A principios del mes de agosto de 2008, a la vista de los nuevos datos descubiertos en la investigación, la oficina del fiscal del Estado de New Hampshire presentó al juez instructor del caso un nuevo informe que concluía que Luther Caleb era el asesino de Deborah Cooper y Nola Kellergan, quien había sido secuestrada, golpeada hasta la muerte y enterrada en Goose Cove. Tras ese informe, el juez convocó a Harry para una audiencia urgente, en la que se abandonaron definitivamente las acusaciones contra él. Este último acontecimiento inesperado daba al caso tintes de gran culebrón de verano: Harry Quebert, la estrella atrapada por su pasado y caída en desgracia, salía definitivamente limpio tras haberse arriesgado a la pena de muerte y haber visto arruinada su carrera.
Luther Caleb accedió a una sórdida fama póstuma, que le valió ver su vida aireada en los periódicos y su nombre inscrito en el Panteón de grandes criminales de la historia de América. La atención general pronto se focalizó exclusivamente en él. Su vida fue diseccionada, los semanarios ilustrados reprodujeron su historia personal publicando muchas fotos de archivo compradas a su entorno: sus despreocupados años en Portland, su talento para la pintura, la paliza, su descenso a los infiernos. Su necesidad de pintar mujeres desnudas apasionó al público y se pidió a los psiquiatras que ofrecieran explicaciones más profundas: ¿era una patología conocida? ¿Podían con ello haberse previsto los trágicos acontecimientos posteriores? Una filtración desde la policía permitió la difusión de imágenes del cuadro encontrado en casa de Elijah Stern, dejando vía libre a las especulaciones más disparatadas: todo el mundo se preguntaba por qué Stern, hombre poderoso y respetado, había avalado las sesiones de pintura con una chica de quince años desnuda.
Las miradas de desaprobación se volvieron hacia el fiscal del Estado, a quien algunos consideraban responsable de haber actuado sin pensar y haber precipitado así el fiasco Quebert. Algunos creían incluso que, al firmar el famoso informe de agosto, el fiscal había rubricado el fin de su carrera. Esta fue en parte salvada por Gahalowood, que, en calidad de encargado de la investigación policial, asumió plenamente su responsabilidad, convocando una rueda de prensa para aclarar que había sido él quien había detenido a Harry Quebert, pero que también había sido él quien le había hecho poner en libertad, y que aquello no era ni una paradoja ni un error, sino más bien la prueba del correcto funcionamiento de la justicia. «No encarcelamos a nadie por equivocación —declaró a los numerosos periodistas presentes—. Teníamos nuestras sospechas y las hemos aclarado. Hemos actuado coherentemente en ambos casos. Es el trabajo de la policía». Y para explicar por qué habían sido necesarios todos esos años para identificar al culpable, mencionó su teoría de las circunvoluciones: Nola era el elemento central en torno al que gravitaban el resto de elementos. Había sido necesario aislar hasta el último para encontrar al asesino. Pero ese trabajo sólo había podido realizarse gracias al descubrimiento del cuerpo. «Dicen ustedes que hemos necesitado treinta y tres años para resolver este asesinato —recordó a su auditorio—, pero en realidad lo hemos resuelto en sólo dos meses. Durante el resto del tiempo, no hubo cuerpo, luego no hubo asesinato. Sólo una chiquilla desaparecida».
El que menos comprendía la situación era Benjamin Roth. Una tarde que me lo crucé por casualidad en la sección de cosméticos de un gran centro comercial de Concord, me dijo:
—Qué locura, fui a ver a Harry a su motel ayer: se diría que la renuncia a los cargos no le alegra nada.
—Está triste —expliqué.
—¿Triste? ¿Hemos ganado y está triste?
—Está triste porque Nola está muerta.
—Pero si hace treinta años que está muerta.
—Ahora está muerta de verdad.
—No entiendo lo que quiere usted decir, Goldman.
—No me extraña.
—Bueno, en fin, fui a verle para pedirle que tomara disposiciones respecto a su casa: hablé con los tipos del seguro, se encargarán de todo, pero tiene que buscarse un arquitecto y decidir lo que quiere hacer. Parecía que le daba completamente igual. Todo lo que consiguió decirme fue: «Lléveme allí». Y fuimos. Todavía queda un montón de porquería en esa casa, ¿lo sabía? Lo dejó todo allí, muebles y objetos todavía intactos. Dice que no necesita nada. Nos quedamos más de una hora allí dentro. Una hora arruinando mis zapatos de seiscientos dólares. Yo le señalaba lo que podía recuperar, sobre todo sus muebles antiguos. Le propuse derribar una de las paredes para agrandar el salón y le recordé que podía denunciar al Estado por el daño moral causado con todo este asunto y que podría sacarle una buena pasta. Pero ni siquiera reaccionó. Le propuse que llamase a una empresa de mudanzas para que se llevaran lo que quedaba intacto y lo almacenaran en un guardamuebles, le dije que hasta ahora había tenido suerte, porque no había habido ni lluvia ni robos, pero me respondió que no merecía la pena. Incluso añadió que no le importaba si venían a robar, que al menos los muebles serían útiles para alguien. ¿Entiende usted algo, Goldman?
—Sí. La casa ya no le sirve de nada.
—¿No le sirve de nada? ¿Y por qué?
—Porque ya no hay nadie a quien esperar.
—¿Esperar? ¿Esperar a quién?
—A Nola.
—¡Pero si Nola está muerta!
—Precisamente por eso.
Roth se encogió de hombros.
—En el fondo —me dijo—, yo tenía razón desde el principio. Esa chica Kellergan era una zorra. Se tiró a toda la ciudad, y Harry fue simplemente el que pagó el pato, el dulce romántico un poco tontaina que se pegó un tiro en el pie al escribir palabras de amor, un libro entero de ellas.
Lanzó una carcajada soez.
Aquello fue demasiado. Con gesto rápido y con una sola mano, lo agarré por el cuello de la camisa y lo estampé contra un muro, derribando botellas de perfume que se estrellaron contra el suelo, y después hundí mi antebrazo libre en su garganta.
—¡Nola cambió la vida de Harry! —exclamé—. ¡Se sacrificó por él! Le prohíbo repetir a todo el mundo que era una zorra.
Intentó liberarse, pero no podía hacer nada; oí su vocecilla estrangulada que perdía aliento. La gente se arremolinó en torno a nosotros, llegaron los guardias de seguridad y acabé soltándolo. Tenía la cara roja como un tomate, y la camisa descompuesta. Balbuceó:
—¡Está… está usted loco, Goldman! ¡Está loco! ¡Loco como Quebert! ¡Podría denunciarle, sabe!
Se marchó, furioso, y cuando se hubo alejado, gritó:
—¡Fue usted el que dijo que era una zorra, Goldman! Está en sus borradores, ¿no? ¡Todo esto es culpa suya!
Precisamente quería que mi libro reparase la catástrofe causada por la difusión de los borradores. Quedaba mes y medio antes de la salida oficial, y Roy Barnaski estaba sobreexcitado: me llamaba varias veces al día para compartir su entusiasmo.
—¡Todo va perfecto! —exclamó durante una de nuestras conversaciones—. ¡Sincronización perfecta! El informe del fiscal conociéndose ahora, todo este desbarajuste, es un increíble golpe de suerte, porque dentro de tres meses serán las elecciones presidenciales, y ya nadie habría puesto el menor interés en su libro ni en esta historia. La información es un flujo infinito en un espacio finito. La masa de información es exponencial, pero el tiempo que le concedemos es limitado y no se puede extender. El común de los mortales le dedica, ¿cuánto?, ¿una hora diaria? Veinte minutos de periódico gratuito en el metro por la mañana, media hora de Internet en el despacho y un cuarto de hora de CNN por la noche, antes de acostarse. Y para llenar ese espacio temporal, ¡el material es ilimitado! En el mundo pasan un montón de cosas repugnantes, pero no se habla de ellas porque no hay tiempo. No se puede hablar de Nola Kellergan y del Sudán, no hay tiempo, ¿entiende? Periodo de atención: quince minutos en la CNN por la noche. Después, la gente quiere ver su serie. La vida es una cuestión de prioridades.
—Es usted un cínico, Roy —respondí.
—¡No, para nada! ¡Deje de acusarme de todos los males! Vivo simplemente en la realidad. Usted, en cambio, es un tranquilo cazador de mariposas, un soñador que recorre la estepa en busca de inspiración. Pero podría escribirme una obra maestra sobre el Sudán, que no se la publicaría. ¡Porque a la gente le trae sin cuidado! ¡Le da igual! Así que puede usted considerarme un cabrón, pero no hago más que responder a la demanda. Todo el mundo se lava las manos sobre el Sudán, esa es la realidad. Hoy se habla de Harry Quebert y de Nola Kellergan en todas partes, y hay que aprovecharlo: dentro de dos meses se hablará del nuevo Presidente, y su libro dejará de existir. Pero habremos vendido tantos que estará usted tumbado a la bartola en su nueva casa en las Bahamas.
Era evidente que Barnaski tenía un don para ocupar el espacio mediático. Todo el mundo hablaba ya del libro, y cuanto más se hablaba, más hacía hablar aún, multiplicando las campañas publicitarias. El caso Harry Quebert, el libro de un millón de dólares, así lo presentaba la prensa. Porque me di cuenta de que la suma astronómica que me había ofrecido, y que había aireado con profusión en la prensa, era de hecho una inversión publicitaria: en lugar de gastar ese dinero en anuncios o carteles, lo había utilizado para atraer la atención general. Es más, no lo ocultaba cuando se lo preguntaban, y me explicó su teoría sobre ese asunto: según él, las reglas comerciales habían cambiado brutalmente con la llegada de Internet y las redes sociales.
—Imagínese, Marcus, lo que cuesta un solo cartel publicitario en el metro de Nueva York. Una fortuna. Se paga mucho dinero por un cartel cuya duración es limitada y el número de personas que lo verán también es limitado: la gente debe estar en Nueva York y coger esa línea de metro en esa parada en un espacio de tiempo dado. Mientras que ahora basta con suscitar el interés de una forma u otra, con crear el buzz, como dicen, con hacer que hablen de uno, y con contar con la gente para que hable de usted en las redes sociales: tendrá acceso a un espacio publicitario gratuito e infinito. Gente de todo el mundo que se encarga, sin darse cuenta siquiera, de hacerle publicidad a escala planetaria. ¿No es increíble? Los usuarios de Facebook no son más que hombres-anuncio que trabajan gratis. Sería estúpido no utilizarlos.
—Es lo que ha hecho, ¿verdad?
—¿Cuando le solté el millón de dólares? Sí. Paga a un tipo un salario de NBA o NHL por escribir un libro, y puedes estar seguro de que todo el mundo hablará de él.
En Nueva York, en la sede de Schmid & Hanson, la tensión estaba en su punto culminante. Equipos enteros habían sido movilizados para asegurar la producción y el seguimiento del libro. Recibí por FedEx una centralita telefónica que me permitía participar desde mi suite del Regent’s en todas las reuniones que tenían lugar en Manhattan. Reuniones con el equipo de marketing, encargado de la promoción del libro; reuniones con el equipo gráfico, encargado del diseño de la portada del libro; reuniones con el equipo jurídico, encargado de estudiar todos los aspectos legales ligados al libro, y finalmente reuniones con un equipo de escritores fantasma, que Barnaski utilizaba para ciertos autores famosos y que quería endosarme sin falta.
Reunión telefónica n.o 2. Con los escritores fantasma
—El libro debe estar listo dentro de tres semanas, Marcus —me repitió por décima vez Barnaski—. Después tendremos diez días para corregirlo, después una semana para la impresión. Eso quiere decir que a mediados de septiembre inundaremos de ejemplares el país. ¿Lo conseguirá?
—Sí, Roy.
—Si quiere, estaremos allí enseguida —gritó desde el fondo el jefe de los escritores fantasma, que se llamaba François Lancaster—. Tomamos el primer avión para Concord y estamos allí mañana para ayudarle.
Escuché a todos bramar que sí, que estarían mañana y que sería formidable.
—Lo que sería formidable es que me dejaran trabajar —respondí—. Escribiré este libro solo.
—Pero si son muy buenos —insistió Barnaski—, ¡ni usted mismo verá la diferencia!
—Sí, ni usted mismo verá la diferencia —repitió François—. ¿Por qué querer trabajar cuando se puede permitir no hacerlo?
—No se preocupen, cumpliré los plazos.
Reunión telefónica n.o 4. Con el equipo de marketing
—Señor Goldman —me dijo Sandra, de marketing—, necesitaríamos fotos de usted durante la escritura de su libro, fotos de archivo con Harry, fotos de Aurora. Y también sus notas para la redacción del libro.
—¡Sí, todas sus notas! —insistió Barnaski.
—Sí… bueno… ¿Para qué? —pregunté.
—Nos gustaría publicar un libro acerca de su libro —me explicó Sandra—. Como un diario de a bordo, ricamente ilustrado. Va a tener un éxito fenomenal, todos los que compren su libro querrán el diario del libro, y a la inversa. Ya verá.
Suspiré:
—¿Cree que no tengo otra cosa que hacer en este momento que preparar un libro sobre el libro que todavía no he terminado?
—¿No lo ha terminado? —gritó Barnaski, histérico—. ¡Le envío inmediatamente a los escritores fantasma!
—¡No me envíe a nadie! ¡Déjeme terminar mi libro de una vez!
Reunión telefónica n.o 6. Con los escritores fantasma
—Hemos escrito que cuando entierra a la pequeña, Caleb llora —me informó François Lancaster.
—¿Cómo que hemos escrito?
—Sí, entierra a la chica y llora. Las lágrimas caen sobre la tumba y se forma barro. Es una bonita escena, ya verá.
—¡Pero joder! ¿Acaso he pedido que escribieran una bonita escena sobre Caleb enterrando a Nola?
—Bueno… no… Pero el señor Barnaski me dijo…
—¿Barnaski? Oiga, Roy, ¿está usted ahí? ¿Oiga? ¿Oiga?
—Esto… sí, Marcus, estoy aquí…
—¿Qué es todo esto?
—No se enfade, Marcus. No puedo correr el riesgo de que el libro no esté terminado a tiempo. Así que he pedido que adelantaran trabajo, por si acaso. Por simple precaución. Si no le gustan, no utilizaremos esos textos. Pero ¡imagínese que no tenga tiempo de terminarlo! Ese será nuestro chaleco salvavidas.
Reunión telefónica n.o 10. Con el equipo jurídico
—Buenos días, señor Goldman, aquí Richardson, del departamento jurídico. Lo hemos estudiado todo, y la respuesta es afirmativa: puede mencionar nombres propios en su libro. Stern, Pratt, Caleb. Todo lo que menciona se repite en el informe del fiscal, del que se han hecho eco los medios de comunicación. Estamos blindados, no corremos ningún riesgo. No hay ni invención ni difamación, no hay más que hechos.
—Dicen que también puede añadir escenas de sexo y orgía en forma de fantasía o sueño —añadió Barnaski—. ¿No es cierto, Richardson?
—Correcto. De hecho, ya se lo he dicho. Su personaje puede soñar que tiene relaciones sexuales, lo que le permite introducir sexo en su libro sin arriesgarse a un proceso.
—Sí, un poco más de sexo, Marcus —insistió Barnaski—. François me decía el otro día que su libro es muy bueno pero que es una pena que le falte algo de pimienta. Ella tiene quince años, y Quebert treinta y tantos en aquella época. ¡Échele picante! Caliente, como dicen en México.
—¡Está usted completamente loco, Roy! —exclamé.
—Lo estropea usted todo, Goldman —suspiró Barnaski—. Las historias de santurronas son un coñazo.
Reunión telefónica n.o 12. Con Roy Barnaski
—¿Oiga? ¿Roy?
—¿Cómo que Roy?
—¿Mamá?
—¿Markie?
—¿Mamá?
—¿Markie? ¿Eres tú? ¿Quién es ese Roy?
—Mierda, me he equivocado de número.
—¿Equivocado de número? ¿Llamas a tu madre, dices mierda y luego dices que te has equivocado de número?
—No era eso lo que quería decir, mamá. Es simplemente que tenía que llamar a Roy Barnaski y he marcado vuestro número sin querer. Tengo la cabeza en otro sitio.
—Llama a su madre porque tiene la cabeza en otro sitio… Cada vez mejor. ¿Le das la vida y qué recibes a cambio? Nada.
—Lo siento, mamá. Dale un beso a papá. Te llamaré.
—¡Espera!
—¿Qué?
—¿No tienes ni un minuto para tu pobre madre? Tu madre, que te hizo tan guapo y gran escritor, ¿no merece unos segundos de tu tiempo? ¿Te acuerdas del pequeño Jeremy Johnson?
—¿Jeremy? Sí, íbamos juntos al colegio. ¿Por qué me hablas de él?
—Su madre había muerto. ¿Lo recuerdas? Pues bien, ¿no crees que le gustaría poder coger el teléfono y hablar con su mamá querida que está en el Cielo con los angelitos? No hay línea telefónica hasta el Cielo, Markie, ¡pero la hay hasta Montclair! Intenta recordarlo de vez en cuando.
—¿Jeremy Johnson? ¡Pero si su madre no está muerta! Es lo que él intentaba hacer creer porque ella tenía vello oscuro en las mejillas y se parecía muchísimo a una barba y los otros niños se burlaban de él. Así que él decía que su madre estaba muerta y que esa mujer era su niñera.
—¿Cómo? ¿La niñera barbuda de los Johnson era la madre?
—Sí, mamá.
Escuché a mi madre agitarse y llamar a mi padre. «Nelson, ven aquí, ¿quieres? Tengo un chisme del que tienes que enterarte: la mujer barbuda que vivía con los Johnson, ¡era la madre! ¿Cómo que ya lo sabías? ¿Y por qué no me has dicho nada?»
—Mamá, ahora tengo que colgar. Tengo una reunión telefónica.
—¿Qué quiere decir eso de reunión telefónica?
—Es una reunión para hablar por teléfono.
—¿Y por qué no hacemos reuniones telefónicas juntos?
—Las reuniones telefónicas son para el trabajo, mamá.
—¿Quién es ese Roy, cariño? ¿Es el hombre desnudo que se esconde en tu habitación? Puedes decírmelo todo, estoy dispuesta a escucharlo. ¿Por qué quieres hacer reuniones telefónicas con ese hombre sucio?
—Roy es mi editor, mamá. Ya lo conoces, lo viste en Nueva York.
—¿Sabes, Markie? He hablado de tus problemas sexuales con el rabino. Dice que…
—Mamá, ya basta. Ahora tengo que colgar. Dale un beso a papá.
Reunión telefónica n.o 13. Con el equipo gráfico
Brainstorming para elegir la portada del libro.
—Podría ser una foto suya —sugirió Steven, el jefe gráfico.
—O una foto de Nola —propuso otro.
—Una foto de Caleb estaría bien, ¿no? —propuso un tercero al foro.
—¿Y si pusiésemos una foto del bosque? —sugirió un ayudante gráfico.
—Sí, algo sombrío y angustioso podría estar bien —dijo Barnaski.
—¿Y algo sobrio? —sugerí por fin—. Una vista de Aurora y, en primer plano, en sombras chinas, dos siluetas no identificables pero que podrían sugerir que se trata de Harry y Nola, caminando uno al lado del otro por la federal 1.
—Cuidado con lo sobrio —dijo Steven—. Lo sobrio aburre. Y lo que aburre no vende.
Reunión telefónica n.o 21. Con los equipos jurídico, gráfico y de marketing
Escuché la voz de Richardson, del departamento jurídico:
—¿Le apetece un dónut?
Respondí:
—¿Qué? ¿A mí? No.
—No está hablando con usted —me dijo Steven, del gráfico—. Se lo dice a Sandra, de marketing.
Barnaski saltó:
—¿Podrían dejar de comer y de interferir en la conversación ofreciendo tacitas de café calentito y bollos? ¿Estamos jugando a las comiditas o fabricando best-sellers?
*
Mientras mi libro avanzaba a toda velocidad, la investigación sobre el asesinato del jefe Pratt patinaba. Gahalowood había solicitado la ayuda de varios investigadores de la brigada criminal, pero no progresaban. Ningún indicio, ninguna huella que seguir. Tuvimos una larga conversación sobre el tema en un bar de camioneros a la salida de la ciudad, donde Gahalowood iba a veces a refugiarse y jugar al billar.
—Esta es mi guarida —me dijo, tendiéndome un palo para empezar una partida—. He venido a menudo estos últimos tiempos.
—No ha sido fácil, ¿verdad?
—Ahora va mejor. Al menos hemos conseguido cerrar el caso Kellergan, que era lo importante. Incluso se ha desencadenado un follón más grande de lo que pensaba. Y el que se lleva la peor parte es el fiscal, como siempre. Porque al fiscal lo eligen.
—¿Y usted?
—El gobernador está contento, el jefe de policía está contento, así que todo el mundo está contento. De hecho, los jefazos están pensando en crear una unidad de casos sin resolver, y quieren que la dirija.
—¿Casos sin resolver? Pero ¿no es frustrante no tener ni criminal ni víctima? En el fondo, no es más que un asunto de muertos.
—Es un asunto de vivos. En el caso de Nola Kellergan, el padre tiene derecho a saber qué le pasó a su hija, y Quebert ha estado a punto de ser llevado a los tribunales. La justicia debe poder terminar su trabajo, incluso años después de los hechos.
—¿Y Caleb? —pregunté.
—Creo que fue un tipo que perdió la chaveta. En ese tipo de casos, o nos enfrentamos a un criminal en serie, y no hubo ningún caso similar al de Nola en la región ni en los dos años precedentes ni en los que siguieron al secuestro, o se trata de un arrebato de locura.
Asentí.
—El único punto que me molesta —me dijo Gahalowood— es Pratt. ¿Quién lo mató? ¿Y por qué? Queda todavía una incógnita en esta ecuación, y mucho me temo que nunca conseguiremos resolverla.
—¿Sigue pensando en Stern?
—Sólo son sospechas. Ya le conté mi teoría, por la cual quedan zonas oscuras en su relación con Luther. ¿Qué lazo existía entre ellos? ¿Y por qué Stern no mencionó la desaparición de su coche? Hay algo muy raro en todo esto. ¿Podría estar relacionado de lejos? Es posible.
—¿Y no se lo ha preguntado a él? —dije.
—Sí. Me recibió dos veces, con mucha amabilidad. Dice que se siente mejor desde que me contó el episodio del cuadro. Me indicó que autorizaba a Luther a utilizar de vez en cuando ese Chevrolet Monte Carlo negro a título privado, porque su Mustang azul tenía problemas. Ignoro si es verdad, pero, en todo caso, la explicación concuerda. Todo encaja perfectamente. Hace diez días que escarbo en la vida de Stern, pero no encuentro nada. También he hablado con Sylla Mitchell, le pregunté qué había pasado con el Mustang de su hermano, me dijo que no tenía ni idea. Ese coche desapareció. No tengo nada contra Stern, nada que pueda suponer que esté implicado en el caso.
—¿Por qué un hombre como Stern se dejaba dominar completamente por su chófer? Cediendo a sus caprichos, poniendo a su disposición un coche… Hay algo que se me escapa.
—A mí también, escritor. A mí también.
Coloqué las bolas sobre el tapete.
—Dentro de dos semanas tendré terminado el libro —dije.
—¿Ya? Lo ha escrito usted muy rápido.
—No tan rápido. Seguramente oirá que es un libro escrito en dos meses, pero he necesitado dos años.
Sonrió.
*
A finales del mes de agosto de 2008, dándome el lujo de adelantarme en el plazo, acabé de escribir El caso Harry Quebert, libro que dos meses más tarde conocería un éxito absolutamente asombroso.
Llegó entonces el momento de volver a Nueva York, donde Barnaski se disponía a lanzar la promoción del libro a base de sesiones fotográficas y presentaciones ante periodistas. Por casualidades del calendario, abandoné Concord el penúltimo día de agosto. Por el camino, me desvié por Aurora para ir a ver a Harry a su motel. Estaba, como siempre, sentado delante de la puerta de su habitación.
—Vuelvo a Nueva York —le dije.
—Entonces esto es una despedida…
—Es un hasta pronto. Volveré dentro de nada. Voy a restituir su nombre, Harry. Deme algunos meses y volverá a ser de nuevo el escritor más respetado del país.
—¿Por qué hace usted todo esto, Marcus?
—Porque usted ha hecho de mí lo que soy.
—¿Y qué? ¿Cree que está en deuda conmigo? Le he convertido en un escritor, pero como parece ser que a los ojos de la opinión pública yo mismo he dejado de serlo, ¿intenta devolverme lo que le he dado?
—No, le defiendo porque siempre he creído en usted. Siempre.
Le tendí un abultado sobre.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Mi libro.
—No lo voy a leer.
—Quiero su acuerdo antes de publicarlo. Este libro es el suyo.
—No, Marcus. Es el suyo. Y ahí está precisamente el problema.
—¿Qué problema?
—Creo que es un libro magnífico.
—¿Y eso por qué es un problema?
—Es complicado, Marcus. Un día lo entenderá.
—Pero ¿entender qué, por Dios? ¡Hable de una vez! ¡Hable!
—Un día lo entenderá, Marcus.
Hubo un largo silencio.
—¿Qué va a hacer ahora? —acabé preguntando.
—No voy a quedarme aquí.
—¿Cuál es ese aquí? ¿Este motel, New Hampshire, América?
—Me gustaría ir al paraíso de los escritores.
—¿El paraíso de los escritores? ¿Eso qué es?
—El paraíso de los escritores es el lugar donde se decide reescribir la vida como uno hubiese querido vivirla. Porque el poder de los escritores, Marcus, es que deciden el final del libro. Tienen el poder de hacer vivir o de hacer morir, tienen el poder de cambiarlo todo. Los escritores tienen en sus dedos una fuerza que, a menudo, ni siquiera sospechan. Les basta con cerrar los ojos para cambiar radicalmente el curso de una vida. Marcus, ¿qué habría pasado ese 30 de agosto de 1975 si…?
—No podemos cambiar el pasado, Harry. No piense en ello.
—Pero ¿cómo podría no pensar?
Dejé el manuscrito sobre la silla que había a su lado e hice como que me iba.
—¿De qué habla su libro? —me preguntó entonces.
—Es la historia de un hombre que amó a una joven mujer. Ella tenía sueños para los dos. Quería que viviesen juntos, que él se convirtiese en un gran escritor, en un profesor universitario, y que tuviesen un perro del color del sol. Pero, un día, esa joven desapareció. Nunca la encontraron. Entonces el hombre se quedó en la casa, esperándola. Se convirtió en un gran escritor, se convirtió en profesor en la universidad, tuvo un perro del color del sol. Hizo exactamente todo lo que ella le había pedido, y la esperó. Nunca amó a nadie más. Esperó, fielmente, a que volviese. Pero ella nunca volvió.
—¡Porque está muerta!
—Sí. Pero ahora ese hombre puede empezar su duelo.
—¡No, es demasiado tarde! ¡Ahora tiene sesenta y siete años!
—Nunca es demasiado tarde para amar de nuevo.
Le hice un gesto amistoso con la mano.
—Hasta pronto, Harry. Le llamaré cuando llegue a Nueva York.
—No me llame. Será mejor.
Bajé las escaleras exteriores que llevaban al aparcamiento. Cuando me disponía a subir al coche, le oí llamarme desde la balaustrada del primer piso:
—Marcus, ¿a qué día estamos hoy?
—A 30 de agosto, Harry.
—¿Y qué hora es?
—Casi las once de la mañana.
—¡No quedan más que ocho horas, Marcus!
—¿Ocho horas para qué?
—Para que sean las siete de la tarde.
No lo comprendí enseguida y pregunté:
—¿Qué pasa a las siete de la tarde?
—Nuestra cita, ella y yo, ya lo sabe. Vendrá. ¡Mire, Marcus! ¡Mire dónde estamos! Estamos en el paraíso de los escritores. Basta con escribirlo y todo podrá cambiar.
*
30 de agosto de 1975 en el paraíso de los escritores
Ella decidió no pasar por la federal 1 sino ir por la orilla del mar. Era más prudente. Estrechando el manuscrito entre sus brazos, corrió entre los guijarros y la arena. Estaba casi a la altura de Goose Cove. Dos o tres millas más de camino y llegaría al motel. Miró su reloj, eran algo más de las seis de la tarde. Cuarenta minutos después se presentaría en la cita. A las siete de la tarde, como habían acordado. Continuó caminando y llegó al borde de Side Creek Lane, donde consideró que era el momento de atravesar la linde del bosque trepando por una sucesión de rocas, después atravesó prudentemente las filas de árboles, con cuidado de no arañarse ni desgarrar su bonito vestido rojo en los matorrales. A través de la vegetación percibió a lo lejos una casa: en la cocina, una mujer preparaba tarta de manzana.
Alcanzó la federal 1. Justo antes de salir de la vegetación, pasó un coche a toda velocidad. Era Luther Caleb, que volvía a Concord. Recorrió la carretera otras dos millas y llegó inmediatamente al motel. Eran las siete de la tarde en punto. Atravesó sigilosamente el aparcamiento y subió la escalera exterior. La habitación número 8 estaba en el primer piso. Trepó por los escalones de cuatro en cuatro y tamborileó la puerta con los nudillos.
Acababan de llamar a la puerta. Él se levantó precipitadamente de la cama sobre la que estaba sentado para ir a abrir.
—¡Harry! ¡Mi querido Harry! —exclamó ella al verle aparecer en el marco de la puerta.
Saltó a su cuello y le cubrió de besos. Él la izó en sus brazos.
—Nola…, estás aquí. ¡Has venido! ¡Has venido!
Le miró con expresión extraña.
—¡Claro que he venido, qué cosas tienes!
—He debido de dormirme, y he tenido esa pesadilla… Estaba en esta habitación y te esperaba. Te esperaba y no venías. Y yo esperaba, y seguía esperando. Y tú no venías nunca.
Ella se estrechó contra él.
—¡Qué pesadilla más horrible, Harry! ¡Ahora estoy aquí! ¡Estoy aquí y para siempre!
Se abrazaron largamente. Él le ofreció las flores que había dejado en el lavabo.
—¿No has traído nada? —preguntó Harry cuando constató que no tenía equipaje.
—Nada. Para ser más discreta. Compraremos lo necesario por el camino. Pero he traído el manuscrito.
—¡Lo he buscado por todas partes!
—Me lo llevé yo. Lo he leído… Me ha gustado tanto, Harry. ¡Es una obra maestra!
Se volvieron a abrazar, y después ella dijo:
—¡Vámonos! ¡Vámonos deprisa! Vayámonos enseguida.
—¿Enseguida?
—Sí, quiero estar lejos de aquí. Por piedad, Harry, no quiero arriesgarme a que nos encuentren. Vayámonos enseguida.
Caía la noche. Era el 30 de agosto de 1975. Dos siluetas escaparon del motel y bajaron rápidamente las escaleras que llevaban hasta el aparcamiento antes de meterse en un Chevrolet Monte Carlo negro. Se pudo ver el coche coger la federal 1 en dirección norte. Avanzaba a toda velocidad, desapareciendo en el horizonte. Pronto dejó de distinguirse su forma: se convirtió en un punto negro, y después en una mancha diminuta. Se adivinó todavía un instante el minúsculo punto de luz que dibujaban sus faros, y después desapareció completamente.
Se marchaban hacia la vida.