidamente.

—¡Codde! —ordenó Luther a Nola—. ¡Codde!

Atravesaron las ramas de espino. Su vestido se desgarró y su rostro se arañó.

Travis soltó otro taco. Ya no veía el Chevrolet negro. Volvió a acelerar, y no vio la carrocería negra disimulada detrás de los matorrales. Continuó por la federal 1.

Corrían a través del bosque. Nola delante y Luther detrás, porque tenía más dificultad para pasar a través de las ramas bajas por su corpulencia.

—¡Codde, Nola! ¡No te detengaz!

Sin darse cuenta, se habían acercado al lindero del bosque. Estaban en las cercanías de Side Creek Lane.

Por la ventana de su cocina, Deborah Cooper miraba hacia fuera. De pronto, le pareció percibir movimiento. Observó con más atención y vio a una chica corriendo a toda velocidad, perseguida por un hombre. Fue rápidamente hacia el teléfono y marcó el número de la policía.

Travis acababa de detenerse en el arcén de la carretera cuando recibió la llamada de la central: una joven había sido vista cerca de Side Creek Lane, aparentemente perseguida por un hombre. El agente confirmó la recepción del mensaje y dio media vuelta inmediatamente en dirección a Side Creek Lane, con los faros giratorios encendidos y la sirena puesta. Tras recorrer media milla, un reflejo luminoso atrajo su mirada: ¡un parabrisas! ¡Era el Chevrolet negro, disimulado en la espesura! Se detuvo y se acercó al vehículo con el arma en la mano: estaba vacío. Volvió rápidamente a su coche y se dirigió de inmediato a casa de Deborah Cooper.

Se detuvieron cerca de la playa para recuperar el aliento.

—¿Crees que lo hemos perdido? —preguntó Nola a Luther.

Él aguzó el oído, ya no había ningún ruido.

—Debedíamoz ezpedad un poco aquí. Eztamoz zegudoz en el bozque.

El corazón de Nola latía con fuerza. Pensaba en Harry. Pensaba en su madre. Echaba de menos a su madre.

—Una chica con un vestido rojo —explicó Deborah al agente Dawn—. Corría en dirección a la playa. La seguía un hombre. No lo he visto bien. Pero era bastante corpulento.

—Son ellos —dijo—. ¿Puedo utilizar su teléfono?

—Por supuesto.

Travis llamó al jefe Pratt a su casa.

—Jefe, siento molestarle en su día libre, pero tengo un asunto feo entre manos. He sorprendido a Luther Caleb en Aurora…

—¿Otra vez?

—Sí. Pero esta vez ha obligado a subir a Nola Kellergan a su coche. He intentado interceptarle, pero se me ha escapado. Ha huido por el bosque con la pequeña Nola. Creo que le va a hacer daño, jefe. El bosque es denso, y solo no puedo hacer nada.

—Maldita sea. Has hecho bien en llamarme. Voy enseguida.

—Nos iremos a Canadá. Me gusta Canadá. Viviremos en una bonita casa, al borde de un lago. Seremos muy felices.

Luther sonrió. Sentado sobre un tronco caído, escuchaba los sueños de Nola.

—Ez un bonito poyecto —dijo.

—Sí. ¿Qué hora tienes?

—Zon cazi laz ziete menoz cuadto.

—Entonces debo ponerme en marcha. Tengo una cita a las siete, en la habitación 8. De todas formas, ya no corremos riesgo.

Pero, en ese instante, oyeron ruidos. Y después voces.

—¡La policía! —se asustó Nola.

El jefe Pratt y Travis registraban el bosque; bordeaban el lindero, cerca de la playa. Avanzaban entre los árboles, la porra en la mano.

—Vete, Nola —dijo Luther—. Vete, yo me quedo aquí.

—¡No! ¡No puedo dejarte!

—¡Vete, pod Dioz! ¡Vete! Tendaz tiempo de id al motel. ¡Hady eztadá allí! ¡Ve depiza! Vete lo máz depiza pozible. Vete y zed felicez.

—Luther, yo…

—Adioz, Nola. Zé feliz. Ama mi libdo como me hubieda guztado que me amazez.

Ella lloraba. Le hizo una seña con la mano y desapareció entre los árboles.

Los dos policías avanzaban a buen paso. Al cabo de unas centenas de metros, percibieron una silueta.

—¡Es Luther! —exclamó Travis—. ¡Es él!

Estaba sentado sobre el tronco. No se había movido. Travis se precipitó sobre él y le agarró por el cuello.

—¿Dónde está la chica? —gritó sacudiéndole.

—¿Qué chica? —preguntó Luther.

Intentó contar en su cabeza el tiempo que necesitaría Nola para llegar al motel.

—¿Dónde está Nola? ¿Qué le has hecho? —repitió Travis.

Como Luther no respondía, el jefe Pratt, que venía por detrás, le cogió por una pierna y, de un violento porrazo, le rompió la rodilla.

Nola oyó un grito. Se detuvo en seco y se estremeció. Habían encontrado a Luther, le estaban pegando. Dudó una fracción de segundo: debía volver atrás, debía ir a mostrarse a los agentes. Sería demasiado injusto que Luther se metiese en problemas por culpa de ella. Quiso volver a la playa, pero de pronto sintió una mano que la agarraba del hombro. Se volvió y se sobresaltó:

—¿Mamá? —dijo.

Luther yacía en el suelo con las dos rodillas rotas, gimiendo. Travis y Pratt se turnaban para darle patadas y porrazos.

—¿Qué le has hecho a Nola? —gritaba Travis—. Le has hecho daño, ¿verdad? Eres un jodido trastornado, ¿verdad? ¡No has podido evitar hacerle daño!

Luther gritaba a cada golpe, suplicando a los policías que parasen.

—¿Mamá?

Louisa Kellergan sonrió con ternura a su hija.

—¿Qué haces aquí, cariño? —preguntó.

—Me he fugado.

—¿Por qué?

—Porque quiero irme con Harry. Le quiero muchísimo.

—No debes dejar a tu padre solo. Tu padre se moriría de pena sin ti. No puedes marcharte así…

—Mamá… mamá, siento lo que te hice.

—Te perdono, cariño. Pero ahora debes dejar de hacerte daño.

—De acuerdo.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, mamá. ¿Qué debo hacer ahora?

—Vuelve con tu padre. Tu padre te necesita.

—Pero ¿y Harry? No quiero perderle.

—No le perderás. Te esperará.

—¿De verdad?

—Sí. Te esperará hasta el final de sus días.

Nola volvió a escuchar gritos. ¡Luther! Corrió a toda velocidad hasta el tronco. Gritó, gritó con todas sus fuerzas para que los golpes cesaran. Surgió de la espesura. Luther estaba tendido en el suelo, muerto. De pie ante él, el jefe Pratt y el agente Travis miraban el cuerpo, aterrados. Había sangre por todas partes.

—¿Qué han hecho? —gritó Nola.

—¿Nola? —dijo Pratt—. Pero…

—¡Han matado a Luther!

Se lanzó sobre el jefe Pratt, que la rechazó con un guantazo. Empezó a sangrar por la nariz. Temblaba de miedo.

—Perdón, Nola, no quería hacerte daño —balbuceó Pratt.

Nola dio un paso atrás.

—Han… ¡han matado a Luther!

—¡Espera, Nola!

Huyó a toda velocidad. Travis intentó atraparla por el pelo; le arrancó un puñado de mechones rubios.

—¡Atrápala, joder! —gritó Pratt a Travis—. ¡Atrápala!

Nola huyó a través de las zarzas, arañándose las mejillas, y atravesó la última fila de árboles. Una casa. ¡Una casa! Se precipitó hasta la puerta de la cocina. Su nariz continuaba sangrando. Tenía sangre en la cara. Deborah Cooper la abrió, aterrada, y la invitó a entrar.

—Ayúdeme —gimió Nola—. Llame a urgencias.

Deborah corrió de nuevo al teléfono para avisar a la policía.

Nola sintió una mano que le tapaba la boca. Travis la levantó con fuerza. Ella se debatió, pero él la agarraba demasiado fuerte. No tuvo tiempo de salir de la casa: Deborah Cooper volvía del salón. Lanzó un grito de horror.

—No se preocupe —balbuceó Travis—. Policía. Todo va bien.

—¡Socorro! —gritó Nola intentando soltarse—. ¡Han matado a un hombre! ¡Estos policías han asesinado a un hombre! ¡Hay un hombre muerto en el bosque!

Transcurrió un instante cuya duración no es posible determinar. Deborah Cooper y Travis se miraron fijamente en silencio: ella no se atrevía a correr hasta el teléfono, él no se atrevía a huir. Después, resonó un disparo y Deborah cayó al suelo. El jefe Pratt acababa de matarla con su arma reglamentaria.

—¡Está usted loco! —gritó Travis—. ¡Completamente loco! ¿Por qué ha hecho eso?

—No había elección, Travis. Ya sabes qué habría pasado si la vieja hubiera hablado…

Travis temblaba.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el joven agente.

—No tengo ni idea.

Nola, aterrorizada, sacando fuerzas de su desesperación, aprovechó ese momento de confusión para soltarse de Travis. Antes de que el jefe Pratt tuviese tiempo de reaccionar, huyó fuera de la casa por la puerta de la cocina. Perdió el equilibrio en el escalón y cayó. Se levantó inmediatamente, pero la poderosa mano del jefe la retuvo por el pelo. Lanzó un grito y le mordió el brazo que él había puesto cerca de su rostro. El jefe la soltó, pero no tuvo tiempo de correr: Travis le asestó un porrazo que golpeó la parte trasera de su cráneo. Cayó derribada al suelo. Travis reculó, espantado. Había sangre por todas partes. Estaba muerta.

Travis permaneció inclinado sobre el cuerpo durante un instante. Sintió ganas de vomitar. Pratt temblaba. En el bosque se oía el canto de los pájaros.

—¿Qué hacemos, jefe? —murmuró Travis, aterrado.

—Calma. Calma. No es momento de dejarse llevar por el pánico.

—Sí, jefe.

—Debemos librarnos de Caleb y de Nola. Lo contrario sería la silla eléctrica, ¿entiendes?

—Sí, jefe. ¿Y Cooper?

—Haremos creer que ha sido asesinada. Un robo que ha acabado mal. Harás exactamente lo que te diga.

Travis se había puesto a llorar.

—Sí, jefe. Haré todo lo necesario.

—Me has dicho que habías visto el coche de Caleb cerca de la federal 1.

—Sí. Tiene las llaves puestas.

—Eso está muy bien. Vamos a meter el cuerpo en el coche. Y te vas a librar de él, ¿de acuerdo?

—Sí.

—En cuanto te marches, avisaré a los refuerzos, para que nadie sospeche. Hay que actuar con rapidez, ¿de acuerdo? Cuando llegue la caballería, tú estarás ya lejos. Nadie se dará cuenta de tu ausencia con tanta confusión.

—Sí, jefe… Pero creo que la señora Cooper ha llamado de nuevo a urgencias.

—¡Mierda! ¡Entonces hay que mover el culo!

Arrastraron los cuerpos de Luther y de Nola hasta el Chevrolet. Después Pratt huyó corriendo a través del bosque, en dirección a la casa de Deborah Cooper y de los coches de policía. Cogió su radio para avisar a la central de que acababa de encontrar a Deborah Cooper asesinada de un disparo.

Travis se puso al volante del Chevrolet y arrancó. En el momento en que salía de la espesura, se cruzó con una patrulla de la oficina del sheriff que había sido requerida como refuerzo por la central tras la segunda llamada de Deborah Cooper.

Pratt estaba llamando a la central cuando oyó acercarse una sirena de policía. Por radio anunciaron la persecución en la federal 1 por parte de una patrulla de la oficina del sheriff de un Chevrolet Monte Carlo negro visto en las cercanías de Side Creek Lane. El jefe Pratt anunció que partía inmediatamente como refuerzo. Arrancó, puso la sirena y pasó por el camino forestal paralelo. Cuando llegó a la carretera, estuvo a punto de golpear el coche de Travis. Se miraron durante un instante: estaban aterrorizados.

Durante la persecución, Travis consiguió que el coche del ayudante del sheriff se saliese de la carretera de un bandazo. Volvió a la 1, en dirección sur, y giró hacia Goose Cove. Pratt le pisaba los talones, fingiendo perseguirle. Por radio daba instrucciones erróneas, haciendo creer que estaba de camino a Montburry. Apagó la sirena, se metió por el camino de Goose Cove y se reunió con Travis frente a la casa. Los dos hombres salieron del coche, aterrorizados, desesperados.

—¿Por qué te has parado aquí? ¿Estás loco? —dijo Pratt.

—Quebert no está —respondió Travis—. Sé que se ha ido de la ciudad unos días, se lo dijo a Jenny Quinn y ella me lo dijo a mí.

—He pedido que corten todas las carreteras. Me he visto obligado.

—¡Mierda! ¡Mierda! —gimió Travis—. ¡Estoy atrapado! ¿Y ahora qué hacemos?

Pratt miró a su alrededor. Vio el garaje vacío.

—Deja el coche ahí dentro, cierra la puerta y vuelve deprisa a Side Creek Lane por la playa. Finge que estás registrando la casa de Cooper. Yo seguiré con la persecución. Nos libraremos de los cuerpos esta noche. ¿Tienes una chaqueta en tu coche?

—Sí.

—Póntela. Estás cubierto de sangre.

Un cuarto de hora más tarde, mientras Pratt se cruzaba cerca de Montburry con las patrullas de refuerzo, Travis, la chaqueta puesta, rodeado de compañeros llegados de todo el Estado, acordonaba el perímetro de Side Creek Lane donde acababan de encontrar el cuerpo de Deborah Cooper.

En medio de la noche, Travis y Pratt volvieron a Goose Cove. Enterraron a Nola a veinte metros de la casa. Pratt había establecido ya el perímetro de búsqueda con el capitán Rodik, de la policía estatal: sabía que Goose Cove no estaba incluido, nadie iría a buscarla allí. Ella conservaba su bolso en bandolera y la enterraron con él, sin mirar siquiera lo que contenía.

Después de tapar el hoyo, Travis cogió el Chevrolet negro y desapareció por la federal 1, con el cadáver de Luther en el maletero. Condujo hasta Massachusetts. En el trayecto tuvo que franquear dos barreras policiales.

—Documentación del vehículo —decían los policías en cada ocasión, nerviosos al ver el coche.

Y, en cada ocasión, Travis mostraba su placa.

—Policía de Aurora, chicos. Voy precisamente tras la pista de nuestro hombre.

Los policías saludaban a su compañero con deferencia, deseándole buena suerte.

Condujo hasta una pequeña ciudad costera que conocía bien. Sagamore. Cogió la carretera que pasaba por la costa, la que bordea los acantilados de Sunset Cove. Había un aparcamiento desierto. Durante el día la vista era magnífica; había pensado varias veces traer allí a Jenny para dar un paseo romántico. Detuvo el coche, instaló a Luther en el asiento del conductor y vertió alcohol barato en su boca. Después puso el coche en punto muerto y lo empujó: primero rodó suavemente por la pequeña pendiente cubierta de hierba, antes de caer por la pared rocosa y desaparecer en el vacío con un estruendo metálico.

Bajó después por la carretera unas centenas de metros. Un coche le esperaba en el arcén. Se sentó en el asiento del acompañante. Estaba sudando y cubierto de sangre.

—Ya está —dijo a Pratt, que estaba al volante.

El jefe arrancó.

—No volveremos a hablar de lo que ha pasado, Travis. Y cuando encuentren el coche, habrá que silenciar el asunto. Que no haya culpable es la única forma de no correr riesgo alguno. ¿Entendido?

Travis asintió con la cabeza. Metió la mano en el bolsillo y agarró el collar que había arrancado discretamente a Nola en el momento de enterrarla. Un bonito collar de oro que llevaba grabado el nombre de NOLA.

*

Harry se había vuelto a sentar en el sofá.

—Así que mataron a Nola, a Luther y a Deborah Cooper.

—Sí. Se las arreglaron para que la investigación no aclarase nada. Harry, usted sabía que Nola tenía episodios psicóticos, ¿verdad? Y habló de ello con el reverendo Kellergan por aquel entonces…

—Ignoraba la historia del incendio. Pero descubrí que Nola no andaba bien cuando me presenté en casa de los Kellergan para hablar con ellos acerca del maltrato que sufría. Prometí a Nola no ir a ver a sus padres, pero no podía quedarme de brazos cruzados, ¿lo entiende? Allí comprendí que de los padres Kellergan sólo quedaba el reverendo, viudo desde hacía seis años y completamente sobrepasado por la situación. Él… él se negaba a aceptar la realidad. Yo debía llevar a Nola lejos de Aurora, para que la curasen.

—Entonces, la fuga era para que la curaran…

—Eso se convirtió en la razón para mí. Habríamos ido a consultar a buenos médicos y se hubiese curado. ¡Era una chica extraordinaria, Marcus! ¡Hubiera hecho de mí un gran escritor y yo hubiese acabado con sus problemas mentales! ¡Ella me inspiró, ella me guio! ¡Me guio toda mi vida! Lo sabe, ¿verdad? ¡Lo sabe usted mejor que nadie!

—Sí, Harry. Pero ¿por qué no me lo dijo?

—¡Quería hacerlo! Lo habría hecho si no se hubiesen producido esas filtraciones sobre su libro. Pensé que había traicionado mi confianza. Estaba enfadado con usted. Creo que quería que su libro fuese un fracaso: sabía que ya nadie le tomaría en serio después de la historia de la madre. Sí, eso, eso: quería que su segundo libro fuese un fracaso. Como el mío, en el fondo.

Nos quedamos un momento en silencio.

—Lo siento, Marcus. Lo siento todo. Debe de estar muy decepcionado conmigo…

—No…

—Sé que lo está. Puso usted tantas esperanzas en mí… ¡He construido mi vida sobre una mentira!

—Siempre le he admirado por lo que era, Harry. Poco importa que haya escrito usted ese libro o no. El hombre que es usted es el que me ha enseñado tanto de la vida. Y de eso nadie puede renegar.

—No, Marcus. Usted no me verá nunca más como antes y lo sabe. ¡No soy más que una gran superchería! ¡Un impostor! Por eso le dije que nunca volveríamos a ser amigos. Todo ha terminado. Todo ha terminado, Marcus. Se está convirtiendo usted en un escritor formidable. Y yo ya no soy nada. Es usted un verdadero escritor, y yo no lo he sido nunca. Ha luchado por su libro, ha luchado por recuperar la inspiración, ¡ha remontado el obstáculo! Mientras que yo, cuando estuve en la misma situación que usted, traicioné.

—Harry, yo…

—Así es la vida, Marcus. Y sabe que tengo razón. A partir de ahora ya no podrá mirarme a la cara. Y yo tampoco podré hacerlo sin sentir unos celos invasivos y destructores, porque usted ha triunfado donde yo fracasé.

Me abrazó.

—Harry —murmuré—. No quiero perderle.

—Sabrá arreglárselas muy bien, Marcus. Es usted un tipo estupendo. Y un estupendo escritor. Se las apañará muy bien. Lo sé. Ahora nuestros caminos se separan para siempre. Llamamos a eso el destino. Mi destino nunca fue convertirme en un gran escritor. Y sin embargo, intenté cambiarlo: robé un libro y mentí durante treinta años. Pero el destino es indomable: siempre acaba por triunfar.

—Harry…

—Su destino, Marcus, siempre ha sido ser escritor. Siempre lo supe. Y siempre supe que llegaría este momento.

—Siempre seguirá siendo mi amigo, Harry.

—Marcus, termine su libro. ¡Termine ese libro sobre mí! Ahora que lo sabe todo, cuente la verdad al mundo entero. La verdad nos salvará a todos. Escriba la verdad sobre el caso Harry Quebert. Líbreme del mal que me corroe desde hace treinta años. Es lo último que le pido.

—Pero ¿cómo? No puedo borrar el pasado.

—No, pero puede cambiar el presente. Es el poder de los escritores. El paraíso de los escritores, ¿recuerda? Sé que sabrá cómo hacerlo.

—Harry, ¡he crecido gracias a usted! ¡Soy lo que soy gracias a usted!

—Eso no es más que una ilusión, yo no he hecho nada. Usted ha crecido solo.

—¡No! ¡Eso es falso! ¡He seguido todos sus consejos! ¡He seguido sus treinta y un consejos! ¡Así fue como escribí mi primer libro! ¡Y el siguiente! ¡Y todos los demás! Sus treinta y un consejos, Harry. ¿Lo recuerda?

Sonrió con tristeza.

—Claro que lo recuerdo, Marcus.

*

Burrows, Navidad de 1999

—¡Feliz Navidad, Marcus!

—¿Un regalo? Gracias, Harry. ¿Qué es?

—Ábralo. Es un grabador minidisc. Parece ser que es lo último en tecnología. Se pasa usted la vida anotando todo lo que le cuento, pero después pierde sus notas y tengo que repetirle todo. He pensado que así podrá grabarlo.

—Muy bien. Vamos.

—¿Qué?

—Deme un primer consejo. Voy a grabar cuidadosamente todos sus consejos.

—Bueno. ¿Qué tipo de consejo?

—No lo sé… Consejos para escritores. Y para boxeadores. Y para hombres.

—¿Todo eso? Bien. ¿Cuántos quiere?

—¡Por lo menos cien!

—¿Cien? Tendría que guardarme algunas cosas para enseñarle después.

—Usted siempre tendrá cosas que enseñarme. Usted es el gran Harry Quebert.

—Le voy a dar treinta y un consejos. Se los daré al cabo de estos próximos años. No todos al mismo tiempo.

—¿Y por qué treinta y uno?

—Porque treinta y un años es una edad importante. La decena nos forma como niños. La veintena como adultos. La treintena nos convierte en hombres, o no. Y treinta y un años significa que ha pasado ese umbral. ¿Cómo se imagina usted cuando tenga treinta y un años?

—Como usted.

—Venga, no diga tonterías. Mejor empiece a grabar. Voy a ir por orden decreciente. Consejo número treinta y uno: será un consejo acerca de los libros. Vamos allá, 31: el primer capítulo, Marcus, es esencial. Si a los lectores no les gusta, no leerán el resto del libro. ¿Cómo tiene pensado empezar el suyo?

—No lo sé, Harry. ¿Cree usted que algún día lo conseguiré?

—¿El qué?

—Escribir un libro.

—Estoy convencido de ello.

*

Me miró fijamente y sonrió.

—Va usted a cumplir treinta y un años, Marcus. Lo ha conseguido: se ha convertido en un hombre formidable. Convertirse en el Formidable no era nada, pero convertirse en un hombre formidable ha sido el colofón de un largo y magnífico combate contra usted mismo. Estoy orgulloso de usted.

Se puso su chaqueta y se anudó la bufanda.

—¿Adónde va usted, Harry?

—Ha llegado la hora de marcharme.

—¡No se vaya! ¡Quédese!

—No puedo…

—¡Quédese, Harry! ¡Quédese un poco más!

—No puedo.

—¡No quiero perderle!

—Adiós, Marcus. Usted ha sido el más hermoso de los encuentros.

Me volvió a abrazar.

—Encuentre el amor, Marcus. El amor da sentido a la vida. ¡Cuando se ama, se es más fuerte! ¡Se es más grande! ¡Se llega más lejos!

—¡Harry! ¡No me deje!

—Adiós, Marcus.

Se marchó. Dejó la puerta abierta tras él y así la dejé mucho tiempo. Esa fue la última vez que vi a mi amigo y maestro Harry Quebert.

*

Mayo de 2002, final del campeonato universitario de boxeo

—¿Está usted listo, Marcus? Subimos al ring dentro de tres minutos.

—Tengo miedo, Harry.

—Estoy seguro de ello. Y tanto mejor: sin miedo, no es posible ganar. No lo olvide, boxee como construye un libro… ¿Lo recuerda? Capítulo 1, capítulo 2…

—Sí. Uno, golpeo. Dos, noqueo…

—Muy bien, campeón. Vamos, ¿está listo? ¡Estamos en la final del campeonato, Marcus! ¡En la final! Y pensar que hace poco se peleaba usted contra sacos, ¡y ahora está en la final del campeonato! Ya ha oído al presentador: «Marcus Goldman y su entrenador Harry Quebert, de la Universidad de Burrows». ¡Somos nosotros! ¡Adelante!

—Espere, Harry…

—¿Qué?

—Tengo un regalo para usted.

—¿Un regalo? ¿Está seguro de que este es el mejor momento?

—Completamente. Quiero que lo tenga antes de la pelea. Está en mi bolsa, cójalo. Yo no puedo dárselo por culpa de los guantes.

—¿Es un disco?

—¡Sí, una recopilación! Sus treinta y una frases más importantes. Sobre el boxeo, la vida y los libros.

—Gracias, Marcus. Es muy conmovedor. ¿Dispuesto a combatir?

—Más que nunca…

—Entonces, vamos.

—Espere, tengo otra pregunta…

—¡Marcus! ¡Ya es la hora!

—¡Pero es que es importante! He vuelto a escuchar todas las cintas y nunca me ha respondido.

—Bueno, vamos. Le escucho.

—Harry, ¿cómo se sabe que un libro está terminado?

—Los libros son como la vida, Marcus. Nunca se terminan del todo.