5 de noviembre de 2008
Al día siguiente de las elecciones, Nueva York era una fiesta. En las calles, la gente había estado celebrando la victoria demócrata hasta bien entrada la madrugada, como si intentaran alejar los demonios del último doble mandato. Por mi parte, sólo había participado del fervor popular a través del aparato de televisión de mi despacho, en el que estaba encerrado desde hacía tres días.
Esa mañana, Denise llegó a las ocho al despacho con un jersey de Obama, una taza de Obama, una chapa de Obama y un paquete de adhesivos de Obama. «Oh, ya está usted aquí, Marcus —me dijo al pasar por la puerta de entrada y ver que todo estaba encendido—. ¿Salió ayer noche? ¡Qué victoria! Le he traído adhesivos para su coche». Mientras hablaba, dejó las cosas sobre la mesa, encendió la cafetera y desconectó el contestador; después entró en mi despacho. Al ver el estado de la habitación, abrió los ojos como platos y exclamó:
—Dios mío, Marcus, ¿qué ha pasado aquí?
Yo estaba sentado en mi sillón y contemplaba una de las paredes, que había pasado parte de la noche tapizando con mis notas y esquemas del caso. Había escuchado una y otra vez las grabaciones de Harry, de Nancy Hattaway y de Robert Quinn.
—Hay algo en este asunto que no comprendo —dije—. Está volviéndome loco.
—¿Ha pasado la noche aquí?
—Sí.
—Oh, Marcus, y yo que pensaba que estaba usted fuera, divirtiéndose un poco. Hace tanto tiempo que no se divierte. ¿Es su novela la que le atormenta?
—Es lo que descubrí la semana pasada lo que me atormenta.
—¿Qué ha descubierto?
—Precisamente, no estoy seguro. ¿Qué debes hacer cuando una persona a la que siempre has admirado y tomado como ejemplo te traiciona y te miente?
Después de un instante de reflexión, me dijo:
—Ya me ha pasado. Con mi primer marido. Le encontré en la cama con mi mejor amiga.
—¿Y qué hizo?
—Nada. No dije nada. No hice nada. Estábamos en los Hamptons, habíamos ido a pasar un fin de semana con mi mejor amiga y su marido, en un hotel en la costa. El sábado, al final de la tarde, fui a pasear al borde del mar. Sola, porque mi marido me había dicho que estaba cansado. Volví mucho antes de lo previsto. Al final, pasear sola no era tan divertido. Regresé a mi habitación, abrí la puerta con la llave magnética y allí los vi, en la cama. Él tumbado sobre ella, sobre mi mejor amiga. Hay que ver lo que son esas llaves magnéticas, puedes entrar en la habitación sin hacer ningún ruido. Ni me vieron, ni me oyeron. Los miré unos instantes, vi a mi marido sacudirse en todos los sentidos para hacerla gemir como un perrito, y después salí de la habitación sin hacer ruido, fui a vomitar a los lavabos de recepción y me largué de nuevo a pasear. Volví una hora más tarde: mi marido estaba en el bar del hotel bebiendo ginebra y riendo con el marido de mi mejor amiga. No dije nada. Cenamos todos juntos. Hice como si nada hubiese pasado. Por la noche, él durmió como un tronco, me dijo que le agotaba la inactividad. No dije nada. No dije nada durante seis meses.
—Y al final, pidió usted el divorcio.
—No. Me abandonó por ella.
—¿Se arrepiente de no haber actuado?
—Todos los días.
—Así que debo actuar. ¿Es lo que está intentando decirme?
—Sí. Actúe, Marcus. No sea como la pobre idiota engañada que soy.
Sonreí:
—Usted es muchas cosas, menos una idiota, Denise.
—Marcus, ¿qué pasó la semana pasada? ¿Qué descubrió?
*
5 días antes
El 31 de octubre, el profesor Gideon Alkanor, uno de los grandes especialistas de psiquiatría infantil de la Costa Este y a quien Gahalowood conocía bien, confirmó lo que se había convertido en una evidencia: Nola sufría importantes trastornos psiquiátricos.
Al día siguiente de nuestro regreso de Jackson, Gahalowood y yo bajamos en coche hasta Boston, donde nos recibió Alkanor en su despacho del Children’s Hospital. Basándose en los informes que había recibido por adelantado, consideraba que se podía establecer un diagnóstico de psicosis infantil.
—Resumiendo, ¿qué quiere decir eso? —se quejó Gahalowood.
Alkanor se quitó las gafas y limpió los cristales lentamente como para pensarse lo que iba a decir. Acabó volviéndose hacia mí:
—Eso quiere decir que pienso que tiene usted razón, señor Goldman. Leí su libro hace unas semanas. A la luz de lo que describe y de los elementos que me ha indicado Perry, diría que Nola perdía a veces la noción de la realidad. Probablemente en uno de esos momentos de crisis incendió el cuarto de su madre. Esa noche del 30 de agosto de 1969, la relación entre la realidad y Nola estaba falseada: quiere matar a su madre, pero, en aquel preciso momento, para ella matar no significa nada. A ese primer episodio traumático se le suma después el del exorcismo, cuyo recuerdo podía ser perfectamente el desencadenante de las crisis de desdoblamiento de personalidad en las que Nola se convertía en la madre a la que ella misma había asesinado. Y es ahí donde todo se complica: cuando Nola perdía el sentido de la realidad, el recuerdo de su madre y su acción venían a atormentarla.
Me quedé un momento estupefacto.
—Entonces, quiere usted decir que…
Alkanor asintió con la cabeza antes de que pudiese terminar mi frase y dijo:
—Nola se pegaba a sí misma durante los momentos de descompensación.
—Pero ¿qué era lo que podía producir esas crisis? —preguntó Gahalowood.
—Probablemente variaciones emocionales importantes: un episodio de estrés, una gran tristeza. Es lo que describe usted en su libro, señor Goldman: el encuentro con Harry Quebert, de quien se enamora perdidamente, y después su rechazo, que la empuja incluso a intentar suicidarse. Diría que estamos en un esquema casi «clásico». Cuando las emociones se aceleran, ella se descompensa. Y cuando se descompensa, ve llegar a su madre, que viene a castigarla por lo que le hizo.
Durante todos esos años, Nola y su madre habían sido una. Necesitábamos la confirmación del padre Kellergan, y el sábado 1 de noviembre de 2008 nos presentamos en delegación en el 245 de Terrace Avenue: íbamos Gahalowood, yo y Travis Dawn, al que habíamos informado de lo que habíamos descubierto en Alabama y al que Gahalowood había pedido que estuviese presente para tranquilizar a David Kellergan.
Cuando este nos encontró ante su puerta, declaró de entrada:
—No tengo nada que decir. Ni a ustedes, ni a nadie.
—Soy yo el que tiene cosas que decirle —explicó Gahalowood—. Sé lo que pasó en Alabama en agosto de 1969. Sé lo del incendio, lo sé todo.
—Usted no sabe nada.
—Deberías escucharlos —dijo Travis—. Déjanos entrar, David. Estaremos mejor si hablamos dentro.
David Kellergan acabó cediendo; nos hizo entrar y nos guio hasta la cocina. Se sirvió una taza de café sin ofrecernos y se sentó a la mesa. Gahalowood y Travis se instalaron frente a él y yo me quedé de pie, retirado.
—¿Y bien? —preguntó Kellergan.
—Fui a Jackson —respondió Gahalowood—. He hablado con el pastor Jeremy Lewis. Sé lo que hizo Nola.
—¡Cállese!
—Sufría psicosis infantil. Tenía crisis de esquizofrenia. El 30 de agosto de 1969 prendió fuego a la habitación de su madre.
—¡No! —gritó David Kellergan—. ¡Está mintiendo!
—Esa noche encontró a Nola cantando bajo el porche. Acabó comprendiendo lo que había pasado. Y la hizo exorcizar. Pensando que era por su bien. Pero fue una catástrofe. Empezó a padecer episodios de desdoblamiento de personalidad durante los que intentaba castigarse ella misma. Entonces huyeron lejos de Alabama, atravesaron el país esperando dejar los fantasmas a su espalda, pero el fantasma de su mujer le persiguió porque seguía existiendo en la cabeza de Nola.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—A veces tenía crisis —dijo atragantándose—. No podía hacer nada. Se pegaba a sí misma. Era la hija y la madre. Se daba golpes, y después se suplicaba que parase.
—Entonces usted ponía música y se encerraba en el garaje, porque era insoportable.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Insoportable! Pero no sabía qué hacer. Mi hija, mi niña querida, estaba tan enferma.
Se puso a sollozar. Travis le miraba, espantado por lo que estaba descubriendo.
—¿Por qué no intentó que la curaran? —preguntó Gahalowood.
—Tenía miedo de que me la quitaran. ¡De que la encerrasen! Y después, con el tiempo, las crisis se espaciaron. Incluso me pareció, durante algunos años, que el recuerdo del incendio se disipaba y llegué a pensar que esos episodios desaparecerían por completo. Fue mejorando poco a poco. Hasta el verano de 1975. De pronto, sin comprender por qué, se vio afectada por una serie de crisis violentas.
—Por culpa de Harry —dijo Gahalowood—. El encuentro con Harry desbordó sus emociones.
—Fue un verano espantoso —dijo el padre Kellergan—. Yo sentía llegar las crisis. Podía casi predecirlas. Era atroz. Se daba golpes con la regla en los dedos y los senos. Llenaba un barreño de agua y metía la cabeza dentro, suplicando a su madre que parase. Y su madre, a través de su voz, la insultaba ferozmente.
—Esos ahogamientos ¿fueron los que ustedes le habían provocado en el pasado?
—¡Jeremy Lewis juraba que no podíamos hacer otra cosa! Me habían dicho que Lewis se creía exorcista, pero nunca habíamos hablado de ello. Y entonces, de pronto, decretó que el Maligno había tomado posesión del cuerpo de Nola y que había que liberarla. Acepté solamente para que no denunciase a Nola a la policía. Jeremy estaba completamente loco, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No tenía elección… ¡En este país encierran a los niños en la cárcel!
—¿Y las fugas? —preguntó Gahalowood.
—Se fugó alguna vez. En una ocasión, durante toda una semana. Lo recuerdo, fue a finales de julio de 1975. ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Para decirles qué? ¿Que mi hija se estaba volviendo loca? Decidí esperar al fin de semana antes de dar la alerta. Pasé una semana buscándola por todas partes, noche y día. Y al final regresó.
—Y el 30 de agosto, ¿qué pasó?
—Tuvo una crisis muy violenta. Nunca la había visto en ese estado. Intenté calmarla, pero no hubo nada que hacer. Entonces fui a refugiarme en el garaje para reparar esa maldita moto. Puse la música lo más alto posible. Permanecí escondido una buena parte de la tarde. Ya conocen el resto: cuando fui a verla, ya no estaba allí… Primero salí a hacer la ronda por el barrio, y oí decir que habían visto a una chica ensangrentada cerca de Side Creek. Comprendí que la situación era grave.
—¿En qué pensó?
—Para ser honesto, primero pensé que Nola se había fugado de casa y que llevaba los estigmas que acababa de provocarse ella misma. Pensé que quizás Deborah Cooper había visto a Nola en plena crisis. Después de todo, era el 30 de agosto, la fecha del incendio de nuestra casa en Jackson.
—¿Había sufrido ya episodios violentos en esa fecha?
—No.
—Entonces ¿qué pudo desencadenar una crisis como aquella?
David Kellergan dudó un instante antes de responder. Travis Dawn comprendió que había que incitarle a hablar.
—Si sabes algo, David, debes decírnoslo. Es muy importante. Hazlo por Nola.
—Cuando volví a su cuarto, ese día, y vi que no estaba, encontré un sobre medio escondido sobre su cama. Un sobre a su nombre. Contenía una carta. Creo que fue esa carta la que provocó la crisis. Era una carta de ruptura.
—¿Una carta? ¡Pero tú nunca nos hablaste de esa carta! —exclamó Travis.
—Porque era una carta escrita por un hombre cuya letra indicaba visiblemente que no tenía edad para vivir una historia de amor con mi hija. ¿Qué querías? ¿Que toda la ciudad pensara que Nola era una zorra? En aquel momento, estaba seguro de que la policía la encontraría y la devolvería a casa. ¡Y entonces habría hecho que la curasen de verdad! ¡De verdad!
—¿Y quién era el autor de esa carta de ruptura? —preguntó Gahalowood.
—Era Harry Quebert.
Nos quedamos con la boca abierta. El padre Kellergan se levantó y desapareció un instante antes de volver con una caja de cartón llena de cartas.
—Las encontré después de su desaparición, escondidas en su habitación, detrás de una tabla suelta. Nola mantenía correspondencia con Harry Quebert.
Gahalowood cogió una carta al azar y la recorrió rápidamente.
—¿Cómo sabe que se trataba de Harry Quebert? —preguntó—. No están firmadas…
—Porque… porque son los textos que figuran en su libro.
Revolví la caja: efectivamente, contenía la correspondencia de Los orígenes del mal, al menos las cartas recibidas por Nola. Estaba todo: las cartas acerca de los dos, las cartas de la clínica de Charlotte’s Hill. Reconocí la letra limpia y perfecta del manuscrito, estaba casi aterrado: todo aquello era real.
—Esta es la famosa última carta —dijo el padre Kellergan entregando un sobre a Gahalowood.
Este la leyó y después me la pasó.
Querida mía:
Esta es mi última carta. Son mis últimas palabras.
Le escribo para decirle adiós.
A partir de hoy, ya no habrá un «nosotros».
Los enamorados se separan y no se vuelven a encontrar, y así terminan las historias de amor.
Querida mía, la echaré de menos. La echaré tanto de menos.
Mis ojos lloran. Todo arde dentro de mí.
No volveremos a vernos más; la echaré tanto de menos.
Espero que sea feliz.
Intento convencerme de que lo nuestro no era más que un sueño, y que ahora debemos despertar.
La echaré de menos toda la vida.
Adiós. La amo como nunca volveré a amar.
—Se corresponde con la última página de Los orígenes del mal —nos explicó entonces Kellergan.
Asentí. Reconocía el texto. Me quedé aturdido.
—¿Desde cuándo sabe que Harry y Nola se escribían? —preguntó Gahalowood.
—Me di cuenta hace sólo unas semanas. En el supermercado me topé con Los orígenes del mal. Acababan de ponerlo de nuevo a la venta. No sé por qué, lo compré. Necesitaba leer ese libro, para intentar comprender. Inmediatamente tuve la impresión de haber leído ciertas frases en alguna parte. El poder de la memoria es asombroso. Y a posteriori, después de pensarlo mucho, todo quedó claro: eran las cartas que había encontrado en la habitación de Nola. No las había tocado desde hacía treinta años, pero estaban impresas en alguna parte de mi mente. Fui a releerlas y entonces comprendí… Esa maldita carta, sargento, volvió a mi hija loca de pena. Quizás Luther Caleb mató a Nola, pero a mis ojos Quebert es tan culpable como él: sin esa crisis, quizás no hubiese huido de la casa y no se habría cruzado con Caleb.
—Esa es la razón por la que fue a ver a Harry al motel… —dedujo Gahalowood.
—¡Sí! Durante treinta y tres años me pregunté quién había escrito esas malditas cartas. Y la respuesta, desde siempre, estaba en las bibliotecas de toda América. Estaba tan irritado que volví aquí a coger mi fusil, pero cuando regresé al motel había desaparecido. Creo que le hubiese matado. ¡Él sabía que era frágil y la presionó hasta el final!
Me quedé pasmado.
—¿Qué quiere decir con él sabía? —pregunté.
—¡Lo sabía todo acerca de Nola! ¡Todo! —exclamó David Kellergan.
—¿Quiere decir que Harry estaba al corriente de los episodios psicóticos de Nola?
—¡Sí! Yo sabía que Nola iba a veces a su casa con la máquina de escribir. Evidentemente, ignoraba el resto. Pensé que estaba bien que conociese a un escritor. Estaba de vacaciones, aquello la distraía. Hasta que ese maldito escritor vino a buscarme las cosquillas porque pensaba que mi mujer le pegaba.
—¿Harry vino a verle ese verano?
—Sí. A mediados de agosto. Días antes de su desaparición.
*
15 de agosto de 1975
Era media tarde. Desde la ventana de su despacho, el reverendo Kellergan vio un Chevrolet negro estacionar en el aparcamiento de la parroquia. Vio a Harry Quebert salir de él y dirigirse rápidamente hacia la entrada principal del edificio. Se preguntó cuál podría ser el motivo de su visita: desde su llegada a Aurora, Harry no había venido nunca al templo. Escuchó el ruido de las hojas de la puerta de entrada, y después pasos en el pasillo. Instantes después le vio aparecer en el umbral de la puerta de su despacho, que estaba abierta.
—Hola, Harry —dijo—. Qué feliz sorpresa.
—Hola, reverendo. ¿Le molesto?
—Para nada. Entre, se lo ruego.
Harry entró en la habitación y cerró la puerta tras él.
—¿Va todo bien? —preguntó el reverendo Kellergan—. No tiene buena cara.
—Vengo a hablarle de Nola…
—Oh, qué casualidad: quería darle las gracias. Sé que va a veces a su casa, y vuelve siempre muy contenta. Espero que no le moleste… Gracias a usted tiene las vacaciones ocupadas.
Harry seguía circunspecto.
—Ha venido esta mañana. Estaba llorando. Me lo ha contado todo acerca de su mujer…
El reverendo palideció.
—De… ¿de mi mujer? ¿Qué le ha contado?
—¡Que le pega! ¡Que hunde su cabeza en un barreño de agua helada!
—Harry, yo…
—Se acabó, reverendo. Lo sé todo.
—Harry, es algo más complicado… Yo…
—¿Más complicado? ¿Está intentando convencerme de que existe una buena razón que justifique el maltrato? ¿Eh? Voy a ir a ver a la policía, reverendo. Lo voy a contar todo.
—No, Harry… No haga eso…
—Claro que voy a ir. ¿Qué se ha creído? ¿Que no me voy a atrever a denunciarle porque es usted un hombre de Iglesia? ¡Usted no es nada! ¿Qué clase de hombre deja que su mujer pegue a su hija?
—Harry, escúcheme, se lo ruego. Creo que hay un terrible malentendido del que deberíamos hablar tranquilamente.
*
—Ignoro lo que Nola había contado a Harry —nos explicó el reverendo—. No era el primero en figurarse que algo no iba bien, pero hasta entonces sólo me había enfrentado a amigos de Nola, niños cuyas preguntas podía eludir fácilmente. Ese caso era distinto. Así que tuve que confesar que la madre de Nola sólo existía en su cabeza. Le supliqué que no se lo contara a nadie, pero entonces empezó a meterse en lo que no le concernía, a decirme lo que debía hacer con mi propia hija. ¡Quería que la mandase al hospital! Le dije que se metiese en sus asuntos… Y después, una semana más tarde, Nola desapareció.
—Y luego evitó cruzarse con Harry durante treinta años —dije—. Porque eran las dos únicas personas que conocían el secreto de Nola.
—Era mi única hija, ¿lo entienden? Quería que todo el mundo conservase un buen recuerdo de ella. No que pensasen que estaba mal de la cabeza. ¡De hecho, no lo estaba! ¡Sólo era frágil! Y además, si la policía hubiese sabido la verdad de sus crisis, no habrían efectuado todas esas búsquedas para encontrarla. ¡Habrían dicho que era una loca y que se había fugado!
Gahalowood se volvió hacia mí.
—¿Qué significa todo esto, escritor?
—Que Harry nos ha mentido: no estuvo esperándola en el motel. Quería romper con ella. Sabía desde siempre que iba a romper con Nola. Nunca tuvo intención de huir con ella. El 30 de agosto de 1975, Nola recibió una última carta de Harry en la que le decía que se había marchado sin ella.
Después de las revelaciones del padre Kellergan, Gahalowood y yo volvimos inmediatamente al cuartel general de la policía estatal, en Concord, para comparar la letra de la carta con la última página del manuscrito encontrado junto a Nola: eran idénticas.
—¡Lo había previsto todo! —exclamé—. Sabía que iba a abandonarla. Lo sabía desde siempre.
Gahalowood asintió:
—Cuando ella le propone huir, él sabe que no se marchará con ella. No se ve cargando con una chica de quince años.
—Y sin embargo, ella había leído el manuscrito —apunté.
—Por supuesto, pero ella cree que es una novela. Ignora que es su historia exacta la que ha escrito Harry y que el final ya está sellado: Harry no quiere saber nada de ella. Stefanie Larjinjiak nos decía que se carteaban y que Nola acechaba la llegada del cartero. El sábado por la mañana, el día de la fuga, día en que se imagina que se marcha hacia la felicidad con el hombre de su vida, va a ver por última vez el buzón. Quiere asegurarse de que no hay una carta olvidada que pudiese comprometer su fuga revelando información importante. Pero encuentra esa nota de él, en la que le dice que todo ha terminado.
Gahalowood estudió el sobre que contenía la última carta.
—En el sobre hay una dirección, pero no tiene sello ni tampón —dijo—. Fue directamente depositada en el buzón.
—¿Quiere decir por Harry?
—Sí. Sin duda, la dejó durante la noche, antes de huir, lejos. Lo hizo probablemente en el último minuto, en la noche del viernes al sábado. Para que ella no fuese al motel. Para que comprendiese que nunca habría cita. El sábado, cuando descubre su nota, le invade una intensa rabia, se descompensa, tiene una crisis terrible y se martiriza a ella misma. El padre Kellergan, aterrorizado, se encierra una vez más en el garaje. Cuando recobra la razón, Nola relaciona la nota con el manuscrito. Quiere explicaciones. Toma el manuscrito y se marcha camino del motel. Espera que no sea verdad, que Harry esté allí. Pero por el camino se cruza con Luther. Y la cosa acaba mal.
—Pero, entonces, ¿por qué Harry vuelve a Aurora al día siguiente de su desaparición?
—Se entera de que Nola ha desaparecido. Él le ha dejado esa carta, y es presa del pánico. Ciertamente se preocupa por ella, probablemente se siente culpable, pero, sobre todo, imagino que teme que alguien descubra esa carta, o el manuscrito, y le meta en problemas. Prefiere estar en Aurora para seguir la evolución de la situación, quizás incluso para recuperar pruebas que considera comprometedoras.
Había que encontrar a Harry. Debía hablar con él sin falta. ¿Por qué me hizo creer que había estado esperando a Nola cuando en realidad le había escrito una carta de despedida? Gahalowood lanzó una orden general de búsqueda, basándose en los movimientos de sus tarjetas de crédito y las llamadas telefónicas. Pero su tarjeta de crédito no había sido utilizada y su teléfono ya no emitía. Consultando la base de datos de aduanas, descubrimos que había cruzado el puesto de Derby Line, en Vermont, y que había entrado en Canadá.
—¿Por qué ha pasado la frontera con Canadá? —dijo Gahalowood—. ¿Por qué Canadá?
—Piensa que es el paraíso de los escritores —respondí—. En el manuscrito que me dejó, Las gaviotas de Aurora, acaba allí con Nola.
—Sí, pero le recuerdo que su libro no cuenta la verdad. No sólo Nola está muerta, sino que parece ser que nunca pensó huir con ella. Sin embargo, nos deja este manuscrito, en el que Nola y él se encuentran en Canadá. Entonces ¿dónde está la verdad?
—¡No entiendo nada! —protesté—. ¿Por qué diablos ha huido?
—Porque tiene algo que ocultar. Pero no sabemos exactamente qué.
En aquel momento lo ignorábamos, pero todavía íbamos a vivir más sorpresas. Dos acontecimientos relevantes aportarían pronto respuestas a nuestras preguntas.
Esa misma noche, informé a Gahalowood de que cogía un vuelo para Nueva York al día siguiente.
—¿Cómo que se vuelve a Nueva York? ¡Está usted completamente loco, escritor! ¡Estamos llegando al final! Deme su carné de identidad, se lo voy a confiscar.
Sonreí.
—No le abandono, sargento. Pero ha llegado el momento.
—¿El momento de qué?
—De ir a votar. América tiene una cita con la Historia.
*
Ese 5 de noviembre de 2008, a mediodía, mientras Nueva York seguía celebrando la elección de Obama, yo tenía cita con Barnaski para comer en el Pierre. La victoria demócrata le había puesto de buen humor: «¡Me gustan los Blacks! —me dijo—. ¡Me gustan los Blacks guapos! Si le invitan a la Casa Blanca, ¡lléveme con usted! Bueno, ¿qué es eso tan importante que tenía que decirme?».
Le conté lo que había descubierto acerca de Nola y de su diagnóstico de psicosis infantil, y su rostro se iluminó.
—¿Así que las escenas de maltrato de la madre que describe en su libro eran infligidas por la misma Nola?
—Sí.
—¡Formidable! —gritó en medio del restaurante—. ¡Su libro es una especie de predicción! El mismo lector se sumerge en un momento de demencia, pues el personaje de la madre existe sin existir realmente. ¡Es usted un genio, Goldman! ¡Un genio!
—No, simplemente me equivoqué. Me dejé engañar por Harry.
—¿Harry estaba al corriente?
—Sí. Y además, ha desaparecido de la faz de la Tierra.
—¿Y eso?
—Está ilocalizable. Aparentemente ha cruzado la frontera con Canadá. Me ha dejado como única pista un mensaje sibilino y un manuscrito inédito sobre Nola.
—¿Tiene usted los derechos?
—¿Cómo dice?
—Del manuscrito inédito. ¿Tiene usted los derechos? ¡Se los compro!
—¡Pero bueno, Roy! ¡Esa no es la cuestión!
—Oh, perdón. Sólo preguntaba.
—Hay un detalle que falta. Hay algo que no he entendido. Ese asunto de la psicosis infantil. Harry desaparece. Falta una pieza del rompecabezas, lo sé, pero estoy perdido.
—Se angustia usted demasiado, Marcus, y créame, las angustias no sirven para nada. Vaya a visitar al doctor Freud y que le recete unas pastillas para relajarse. Por mi parte, voy a hablar con la prensa, prepararemos un comunicado acerca de la enfermedad de la chiquilla, haremos creer a todo el mundo que lo sabíamos desde el principio pero que era la sorpresa final: una forma de mostrar que la verdad está a veces escondida y que no hay que limitarse a las primeras impresiones. Los que nos desacreditaron se cubrirán de ridículo y se dirá de usted que es un gran predecesor. Y encima, se volverá a hablar de su libro, y volveremos a vender un buen número de ejemplares. Porque con algo así, incluso los que no tenían intención alguna de comprarlo no podrán resistir la curiosidad de saber cómo ha representado usted a la madre. Goldman, es usted un genio. Yo pago la comida.
Hice una mueca y le dije:
—No estoy convencido, Roy. Me gustaría tener tiempo de profundizar algo más.
—¡Pero es que usted nunca está convencido, amigo mío! No tenemos tiempo de «profundizar», como usted dice. Es usted un poeta, se cree que el tiempo que pasa tiene un sentido, pero el tiempo que pasa es o dinero que se gana, o dinero que se pierde. Y yo soy un partidario fervoroso de la primera solución. Además, quizás no se ha dado cuenta, pero tenemos desde ayer un nuevo Presidente, guapo, negro y muy popular. Según mis cálculos, oiremos hablar de él en todas partes durante una semana larga. Una semana en la que sólo habrá lugar para él. Es inútil comunicarse con los medios durante ese periodo, como mucho apareceríamos en un suelto al lado de la sección de perros atropellados. Así que esperaré una semana para ponerme en contacto con la prensa. Eso le deja algo de tiempo. A menos, por supuesto, que una banda de sudistas con sombrero puntiagudo se cargue a nuestro nuevo Presidente, lo que nos impediría acceder a la primera página por lo menos durante un mes. Sí, un mes largo. Imagínese el desastre: dentro de un mes entramos en Navidad, y entonces nadie prestará atención alguna a nuestras historias. Así que dentro de una semana difundimos la historia esa de la psicosis infantil. Suplementos en los periódicos y todo el circo. Si tuviera más margen, editaría urgentemente un librito destinado a los padres. Del tipo: Detectar la psicosis infantil o cómo evitar que su hijo se convierta en la nueva Nola Kellergan y le queme vivo durante su sueño. Podría ser un exitazo. Una lástima, pero no tenemos tiempo.
Sólo me quedaba una semana antes de que Barnaski lo contase todo. Una semana para comprender lo que todavía se me escapaba. Pasaron entonces cuatro días. Cuatro días estériles. Llamaba sin cesar a Gahalowood, que no tenía otra opción que darse por vencido. La investigación estaba estancada, no avanzaba. Después, en la noche del quinto día, un acontecimiento cambiaría el curso de la investigación. Fue el 10 de noviembre, poco antes de medianoche. La casualidad de una patrulla quiso que el agente de policía de carretera Dean Forsyth detuviese un coche en la carretera que une Montburry con Aurora, tras haber constatado que se había saltado un stop y que circulaba por encima de la velocidad autorizada. Hubiera podido ser una infracción banal si el comportamiento del conductor del vehículo, que parecía nervioso y sudaba en abundancia, no hubiese intrigado al policía.
—¿De dónde viene, señor? —había preguntado el agente Forsyth.
—De Montburry.
—¿Qué hacía usted allí?
—Estaba… estaba en casa de unos amigos.
—¿Sus nombres?
Las dudas y el brillo de pánico que vio en la mirada del conductor intrigaron aún más al agente Forsyth. Apuntó con su linterna al rostro del hombre y vio un arañazo en su mejilla.
—¿Qué le ha pasado en la cara?
—Una rama baja de un árbol, que no he visto.
El agente no estaba convencido.
—¿Por qué conducía tan rápido?
—Yo… lo siento. Tenía prisa. Tiene usted razón, no debí…
—¿Ha bebido usted, señor?
—No.
El control de alcoholemia confirmó que el hombre efectivamente no había consumido alcohol. El vehículo estaba en regla y, barriendo el interior con el haz de su linterna, el agente no vio ningún bote de medicamentos vacío u otro embalaje como los que solía haber en el asiento de atrás de los coches de toxicómanos. Sin embargo, tenía una intuición: algo le decía que ese hombre estaba demasiado agitado y a la vez tranquilo como para no investigar más. De pronto vio algo que se le había escapado: sus manos estaban sucias, sus zapatos cubiertos de barro y sus pantalones empapados.
—Salga del vehículo, señor —le ordenó Forsyth.
—Pero… ¿por qué? ¿Eh, por qué?
—Obedezca y salga del vehículo.
El hombre vaciló, y el agente Forsyth, molesto, decidió sacarlo por la fuerza y proceder a su arresto por resistencia a la autoridad. Le llevó hasta la central de policía del condado, donde él mismo se encargó de tomar las fotos reglamentarias y del análisis electrónico de huellas digitales. La información que apareció en la pantalla del ordenador le dejó perplejo durante un instante. Así que, aunque era la una y media de la madrugada, descolgó el teléfono, considerando que el descubrimiento que acababa de hacer era lo bastante importante como para sacar de la cama al sargento Perry Gahalowood, de la brigada criminal de la policía estatal.
Tres horas más tarde, alrededor de las cuatro y media de la mañana, fui despertado a mi vez por una llamada telefónica.
—¿Escritor? Gahalowood al aparato. ¿Dónde está?
—¿Sargento? —respondí medio atontado—. Estoy en la cama, en Nueva York. ¿Dónde quiere que esté? ¿Qué pasa?
—Lo hemos pescado —dijo.
—¿Perdón? ¿Cómo dice?
—El incendiario de la casa de Harry… Lo hemos detenido esta noche.
—¿Qué?
—¿Está usted sentado?
—Estoy incluso acostado.
—Mejor. Porque se podría caer de espaldas.