NOTA DE SERVICIO A LA ATENCIÓN DE TODO EL PERSONAL

Se habrán dado cuenta de que Harry Quebert viene todos los días a comer a nuestro establecimiento desde hace una semana. El señor Quebert es un gran escritor neoyorquino, se le debe dispensar una atención especial. Hay que saber satisfacer todas sus necesidades con la mayor discreción. No se le debe importunar bajo ningún concepto.

Tiene reservada la mesa 17 hasta nueva orden. Debe estar siempre libre para él.

Tamara Quinn

Fue el peso de la botella de sirope de arce el que desequilibró la bandeja. En cuanto la puso encima, se tambaleó: al querer atraparla perdió el equilibrio, y tanto la bandeja como ella acabaron en el suelo con un estruendo monumental.

Harry asomó la cabeza por encima de la barra.

—¿Estás bien, Nola?

Se levantó, un poco atontada.

—Sí, sí, es que…

Observaron un momento la magnitud de los daños y se echaron a reír.

—No se ría, Harry —acabó reprochándole dulcemente Nola—. Si la señora Quinn se entera de que se me ha vuelto a caer una bandeja, me regañará.

Harry pasó por detrás de la barra y se agachó para ayudarle a recoger los trozos de cristal que flotaban en una mezcla de mostaza, mayonesa, ketchup, sirope de arce, mantequilla, azúcar y sal.

—Vamos a ver —dijo—, ¿me podría alguien explicar por qué desde hace una semana todo el mundo aquí se desvive por traerme tantas cosas al mismo tiempo cada vez que pido algo?

—Es por la nota —respondió Nola.

—¿La nota?

Señaló con la mirada el papel pegado detrás del mostrador; Harry se levantó y la cogió para leerla en voz alta.

—¡No, Harry! ¿Qué hace? ¿Está usted loco? Como se entere la señora Quinn…

—No te preocupes, aquí no hay nadie.

Eran las siete y media de la mañana; el Clark’s estaba todavía desierto.

—¿Qué es esta nota?

—La señora Quinn ha dado ciertas consignas.

—¿A quién?

—A todo el personal.

Entraron unos clientes e interrumpieron su conversación; Harry volvió inmediatamente a su mesa y Nola se apresuró a retomar sus ocupaciones.

—Ahora mismo le traigo sus tostadas, señor Quebert —declaró con tono solemne antes de desaparecer en la cocina.

Detrás de las puertas batientes, permaneció un momento ensimismada y sonrió para sí misma: estaba enamorada de él. Desde que le había conocido en la playa, dos semanas antes, desde ese magnífico día de lluvia en que había ido a pasear al azar cerca de Goose Cove, había quedado prendada. Lo tenía claro. Era una sensación inequívoca, no había otra parecida: se sentía diferente, se sentía más feliz; los días le parecían más hermosos. Y, sobre todo, cuando él estaba allí, sentía cómo su corazón latía más fuerte.

Tras el episodio de la playa, se habían cruzado dos veces: delante del supermercado de la calle principal, y después en el Clark’s, donde ella trabajaba los sábados. En cada uno de sus encuentros, entre ellos se había producido algo especial. Desde entonces, él se había acostumbrado a venir todos los días al Clark’s para escribir, lo que provocó que Tamara Quinn, la propietaria del negocio, convocara una reunión urgente de sus «chicas» —así llamaba a sus camareras— un miércoles, al final de la tarde. Entonces fue cuando presentó la famosa nota de servicio. «Señoritas —había dicho Tamara Quinn solemnemente a sus empleadas—, esta última semana habrán constatado que el gran escritor neoyorquino Harry Quebert acude cada día aquí, demostrando que encuentra en este lugar los criterios de refinamiento y calidad de los mejores establecimientos de la Costa Este. El Clark’s es un restaurante de calidad: debemos mostrarnos a la altura de nuestros clientes más exigentes. Como algunas de ustedes tienen un cerebro de mosquito, he redactado una nota de servicio para recordar cómo conviene tratar al señor Quebert. Deberán leerla, releerla, ¡aprenderla de memoria! Realizaré exámenes sorpresa. Estará expuesta en la cocina y detrás del mostrador». Tamara Quinn había continuado machacando con sus consignas: sobre todo, no molestar al señor Quebert, necesitaba calma y concentración. Mostrarse eficaz para que se sintiese como en su casa. Las estadísticas de sus precedentes visitas al Clark’s indicaban que solamente tomaba café solo: se le debía servir café en cuanto llegase y nada más. Si necesitara otra cosa, si el señor Quebert tuviera hambre, lo pediría. No se le debía importunar y empujarle al consumo como se hacía con el resto de clientes. Si quería comer, era obligatorio llevarle inmediatamente todas las salsas y condimentos, para que no tuviese que reclamarlos: mostaza, ketchup, mayonesa, pimienta, sal, mantequilla, azúcar y sirope de arce. Los grandes escritores no deben estar pendientes de pedir nada: deben tener la mente liberada para poder crear en paz. Quizás lo que estaba escribiendo, esas notas que redactaba durante horas sentado en el mismo lugar, era el comienzo de una inmensa obra maestra, y pronto se hablaría del Clark’s en todo el país. Y Tamara Quinn soñaba con que el libro otorgara a su restaurante el éxito que deseaba: con el dinero, abriría un segundo establecimiento en Concord, luego en Boston, Nueva York y todas las grandes ciudades de la costa hasta Florida.

Mindy, una de las camareras, había pedido explicaciones adicionales:

—Pero, señora Quinn, ¿cómo podemos estar seguras de que el señor Quebert quiere únicamente café solo?

—Lo sé y punto. En los grandes restaurantes, los clientes importantes no necesitan pedir nada: el personal conoce sus costumbres. ¿Somos un gran restaurante o no?

«Sí, señora Quinn», respondieron las empleadas. «Sí, mamá», bramó su hija Jenny.

—Y tú vas a dejar de llamarme «mamá» aquí —decretó entonces Tamara—. Suena a mesón de pueblo.

—Entonces ¿cómo tengo que llamarte? —preguntó Jenny.

—No me llames, escucha mis órdenes y asiente servilmente con la cabeza. No necesitas hablar. ¿Entendido?

Jenny afirmó con la cabeza a modo de respuesta.

—¿Lo has entendido o no? —repitió su madre.

—Pues claro que lo he entendido. Estoy asintiendo…

—Ah, muy bien, cariño. ¿Ves como aprendes rápido? Vamos, chicas, quiero veros a todas vuestra expresión servil… Eso es… Muy bien… Y ahora, asentid. Eso es… Así… De arriba abajo… Así está muy bien, esto parece el Chateau Marmont.

Tamara Quinn no era la única alterada por la presencia de Harry Quebert en Aurora: toda la ciudad parecía presa de la excitación. Algunos afirmaban que en Nueva York era una gran estrella, cosa que los demás confirmaban para no ser tratados de incultos. Sin embargo, Erne Pinkas, que había colocado varios ejemplares de su primera novela en la biblioteca municipal, decía que no había oído hablar nunca de ese tal Quebert, aunque en el fondo a nadie le importaba la opinión de un empleado de fábrica que no sabía nada de la alta sociedad neoyorquina. Por encima de todo existía el consenso de que no era ningún cualquiera si podía instalarse en la magnífica casa de Goose Cove, que llevaba años sin acoger inquilinos.

El otro gran tema candente afectaba a las jóvenes en edad de contraer matrimonio y, por ende, a sus padres: Harry Quebert era soltero. Era un hombre disponible, y su celebridad, sus cualidades intelectuales, su fortuna y su agraciado físico lo convertían en un futuro esposo muy codiciado. En el Clark’s todo el personal comprendió inmediatamente que Jenny Quinn, veinticuatro años, rubia sensual y antigua capitana de las animadoras del instituto de Aurora, le había echado el ojo a Harry. Jenny, que trabajaba los días de diario, era la única que se saltaba abiertamente las recomendaciones de su madre: bromeaba con Harry, le hablaba sin cesar, interrumpía su trabajo y jamás traía todos los condimentos al mismo tiempo. Jenny nunca trabajaba los fines de semana; los sábados trabajaba Nola.

El cocinero pulsó el timbre de servicio, sacando a Nola de su ensoñación: las tostadas de Harry estaban listas. Puso el plato sobre la bandeja y, antes de volver a la sala, se ajustó el pasador dorado que recogía su melena; después empujó la puerta, orgullosa. Hacía dos semanas que estaba enamorada.

Sirvió a Harry lo que había pedido. El Clark’s iba llenándose poco a poco.

—Que aproveche, señor Quebert —dijo.

—Llámame Harry…

—Aquí no —murmuró—, la señora Quinn se enfadaría.

—Ahora no está. Nadie lo sabrá.

Señaló a los otros clientes con la mirada y se dirigió a la mesa de estos.

Él dio un bocado a una tostada y garabateó algunas líneas en su folio. Escribió la fecha: sábado 14 de junio de 1975. Embadurnaba las páginas sin saber realmente lo que escribía: hacía tres semanas que estaba allí y no había conseguido empezar su novela. Las ideas que tenía en mente no habían cuajado y cuanto más lo intentaba, menos lo conseguía. Tenía la impresión de hundirse lentamente, se sentía contagiado del virus más terrible que puede afectar a la gente de su clase: había contraído la enfermedad del escritor. El pánico a la página en blanco le invadía cada vez más, hasta el punto de hacerle dudar de las bases de su proyecto: acababa de sacrificar todos sus ahorros para alquilar esa impresionante casa al borde del mar hasta septiembre, una casa de escritor como siempre había soñado, pero ¿de qué servía jugar a los escritores si no sabía qué escribir? En el momento de acordar el alquiler, su plan le había parecido infalible: escribir una novela condenadamente buena, tenerla avanzada lo suficiente en septiembre para ofrecer los primeros capítulos a unas cuantas grandes editoriales de Nueva York que, cautivadas, se pelearían por obtener los derechos del manuscrito. Le ofrecerían un atractivo anticipo por terminar el libro; su futuro financiero estaría asegurado y se convertiría en la estrella que siempre había imaginado. Pero, ahora, su sueño tenía cierto sabor a cenizas: todavía no había escrito una sola línea. A ese ritmo, tendría que volver a Nueva York en otoño, sin dinero, sin libro, suplicar su readmisión al director del instituto donde trabajaba y olvidarse para siempre de la gloria. Y, si era necesario, encontrar un trabajo de vigilante nocturno para poder ahorrar.

Miró a Nola, que hablaba con los otros clientes. Estaba resplandeciente. La oyó reír y escribió:

Nola. Nola. Nola. Nola. Nola.

N-O-L-A. N-O-L-A.

N-O-L-A. Cuatro letras que habían conmocionado su mundo. Nola, esbozo de mujer por el que había perdido la cabeza desde que la vio. N-O-L-A. Dos días después de la playa, se cruzaron delante del supermercado y bajaron juntos por la calle principal hasta la marina.

—Todo el mundo dice que ha venido usted a Aurora para escribir un libro —le había dicho.

—Es verdad.

Se entusiasmó.

—¡Qué emocionante! ¡Es usted el primer escritor que conozco! Hay tantas preguntas que me gustaría hacerle…

—¿Por ejemplo?

—¿Cómo se escribe?

—Es algo que viene sin pensar. Ideas que giran en la cabeza hasta convertirse en frases alineadas en un papel.

—¡Debe de ser formidable ser escritor!

La miró y sencillamente quedó prendado de ella.

N-O-L-A. Le dijo que trabajaba en el Clark’s los sábados, y el sábado siguiente, a primera hora, Harry se presentó allí. Se pasó el día contemplándola, admirando cada uno de sus gestos. Después recordó que sólo tenía quince años y sintió vergüenza: si alguien en aquella ciudad imaginase lo que sentía por la joven camarera del Clark’s, se metería en problemas. Incluso podría ir a la cárcel. Así que, para evitar sospechas, empezó a ir a comer al Clark’s todos los días. Ya llevaba más de una semana jugando al cliente habitual, trabajando allí a diario, como si nada, fingiendo: nadie debía saber que los sábados su corazón se aceleraba. Y ningún día, ya estuviese en su despacho, en la terraza de Goose Cove o en el Clark’s, podía escribir más que su nombre. N-O-L-A. Páginas enteras, nombrándola, contemplándola, describiéndola. Páginas que rompía y quemaba después en su papelera metálica. Si alguien encontraba esas palabras, estaría acabado.

A mediodía, Nola pasó el relevo a Mindy en plena hora punta para comer, algo poco habitual. Se acercó con educación a despedirse de Harry, acompañada por un hombre que evidentemente era su padre, el reverendo David Kellergan. Había llegado a mediodía y se había bebido un vaso de leche con granadina en la barra.

—Adiós, señor Quebert —dijo Nola—. He terminado por hoy. Me gustaría presentarle a mi padre, el reverendo Kellergan.

Harry se levantó y ambos hombres se estrecharon la mano de forma amistosa.

—Así que es usted el famoso escritor —sonrió el reverendo.

—Y usted debe de ser el reverendo Kellergan del que todo el mundo habla aquí —respondió Harry.

David Kellergan sonrió divertido:

—No haga mucho caso de lo que cuenta la gente. Siempre exageran.

Nola sacó una octavilla del bolsillo y se la ofreció a Harry.

—Es el espectáculo de fin de curso en el instituto, señor Quebert. Por eso tengo que irme hoy antes. Es a las cinco, ¿vendrá?

—Nola —la reprendió dulcemente su padre—, deja al pobre señor Quebert tranquilo. ¿Qué pretendes que haga en el espectáculo del instituto?

—¡Será un espectáculo estupendo! —se justificó, entusiasmada.

Harry le agradeció la invitación y se despidió. A través del ventanal, la vio desaparecer detrás de la esquina de la calle. Acto seguido, volvió a Goose Cove para sumergirse en sus borradores.

Dieron las dos de la tarde. N-O-L-A. Hacía dos horas que estaba sentado en su despacho y no había escrito nada: tenía la mirada clavada en su reloj. No debía ir al instituto: estaba prohibido. Pero ni los muros ni las prisiones podían impedirle querer estar con ella: su cuerpo se había encerrado en Goose Cove, pero su mente bailaba en la playa con Nola. Dieron las tres. Y después las cuatro. Se agarraba a su pluma para no dejar su despacho. Tenía quince años, era un amor prohibido. N-O-L-A.

A las cinco menos diez, Harry, vestido con un elegante traje oscuro, entró en el salón de actos del instituto. La sala estaba repleta de gente; toda la ciudad estaba allí. A medida que avanzaba por el pasillo, tuvo la impresión de que todo el mundo susurraba a su paso, de que los padres de alumnos con cuyas miradas se cruzaba le decían: Sé por qué estás aquí. Se sintió terriblemente incómodo y, tras elegir una fila al azar, se hundió en una butaca para que no le vieran.

Empezó el espectáculo; escuchó un coro infame, y después un conjunto de trompetas sin swing. Estrellas de la danza sin estrella, piano a cuatro manos sin alma y cantantes sin voz. Después todo quedó a oscuras y un proyector dibujó en el escenario un círculo de luz. En medio apareció ella, con un vestido azul de lentejuelas que la cubría de reflejos. N-O-L-A. Se hizo un silencio absoluto mientras se acomodaba en una silla alta, se colocaba el pasador y ajustaba el pie del micrófono que tenía delante. Antes de empezar dedicó una sonrisa resplandeciente al auditorio, y acto seguido cogió una guitarra y empezó a entonar una versión muy personal de Can’t Help Falling in Love with You

El público se quedó con la boca abierta; y Harry comprendió en ese instante que el destino le había llevado a Aurora para encontrar a Nola Kellergan, el ser más extraordinario que había conocido nunca y que nunca volvería a conocer. Quizás su destino no era ser escritor sino ser amado por esa joven fuera de lo común; ¿podía existir un destino más hermoso? Se sintió tan conmovido que al final del espectáculo se levantó de su butaca en mitad de los aplausos y huyó. Volvió precipitadamente a Goose Cove, se sentó en la terraza de la casa y, mientras tragaba generosas cantidades de whisky, se puso a escribir frenéticamente: N-O-L-A, N-O-L-A, N-O-L-A. Ya no sabía qué debía hacer. ¿Irse de Aurora? Pero ¿adónde? ¿Volver al cacofónico Nueva York? Se había comprometido a alquilar la casa durante cuatro meses y había pagado ya la mitad. Estaba allí para escribir un libro, y debía quedarse. Tendría que reponerse y comportarse como un escritor.

Tras escribir hasta que le dolió la muñeca y beber whisky hasta que la cabeza empezó a darle vueltas, bajó a la playa, infeliz, y se tumbó sobre una gran roca para contemplar el horizonte. De pronto escuchó un ruido a su espalda.

—¿Harry? Harry, ¿qué le pasa?

Era Nola, con su vestido azul. Se precipitó hasta él y se arrodilló sobre la arena.

—¡Harry, por amor de Dios! ¿Está usted enfermo?

—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —preguntó a su vez.

—Le esperé después del espectáculo. Le vi marcharse durante los aplausos y ya no volví a verle. Estaba preocupada… ¿Por qué se fue tan deprisa?

—No deberías quedarte aquí, Nola.

—¿Por qué?

—Porque he bebido. Quiero decir, estoy algo borracho. Ahora me arrepiento, si hubiese sabido que vendrías, habría permanecido sobrio.

—¿Por qué ha bebido, Harry? Tiene un aspecto tan triste.

—Me siento solo. Me siento horriblemente solo.

Se acurrucó junto a él y le atravesó la mirada con sus nítidos ojos.

—Pero bueno, Harry, ¡tiene un montón de gente a su alrededor!

—La soledad me está matando, Nola.

—Entonces le haré compañía.

—No deberías…

—Es lo que quiero hacer. Si no le molesta.

—Tú nunca me molestas.

—Harry, ¿por qué los escritores están siempre tan solos? Hemingway, Melville… ¡Son los hombres más solitarios del mundo!

—No sé si los escritores son solitarios o es la soledad la que empuja a escribir.

—¿Y por qué todos los escritores se suicidan?

—No todos los escritores se suicidan. Sólo aquellos que nadie lee.

—Yo he leído su libro. ¡Lo cogí prestado de la biblioteca municipal y lo leí en una sola noche! ¡Me encantó! ¡Es usted un gran escritor, Harry! Harry… Esta tarde, canté para usted. Esa canción, ¡la canté para usted!

Él sonrió y la miró; ella acarició su pelo con una ternura infinita antes de repetir:

—Es un gran escritor, Harry. No se sienta solo. Yo estoy aquí.