Ella bailaba abajo, en la playa. Jugaba con las olas y corría por la arena con el pelo suelto; reía, estaba feliz de vivir. Desde la terraza del hotel, Harry la contempló un instante y después volvió a sumergirse en los folios que cubrían la mesa en la que se había instalado. Escribía deprisa, y bien. Varias decenas de páginas desde que habían llegado, un ritmo frenético. Gracias a ella. Nola, su querida Nola, su vida, su inspiración. N-O-L-A. Por fin estaba escribiendo su gran novela. Una novela de amor.

«¡Harry! —gritó ella—, ¡descansa un poco! ¡Ven a bañarte!». Se permitió interrumpir su trabajo y subió a su habitación, guardó las hojas en su maletín y se puso el bañador. Se reunió con ella en la playa y caminaron al borde del mar, alejándose del hotel, de la terraza, de los demás clientes y de los bañistas. Detrás de un saliente rocoso encontraron una cala aislada. Allí podían amarse.

—Abrázame, mi querido Harry —dijo Nola cuando estuvieron protegidos de las miradas.

La abrazó y ella se agarró a su cuello, con fuerza. Después se lanzaron al mar y se salpicaron entre risas, antes de volver a secarse al sol, tumbados sobre las amplias toallas blancas del hotel. Nola apoyó la cabeza en su pecho.

—Te quiero, Harry… Te quiero como nunca he querido a nadie.

Se sonrieron.

—Son las mejores vacaciones de mi vida —dijo Harry.

El rostro de Nola se iluminó:

—¡Vamos a hacer fotos! ¡Vamos a hacer fotos, así no lo olvidaremos nunca! ¿Has traído la cámara?

Sacó la cámara del bolso y se la dio. Ella se pegó contra él y alargó lo más que pudo el brazo, dirigiendo a la vez el objetivo hacia ellos, y tomó una foto. Justo antes de pulsar el disparador, volvió la cabeza y le besó con fuerza en la mejilla. Se rieron.

—Creo que va a ser una foto estupenda —dijo ella—. Sobre todo, consérvala toda tu vida.

—Toda mi vida. Esa foto no me dejará nunca.

Llevaban cuatro días allí.

*

Dos semanas antes

El sábado 19 de julio se celebraba el tradicional baile de verano. Por tercer año consecutivo, el evento no tenía lugar en Aurora sino en el Club de Campo de Montburry, único escenario digno de acoger tan insigne acontecimiento según Amy Pratt, que, desde que había tomado sus riendas, se había esforzado por convertirlo en una velada de alto standing. No más bailes en el gimnasio del instituto ni mesas de bufé. En su lugar, corbata obligatoria para los hombres, cena con asiento reservado y una tómbola entre los postres y el baile para animar más el ambiente.

Durante el mes que precedía al baile, podía verse a Amy Pratt recorriendo de arriba abajo la ciudad para vender a precio de oro los boletos para la tómbola, que nadie se atrevía a rechazar por temor a ser colocado en un mal sitio esa noche. Según algunos, los —jugosos— beneficios iban a parar directamente a su bolsillo, pero nadie se atrevía a comentarlo abiertamente: era importante llevarse bien con ella. Se decía que un año había olvidado voluntariamente asignar un sitio a una mujer con la que se había peleado. En el momento de la cena, la infeliz se había encontrado de pie en medio de la sala.

Harry tenía claro que no iba a asistir. Había comprado su entrada semanas antes, pero ahora no estaba de humor para fiestas: Nola seguía en la clínica y él se sentía infeliz. Quería estar solo. Pero esa misma mañana, Amy Pratt se había presentado ante su puerta: hacía días que no le veía en la ciudad, que no pasaba por el Clark’s. Quería asegurarse de que no la dejaría plantada, no podía fallar, había dicho a todo el mundo que iría. Por primera vez, una gran estrella neoyorquina iba a asistir a su velada y, quién sabe, quizás el año siguiente Harry se trajese a lo más granado del show-business. Y en unos años las estrellas de Hollywood y Broadway vendrían a New Hampshire para tomar parte en lo que se habría convertido en uno de los acontecimientos más señalados de la Costa Este. «Vendrá usted esta noche, Harry, ¿verdad? ¿Eh, vendrá?», había gemido contoneándose ante su puerta. Se lo había suplicado y él había prometido acudir, sobre todo porque no sabía decir que no, incluso ella había conseguido sacarle cincuenta dólares en boletos para la tómbola.

Un rato más tarde, Harry había ido a ver a Nola a la clínica. Por el camino, en una tienda de Montburry, volvió a comprar discos de ópera. No podía evitarlo, sabía que la música la hacía muy feliz. Pero estaba gastando demasiado dinero, ya no podía permitírselo. No se atrevía a imaginar el estado de su cuenta bancaria; no quería conocer su saldo. Sus ahorros se esfumaban y, a ese ritmo, no tendría dinero ni para pagar la casa hasta el final del verano.

Dieron un paseo por los jardines de la clínica. Nola se abrazó a él detrás de unos arbustos.

—Harry, quiero marcharme…

—Los médicos dicen que podrás salir de aquí dentro de unos días…

—No lo entiende: quiero marcharme de Aurora. Con usted. Aquí nunca seremos felices.

Harry respondió:

—Un día.

—¿Cómo que un día?

—Un día, nos marcharemos.

Su rostro se iluminó.

—¿De veras, Harry? ¿De veras? ¿Me llevará lejos?

—Muy lejos. Y seremos felices.

—¡Sí! ¡Muy felices!

Nola le abrazó con fuerza. Cada vez que se acercaba a él, sentía cómo un suave escalofrío atravesaba su cuerpo.

—Esta noche es el baile —dijo ella.

—Sí.

—¿Irá?

—No lo sé. He prometido a Amy Pratt que iría, pero no estoy de humor.

—¡Oh, vaya, por favor! Me encantaría ir. Siempre soñé que un día alguien me llevaría a ese baile. Pero no podré ir nunca… Mamá no me deja.

—¿Y qué voy a hacer allí, solo?

—No estará solo, Harry. Yo estaré allí, en sus pensamientos. ¡Bailaremos juntos! Pase lo que pase, estaré siempre en sus pensamientos.

Al escuchar esas palabras, Harry se enfadó:

—¿Cómo que pase lo que pase? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Eh?

—Nada, Harry, mi querido Harry, no se enfade. Simplemente quería decir que le querré siempre.

Así que Harry hizo acto de presencia en el baile. Por amor a Nola, de mala gana y solo. Nada más llegar se arrepintió de su decisión: se sentía incómodo con tanta gente alrededor. Decidió instalarse en la barra y pidió unos cuantos martinis para parecer relajado mientras miraba a los invitados que iban llegando. La sala se llenaba rápidamente, el murmullo de las conversaciones crecía. Estaba convencido de que todas las miradas se fijaban en él, como si todos supiesen que estaba enamorado de una chica de quince años. Aquel pensamiento le hizo sentir náuseas. Entró en el baño, se lavó la cara con agua, se encerró en uno de los váteres y se sentó en el inodoro para recuperar fuerzas. Inspiró profundamente: debía conservar la calma. Nadie podía saber lo de Nola. Habían sido siempre muy prudentes y discretos. No había razón para inquietarse. Debía comportarse con naturalidad. Acabó tranquilizándose y sintió que su estómago se relajaba. Entonces abrió la puerta y fue cuando descubrió la inscripción hecha con lápiz de labios en el espejo del baño:

FOLLADOR DE NIÑAS

Sintió un ataque de pánico. ¿Quién andaba allí? Llamó, miró a su alrededor y abrió todas las puertas de los váteres: nadie. El cuarto de baño estaba desierto. Agarró una toalla, la empapó de agua y trató de borrar el mensaje, que se transformó en una grasienta mancha roja en el espejo. Después, salió huyendo del servicio, temiendo ser sorprendido. Enfermo y con náuseas otra vez, la frente cubierta de sudor y temblor en las sienes, trató de unirse de nuevo a la velada como si nada hubiese pasado. ¿Quién sabía lo de Nola?

En el salón se había anunciado ya la cena y los invitados iban instalándose en sus mesas. Tenía la impresión de estar volviéndose loco. Una mano le agarró del hombro. Se sobresaltó. Era Amy Pratt. Harry estaba empapado.

—¿Va todo bien, Harry?

—Sí… Sí… Es que tengo algo de calor.

—Su sitio está en la mesa de honor. Venga, ahí delante.

Le guio hasta una gran mesa adornada con flores donde ya estaba sentado un hombre de unos cuarenta años con aspecto de aburrirse soberanamente.

—Harry Quebert —declaró Amy Pratt con tono ceremonioso—, déjeme presentarle a Elijah Stern, que financia generosamente este baile. Es gracias a él que las entradas son tan baratas. También es propietario de la casa de Goose Cove, en la que reside.

Elijah Stern le tendió la mano sonriente y Harry se echó a reír:

—¿Es usted mi casero, señor Stern?

—Llámeme Elijah. Es un placer conocerle.

Tras el plato principal, los dos hombres salieron a fumar un cigarrillo y dar un paseo sobre el césped del Club de Campo.

—¿Le gusta la casa? —preguntó Stern.

—Muchísimo. Es magnífica.

Mientras apuraba la colilla, Elijah Stern contó, con nostalgia, que Goose Cove había sido la casa de vacaciones de la familia durante años: su padre la había hecho construir porque su madre sufría terribles migrañas y el aire del mar, según el médico, le sentaba bien.

—Cuando mi padre vio esa parcela al borde del océano, sintió un flechazo. La compró inmediatamente para construir la casa. Fue él quien hizo los planos. Me encantaba ese sitio. Pasamos tantos veranos maravillosos. Y después, pasó el tiempo, mi padre murió, mi madre se instaló en California y nadie volvió a ocupar Goose Cove. Me gusta esa casa, hice que la renovaran hace unos años. Pero no me he casado, no tengo hijos, ni ya tampoco ocasión de aprovechar esa casa, que de todas formas es demasiado grande para mí. Así que la confié a una agencia para que la alquilase. No podía soportar la idea de que estuviese deshabitada y condenada al abandono. Me alegro mucho de que ahora esté en manos de un hombre como usted.

Stern relató cómo había vivido en Aurora, de niño, sus primeros bailes y sus primeros amores y cómo, desde entonces, volvía una vez al año, precisamente con ocasión del baile, en recuerdo de aquellos tiempos.

Encendieron un segundo cigarrillo y se sentaron un momento en un banco de piedra.

—Y bien, ¿en qué trabaja actualmente, Harry?

—En una novela romántica… Bueno, lo intento. Aquí todos piensan que soy un gran escritor, pero es una especie de malentendido, ¿sabe?

Harry sabía que Stern no era el tipo de persona que se dejaba engañar. Este se limitó a responder:

—La gente de por aquí es muy impresionable. No hay más que ver el giro lamentable que está tomando este baile. ¿Así que una novela romántica?

—Sí.

—¿La tiene muy avanzada?

—Voy por el principio solamente. A decir verdad, no consigo escribir.

—Eso no es nada bueno en un escritor. ¿Alguna preocupación?

—Si lo quiere llamar así.

—¿Está usted enamorado?

—¿Por qué me pregunta eso?

—Por curiosidad. Me estaba preguntando si era necesario estar enamorado para escribir novelas románticas. En todo caso, me impresionan mucho los escritores. Quizás porque también a mí me hubiese gustado ser escritor. O artista, en general. Siento un amor incondicional por la pintura. Pero desgraciadamente no tengo ningún don para las artes. ¿Cómo se titula su libro?

—Todavía no lo sé.

—¿Y qué tipo de historia de amor es?

—La historia de un amor prohibido.

—Eso parece muy interesante —se entusiasmó Stern—. Tendremos que volvernos a ver.

A las nueve y media de la noche, después del postre, Amy Pratt anunció el sorteo de los lotes de la tómbola, cuya presentación realizaba, como cada año, su marido. El jefe Pratt, acercándose demasiado el micrófono a la boca, fue proclamando los vencedores. Los premios, ofrecidos en su mayoría por los comercios locales, eran bastante modestos, salvo el primero, que provocó una agitación especial: se trataba de una semana en un hotel de lujo de Martha’s Vineyard, con todos los gastos pagados para dos personas. «Silencio, por favor —exclamó el jefe de policía—: El ganador del primer premio es… Atención… ¡El boleto 1385!». Hubo un breve instante de silencio y, de pronto, Harry, dándose cuenta de que se trataba de uno de sus boletos, se levantó, atónito. Estalló una salva de aplausos en su honor y numerosos invitados le rodearon para felicitarle. Fue el foco de atención hasta el final de la velada: era el centro del mundo. Pero él no tenía ojos para nadie, porque el centro del mundo dormía en una pequeña habitación de hospital a quince millas de allí.

Cuando Harry abandonó el baile, sobre las dos de la mañana, se cruzó en el guardarropa con Elijah Stern, que también se iba.

—El primer premio de la tómbola —sonrió Stern—. Puede decirse que es usted un hombre con suerte.

—Sí… Y pensar que estuve a punto de no comprar boletos.

—¿Quiere que le lleve a su casa? —preguntó Stern.

—Gracias, Elijah, pero he venido en mi coche.

Caminaron juntos hasta el aparcamiento. Una berlina negra esperaba a Stern, ante la cual un hombre fumaba un cigarrillo. Stern le señaló y dijo:

—Harry, me gustaría presentarle a mi mano derecha. Es alguien realmente formidable. De hecho, si no tiene usted inconveniente, lo voy a enviar a Goose Cove para que se ocupe de los rosales. Pronto habrá que podarlos y es un jardinero de gran talento, al contrario que los incapaces que envía la agencia de alquiler y que destrozaron todas las plantas el verano pasado.

—Por supuesto. Es su casa, Elijah.

A medida que se acercaban al hombre, Harry observó que tenía una apariencia espantosa: su cuerpo era enorme y musculoso, su rostro torcido y demacrado. Se saludaron con un apretón de manos.

—Me llamo Harry Quebert —dijo Harry.

—Buenaz nochez, zeñod Quebedt —respondió el hombre, que se expresaba con una locución dolorosa y muy irregular—. Me llamo Luthed Caleb.

Al día siguiente, Aurora era un nido de agitación: ¿con quién iría Harry Quebert a Martha’s Vineyard? Nadie le había visto con una mujer. ¿Tenía alguna buena amiga en Nueva York? Quizás una estrella de cine. ¿O llevaría a una joven de Aurora? ¿Tendría alguna conquista aquí, él que era tan discreto? ¿Se hablaría de ello en las revistas de famosos?

El único que no se preocupaba del viaje era el mismo Harry. La mañana del lunes 21 de julio estaba en su casa, inquieto: ¿quién sabía lo de Nola? ¿Quién le había seguido hasta el baño? ¿Quién se había atrevido a marcar el espejo con aquellas infames palabras? Lápiz de labios: sin duda era una mujer. Pero ¿quién? Para ocupar su mente, se sentó a su mesa y decidió ordenar sus papeles: fue entonces cuando se dio cuenta de que faltaba uno. Una hoja sobre Nola, escrita el día de su tentativa de suicidio. La había dejado allí, lo recordaba perfectamente. Había ido acumulando borradores desordenadamente la última semana, pero siempre los numeraba según un código cronológico muy preciso para poder clasificarlos después. Una vez ordenados, constató que le faltaba uno. Era una hoja importante, la recordaba bien. Volvió a ordenar todo dos veces, vació su portafolios: la hoja no estaba. Imposible. Siempre se cuidaba de comprobar su mesa cuando dejaba el Clark’s para asegurarse de que no olvidaba nada. En Goose Cove sólo trabajaba en su despacho, y si por casualidad se instalaba en la terraza, dejaba después todo lo que había escrito en la mesa de trabajo. No podía haber perdido esa hoja. Entonces ¿dónde estaba? Tras registrar la casa en vano, empezó a preguntarse si alguien habría entrado allí en busca de pruebas comprometedoras. ¿Sería la misma persona que hizo la inscripción en el espejo del baño la noche del baile? Se sintió tan mal del estómago al pensarlo que tuvo ganas de vomitar.

Ese mismo día, Nola pudo abandonar la clínica de Charlotte’s Hill. Apenas volvió a Aurora, su primera preocupación fue ir a ver a Harry. Se presentó en Goose Cove al final de la tarde: él estaba en la playa, con su caja de latón. En cuanto lo vio, se echó en sus brazos; Harry la levantó en el aire y la hizo girar.

—¡Oh, Harry! ¡Mi querido Harry! ¡He echado tanto de menos estar aquí con usted!

Él la abrazó lo más fuerte que pudo.

—¡Nola! Mi querida Nola…

—¿Qué tal está, Harry? Nancy me lo ha contado, ¿ha ganado el primer premio de la tómbola?

—¡Sí! ¿Te das cuenta?

—¡Vacaciones para dos personas en Martha’s Vineyard! ¿Y cuándo son?

—Las fechas están abiertas. Puedo llamar al hotel cuando me apetezca para hacer la reserva.

—¿Me llevará? Oh, Harry, ¡lléveme y allí podremos ser felices sin escondernos!

Harry no respondió nada y caminaron un momento sobre la playa. Contemplaron cómo las olas terminaban su carrera en la arena.

—¿De dónde vienen las olas? —preguntó Nola.

—De lejos —respondió Harry—. Vienen de lejos para ver la orilla de la gran América antes de morir.

Miró a los ojos a Nola y, de pronto, agarró su cara de forma impulsiva.

—¡Por Dios, Nola! ¿Por qué querer morir?

—No es querer morir —dijo Nola—. Es no querer seguir viviendo.

—¿No recuerdas ese día, en la playa, después del espectáculo, cuando me dijiste que no debía preocuparme porque estabas allí? ¿Cómo velarás por mí si te matas?

—Lo sé, Harry. Perdón, le pido perdón.

Y en esa playa donde se habían conocido y amado desde la primera mirada, Nola se puso de rodillas para que él la perdonase. Volvió a pedir: «Lléveme, Harry. Lléveme con usted a Martha’s Vineyard. Lléveme y amémonos para siempre». Él se lo prometió, empujado por la euforia del momento. Pero cuando, algo más tarde, ella volvió a su casa y la vio alejarse por el camino de Goose Cove, pensó que no podría. Era imposible. Alguien conocía ya su historia; si se marchaban juntos, toda la ciudad lo sabría. Iría a la cárcel con toda seguridad. No podía llevarla, y si ella se lo volvía a pedir, él se negaría al viaje prohibido. Se negaría hasta la eternidad.

Al día siguiente, volvió al Clark’s por primera vez desde hacía mucho tiempo. Como de costumbre, Jenny estaba de servicio. Cuando vio entrar a Harry, sus ojos se iluminaron: había vuelto. ¿Quizás por lo del baile? ¿Había sentido celos de verla con Travis? ¿Quería llevarla a Martha’s Vineyard? Si se marchaba sin ella, era que no la amaba. Esa pregunta la obsesionaba tanto que se la hizo antes incluso de anotar su pedido:

—¿A quién vas a llevar a Martha’s Vineyard, Harry?

—No lo sé —respondió—. Quizás a nadie. Quizás aproveche para avanzar en mi libro.

Jenny hizo una mueca de disgusto:

—¿Un viaje tan bonito, solo? Sería un desperdicio.

En secreto, esperaba que él respondiese: «Tienes razón, Jenny, mi amor, vayamos juntos para besarnos bajo el sol poniente». Pero todo lo que dijo fue: «Un café, por favor». Y Jenny la esclava se puso en marcha. En ese mismo instante, Tamara Quinn salió de su despacho en la trastienda, donde estaba haciendo cuentas. Al ver a Harry sentado en su mesa de costumbre, se precipitó hacia él y, sin saludarle siquiera, con un tono lleno de rabia y amargura, le dijo:

—Estoy revisando la contabilidad. Ya no tiene usted crédito aquí, señor Quebert.

—Lo comprendo —respondió Harry, que quería evitar un escándalo—. Siento lo de su fiesta del domingo… Yo…

—Sus excusas no me interesan. He tirado a la basura las flores que me envió. Le ruego abone su cuenta en lo que queda de semana.

—Por supuesto. Deme usted la factura, le pagaré sin demora.

Tamara le entregó su nota detallada y estuvo a punto de ahogarse al leerla: ascendía a más de quinientos dólares. Había gastado sin mirar: quinientos dólares en comida y bebida, quinientos dólares tirados por la ventana, sólo por estar con Nola. A esa cuenta se le unió, a la mañana siguiente, una carta de la agencia de alquiler. Ya había pagado la mitad de su estancia en Goose Cove, hasta finales de julio. La carta le informaba de que quedaban todavía mil dólares por pagar para disfrutar de la casa hasta septiembre y que, como habían acordado, esa suma se descontaría directamente de su cuenta. Pero esos mil dólares no los tenía. Ya no le quedaba casi dinero. La cuenta del Clark’s le había dejado sin blanca. No tenía con qué pagar el alquiler de una casa como aquella. No podía quedarse. ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a Elijah Stern y explicarle su situación? ¿De qué serviría? No había escrito la novela que esperaba, no era más que un impostor.

Tras haberlo pensado bien, telefoneó al hotel de Martha’s Vineyard. Estaba decidido: renunciaría a la casa. Debía acabar con la mascarada. Se marcharía una semana con Nola para vivir su amor por última vez, y después desaparecería. La recepción del hotel le informó de que quedaba una habitación libre para la semana del 28 de julio al 3 de agosto. Eso es lo que haría: amar a Nola por última vez, y después abandonar aquella ciudad para siempre.

Hecha la reserva, llamó a la agencia que alquilaba la casa. Explicó que había recibido su carta pero que, por desgracia, se había quedado sin dinero para pagar Goose Cove. Solicitó pues la anulación del alquiler a partir del 1 de agosto y consiguió convencer al empleado, argumentando razones prácticas, de que le dejaran la casa hasta el lunes 4 de agosto, fecha en la que entregaría directamente las llaves en la sucursal de Boston, de camino a Nueva York. Por teléfono había estado a punto de echarse a llorar: así terminaba la aventura del supuesto gran escritor Harry Quebert, incapaz de escribir tres líneas de la inmensa obra de arte que ambicionaba. Y, a punto de hundirse, colgó con estas palabras: «Perfecto, señor. Iré a dejar las llaves de Goose Cove a la agencia el lunes 4 de agosto, de vuelta a Nueva York». Tras colgar se sobresaltó al oír una voz ahogada a su espalda: «¿Se va, Harry?». Era Nola. Había entrado en casa sin avisar y había oído la conversación. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Repitió:

—¿Se va, Harry? ¿Qué pasa?

—Nola… Tengo problemas.

Corrió hacia él.

—¿Problemas? ¿Qué problemas? ¡No puede marcharse! ¡Harry, no puede marcharse! ¡Si se marcha, me moriré!

—¡No! ¡No vuelvas a decir eso!

Nola cayó a sus pies.

—¡No se marche, Harry! ¡Por amor de Dios! ¡Sin usted no soy nada!

Harry se dejó caer a su lado.

—Nola… Tengo que decirte… He mentido desde el principio. No soy un escritor famoso… ¡He mentido! ¡He mentido sobre todo! Sobre mí, sobre mi carrera… ¡ya no tengo dinero! ¡Nada! No puedo permitirme quedarme más tiempo en esta casa. No puedo quedarme más tiempo en Aurora.

—¡Encontraremos una solución! Estoy segura de que se convertirá en un escritor muy famoso. ¡Ganará mucho dinero! Su primer libro era formidable, y ese libro que está escribiendo ahora con tanta pasión será un gran éxito, ¡estoy segura! ¡No me equivoco!

—Nola, ese libro no es más que un montón de horrores. No son más que palabras horribles.

—¿Cómo que palabras horribles?

—Palabras sobre ti que no debería escribir. Todo por culpa de lo que siento.

—¿Y qué siente, Harry?

—Amor. ¡Un amor tan grande!

—Pero entonces, esas palabras ¡conviértalas en palabras bonitas! ¡Póngase a trabajar! ¡Escriba palabras bonitas!

Le cogió de la mano y le instaló en la terraza. Le trajo sus folios, sus cuadernos, sus bolígrafos. Hizo café, puso un disco de ópera y abrió las ventanas del salón para que lo oyese bien. Sabía que la música le ayudaba a concentrarse. Poco a poco, él recuperó la calma y se puso a la tarea de empezar de nuevo; escribir una novela de amor, como si su historia con Nola fuese posible. Escribió durante dos horas largas, las palabras venían por sí mismas, las frases se dibujaban con perfección, naturalmente, brotando de su bolígrafo, que bailaba sobre el papel. Por primera vez desde que estaba allí, tuvo la impresión de que su novela estaba realmente empezando a nacer.

Cuando levantó los ojos del folio, se dio cuenta de que Nola, sentada aparte en un sillón de mimbre para no molestar, se había dormido. El sol era espléndido, hacía mucho calor. Y de pronto, con su novela, con Nola, con esa casa al borde del océano, le pareció que su vida era una vida maravillosa. Le pareció incluso que dejar Aurora no era algo malo: terminaría su novela en Nueva York, se convertiría en un gran escritor y esperaría a Nola. En el fondo, partir no significaba perderla. Quizás lo contrario. En cuanto terminara el instituto podría ir a la universidad de Nueva York. Y estarían juntos. Hasta entonces, se escribirían y se verían durante las vacaciones. Los años pasarían deprisa y pronto su amor dejaría de ser un amor prohibido. Despertó a Nola, suavemente. Ella sonrió y se estiró.

—¿Ha podido escribir?

—Mucho.

—¡Formidable! ¿Podré leerlo?

—Muy pronto. Te lo prometo.

Una bandada de gaviotas pasó por encima del agua.

—¡Gaviotas! ¡Ponga gaviotas en su novela!

—Las habrá en todas las páginas, Nola. ¿Y si nos fuésemos unos días a hacer ese viaje a Martha’s Vineyard? Queda una habitación libre la semana próxima.

Nola resplandeció:

—¡Sí! ¡Vamos! Vámonos juntos.

—Pero ¿qué les dirás a tus padres?

—No se preocupe, mi querido Harry. Yo me ocupo de mis padres. Preocúpese usted de escribir su obra maestra y de quererme. Entonces ¿se queda?

—No, Nola. Tengo que irme a finales de mes porque ya no puedo pagar esta casa.

—¿Finales de mes? Pero eso es dentro de nada.

—Lo sé.

Sus ojos se humedecieron:

—¡No se vaya, Harry!

—Nueva York no está muy lejos. Vendrás a visitarme. Nos escribiremos. Hablaremos por teléfono. Y luego podrías ir a la universidad allí. Me dijiste que soñabas con ver Nueva York.

—¿La universidad? ¡Pero eso es dentro de tres años! ¡No quiero pasar tres años sin usted, Harry! ¡No podré aguantarlo!

—No te preocupes, el tiempo pasa rápido. Cuando se ama, el tiempo vuela.

—No me deje, Harry. No quiero que Martha’s Vineyard sea nuestro viaje de despedida.

—Nola, ya no tengo dinero. No puedo seguir aquí.

—No, Harry, por favor. Encontraremos una solución. ¿Me quiere?

—Sí.

—Entonces, si nos amamos, encontraremos una solución. La gente que se quiere encuentra soluciones para seguir queriéndose. Prométame al menos que lo pensará.

—Te lo prometo.

Se fueron una semana después, al alba del lunes 28 de julio de 1975, sin haber vuelto a hablar de ese final que se hacía inevitable para Harry. Se arrepentía de haberse dejado llevar por sus ambiciones y por sus sueños de grandeza: ¿cómo había podido ser tan ingenuo de querer escribir una gran novela en lo que dura un verano?

Quedaron a las cuatro de la mañana en el aparcamiento de la marina. Aurora dormía. Todavía era de noche. Harry condujo a buen ritmo hasta Boston. Allí desayunaron. Después continuaron casi de un tirón hasta Falmouth, donde cogieron el ferry. Llegaron a la isla de Martha’s Vineyard cuando se hacía de noche. A partir de entonces, vivieron como en un sueño en ese magnífico hotel al borde del mar. Se bañaban, paseaban, cenaban uno frente al otro en el gran comedor del hotel, sin que nadie los mirase ni hiciese preguntas. En Martha’s Vineyard podían vivir.

*

Hacía ya cuatro días que estaban allí. Tumbados sobre la cálida arena, en su cala, al abrigo del mundo, no pensaban más que en ellos y en la felicidad de estar juntos. Ella jugaba con la cámara de fotos y él pensaba en su libro.

Nola había dicho a Harry que había hecho creer a sus padres que estaba en casa de una amiga, pero había mentido. Se había fugado de casa sin avisar a nadie: una semana de ausencia era demasiado complicada de justificar. Así que se había marchado sin decir nada. Al amanecer había saltado por la ventana de su habitación. Y mientras Harry y ella disfrutaban tumbados en la playa, en Aurora el reverendo Kellergan estaba desesperado. El lunes por la mañana había encontrado el dormitorio vacío. No había avisado a la policía. Primero la tentativa de suicidio, después una fuga; si avisaba a la policía, todo el mundo lo sabría. Se había dado siete días para encontrarla. Siete días, como el Señor hizo la semana. Se pasaba el día en el coche, recorriendo la región, en busca de su hija. Se temía lo peor. Pasados los siete días, acudiría a las autoridades.

Harry no sospechaba nada. Estaba cegado por el amor. Asimismo, la mañana de su partida hacia Martha’s Vineyard, cuando recogió a Nola en el aparcamiento de la marina, tampoco vio la silueta oculta en la oscuridad, observándolos.

Volvieron a Aurora la tarde del domingo 3 de agosto de 1975. Al pasar la frontera entre Massachusetts y New Hampshire, Nola se echó a llorar. Dijo a Harry que no podía vivir sin él, que no tenía derecho a marcharse, que un amor como el suyo sólo pasaba una vez en la vida. Y suplicaba: «No me abandones, Harry. No me dejes aquí». Le decía que había avanzado tanto en su libro esos últimos días que no podía arriesgarse a perder su inspiración. Le rogaba: «Me ocuparé de ti, y sólo tendrás que concentrarte en escribir. Estás escribiendo una novela magnífica, no puedes arriesgarte a echarla a perder». Y tenía razón: era su musa, su inspiración, gracias a ella podía escribir tan bien, tan rápido. Pero era demasiado tarde; no tenía dinero para pagar la casa. Debía marcharse.

Dejó a Nola a unas manzanas de su casa y se besaron por última vez. Tenía la cara cubierta de lágrimas, se agarraba a él para retenerlo.

—¡Dime que estarás aquí mañana por la mañana!

—Nola, yo…

—Te traeré bollos calientes, haré el café. Lo haré todo. Seré tu mujer y tú serás un gran escritor. Dime que estarás aquí…

—Estaré aquí.

Nola se iluminó.

—¿De verdad?

—Estaré aquí. Te lo prometo.

—No basta con prometerlo, Harry. Júramelo, júrame en nombre de nuestro amor que no me dejarás.

—Te lo juro, Nola.

Había mentido porque era demasiado difícil. En cuanto desapareció por la esquina, volvió rápidamente a Goose Cove. Debía actuar con rapidez: no quería arriesgarse a que ella regresase más tarde y le sorprendiese fugándose. Esa misma noche estaría en Boston. En casa, recogió sus cosas apresuradamente, metió las maletas en su coche y amontonó el resto de lo que debía llevarse en el asiento de atrás. Después cerró las persianas y cortó el gas, el agua y la electricidad. Estaba huyendo, huyendo del amor.

Quería dejar un mensaje para ella. Garabateó algunas líneas: Mi querida Nola, he tenido que marcharme. Te escribiré. Te amo para siempre, escritas precipitadamente en un trozo de papel que dejó en el marco de la puerta para quitarlo justo después, por temor a que otro encontrase la nota. Nada de mensajes, será más seguro. Cerró la puerta con llave, subió al coche y salió disparado. Huyó a toda velocidad. Adiós Goose Cove, adiós New Hampshire, adiós Nola.

Aquello había terminado para siempre.