—Tienes que dejar de investigar, Marcus.

Fueron las primeras palabras que me dedicó Jenny cuando fui a verla al Clark’s para que me hablase de su relación con Harry en 1975. Habían mencionado el incendio en la televisión local y la noticia se estaba propagando poco a poco.

—¿Por qué razón debería dejarlo? —pregunté.

—Porque estoy preocupada por ti. No me gustan este tipo de historias… —me hablaba con la ternura de una madre—. Empieza con un incendio y no se sabe cómo termina.

—No dejaré esta ciudad hasta que me entere de lo que pasó hace treinta y tres años.

—¡Eres de lo que no hay, Marcus! ¡Una auténtica mula, igual que Harry!

—Me lo tomaré como un cumplido.

Jenny sonrió.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por ti?

—Me gustaría hablar un poco. Podríamos dar un paseo fuera, si te parece bien.

Dejó el Clark’s a cargo de su empleada y bajamos hasta la marina. Nos sentamos en un banco, frente al mar, y contemplé a esa mujer que debía de tener cincuenta y siete años según mis cálculos. Parecía gastada por la vida, el cuerpo demasiado delgado, el rostro marcado y ojeras. Intenté imaginármela tan hermosa como Harry me la había descrito, una bonita mujer rubia, sinuosa, reina de la belleza durante sus años de instituto. De pronto, me preguntó:

—Marcus…, ¿qué es lo que se siente?

—¿Con qué?

—Con la gloria.

—Duele. Es agradable, pero suele doler.

—Recuerdo cuando eras estudiante y venías al Clark’s con Harry para corregir tus textos. Te hacía trabajar como a una mula. Os pasabais horas allí, en su mesa, releyendo, tachando, volviendo a empezar. Recuerdo que en tus temporadas aquí se os veía a ti y a Harry salir a correr al alba con esa disciplina de hierro. Cuando venías, resplandecía, ¿sabes? Cambiaba radicalmente. Y todo el mundo sabía que ibas a venir porque ya estaba anunciándolo días antes. Repetía: «¿Ya os he dicho que Marcus viene a visitarme la semana que viene? Menudo tipo extraordinario. Llegará lejos, lo sé». Tus visitas le cambiaban la vida. Tu presencia le cambiaba la vida. Porque nadie dudaba de lo solo que se sentía Harry en su gran casa. El día que entraste en su vida, desordenaste todo. Fue un renacimiento. Como si el viejo solitario hubiese conseguido que alguien le quisiese. Tus estancias aquí le venían muy bien. Después, cuando te ibas, nos seguía dando la lata: Marcus por aquí, Marcus por allá. Estaba tan orgulloso de ti. Orgulloso como un padre puede estarlo de su hijo. Eras el hijo que nunca tuvo. Hablaba de ti todo el rato: nunca dejaste Aurora, Marcus. Y entonces, un día, te vimos en el periódico. El fenómeno Marcus Goldman. Había nacido un gran escritor. Harry compró todos los periódicos del supermercado, invitó a rondas de champán en el Clark’s. Por Marcus, ¡hip, hip, hurra! Y te vimos en la tele, te escuchamos en la radio, en todo el país no se hablaba más que de ti y de tu libro. Compró docenas de ejemplares, los regalaba a todo el mundo. Y nosotros le preguntábamos cómo te iba, cuándo te volveríamos a ver. Y él respondía que seguro que estabas bien, pero que no sabía mucho de ti. Que debías de estar muy ocupado. Dejaste de llamar de la noche a la mañana, Marc. Estabas tan ocupado haciéndote el importante, saliendo en los periódicos y hablando en la televisión, que le abandonaste. No volviste por aquí. Él, que estaba tan orgulloso de ti, que esperaba una pequeña señal por tu parte que nunca llegó. Lo habías conseguido, te habías ganado la gloria, así que ya no le necesitabas.

—¡Eso no es verdad! —exclamé—. Me dejé llevar por el éxito, pero pensaba en él. Todos los días. No tuve ni un segundo libre.

—¿Ni siquiera un segundo para llamarle?

—¡Por supuesto que le llamé!

—Le llamaste cuando estabas con la mierda hasta el cuello, eso fue. Porque después de haber vendido no sé cuántos millones de libros, al señor gran escritor le dio el canguelo y ya no supo qué más escribir. Ese episodio también lo vivimos en directo, así es como lo sé. Harry, en la barra del Clark’s, muy inquieto porque acaba de recibir una llamada tuya, que estás muy deprimido, que ya no tienes ideas para escribir, que tu editor se va a quedar con tu querida pasta. Y de pronto apareces de nuevo en Aurora, con tus ojos de perro apaleado, y Harry haciendo todo lo posible por subirte la moral. Pobre escritorcillo infeliz, ¿sobre qué vas a escribir? Hasta que se produce el milagro, ya hace dos semanas: estalla el escándalo y ¿quién reaparece por aquí? El bueno de Marcus. ¿Qué coño estás haciendo en Aurora, Marcus? ¿Buscar inspiración para tu próximo libro?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Es intuición.

En un primer momento no respondí nada, un poco aturdido. Después dije:

—Mi editor me ha propuesto escribir un libro. Pero no lo haré.

—¡Pues precisamente sí! ¡No puedes dejar de hacerlo, Marc! Porque un libro es probablemente la única forma de demostrar al país que Harry no es un monstruo. No ha hecho nada, estoy segura. En el fondo lo sé. No puedes dejarle tirado, no tiene a nadie más que a ti. Tú eres famoso, la gente te escuchará. Debes escribir un libro sobre Harry, sobre vuestros años juntos. Contar lo fenomenal que es.

Murmuré:

—Estás enamorada de él, ¿verdad?

Bajó los ojos:

—Creo que no sé lo que significa la palabra amar.

—Yo en cambio creo que sí. Sólo hay que ver cómo hablas de él, a pesar de todos tus esfuerzos por odiarle.

Dibujó una sonrisa triste y su voz se llenó de lágrimas:

—Hace más de treinta años que pienso en él todos los días. Le veo tan solo, mientras yo hubiese querido hacerle tan feliz. Mírame, Marcus… Soñaba con ser una estrella de cine, y no soy más que la estrella de la sartén. No he tenido la vida que quería.

Sentí que estaba dispuesta a confiarse y le pregunté:

—Jenny, háblame de Nola, por favor…

Sonrió tristemente.

—Era una chica muy buena. Mi madre la quería mucho, decía muchas cosas buenas de ella, y a mí eso me ponía de los nervios. Porque hasta que apareció Nola, era yo la princesita de esta ciudad. La que todo el mundo miraba. Tenía nueve años cuando llegó aquí. En ese momento a todo el mundo le daba igual, evidentemente. Después, un verano, como suele pasar con las chicas en la pubertad, esa misma gente se dio cuenta de que Nola se había convertido en una hermosa jovencita, con maravillosas piernas, senos generosos y un rostro de ángel. Y la nueva Nola, en bañador, suscitó muchas envidias.

—¿Estabas celosa de ella?

Reflexionó un instante antes de contestar.

—Bah, hoy puedo decírtelo, ya no tiene mucha importancia: sí, estaba algo celosa. Los hombres la miraban y una mujer se da cuenta de eso.

—Pero no tenía más que quince años…

—No parecía una niña pequeña, créeme. Era una mujer. Una mujer guapa.

—¿Sospechabas que había algo entre Harry y ella?

—¡Ni lo más mínimo! Nadie aquí hubiese podido imaginar algo parecido. Ni con Harry, ni con nadie. Es verdad que era una chica muy guapa. Pero tenía quince años, todo el mundo lo sabía. Y además, era la hija del reverendo Kellergan.

—¿Así que no había rivalidad entre las dos por culpa de Harry?

—¡Claro que no!

—Y entre Harry y tú, ¿hubo algo?

—Poca cosa. Salimos un poco. Tenía mucho éxito entre las mujeres de por aquí. Quiero decir, una gran estrella de Nueva York que aparece en este agujero…

—Jenny, tengo una pregunta que quizás te sorprenda, pero… ¿sabías que, al llegar aquí, Harry no era nadie? Sólo un modesto profesor de instituto que había gastado todos sus ahorros para alquilar la casa de Goose Cove.

—¿Qué? Pero si ya era escritor…

—Había publicado una novela, pero con su propio dinero y no había tenido ningún éxito. Creo que hubo un malentendido sobre su fama y él lo aprovechó para ser en Aurora lo que hubiese querido ser en Nueva York. Y como después publicó Los orígenes del mal, que le hizo famoso, la ilusión fue perfecta.

Jenny sonrió, casi riéndose.

—¡Pero bueno! No lo sabía. Este Harry… Recuerdo nuestra primera cita de verdad. Estaba tan excitada ese día. Recuerdo la fecha porque era la fiesta nacional, 4 de julio de 1975.

Hice un rápido cálculo mental: el 4 de julio fue días después de la escapada a Rockland. Era el momento en el que Harry había decidido sacarse a Nola de la cabeza. Animé a Jenny a que siguiera:

—Háblame de ese 4 de julio.

Cerró los ojos, como si volviese a aquella época.

—Era un día magnífico. Harry había entrado en el Clark’s esa misma mañana y me había propuesto ir juntos a ver los fuegos artificiales a Concord. Me dijo que vendría a buscarme a las seis de la tarde. Yo, en principio, acababa mi turno a las seis y media, pero le había dicho que me venía muy bien. Y mamá me dejó marcharme antes para ir a prepararme.

*

Viernes 4 de julio de 1975

La casa de la familia Quinn, en Norfolk Avenue, bullía. Eran las cinco cuarenta y cinco de la tarde, y Jenny no estaba lista. Subía y bajaba las escaleras hecha una furia, en ropa interior, con un vestido diferente en cada mano.

—¿Y este, mamá? ¿Qué piensas de este? —preguntó al entrar por enésima vez en el salón donde estaba su madre.

—No, ese no —juzgó severamente Tamara—, te hace un trasero enorme. No querrás que Harry piense que te atiborras. ¡Pruébate otro!

Jenny subió rápidamente a su habitación, gimoteando que era una chica horrible, que no tenía nada que ponerse y que iba a quedarse sola y fea el resto de su vida.

Tamara estaba muy nerviosa: su hija debía estar a la altura. Harry Quebert pertenecía a una categoría completamente distinta a la de los jóvenes de Aurora, Jenny no podía cometer errores. Tan pronto como su hija le había informado de su cita, había ordenado que abandonara el Clark’s: estaban en plena hora punta del mediodía, el restaurante estaba lleno, pero no quería que su Jenny permaneciese ni un segundo más en medio del olor a grasa que podría incrustarse en su piel y su pelo. Debía estar perfecta para Harry. La envió a la peluquería y a la manicura, limpió la casa de arriba abajo y preparó un aperitivo que consideraba delicado, por si acaso Harry quería picar algo. Así que su Jenny no se había equivocado: Harry la cortejaba. Estaba muy excitada, no podía evitar pensar en la boda: por fin colocaría a su hija. Oyó cerrarse la puerta de entrada: su marido, Robert Quinn, que trabajaba de ingeniero en una fábrica de guantes de Concord, acababa de llegar a casa. Lo miró horrorizada.

Robert se dio cuenta de inmediato de que el piso de abajo estaba limpio y perfectamente ordenado. La entrada lucía un bonito ramo de iris y unos mantelitos que no había visto en su vida.

—¿Qué pasa aquí, Bichito? —preguntó al entrar en el salón, en el que había una mesita baja con golosinas, aperitivos salados, una botella de champán y copas.

—Ay, Bobby, mi Bobbo —respondió Tamara molesta pero esforzándose en ser amable—, eres muy inoportuno, no me viene bien que andes por aquí. Te había dejado un mensaje en la fábrica.

—No me lo han dado. ¿Qué decía?

—Que sobre todo no volvieses a casa antes de las siete.

—Ah, ¿y eso por qué?

—Porque Harry Quebert ha invitado hoy a Jenny a ver los fuegos artificiales en Concord.

—¿Quién es Harry Quebert?

—Ay, Bobbo, ¡tienes que enterarte un poco de la vida mundana! Es el gran escritor que llegó a finales de mayo.

—Ah. ¿Y por qué razón no puedo volver a casa?

—¿Cómo que ah? Un gran escritor corteja a tu hija y tú vas y dices ah. Pues precisamente no quería que volvieses porque no sabes tener conversaciones distinguidas. Que sepas que Harry Quebert no es un cualquiera: se ha instalado en la casa de Goose Cove.

—¿En Goose Cove? Ostras.

—Para ti puede ser una fortuna, pero alquilar la casa de Goose Cove, para un tipo como él, es como escupir en el agua. ¡Es una estrella en Nueva York!

—¿Escupir en el agua? No conocía esa expresión.

—Ay, Bobbo, no sabes nada de nada.

Robert hizo una ligera mueca y se acercó al pequeño bufé que había preparado su mujer.

—¡Sobre todo no toques nada, Bobbo!

—¿Qué son esas cosas?

—No son cosas. Es un aperitivo delicado. Tiene mucha clase.

—¡Pero me habías dicho que los vecinos nos habían invitado a hamburguesas esta noche! ¡El 4 de julio vamos siempre a comer hamburguesas con los vecinos!

—Iremos. ¡Pero más tarde! ¡Y sobre todo no te pongas a contar a Harry Quebert que comemos hamburguesas como la gente corriente!

—Pero si somos gente corriente. Me gustan las hamburguesas. Y tú diriges una hamburguesería.

—¡No entiendes nada de nada, Bobbo! No es lo mismo. Y yo tengo grandes proyectos.

—No lo sabía. No me has dicho nada.

—No te lo cuento todo.

—¿Y por qué no me cuentas todo? Yo sí te cuento todo. De hecho, venía pensando en contarte que me ha dolido la tripa toda la tarde. Tenía unos gases terribles. Incluso he tenido que encerrarme en mi despacho y ponerme a cuatro patas para tirarme pedos de lo que me dolía. Ya ves que te cuento todo.

—¡Vale ya, Bobbo! ¡Me estás desconcentrando!

Jenny reapareció con otro vestido.

—¡Demasiado elegante! —ladró Tamara—. ¡Debes vestir con buen gusto pero informal!

Robert Quinn aprovechó que su mujer desviaba la atención para sentarse en su sillón preferido y servirse un vaso de whisky.

—¡Prohibido sentarte! —gritó Tamara—. Lo vas a ensuciar todo. ¿Sabes cuántas horas he pasado limpiando? Sube a cambiarte.

—¿Cambiarme?

—Ve y ponte un traje, ¡no irás a recibir a Harry Quebert en zapatillas!

—¿Has sacado la botella de champán que guardábamos para una gran ocasión?

—¡Esta es una gran ocasión! ¿No quieres que tu hija se case bien? Corre a cambiarte, venga, en vez de decir tonterías. Estará a punto de llegar.

Tamara acompañó a su marido hasta las escaleras para asegurarse de que obedecía. En ese instante Jenny bajó llorando, en bragas y con los senos al aire, diciendo entre sollozo y sollozo que iba a anularlo todo porque aquello era demasiado para ella. Robert aprovechó para gemir a su vez que quería leer el periódico, y no tener grandes conversaciones con ese gran escritor y que, de todas formas, no leía nunca libros porque le dormían, así que no sabría qué contarle. Eran las seis menos diez, faltaban diez minutos para la cita. Estaban los tres en el recibidor, discutiendo, cuando de pronto sonó el timbre. Tamara creyó que le daba un infarto. Ya estaba allí. El gran escritor llegaba con antelación.

Acababan de llamar. Harry se dirigió a la puerta. Llevaba un traje de lino y un sombrero ligero: se disponía a marcharse para ir a buscar a Jenny. Abrió: era Nola.

—¿Nola? ¿Qué haces tú aquí?

—Se dice hola. La gente amable dice hola cuando se saluda, y no ¿qué haces tú aquí?

Sonrió:

—Hola, Nola. Perdona, es que no esperaba verte.

—¿Qué pasa, Harry? No tengo noticias suyas desde ese día en Rockland. ¡Sin noticias desde hace una semana! ¿Fui mala? ¿O desagradable? Ay, Harry, me gustó tanto nuestro día en Rockland. ¡Fue algo mágico!

—No estoy enfadado en absoluto, Nola. Y a mí también me gustó nuestro día en Rockland.

—Entonces ¿por qué no ha dado señales de vida?

—Es por mi libro. He tenido mucho trabajo.

—Me gustaría que estuviéramos juntos todos los días, Harry. Toda la vida.

—Eres un ángel, Nola.

—Ahora podemos. Ya no tengo clases.

—¿Cómo que ya no tienes clases?

—Las clases han terminado, Harry. Estamos de vacaciones. ¿No lo sabía?

—No.

Puso cara de contenta.

—Sería formidable, ¿no? Lo he pensado y creo que podría ocuparme de usted, aquí. Estaría usted mejor trabajando en casa que en el barullo del Clark’s. Podría escribir en la terraza. El mar me parece tan bonito, ¡estoy segura de que le inspiraría! Y yo me ocuparía de que estuviese cómodo. Le prometo que velaría por usted, pondría toda mi alma en ello, ¡le haría un hombre feliz! Por favor, déjeme hacerle feliz, Harry.

Harry vio que llevaba una cesta.

—Es un pícnic —dijo—. Para nosotros, esta noche. Hay incluso una botella de vino. Pensé que podríamos hacer un pícnic en la playa, sería tan romántico.

Él no quería pícnic romántico, no quería estar cerca de ella, no quería nada de ella: debía olvidarla. Se arrepentía de su sábado en Rockland: se había marchado a otro Estado con una chica de quince años, a escondidas de sus padres. Si la policía los hubiese detenido, habrían podido llegar a pensar que la había secuestrado. Esa chica iba a hacerle perder la cabeza, tenía que alejarla de su vida.

—No puedo, Nola —dijo simplemente.

Ella puso cara de decepción.

—¿Por qué?

Tenía que decirle que estaba citado con otra mujer. Le sería difícil entenderlo, pero tenía que comprender que lo suyo era imposible. Sin embargo, no se atrevió y mintió, una vez más:

—Tengo que ir a Concord a ver a mi editor, que ha ido allí a pasar la fiesta del 4 de julio. Va a ser muy aburrido. Hubiese preferido hacer algo contigo.

—¿No puedo ir con usted?

—No. Quiero decir: te aburrirías.

—Está muy guapo con esa camisa, Harry.

—Gracias.

—Harry… Estoy enamorada de usted. Desde ese día de lluvia en que le vi en la playa, estoy locamente enamorada de usted. ¡Me gustaría estar con usted el resto de mi vida!

—Para, Nola. No digas eso.

—¿Por qué? ¡Si es la verdad! ¡No soporto pasar ni siquiera un día sin estar a su lado! ¡Cada vez que le veo, tengo la impresión de que la vida es más bella! Pero usted, usted me odia, ¿verdad?

—¡No! ¡Claro que no!

—Sé muy bien que le parezco fea. Y que en Rockland seguramente le parecí aburrida. Por eso no he vuelto a tener noticias suyas. Piensa que soy una niña feúcha, tonta y aburrida.

—No digas tonterías. Venga, te voy a llevar a casa.

—Dígame mi querida Nola… Dígamelo otra vez.

—No puedo, Nola.

—¡Por favor!

—No puedo. Esas palabras están prohibidas.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué no podemos amarnos si nos amamos?

Él repitió:

—Ven, Nola. Voy a llevarte a casa.

—Pero, Harry, ¿para qué vivir si no tenemos derecho a querernos?

Él no respondió nada y la llevó al Chevrolet negro. Ella lloraba.

No era Harry Quebert quien había llamado a la puerta, sino Amy Pratt, la mujer del jefe de policía de Aurora. Iba de puerta en puerta en calidad de organizadora del baile de verano, uno de los acontecimientos más importantes de la ciudad, que tenía lugar, ese año, el sábado 19 de julio. En el momento en que sonó el timbre, Tamara había enviado a su hija medio desnuda y a su marido al primer piso, antes de constatar con alivio que no era su célebre visitante el que esperaba ante su puerta, sino Amy Pratt, que había venido a vender boletos para la tómbola del día del baile. Ese año, el primer premio era una semana de vacaciones en un magnífico hotel en la isla de Martha’s Vineyard, en Massachusetts, donde muchas estrellas pasaban las vacaciones. Al conocer el primer premio, los ojos de Tamara empezaron a brillar: compró dos cuadernos enteros de boletos y después, a pesar de que lo amable hubiese sido invitar a un zumo de naranja a su visitante —a quien de hecho apreciaba—, le cerró la puerta en las narices porque ya eran las seis menos cinco. Jenny, ya más tranquila, volvió a bajar con un vestidito de verano verde que le sentaba de maravilla, seguida de su padre que se había puesto un traje de tres piezas.

—No era Harry sino Amy Pratt —declaró Tamara con tono aburrido—. Ya sabía yo que no podía ser él. Había que haberos visto huir como conejos. ¡Ja! Yo sabía perfectamente que no era él, porque tiene clase y la gente con clase no llega antes de la hora. Es de peor educación todavía que llegar tarde. Recuerda eso, Bobbo, tú que siempre tienes miedo de llegar tarde a las citas.

El reloj del salón dio seis campanadas y la familia Quinn se puso en fila tras la puerta de entrada.

—¡Sobre todo sed naturales! —rogó Jenny.

—Somos muy naturales —respondió su madre—. ¿Eh, Bobbo? ¿Verdad que somos naturales?

—Sí, Bichito. Pero creo que tengo gases de nuevo: me siento como una olla a presión a punto de estallar.

Minutos más tarde, Harry llamó a la puerta de la casa de los Quinn. Acababa de dejar a Nola a una manzana de su casa, para que no los viesen juntos. La había dejado llorando.

*

Jenny me contó que esa velada del 4 de julio fue un momento maravilloso para ella. Me describió, emocionada, la verbena, la cena y los fuegos artificiales sobre el cielo de Concord.

Comprendí por su forma de hablar de Harry que no había dejado de amarle en toda su vida, y que la aversión que sentía ahora por él era sobre todo la expresión del dolor de haber sido abandonada por culpa de Nola, la camarerita de los sábados, a la que había escrito una obra maestra. Antes de dejarla, le hice una última pregunta:

—Jenny, ¿tú quién piensas que sería la persona que podría darme más detalles sobre Nola?

—¿Sobre Nola? Su padre, claro.

Su padre. Claro.