Cogí un vuelo hacia Manchester esa misma mañana, completamente aturdido por lo que acababa de saber. Aterricé a la una de la tarde, y media hora después llegué al cuartel general de la policía. Gahalowood vino a buscarme a recepción.
—¡Robert Quinn! —exclamé al verle, como si todavía no lo creyese—. ¿Así que fue Robert Quinn quien incendió la casa? ¿Fue él quien me envió esos mensajes?
—Sí, escritor. Sus huellas estaban en el bidón de gasolina.
—Pero ¿por qué?
—Ojalá lo supiese. No ha abierto la boca. Se niega a hablar.
Gahalowood me llevó hasta su despacho y me ofreció café. Me explicó que la brigada criminal había registrado la casa de los Quinn a primera hora de la mañana.
—¿Qué han encontrado? —pregunté.
—Nada —respondió Gahalowood—. Nada de nada.
—¿Y su mujer? ¿Qué ha dicho?
—Eso es lo extraño. Llegamos a las siete de la mañana. Imposible despertarla. Dormía a pierna suelta, ni siquiera se había enterado de la ausencia de su marido.
—Él la droga —expliqué.
—¿Cómo que la droga?
—Robert Quinn da somníferos a su mujer para que se duerma cuando quiere estar en paz. Es probablemente lo que ha hecho esta noche para que no se enterara de nada. Pero ¿enterarse de qué? ¿Qué fue a hacer en plena noche? ¿Y por qué estaba cubierto de barro? ¿Iría a enterrar algo?
—Ahí está el misterio… Y sin confesión de su parte, no voy a poder acusarle de nada.
—Está el bidón de gasolina.
—Su abogado ya está diciendo que Robert lo encontró en la playa. Que hace unos días estaba paseando, que vio ese bidón por el suelo y que lo recogió para tirarlo entre los matorrales, fuera de la vista de los paseantes. Necesitamos más pruebas, porque de otra forma a su abogado no le costará desmontar la acusación.
—¿Quién es su abogado?
—No me va a creer.
—Dígamelo de todas formas.
—Benjamin Roth.
Suspiré.
—Entonces ¿cree que fue Robert Quinn quien mató a Nola Kellergan?
—Digamos que todo es posible.
—Déjeme hablar con él.
—Ni lo sueñe.
En ese instante, un hombre entró en el despacho sin llamar y Gahalowood se puso inmediatamente en posición de firmes. Era Lansdane, el jefe de la policía estatal. Parecía molesto.
—Me he pasado la mañana al teléfono hablando con el gobernador, los periodistas y ese maldito abogado, Roth.
—¿Periodistas? ¿Acerca de qué?
—De ese tipo que han detenido esta noche.
—Sí, señor. Creo que tenemos una pista seria.
El jefe puso una mano amistosa en el hombro de Gahalowood.
—Perry… Tenemos que dejarlo.
—¿Cómo?
—Esto es el cuento de nunca acabar. Seamos serios, Perry: cambia usted de culpable como de camisa. Roth dice que va a montar un escándalo. El gobernador quiere que esto termine. Ha llegado la hora de cerrar el caso.
—Pero jefe, ¡tenemos elementos nuevos! La muerte de la madre de Nola, el arresto de Robert Quinn. ¡Estamos a punto de encontrar algo!
—Primero fue Quebert, luego Caleb, ahora el padre, o ese Quinn, o Stern, o Dios sabe quién. ¿Qué tenemos contra el padre? Nada. ¿Contra Stern? Nada. ¿Contra ese Robert Quinn? Nada.
—Está ese maldito bidón de gasolina…
—A Roth no le va a costar convencer al jurado de la inocencia de Quinn. ¿Pretende acusarle formalmente?
—Por supuesto.
—Entonces pierde, Perry. Una vez más, pierde. Es usted un buen poli, Perry. Sin duda el mejor. Pero a veces hay que saber renunciar.
—Pero, jefe…
—No destruya el final de su carrera, Perry… No le voy a humillar retirándole del caso inmediatamente. Por amistad, le dejo veinticuatro horas. A las diecisiete horas de mañana, vendrá usted a mi despacho y me anunciará oficialmente que cierra el caso Kellergan. Le dejo veinticuatro horas para que les diga a sus compañeros que prefiere renunciar y salvar las apariencias. Después cójase unos días libres, salga con su familia el fin de semana, se lo merece.
—Jefe, yo…
—Hay que saber renunciar, Perry. Hasta mañana.
Lansdane salió del despacho y Gahalowood se dejó caer en su sillón. Como si aquello no fuese suficiente, recibí una llamada en mi móvil de Roy Barnaski.
—Hola, Goldman —me dijo alegremente—. Mañana hará una semana, como seguramente sabe.
—¿Una semana de qué, Roy?
—Una semana. El plazo que le di antes de presentar a la prensa las últimas novedades acerca de Nola Kellergan. ¿Lo había olvidado? Me imagino que no ha encontrado nada más.
—Escuche, estoy siguiendo una pista, Roy. Quizás sería buena idea aplazar la rueda de prensa.
—Ay, ay, ay… Pistas, pistas, siempre pistas, Goldman… ¡La pista de un circo, más bien! Vamos, vamos, ha llegado la hora de acabar con estas historias. He convocado a la prensa mañana a las cinco de la tarde. Cuento con su presencia.
—Imposible. Estoy en New Hampshire.
—¿Cómo? Goldman, ¡es usted el número principal! ¡Le necesito!
—Lo siento, Roy.
Colgué.
—¿Quién era? —preguntó Gahalowood.
—Barnaski, mi editor. Quiere convocar a la prensa mañana por la tarde para el gran descubrimiento: hablar de la enfermedad de Nola y decir que mi libro es un libro genial porque recrea la doble personalidad de una chiquilla de quince años.
—Pues bien, parece ser que mañana por la tarde habremos fracasado oficialmente.
Gahalowood disponía de veinticuatro horas; no quería quedarse de brazos cruzados. Propuso ir a Aurora a interrogar a Tamara y a Jenny para intentar saber más sobre Robert.
De camino, telefoneó a Travis para avisarle de nuestra llegada. Le encontramos delante de la casa de los Quinn. Estaba completamente desconcertado.
—¿Así que son realmente las huellas de Robert las que había en el bidón? —preguntó.
—Sí —respondió Gahalowood.
—¡Dios, no puedo creerlo! Pero ¿por qué pudo hacer eso?
—Lo ignoro…
—¿Cree… cree que está implicado en el asesinato de Nola?
—Tal y como estamos, no podemos excluir nada. ¿Cómo están Jenny y Tamara?
—Mal. Muy mal. Están aturdidas. Y yo también. Es una pesadilla. ¡Una auténtica pesadilla!
Se sentó en el capó de su coche, desalentado.
—¿Qué pasa? —preguntó Gahalowood, que intuyó que algo no marchaba bien.
—Sargento, desde esta mañana no dejo de pensar… Esta historia me ha hecho recordar muchas cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Robert Quinn se interesó mucho en la investigación. En aquella época, yo visitaba a menudo a Jenny, iba a comer a casa de los Quinn los domingos. Él no dejaba de hablar de la investigación.
—Creía que era su mujer la que no dejaba de hablar del tema.
—En la mesa, sí. Pero en cuanto llegaba, el padre me servía una cerveza en la terraza y me hacía hablar. ¿Había algún sospechoso? ¿Teníamos alguna pista? Después de comer, me acompañaba hasta el coche y seguíamos hablando. Casi me costaba librarme de él.
—Está usted diciéndome que…
—No afirmo nada. Pero…
—Pero ¿qué?
Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una fotografía.
—Encontré esto esta mañana en un álbum familiar que Jenny conserva en casa.
La foto representaba a Robert Quinn al lado de un Chevrolet Monte Carlo negro, delante de Clark’s. En el dorso podía leerse: Aurora, agosto de 1975.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó Gahalowood.
—Se lo pregunté a Jenny. Me confesó que ese verano su padre quería comprarse un coche nuevo, pero no estaba seguro del modelo. Había estado visitando los concesionarios de la región, y durante varios fines de semana pudo probar distintos modelos.
—¿Entre ellos un Chevrolet Monte Carlo negro? —preguntó Gahalowood.
—Entre ellos un Chevrolet Monte Carlo negro —confirmó Travis.
—¿Quiere usted decir que el día de la desaparición de Nola, era posible que Robert Quinn condujese ese coche?
—Sí.
Gahalowood se pasó la mano por el cráneo. Pidió quedarse con la fotografía.
—Travis —dije después—, deberíamos hablar con Tamara y Jenny. ¿Están dentro?
—Sí, claro. Vengan. Están en el salón.
Tamara y Jenny estaban postradas en el sofá. Pasamos más de una hora intentando hacerlas hablar, pero estaban tan aturdidas que eran incapaces de razonar. Al final, entre sollozo y sollozo, Tamara consiguió relatar los acontecimientos de la víspera. Ella y Robert habían cenado temprano, y después habían visto la televisión.
—¿Notó algo extraño en el comportamiento de su marido? —preguntó Gahalowood.
—No… Bueno, sí, quería a toda costa que bebiese una taza de té. A mí no me apetecía, pero él me repetía: «Bébetela, Bichito, bébetela. Es una tisana diurética, te sentará bien». Al final me bebí su maldita tisana. Y me quedé dormida en el sofá.
—¿Qué hora era?
—Diría que alrededor de las once.
—¿Y después?
—Después no hay más que oscuridad. Dormí como un tronco. Cuando me desperté eran las siete y media de la mañana. Seguía en el sofá y la policía estaba llamando a la puerta.
—Señora Quinn, ¿es cierto que su marido pensaba comprarse un Chevrolet Monte Carlo?
—Yo… yo ya no sé… Sí… Quizás, pero… ¿Cree que pudo hacer daño a la pequeña? ¿Que fue él?
Al decir esto, se levantó precipitadamente para ir a vomitar al baño.
La conversación no llevaba a ninguna parte. Nos marchamos sin saber nada más. Teníamos el tiempo en contra. En el coche, sugerí a Gahalowood que enfrentáramos a Robert con la foto del Monte Carlo negro, que constituía una prueba contundente.
—No serviría de nada —respondió—. Roth sabe que Lansdane está a punto de renunciar y probablemente habrá aconsejado a Quinn que juegue con el tiempo. Quinn no hablará. Y estaremos acabados. Mañana a las diecisiete horas se cerrará el caso y su amigo Barnaski montará el número delante de las televisiones de todo el país. Robert Quinn quedará en libertad y seremos el hazmerreír de Norteamérica.
—A menos que…
—A menos que ocurra un milagro, escritor. A menos que comprendamos qué andaba haciendo Quinn ayer por la noche para tener tanta prisa. Su mujer dice que se durmió sobre las once. Al menos sabemos que estaba en la zona. Pero ¿dónde?
Gahalowood sólo veía una cosa que hacer: dirigirnos al sitio donde Robert Quinn había sido arrestado e intentar remontar el hilo de su recorrido. Se permitió incluso el lujo de sacar al agente Forsyth de su día libre para obligarle a ir al lugar. Le encontramos una hora más tarde, a la salida de Aurora. Nos guio hasta un tramo de la carretera de Montburry.
—Fue aquí —nos dijo.
La carretera era una línea recta que atravesaba la espesura. Eso no nos daba ninguna pista.
—¿Qué pasó exactamente? —preguntó Gahalowood.
—Yo venía de Montburry. Una patrulla de rutina. Cuando de pronto ese coche se me echó encima.
—¿Cómo que se le echó encima?
—En la intersección, cinco o seis metros más allá.
—¿Qué intersección?
—No sabría decirle qué camino cruza, pero seguro que es una intersección con un stop. Sé que es un stop porque es el único en este tramo.
—El stop está allí, ¿no? —preguntó Gahalowood mirando a lo lejos.
—El stop está allí —confirmó Forsyth.
De repente, todo cuadró en mi cabeza. Exclamé:
—¡Es el camino del lago!
—¿Qué, el lago? —dijo Gahalowood.
—Es el cruce con el camino que lleva al lago de Montburry.
Subimos hasta la intersección y nos pusimos en ruta hacia el lago. Cien metros después, llegamos al aparcamiento. La orilla estaba en un estado lamentable; las recientes lluvias torrenciales del otoño habían empapado los márgenes. No había más que barro.
*
Martes 11 de noviembre de 2008, 8 de la mañana
Una columna de vehículos policiales llegó al aparcamiento del lago. Gahalowood y yo esperábamos desde hacía un rato en su coche. Al ver las camionetas y el equipo de submarinistas de la policía, le pregunté:
—¿Está usted seguro de lo que hace, sargento?
—No. Pero no tengo elección.
Era nuestra última carta, el final de la partida. Robert Quinn había estado allí, eso era seguro. Había avanzado a trompicones sobre el barro hasta llegar al borde del agua, había venido a tirar algo al lago. Al menos esa era nuestra hipótesis.
Salimos del coche para acercarnos a los submarinistas que se preparaban. El jefe del equipo dio algunas instrucciones a sus hombres, y después fue a hablar con Gahalowood.
—¿Qué buscamos, sargento? —preguntó.
—Todo. Cualquier cosa. Documentos, un arma. No sé nada. Cualquier cosa relacionada con el caso Kellergan.
—¿Sabe usted que este lago es un vertedero? Si pudiese ser más preciso…
—Creo que lo que buscamos es suficientemente evidente para que sus hombres lo identifiquen si lo ven. Pero todavía no sé lo que es.
—¿Y a qué nivel del lago, según usted?
—El mismo borde. Digamos la distancia de un lanzamiento desde la orilla. Yo me centraría en la zona opuesta del lago. Nuestro sospechoso estaba cubierto de barro y tenía un arañazo en el rostro, probablemente causado por una rama baja. Con seguridad quiso esconder el objeto allí donde nadie tuviese ganas de ir a buscarlo. Así que creo que fue hasta la orilla opuesta, que está rodeada de zarzas y monte bajo.
Comenzó la búsqueda. Nos colocamos al borde del agua, en las cercanías del aparcamiento, y observamos a los buceadores sumergirse. Hacía un frío glacial. Pasó una hora, sin que sucediese nada de nada. Estábamos justo al lado del jefe de submarinistas, escuchando las escasas comunicaciones por radio.
A las nueve y media, Lansdane llamó a Gahalowood para echarle la bronca. Gritaba tanto que pude oír la conversación a través del aparato.
—¡Dígame que no es cierto, Perry!
—¿Que no es cierto qué?
—¿Ha llamado usted a los submarinistas?
—Sí, señor.
—Está usted completamente loco. Está destrozando su carrera. ¡Podría suspenderle por este tipo de iniciativa! He organizado una rueda de prensa a las cinco de la tarde. Usted estará presente. Será usted el que anuncie que el caso se cierra. Se las arreglará usted con los periodistas. ¡Yo ya no le cubro más el trasero, Perry! ¡Ya estoy harto!
—Muy bien, señor.
Colgó. Nos quedamos en silencio.
Pasó otra hora; la búsqueda seguía siendo infructuosa. Gahalowood y yo, a pesar del frío, no abandonamos nuestro puesto de observación. Por fin, dije:
—Sargento, ¿y si…?
—Cállese, escritor. Por favor. No hable. No quiero oír ninguna de sus preguntas y sus dudas.
Seguimos esperando. De pronto, la radio del jefe de submarinistas vibró de forma extraña. Pasaba algo. Los submarinistas subieron a la superficie, hubo mucha excitación y todo el mundo se precipitó al borde del agua.
—¿Qué pasa? —preguntó Gahalowood al jefe de submarinistas.
—¡Lo han encontrado! ¡Lo han encontrado!
—Pero ¿qué han encontrado?
A una decena de metros de la orilla, los submarinistas acababan de descubrir en el fondo un Colt calibre 38 y un collar de oro con el nombre NOLA grabado.
A las doce de ese mismo día, instalado tras el falso espejo de una sala de interrogatorios del cuartel general de la policía estatal, asistí a la confesión de Robert Quinn, después de que Gahalowood presentase ante él el arma y el collar encontrados en el lago.
—¿Esto era lo que hacía la pasada noche? —preguntó con voz casi dulce—. ¿Librarse de pruebas comprometedoras?
—¿Cómo… cómo lo ha hecho?
—Se acabó la partida, señor Quinn. Se acabó la partida para usted. El del Chevrolet Monte Carlo negro era usted, ¿verdad? Un vehículo de concesionario, sin registro alguno. Nadie habría llegado hasta usted si no hubiese tenido la estúpida idea de fotografiarse con él.
—Yo… yo…
—¿Por qué? ¿Por qué mató a la chiquilla? ¿Y a esa pobre mujer?
—No lo sé. Creo que no era yo mismo. En el fondo fue un accidente.
—¿Qué pasó?
—Nola caminaba al borde de la carretera, le propuse acercarla un poco. Aceptó, subió… y después… Yo, en el fondo, me sentía solo. Tenía ganas de acariciarle un poco el pelo… Huyó por el bosque. Tenía que atraparla, para pedirle que no dijese nada a nadie. Y después se metió en casa de Deborah Cooper. Tuve que hacerlo. Si no, habrían hablado. Fue… ¡fue un momento de locura!
Se hundió.
Cuando salió de la sala de interrogatorios, Gahalowood llamó a Travis para avisarle de que Robert Quinn había firmado una confesión completa.
—Habrá una rueda de prensa a las diecisiete horas —le dijo—. No quería que se enterase por televisión.
—Gracias, sargento. Yo… ¿qué debo decir a mi mujer?
—No lo sé. Pero avísela inmediatamente. La noticia le va a caer como una bomba.
—Lo haré.
—Jefe Dawn, ¿podría acercarse a Concord para aclararnos algunas cosas sobre Robert Quinn? Quiero evitarles el mal trago a su mujer o a su suegra.
—Por supuesto. Estoy de servicio en este momento, y me esperan para un accidente de carretera. Y tengo que hablar con Jenny. Lo mejor es que vaya esta noche o mañana.
—Venga tranquilamente mañana. Ya no hay ninguna prisa.
Gahalowood colgó. Tenía aspecto sereno.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Ahora le invito a comer algo. Creo que nos lo merecemos.
Comimos en la cafetería del cuartel general. Gahalowood tenía aspecto pensativo: no tocó su plato. Tenía el informe a su lado, sobre la mesa, y durante un cuarto de hora contempló la foto de Robert y el Monte Carlo negro. Le pregunté:
—¿A qué le está dando vueltas, sargento?
—A nada. Sólo me pregunto por qué Quinn llevaba un arma… Nos dijo que se había cruzado con la chica por casualidad, durante un paseo en coche. Pero, o lo había premeditado todo, el coche y el arma, o es cierto que encuentra a Nola por casualidad, y entonces me pregunto por qué llevaba un arma y dónde la había conseguido.
—¿Cree que lo había premeditado todo, pero que quiso minimizar su confesión?
—Es posible.
Contempló la foto una vez más. Acercó su rostro para escrutar los detalles. De pronto, vio algo. Su mirada cambió inmediatamente. Pregunté:
—¿Qué pasa, sargento?
—El titular…
Pasé al otro lado de la mesa para mirar la foto. Apuntó a un distribuidor de periódicos al fondo de la imagen, al lado del Clark’s. Al observarlo atentamente, se lograba leer el texto de la primera página:
NIXON DIMITE
—¡Richard Nixon dimitió en agosto de 1974! —exclamó Gahalowood—. ¡Esta foto no pudo tomarse en 1975!
—Pero, entonces, ¿quién escribió esa fecha errónea en el dorso de la foto?
—No lo sé. Pero eso quiere decir que Robert Quinn nos ha mentido. ¡No ha matado a nadie!
Gahalowood saltó fuera de la cafetería y se precipitó por la escalera principal, subiendo los escalones de cuatro en cuatro. Le seguí a través de los pasillos hasta el ala donde se encontraban las celdas. Pidió ver inmediatamente a Robert Quinn.
—¿A quién protege? —gritó Gahalowood en cuanto lo vio detrás de los barrotes de su celda—. ¡Usted no probó ningún Monte Carlo negro en agosto de 1975! ¡Está protegiendo a alguien y quiero saber a quién! ¿A su mujer? ¿A su hija?
Robert parecía desesperado. Sin moverse de la pequeña banqueta acolchada sobre la que estaba sentado, murmuró:
—A Jenny. Protejo a Jenny.
—¿Jenny? —repitió Gahalowood atónito—. Fue su hija la que…
Sacó el teléfono y marcó un número.
—¿A quién llama? —le pregunté.
—A Travis Dawn. Para que no avise a su mujer. Si sabe que su padre lo ha confesado todo, le va a entrar el pánico y va a huir.
Travis no respondió a su móvil. Gahalowood llamó entonces a la comisaría de policía de Aurora para que le pusiesen en contacto por radio.
—Aquí el sargento Gahalowood, de la policía estatal de New Hampshire —dijo al oficial de guardia—. Debo hablar inmediatamente con el jefe Dawn.
—¿El jefe Dawn? Llámele al móvil. Hoy no está de servicio.
—¿Cómo que no? He llamado antes y me dijo que estaba ocupado con un accidente de carretera.
—Imposible, sargento. Le repito que hoy no está de servicio.
Gahalowood colgó, pálido, y lanzó inmediatamente una orden de búsqueda general.
*
Travis y Jenny Dawn fueron detenidos horas más tarde en el aeropuerto de Boston-Logan, donde se disponían a embarcar en un vuelo con destino a Caracas.
Bien entrada la noche, Gahalowood y yo abandonamos el cuartel general de la policía de Concord. Una marea de periodistas que esperaba cerca de la salida del edificio se lanzó sobre nosotros. Atravesamos el gentío sin hacer el menor comentario y nos metimos en el coche de Gahalowood. Condujo en silencio. Pregunté:
—¿Adónde vamos, sargento?
—No lo sé.
—¿Qué hacen los polis en este tipo de ocasiones?
—Van a beber. ¿Y los escritores?
—Van a beber.
Me llevó hasta su bar a la salida de Concord. Nos sentamos en la barra y pedimos dos whiskies dobles. A nuestra espalda, los titulares de una pantalla de televisión daban la noticia:
UN AGENTE DE POLICÍA DE AURORA CONFIESA EL ASESINATO DE NOLA KELLERGAN