EXTRACTO DEL CASO HARRY QUEBERT

Viernes 27 de junio de 2008. 7.30 horas. Espero al sargento Perry Gahalowood. Hace apenas diez días que empezó este caso, pero tengo la impresión de que han pasado meses. Creo que la pequeña ciudad de Aurora esconde extraños secretos, que la gente dice mucho menos de lo que realmente sabe. La cuestión es saber por qué todo el mundo calla… Ayer por la noche, encontré de nuevo ese mensaje: Vuelve a tu casa, Goldman. Alguien está jugando con mis nervios.

Me pregunto lo que Gahalowood me dirá acerca de mi descubrimiento sobre Elijah Stern. Me informé sobre el tema en Internet: es el último heredero de un imperio financiero que dirige con éxito. Nació en 1933, en Concord, donde sigue viviendo. Ahora tiene setenta y cinco años.

Escribí estas líneas mientras esperaba a Gahalowood, ante su despacho, en un pasillo del cuartel general de la policía estatal en Concord. La voz ronca del sargento me interrumpió de pronto:

—¿Escritor? ¿Qué está haciendo aquí?

—He descubierto cosas sorprendentes, sargento. Tengo que contárselas.

Abrió la puerta de su despacho, dejó su vaso de café sobre una mesita auxiliar, tiró su chaqueta sobre una silla y subió las persianas. Después me dijo, mientras seguía con lo que estaba haciendo:

—Podría haberme llamado por teléfono, ¿sabe? Es lo que hace la gente civilizada. Hubiéramos fijado una cita y se habría presentado usted a una hora que nos conviniese a los dos. Hacer las cosas bien, en resumen.

Yo le solté de un tirón:

—Nola tenía un amante, un tal Elijah Stern. Harry recibió cartas anónimas en la época de su relación con Nola, así que alguien estaba al corriente.

Me miró estupefacto:

—¿Cómo diablos se ha enterado de todo eso?

—Estoy haciendo mis propias pesquisas, ya se lo dije.

Volvió a adoptar su mueca de hastío.

—Me está usted tocando los cojones, escritor. Está poniendo patas arriba mi caso.

—¿Está de mal humor, sargento?

—Sí. Porque son las siete de la mañana y ya está usted gesticulando en mi despacho.

Le pregunté si podía hacerle un esquema en algún sitio. Con expresión resignada me condujo a una habitación contigua. Clavadas con chinchetas sobre un tablón de corcho había fotos de Side Creek y Aurora. Me señaló una pizarra blanca al lado y me tendió un rotulador.

—Venga —suspiró—, le escucho.

Escribí en la pizarra el nombre de Nola y dibujé flechas para unir los nombres de las personas relacionadas con el caso. El primero fue Elijah Stern, y después Nancy Hattaway.

—¿Y si Nola Kellergan no era la niña modelo que todo el mundo nos describe? —dije—. Sabemos que tuvo una relación con Harry. Ahora sé que tuvo otra relación, en ese mismo periodo, con un tal Elijah Stern.

—¿Elijah Stern, el hombre de negocios?

—El mismo.

—¿Quién le ha contado esas sandeces?

—La mejor amiga de Nola de entonces. Nancy Hattaway.

—¿Cómo la ha encontrado?

—Por el yearbook del instituto de Aurora, del año 1975.

—Bueno. ¿Y qué está intentando decirme, escritor?

—Que Nola era una chiquilla infeliz. A principios de verano de 1975, su historia con Harry se complica: él la rechaza y ella se deprime. Además, su madre le pone la mano encima con frecuencia. Sargento: cuanto más lo pienso más creo que su desaparición es consecuencia de extraños acontecimientos que se produjeron ese verano, contrariamente a lo que todo el mundo quiere creer.

—Continúe.

—Pues bien, estoy convencido de que otras personas sabían lo de Harry y Nola. Esa Nancy Hattaway, quizás, pero no estoy seguro: dice que lo ignoraba todo y parece sincera. En todo caso, alguien mandaba cartas anónimas a Harry…

—¿Referentes a Nola?

—Sí, mire. Las encontré en su casa —dije, enseñándole una de las cartas que había traído conmigo.

—¿En su casa? Pero si la registramos.

—Eso no importa. Pero quiere decir que alguien está al corriente desde siempre.

Leyó el texto en voz alta:

Sé lo que le hizo a esa chiquilla de 15 años. Y pronto toda la ciudad lo sabrá. ¿Cuándo recibió Quebert estas cartas?

—Justo después de la desaparición de Nola.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo ser el autor?

—Ninguna, por desgracia.

Me volví hacia el tablón de corcho repleto de fotografías y notas.

—¿Es su investigación, sargento?

—En efecto. Empecemos desde el principio, si quiere. Nola Kellergan desapareció la noche del 30 de agosto de 1975. El informe de la policía de Aurora de la época indica que no fue posible establecer si fue secuestrada o si se trató de una fuga que acabó mal: ni rastro de lucha, ni testigos. Sin embargo, ahora nos inclinamos firmemente hacia la pista del secuestro. Sobre todo porque no llevaba ni dinero ni equipaje.

—Yo creo que se fugó —dije.

—Bueno. Partamos de esa hipótesis, entonces —sugirió Gahalowood—. Salta por la ventana y se fuga. ¿Adónde va?

Había llegado la hora de revelarle lo que sabía.

—Iba a reunirse con Harry —respondí.

—¿Eso cree?

—Lo sé. Me lo ha dicho. No se lo he comentado hasta ahora porque temía comprometerle, pero creo que ha llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa: la noche de la desaparición, Nola había quedado con Harry en un motel de la federal 1. Para huir juntos.

—¿Huir? Pero ¿por qué? ¿Cómo? ¿Adónde?

—Eso lo ignoro. Pero espero enterarme. En todo caso, la famosa noche, Harry estaba esperando a Nola en una habitación de ese motel. Ella le había dejado una nota para decirle que se reuniría con él allí. La esperó toda la noche. Ella no apareció.

—¿Qué motel? ¿Y dónde está esa nota?

—El Sea Side Motel. Pocas millas al norte de Side Creek. Pasé por allí, todavía existe. En cuanto a la nota…, la quemé para proteger a Harry…

—¿La quemó? Pero ¿está usted completamente loco, escritor? ¿En qué estaba pensando? ¿Quiere que le condenen por destrucción de pruebas?

—No debí hacerlo. Lo siento, sargento.

Gahalowood, sin dejar de refunfuñar, agarró un mapa de Aurora y sus alrededores y lo extendió sobre una mesa. Me mostró el centro de la ciudad, señaló la federal 1 que bordeaba la costa, Goose Cove y después el bosque de Side Creek. Reflexionó en voz alta:

—Si yo fuera una chiquilla que quisiese fugarse sin ser vista, habría ido hasta la playa más cercana a mi casa y habría bordeado el mar hasta llegar a la carretera. Es decir, o hacia Goose Cove o hacia…

—Side Creek —dije—. Hay un sendero que cruza el bosque y que une la orilla del mar con el motel.

—¡Bingo! —exclamó Gahalowood—. Podríamos imaginar sin aventurarnos demasiado que la chiquilla se largó de su casa. Terrace Avenue está aquí… y la playa más cercana es… ¡Grand Beach! Así que pasó por la playa y fue caminando junto al océano hasta el bosque. Pero ¿qué pudo pasar después en ese maldito bosque?

—Podríamos pensar que al atravesar el bosque tuvo un mal encuentro. Un pervertido que intenta abusar de ella, y después coge una rama pesada y la asesina.

—Podríamos, escritor, pero omite un detalle que plantea muchas preguntas: el manuscrito. Y esa nota, escrita a mano. Adiós, mi querida Nola. Eso quiere decir que el que mató y enterró a Nola la conocía, y que sentía algo por ella. Y suponiendo que esa persona no fuera Harry, alguien tendría que explicarme cómo fue encontrada en posesión de su manuscrito.

—Nola lo llevaba con ella. Eso está claro. A pesar de fugarse, no quiere llevar equipaje consigo: correría el riesgo de llamar la atención, sobre todo si sus padres la sorprenden en el momento de marcharse. Y además, no necesita nada: se imagina que Harry es rico, que comprarán todo lo que haga falta para su nueva vida. Entonces ¿qué es la única cosa que se lleva? La que no se puede reemplazar: el manuscrito del libro que Harry acaba de escribir y que ella se ha llevado como hace normalmente. Sabe que ese manuscrito es importante para él, lo mete en su bolso y huye de su casa.

Gahalowood consideró mi teoría durante un instante.

—Así que, según usted —me dijo—, el asesino entierra el bolso junto a ella para librarse de las pruebas.

—Exacto.

—Pero eso no nos explica por qué hay esa nota de amor escrita en el mismo texto.

—Es una buena pregunta —concedí—. Tal vez es la prueba de que el asesino de Nola la amaba. ¿Deberíamos considerar el móvil de un crimen pasional? ¿Un arrebato de rabia que, una vez pasado, empuja al asesino a escribir esa nota para no dejar la tumba anónima? ¿Alguien que amaba a Nola y que no soportó su relación con Harry? ¿Alguien que estaba al corriente de la huida y que, incapaz de disuadirla, prefirió matarla a perderla? Es una hipótesis que se sostiene, ¿no?

—Se sostiene, escritor. Pero, como dice, no es más que una hipótesis y ahora habrá que verificarla. Como las demás. Bienvenido al difícil y meticuloso trabajo de la poli.

—¿Qué propone, sargento?

—Hemos procedido a realizar un examen grafológico de Quebert, pero habrá que esperar un poco los resultados. Queda otro punto por aclarar: ¿por qué enterraron a Nola en Goose Cove? Está cerca de Side Creek: ¿por qué tomarse la molestia de transportar un cuerpo para enterrarlo a dos millas de allí?

—Sin cuerpo no hay asesinato —sugerí.

—Lo mismo pensé yo. El asesino se sintió quizás cercado por la policía. Tuvo que contentarse con un lugar cercano.

Contemplamos la pizarra en la que había terminado de escribir mi lista de nombres.

—Toda esa gente tiene una relación probable con Nola o con el caso —dije—. Podría incluso ser una lista de potenciales culpables.

—Sobre todo es una lista que nos deja más confundidos de lo que estábamos —concluyó Gahalowood.

Ignoré sus recriminaciones e intenté desarrollar mi lista.

—Nancy sólo tenía quince años en 1975 y ningún móvil, creo que podemos eliminarla. En cuanto a Tamara Quinn, repite a quien quiere escucharla que estaba al corriente de lo de Harry y Nola… Quizás es la autora de las cartas anónimas a Harry.

—Por lo que respecta a las mujeres —me interrumpió Gahalowood—, no lo tengo claro. Se necesita una fuerza enorme para partir un cráneo de esa forma. Me inclinaría más por un hombre. Y, sobre todo, Deborah Cooper identificó claramente al perseguidor de Nola como un hombre.

—¿Y los Kellergan? La madre pegaba a su hija…

—Pegar a una hija no es para presumir, pero está muy lejos de la salvaje agresión que sufrió Nola.

—He leído en Internet que en los casos de desaparición de niños, el culpable es a menudo un miembro del círculo familiar.

Gahalowood levantó la mirada al cielo:

—Y yo he leído en Internet que era usted un gran escritor. Ya ve que en Internet todo son mentiras.

—No olvidemos a Elijah Stern. Creo que deberíamos interrogarle inmediatamente. Nancy Hattaway dice que enviaba a su chófer, Luther Caleb, a buscar a Nola para llevarla hasta su propiedad en Concord.

—Pare un momento, escritor: Elijah Stern es un hombre influyente que pertenece a una importantísima familia. Es muy poderoso. El tipo de persona a la que el fiscal no iría a tocar las narices sin unas pruebas abrumadoras en las que apoyarse. ¿Qué tiene contra él, aparte de su testigo, que era una niña en la época de los hechos? Hoy su testimonio no vale nada. Se necesitan elementos sólidos, pruebas. He diseccionado los informes de la policía de Aurora: no mencionan ni a Harry, ni a Stern, ni a ese Luther Caleb.

—Sin embargo, Nancy Hattaway me dio la impresión de ser alguien fiable…

—No digo lo contrario, pero simplemente desconfío de los recuerdos que surgen treinta años más tarde, escritor. Voy a intentar informarme sobre esa historia, pero necesito más pruebas para plantearme en serio hacerle una visita a Stern. No me voy a jugar el trasero yendo a interrogar a un tipo que juega al golf con el gobernador sin tener un mínimo de elementos contra él.

—A todo esto hay que añadir el hecho de que los Kellergan se mudaron de Alabama a Aurora por una razón bien precisa pero que todo el mundo ignora. El padre dice que venían buscando aire fresco, pero Nancy Hattaway me comentó que Nola había mencionado un acontecimiento que se había producido cuando ella y su familia vivían en Jackson.

—Hum. Vamos a tener que profundizar en todo eso, escritor.

*

Decidí no decir nada sobre Elijah Stern a Harry mientras no tuviese pruebas más sólidas. En cambio, informé a Roth porque me parecía que ese dato podría resultar primordial para la defensa de Harry.

—¿Que Nola Kellergan tuvo una relación con Elijah Stern? —dijo atragantándose por teléfono.

—Como se lo cuento. Lo he sabido de buena fuente.

—Buen trabajo, Marcus. Haremos subir a Stern al estrado, le presionaremos y daremos la vuelta a la situación. Imagínese la cara del jurado cuando Stern, tras haber prestado juramento sobre la santa Biblia, les cuente los detalles picantes de sus ratos de cama con la pequeña Kellergan.

—No diga nada a Harry, por favor. No mientras yo no sepa más a propósito de Stern.

Esa misma tarde me presenté en la prisión, donde Harry corroboró lo que me había revelado Nancy Hattaway.

—Nancy Hattaway me ha contado lo de los golpes que recibía Nola —dije.

—Esos golpes eran algo terrible, Marcus.

—También me ha contado que, a principios de aquel verano, Nola parecía muy triste y melancólica.

Harry asintió con la cabeza con tristeza:

—Cuando intenté rechazar a Nola la hice muy desgraciada, y aquello tuvo un resultado catastrófico. El fin de semana de la fiesta nacional, después de ir a Concord con Jenny, me sentía completamente trastornado por mis sentimientos hacia Nola. Tenía que alejarme de ella como fuese. Así que el sábado 5 de julio decidí no ir al Clark’s.

Y mientras grababa lo que Harry me contaba del desastroso fin de semana del 5 y 6 de julio de 1975, comprendí que Los orígenes del mal trazaba con precisión su historia con Nola, mezclando relato y extractos de correspondencia auténticos. Harry no había escondido nada a propósito: desde siempre había confesado su historia de amor imposible a todo el país. De hecho, acabé interrumpiéndole para decirle:

—Pero Harry, ¡todo eso está en su libro!

—Todo, Marcus, todo. Pero nadie intentó nunca comprenderlo. Todo el mundo hacía grandes análisis de texto, hablando de alegorías, símbolos y figuras estilísticas cuyo alcance yo mismo no consigo ver. Y todo lo que había hecho era escribir un libro sobre Nola y yo.

*

Sábado 5 de julio de 1975

Eran las cuatro de la mañana. Las calles de la ciudad estaban desiertas, sólo resonaba la cadencia de sus pasos. Sólo pensaba en ella. Desde que había decidido que debía dejar de frecuentarla, ya no conseguía dormir. Se despertaba espontáneamente antes del alba y no lograba volver a conciliar el sueño. Se vestía entonces con ropa deportiva y salía a correr. Corría por la playa, perseguía a las gaviotas, imitaba su vuelo, y seguía galopando, hasta llegar a Aurora. Había sus buenas cinco millas desde Goose Cove; las recorría como una flecha. En principio, tras haber atravesado la ciudad de cabo a rabo, fingía enfilar el camino a Massachusetts, como si huyese, antes de detenerse en Grand Beach, donde contemplaba el amanecer. Pero esa mañana, cuando llegó al barrio de Terrace Avenue, se detuvo para recuperar el aliento y caminó un momento entre las filas de casas, cubierto de sudor, sintiendo su propio latido en las sienes.

Pasó delante de la casa de los Quinn. La velada de la víspera con Jenny había sido sin duda la más aburrida de su vida. Jenny era una chica formidable, pero no le hacía reír, ni soñar. La única que le hacía soñar era Nola. Siguió caminando y bajó la calle, hasta llegar a la casa prohibida: la de los Kellergan, allí donde, el día anterior, había dejado a Nola llorando. Se había esforzado en mostrarse frío, para que comprendiese, pero ella no había comprendido nada. Había dicho: «¿Por qué me hace esto, Harry? ¿Por qué es tan malo?». Había estado pensando en ella toda la velada. En Concord, durante la cena, hasta se había ausentado un momento para telefonear desde una cabina. Había pedido a la operadora que le pusiese con los Kellergan en Aurora, y nada más escuchar el tono de llamada, había colgado. Al volver a la mesa, Jenny le había preguntado si se encontraba bien.

Inmóvil sobre la acera, escrutaba las ventanas. Intentaba imaginarse en qué habitación dormiría. N-O-L-A. Mi querida Nola. Permaneció así un buen rato. De pronto, le pareció oír un ruido; quiso alejarse pero tropezó con los cubos metálicos de basura, que se volcaron con gran estrépito. Se encendió una luz en la casa y Harry huyó a toda velocidad: volvió a Goose Cove y se instaló en su despacho para intentar escribir. Estaban a primeros de julio y todavía no había empezado su gran novela. ¿Cuál sería su futuro? ¿Qué pasaría si no conseguía escribir? Volvería a su vida de infelicidad. Nunca sería escritor. Nunca sería nada. Por primera vez, pensó en matarse. Sobre las siete de la mañana, se durmió sobre su mesa, la cabeza apoyada en hojas de apuntes, rotas y cubiertas de tachones.

A las doce y media, en el servicio para empleados del Clark’s, Nola se mojaba la cara con agua con la esperanza de hacer desaparecer el rojo que marcaba sus ojos. Había llorado toda la mañana. Era sábado y Harry no había venido. Ya no quería verla más. Los sábados en el Clark’s era su cita semanal: por primera vez, él había faltado. Sin embargo, cuando se despertó, todavía estaba llena de esperanza: pensó que iría a pedirle perdón por haber sido malo y que ella evidentemente le perdonaría. Ante la idea de volver a verle le había vuelto el buen humor, y en el momento de prepararse había puesto un poco de rosa en sus mejillas, para gustarle. Pero a la hora del desayuno, su madre la había reñido con dureza:

—Nola, quiero saber qué me estás ocultando.

—No te oculto nada, mamá.

—¡No mientas a tu madre! ¿Piensas que no me he dado cuenta? ¿Te crees que soy imbécil?

—¡Claro que no, mamá! ¡Nunca pensaría algo parecido!

—¿Te crees que no me he dado cuenta de que te pasas el día fuera, de que estás de magnífico humor y de que te pones colorete en las mejillas?

—No hago nada malo, mamá. Te lo prometo.

—¿Te crees que no sé que fuiste a Concord con esa desvergonzada de Nancy Hattaway? ¡Eres una mala hija, Nola! ¡Me avergüenzas!

El reverendo Kellergan abandonó la cocina para encerrarse en el garaje. Lo hacía siempre durante las peleas, no quería saber nada. Encendió el tocadiscos para no oír los golpes.

—Mamá, te prometo que no hago nada malo —repitió Nola.

Louisa Kellergan miró fijamente a su hija con una mezcla de asco y desprecio. Después exclamó con sarcasmo:

—¿Nada malo? Sabes por qué nos fuimos de Alabama… Sabes por qué, ¿verdad? ¿Quieres que te refresque la memoria? ¡Ven aquí!

La agarró del brazo y la arrastró hasta su habitación. La hizo desnudarse ante ella y la miró temblar de miedo en ropa interior.

—¿Por qué llevas sujetador? —preguntó Louisa Kellergan.

—Porque tengo pecho, mamá.

—¡No deberías tener pecho! ¡Eres demasiado joven! ¡Quítate el sujetador y ven aquí!

Nola se desnudó y se acercó a su madre, que había cogido una regla metálica del escritorio de su hija. Primero la miró de arriba abajo y después, alzando la regla, la golpeó en los pezones. La golpeó con mucha fuerza, varias veces, y cuando su hija se retorcía de dolor, le ordenaba mantenerse tranquila o le pegaría aún más. Y mientras pegaba a su hija, Louisa repetía: «No se debe mentir a una madre. No hay que ser una mala hija, ¿comprendes? ¡Deja de tomarme por una imbécil!». Desde el garaje se oía jazz a todo volumen.

Nola sólo pudo sacar fuerzas para ir a su trabajo en el Clark’s porque sabía que allí vería a Harry. Él era el único que hacía que tuviera ganas de vivir, y quería vivir con él. Pero no había venido. Presa de la angustia, se había pasado toda la mañana llorando, escondida en el servicio. Se miraba en el espejo, levantándose la blusa y contemplando sus magullados senos: estaba cubierta de cardenales. Se decía que su madre tenía razón: era malvada y fea, y ese era el motivo por el que Harry no quería saber nada de ella.

De pronto llamaron a la puerta. Era Jenny:

—¡Nola! ¿Qué estás haciendo? ¡El restaurante está a tope! ¡Hay que ir a servir!

Nola abrió la puerta, aterrorizada: ¿habrían llamado los demás a Jenny para quejarse de que se había pasado la mañana en el servicio? Pero no, Jenny había aparecido en el Clark’s por casualidad. O más bien con la esperanza de encontrar a Harry allí. Al llegar, había constatado que el servicio de sala no marchaba bien.

—¿Has estado llorando? —preguntó Jenny al ver el rostro apesadumbrado de Nola.

—Yo… no me siento bien.

—Lávate la cara con agua y ven conmigo a la sala. Te ayudaré durante la hora punta. En la cocina cunde el pánico.

Al terminar el turno de mediodía, cuando volvió la calma, Jenny sirvió una limonada a Nola para tratar de animarla.

—Bébetela —dijo con cariño—, te sentirás mejor.

—Gracias. ¿Vas a decirle a tu madre que hoy he trabajado mal?

—No te preocupes, no diré nada. Todo el mundo puede tener un momento difícil. ¿Qué te ha pasado?

—Penas de amor.

Jenny sonrió:

—¡Pero bueno, si todavía eres muy joven! Un día encontrarás a alguien para ti.

—No lo sé…

—Vamos, vamos. ¡No estés tan triste! Ya verás, todo llega. Mira, hace poco yo estaba en tu misma situación. Me sentía sola y desgraciada. Y entonces Harry llegó a la ciudad y…

—¿Harry? ¿Harry Quebert?

—¡Sí! ¡Es tan maravilloso! Escucha… Todavía no es oficial y no debería decirte nada, pero en el fondo somos un poco amigas, ¿verdad? Me siento tan feliz de poder contárselo a alguien: Harry me quiere. ¡Me quiere! Escribe textos de amor sobre mí. Ayer por la tarde me llevó a Concord por la fiesta nacional. Fue tan romántico.

—¿Ayer por la tarde? ¿No estaba con su editor?

—¡Te digo que estaba conmigo! Fuimos a ver los fuegos artificiales sobre el río, ¡fue maravilloso!

—Entonces, Harry y tú… estáis… ¿estáis juntos?

—¡Sí! Ay, Nola, ¿no te alegras por mí? Sobre todo, no digas nada a nadie. No quiero que todo el mundo lo sepa. Ya sabes cómo es la gente: enseguida se pone celosa.

Nola sintió cómo su corazón se encogía y de pronto le dolió tanto que tuvo ganas de morir: así que Harry amaba a otra. Amaba a Jenny Quinn. Todo había terminado, no quería saber nada de ella. Hasta la había reemplazado. Su cabeza empezó a dar vueltas.

A las seis de la tarde, cuando terminó su turno, pasó un momento por su casa y fue hasta Goose Cove. El coche de Harry no estaba. ¿Dónde podía haber ido? ¿Con Jenny? Sólo de pensarlo se sintió aún peor; se obligó a contener sus lágrimas. Subió los escalones que llevaban hasta la marquesina de la entrada, sacó de su bolsillo el sobre que tenía para él y lo encajó en el marco de la puerta. En su interior había dos fotos, tomadas en Rockland. Una, de la bandada de gaviotas al borde del mar. La segunda era una foto de los dos durante su pícnic. También había una breve carta, unas pocas líneas escritas en su papel preferido:

Mi querido Harry:

Sé que no me quiere. Pero yo le querré siempre.

Aquí tiene una foto de los pájaros que tan bien dibuja, y una foto nuestra para que no me olvide nunca.

Sé que no quiere verme más. Pero, al menos, escríbame. Sólo una vez. Sólo unas pocas palabras para tener un recuerdo suyo.

No le olvidaré nunca. Es la persona más extraordinaria que he conocido.

Le querré siempre.

Y huyó a toda prisa. Bajó a la playa, se quitó las sandalias y corrió por el agua, como corría el día que se conocieron.