Quienes recuerdan bien a Nola dicen que era una jovencita maravillosa. De las que dejan huella: dulce y atenta, dotada para todo, resplandeciente. Parece ser que tenía esa alegría de vivir sin igual que podía iluminar los peores días de lluvia. Los sábados servía en el Clark’s; revoloteaba entre las mesas, ligera, haciendo bailar en el aire su ondulada melena rubia. Siempre tenía una palabra amable para todos los clientes. No se la veía más que a ella. Nola era un mundo.
Era la hija única de David y Louisa Kellergan, evangelistas del sur procedentes de Jackson, Alabama, donde había nacido el 12 de abril de 1960. Los Kellergan se habían instalado en Aurora en el otoño de 1969, después de que el padre fuese contratado como pastor por la parroquia de St. James, la principal comunidad religiosa de Aurora, que tenía una influencia notable en aquella época. El templo de St. James, en la entrada sur de la ciudad, era un edificio imponente de madera del que ya no queda nada hoy en día, desde que las comunidades de Aurora y Montburry tuvieron que fusionarse por razones de ahorro presupuestario y falta de fieles. En su lugar se levanta ahora un McDonald’s. Desde su llegada, los Kellergan se habían instalado en una bonita casa de una planta propiedad de la parroquia, en el 245 de Terrace Avenue. Fue probablemente por la ventana de una de sus habitaciones por donde, seis años más tarde, se esfumaría Nola, el sábado 30 de agosto de 1975.
Estas descripciones se cuentan entre las primeras que me hicieron los habituales del Clark’s, donde me presenté la mañana del día siguiente a mi llegada a Aurora. Me había despertado espontáneamente al alba, atormentado por esa sensación desagradable de no estar realmente seguro de lo que hacía allí. Tras haber corrido un rato por la playa, había dado de comer a las gaviotas, y en eso estaba hasta que me planteé la cuestión de si de verdad había venido hasta New Hampshire únicamente para dar pan a unos pájaros marinos. Mi cita en Concord con Benjamin Roth para visitar a Harry no era hasta las once; en el intervalo, como no quería estar solo, fui a comer tortitas al Clark’s. Cuando era estudiante y me alojaba en su casa, Harry tenía por costumbre llevarme allí a primera hora del día: me despertaba antes de que amaneciera, sacudiéndome sin consideración, y me decía que ya era hora de ponerme el chándal. Después bajábamos al borde del océano para correr y boxear. Si se cansaba un poco, empezaba a jugar a los entrenadores: interrumpía su esfuerzo como para corregir mis gestos o mi postura, pero sé que sobre todo necesitaba recuperar el aliento. Entre ejercicios y carreras, recorríamos las pocas millas de playa que unían Goose Cove con Aurora. Subíamos entonces por las rocas de Grand Beach y atravesábamos la ciudad aún dormida. En la calle principal, inmersa en la oscuridad, se percibía de lejos la fría luz que brotaba del escaparate del diner, el único establecimiento abierto tan temprano. En su interior reinaba una absoluta calma; los escasos clientes eran camioneros u oficinistas que daban cuenta de sus desayunos en silencio. La radio aportaba el decorado sonoro, siempre en la misma emisora de noticias y con el volumen tan bajo que impedía comprender lo que decía el locutor. En las mañanas de mucho calor, además, el ventilador del techo batía el aire con un chirrido metálico, haciendo bailar el polvo que acumulaban las lámparas. Nos instalábamos en la mesa 17, y Jenny aparecía inmediatamente a servirnos café. Siempre me dedicaba una sonrisa de dulzura casi maternal. Me decía: «Mi pobre Marcus, te obliga a levantarte al amanecer, ¿verdad? Lo hace desde que le conozco». Y nos reíamos.
Ese 17 de junio de 2008, a pesar de la temprana hora, el Clark’s bullía ya de agitación. Nadie hablaba de otra cosa que del caso y, a mi entrada, los habituales que me conocían se arremolinaron en torno a mí para preguntarme si era verdad, si Harry había tenido una relación con Nola y si la había matado, a ella y a Deborah Cooper. Eludí las preguntas y me instalé en la 17, que estaba libre. Descubrí entonces que la placa en honor a Harry había sido retirada: en su lugar no quedaban más que dos agujeros de tornillo en la madera y la marca del metal que había decolorado el barniz.
Jenny vino con el café y me saludó amablemente. Tenía cara de tristeza.
—¿Has venido a instalarte en casa de Harry? —me preguntó.
—Eso creo. ¿Has quitado la placa?
—Sí.
—¿Por qué?
—Escribió ese libro para esa chiquilla, Marcus. Para una niña de quince años. No quiero dejar esa placa. Es un amor repugnante.
—Creo que es algo más complicado —dije.
—Y yo creo que no deberías mezclarte en este asunto, Marcus. Deberías volver a Nueva York y permanecer lejos de todo esto.
Pedí tortitas y salchichas. Sobre la mesa habían dejado un ejemplar manchado de grasa del Aurora Star. En primera página aparecía una inmensa foto del Harry de los tiempos gloriosos, con ese aire respetable y esa mirada profunda y segura de sí. Justo debajo, una imagen de su entrada en la audiencia del palacio de justicia de Concord, esposado, decaído, el pelo revuelto, los rasgos hundidos, la expresión deshecha. Y, enmarcados, un retrato de Nola y otro de Deborah Cooper. Y este titular: ¿Qué hizo Harry Quebert?
Erne Pinkas llegó poco después que yo y vino a sentarse a mi mesa con su taza de café.
—Te vi en la televisión anoche —me dijo—. ¿Vienes a quedarte?
—Sí, quizás.
—¿Para qué?
—No tengo ni idea. Por Harry.
—Es inocente, ¿verdad? No puedo creer que hiciese algo así… Qué locura.
—Ya no estoy seguro de nada, Erne.
Pinkas me contó cómo, días antes, la policía había desenterrado los restos de Nola en Goose Cove, a un metro de profundidad. Ese jueves todo el mundo en Aurora había sido alertado por las sirenas de los coches patrulla que habían llegado de todo el condado, desde los patrulleros de la autopista hasta los vehículos camuflados de la criminal, incluso una furgoneta de la policía científica.
—Cuando nos enteramos de que probablemente eran los restos de Nola Kellergan —me explicó Pinkas—, ¡nos quedamos de piedra! Nadie podía creerlo: después de todo ese tiempo, la pequeña estaba justo ahí, ante nuestros ojos. Quiero decir, cuántas veces he estado en casa de Harry, en esa terraza, bebiendo whisky… Casi a su lado… Dime, Marcus, ¿de verdad escribió ese libro para ella? No puedo creer que tuvieran una historia juntos… ¿Tú sabías algo?
Para no tener que responder, empecé a girar la cuchara en el interior de mi taza hasta crear un remolino. Dije simplemente:
—Todo esto es un lío terrible, Erne.
Poco después Travis Dawn, el jefe de policía de Aurora y además el marido de Jenny, se instaló a su vez en la mesa. Formaba parte de los que conocía desde siempre en Aurora: era un hombre de carácter suave, sexagenario encanecido, el tipo de poli de provincias buenazo que no daba miedo a nadie desde hacía tiempo.
—Lo siento, chaval —me dijo al saludarme.
—¿Por qué?
—Por este asunto que te ha explotado en plena cara. Sé que Harry y tú estáis muy unidos. No debe de ser fácil para ti.
Travis era la primera persona que se preocupaba de cómo lo estaba pasando. Asentí con la cabeza y pregunté:
—¿Por qué, en todo el tiempo que he pasado aquí, nunca había oído hablar de Nola Kellergan?
—Porque hasta que se encontró su cuerpo en Goose Cove, era agua pasada. El tipo de historia que nadie quiere recordar.
—Travis, ¿qué sucedió ese 30 de agosto de 1975? ¿Y qué le pasó a esa tal Deborah Cooper?
—Feo asunto, Marcus. Un asunto muy feo. Lo viví en primera persona porque ese día estaba de servicio. Por entonces no era más que un simple agente. Fui yo quien recibió la llamada de la central… Deborah Cooper era una abuelita adorable que vivía sola desde la muerte de su marido, en una casa aislada en las lindes del bosque de Side Creek. ¿Ves dónde está Side Creek? Allí empieza ese bosque inmenso, dos millas más allá de Goose Cove. Recuerdo bien a la abuela Cooper: en aquella época no llevaba mucho tiempo en la policía, pero ella llamaba con regularidad. Sobre todo de noche, para denunciar ruidos sospechosos cerca de su casa. Le daba algo de canguelo vivir en aquella casona al borde del bosque, y necesitaba que alguien fuese a tranquilizarla de vez en cuando. Siempre pedía disculpas por las molestias y ofrecía café y pastas a los agentes que se pasaban por allí. Y al día siguiente se acercaba hasta la comisaría para traer alguna cosilla. Ya te digo, una abuelita adorable. Del tipo al que no te molesta hacer favores. En fin, ese 30 de agosto de 1975 la abuela Cooper llamó al número de emergencias de la policía diciendo que había visto a una chica perseguida por un hombre en el bosque. Yo era el único agente de guardia en Aurora y me presenté inmediatamente en su casa. Era la primera vez que llamaba en pleno día. Cuando llegué, estaba esperando frente a su casa. Me dijo: «Travis, va usted a pensar que estoy loca, pero ahora sí que he visto algo realmente extraño». Fui a inspeccionar las lindes del bosque, por donde había visto a la joven: encontré un trozo de tela roja. Inmediatamente pensé que debía tomarme el asunto en serio y avisé al jefe Pratt, por aquel entonces jefe de la policía de Aurora. No estaba de servicio, pero acudió de inmediato. Side Creek es inmenso y sólo éramos dos para echar un vistazo. Nos internamos en el bosque: recorriendo una milla larga, encontramos restos de sangre, cabellos rubios y otros jirones de tela roja. No tuvimos tiempo de hacernos más preguntas porque, en aquel instante, resonó un disparo procedente de la casa… Corrimos hasta allí y encontramos a la abuela Cooper en la cocina, bañada en su propia sangre. Después supimos que había vuelto a llamar a la central para avisar de que la chiquilla que había visto un poco antes estaba refugiada en su casa.
—¿La chica había vuelto a la casa?
—Sí. Mientras estábamos en el bosque había vuelto a aparecer, ensangrentada, buscando ayuda. Pero cuando llegamos no había nadie salvo el cadáver de la abuela Cooper. Aquello era una locura.
—Y esa chica ¿era Nola? —pregunté.
—Sí. Nos dimos cuenta enseguida. Primero cuando llamó su padre, algo más tarde, para denunciar su desaparición. Y después cuando nos enteramos de que Deborah Cooper la había identificado al llamar a la central la segunda vez.
—¿Qué pasó después?
—Tras la segunda llamada de la abuela Cooper, varias unidades de la zona se habían puesto en camino. Al llegar a la orilla del bosque de Side Creek, un ayudante del sheriff localizó un Chevrolet Monte Carlo negro que huía en dirección norte. Se ordenó perseguirlo, pero el coche se nos escapó a pesar de los controles. Nos pasamos las semanas siguientes buscando a Nola: peinamos toda la zona. ¿Quién podía pensar que estaba en Goose Cove, en casa de Harry Quebert? Todos los indicios indicaban que probablemente se encontraba en alguna parte de ese bosque. Organizamos batidas interminables. Nunca encontramos ni el coche ni a la chiquilla. Si hubiésemos podido, habríamos registrado el país entero, pero tuvimos que interrumpir la búsqueda tres semanas después, con todo el dolor de nuestro corazón, porque los jefazos de la policía estatal decretaron que la investigación era demasiado costosa y los resultados demasiado inciertos.
—¿Había algún sospechoso en aquella época?
Dudó un instante y después me dijo:
—Nunca se hizo oficial, pero… estaba Harry. Teníamos nuestras razones. Quiero decir: tres meses después de su llegada a Aurora, la pequeña Kellergan desaparecía. Extraña coincidencia, ¿no? Y, sobre todo, ¿qué coche conducía en aquella época? Un Chevrolet Monte Carlo negro. Pero no había pruebas suficientes en su contra. En el fondo, ese manuscrito es la prueba que buscábamos hace treinta años.
—No puedo creerlo, no de Harry. Y además, ¿por qué habría dejado una prueba tan comprometedora junto al cuerpo? ¿Y por qué habría mandado a los jardineros cavar allí donde había enterrado un cadáver? No se sostiene.
Travis se encogió de hombros.
—Confía en mi experiencia de poli: nunca se sabe de qué es capaz la gente. Sobre todo aquellos que creemos conocer bien.
Tras estas palabras, se levantó y se despidió cordialmente. «Si puedo hacer algo por ti, no lo dudes», me dijo antes de marcharse. Pinkas, que había seguido la conversación sin intervenir, repitió, incrédulo: «Dios santo, nunca supe que la policía hubiera sospechado de Harry…». No respondí. Sólo arranqué la primera página del periódico para llevármela y, aunque todavía era temprano, partí hacia Concord.
*
La Prisión Estatal para Hombres de New Hampshire se encuentra en el 281 de North State Street, al norte de la ciudad de Concord. Para llegar allí desde Aurora, basta con salir de la autopista 93 después del centro comercial Capitol, coger North Street en la esquina del Holiday Inn y continuar todo recto durante unos diez minutos. Tras haber pasado el cementerio de Blossom Hill y un pequeño lago en forma de herradura cerca del río, se bordean las hileras de vallas y alambradas que no dejan dudas sobre la naturaleza del lugar; poco después, un cartel oficial anuncia la prisión, y se perciben entonces los austeros edificios de ladrillo rojo protegidos por una gran muralla, y después la verja de la entrada principal. Justo enfrente, al otro lado de la carretera, hay un concesionario de coches.
Roth me esperaba en el aparcamiento, fumando un puro barato. Tenía aspecto sereno. A modo de saludo, me obsequió con una palmadita en el hombro como si fuésemos viejos amigos.
—¿Su primera vez en la cárcel? —me preguntó.
—Sí.
—Trate de relajarse.
—¿Quién le ha dicho que no lo estoy?
Señaló a un grupo de periodistas haciendo guardia en las proximidades.
—Están por todas partes —me dijo—. Sobre todo, no se pare a hablar con ellos. Son carroñeros, Goldman. Le acosarán hasta que suelte alguna información jugosa. Debe mantenerse firme y permanecer mudo. El menor comentario suyo, malinterpretado, podría volverse contra nosotros y afectar a mi estrategia de defensa.
—¿Cuál es su estrategia?
Me miró con expresión muy seria.
—Negarlo todo.
—¿Negarlo todo? —repetí.
—Todo. Su relación, el secuestro y los asesinatos. Se declarará no culpable, voy a conseguir que absuelvan a Harry y espero poder reclamar millones en daños e intereses al Estado de New Hampshire.
—¿Y qué pasa con el manuscrito que la policía encontró con el cuerpo? ¿Y con la confesión de Harry sobre su relación con Nola?
—¡Ese manuscrito no prueba nada! Escribir no es matar. Y además, Harry lo dijo y su explicación concuerda: Nola se había llevado el manuscrito antes de su desaparición. En cuanto a sus amoríos, era un poquito de pasión. Nada del otro mundo. Nada criminal. Ya verá, el fiscal no podrá probar nada.
—He hablado con el jefe adjunto de la policía de Aurora, Travis Dawn. Me dijo que Harry había sido sospechoso en aquella época.
—¡Gilipolleces! —exclamó Roth, que tendía a volverse grosero cuando se le llevaba la contraria.
—Parece ser que, en esa época, el sospechoso conducía un Chevrolet Monte Carlo negro. Travis dijo que era precisamente el modelo que tenía Harry.
—¡Doble gilipollez! —encadenó Roth—. Pero es bueno saberlo. Buen trabajo, Goldman, ese es el tipo de información que necesito. De hecho, usted que conoce a todos los palurdos que pueblan Aurora, interrógueles un poco para saber desde ya las memeces que piensan contar al jurado si son citados como testigos durante el proceso. Y trate también de descubrir quién empina el codo y quién pega a su mujer: un testigo que bebe o que da palizas a su esposa no es un testigo creíble.
—Es una técnica bastante repugnante, ¿no?
—La guerra es la guerra, Goldman. Bush mintió a la nación para atacar Irak, pero era necesario: mire, le hemos dado una patada en el culo a Saddam, hemos liberado a los iraquíes y desde entonces el mundo va mucho mejor.
—La mayoría de los americanos se opuso a esta guerra. No ha sido más que un desastre.
Me miró con aires de decepción:
—Oh, no —dijo—. Estaba seguro…
—¿De qué?
—¿Va usted a votar a los demócratas, Goldman?
—Por supuesto que voy a votar a los demócratas.
—Ya verá la de fantásticos impuestos que les van a clavar a los ricachones como usted. Y entonces será demasiado tarde para llorar. Para gobernar América hacen falta cojones. Y los elefantes tienen los cojones más grandes que los burros, así de simple, es genético.
—Qué edificante es usted, Roth. De todas formas, los demócratas tienen ya ganadas las presidenciales. Su maravillosa guerra ha sido lo suficientemente impopular como para inclinar la balanza.
Esbozó una sonrisa socarrona, casi incrédula:
—¡Pero bueno! ¡No me diga que se cree ese cuento! ¡Una mujer y un negro, Goldman! ¡Una mujer y un negro! Vamos, es usted un tío inteligente, seamos serios: ¿quién va a votar a una mujer o a un negro para dirigir este país? Escriba un libro sobre eso. Una estupenda novela de ciencia ficción. Y la próxima vez ¿qué? ¿Una lesbiana puertorriqueña y un jefe indio?
Siguiendo mis deseos, y tras las habituales formalidades, Roth me dejó a solas un momento con Harry en la sala de visitas. Estaba sentado ante una mesa de plástico, vestido con uniforme de preso, con aspecto destrozado. En cuanto entré en la habitación, su rostro se iluminó. Se incorporó, nos dimos un largo abrazo y nos sentamos cada uno a un lado de la mesa, mudos. Por fin, me dijo:
—Tengo miedo, Marcus.
—Le ayudaremos a salir de esta, Harry.
—Puedo ver la televisión, ¿sabe? Veo todo lo que dicen. Estoy acabado. Mi carrera ha terminado. Mi vida ha terminado. Esto marca el inicio de mi declive: siento que estoy en caída libre.
—No hay que tener miedo a caer, Harry.
Esbozó una sonrisa triste.
—Gracias por haber venido.
—Es lo que hacen los amigos. Me he instalado en Goose Cove, he dado de comer a las gaviotas.
—Ya sabe que si quiere volver a Nueva York, lo comprendería perfectamente.
—No me voy a ninguna parte. Roth es un tipo raro, pero parece saber lo que hace: dice que le van a absolver. Me voy a quedar aquí, le voy a ayudar. Haré todo lo necesario para descubrir la verdad y limpiaré su nombre.
—¿Y su nueva novela? Su editor la espera para finales de mes, ¿no?
Bajé la cabeza.
—No hay ninguna novela. No tengo ninguna idea.
—¿Cómo que ninguna idea?
No respondí y cambié de tema sacando de mi bolsillo la página del periódico que había recuperado en el Clark’s horas antes.
—Harry —dije—, necesito comprender. Necesito saber la verdad. No puedo evitar pensar en la llamada que me hizo el otro día. Se preguntaba qué le había hecho usted a Nola…
—Fue producto de la emoción, Marcus. Acababa de ser detenido por la policía, tenía derecho a una llamada, y la única persona a la que sentí ganas de avisar fue a usted. No para avisarle de que había sido detenido, sino de que ella estaba muerta. Porque usted era el único que sabía lo de Nola y yo necesitaba compartir mi pena con alguien… Durante todos estos años esperé que estuviese viva, en alguna parte. Pero estaba muerta desde el principio… Estaba muerta y me sentía responsable, por todo tipo de razones. Responsable de no haber sabido protegerla, quizás. Pero no le hice ningún daño, le juro que soy inocente de todo lo que se me acusa.
—Le creo. ¿Qué le dijo a la policía?
—La verdad. Que era inocente. ¿Por qué mandaría plantar flores en aquel sitio, eh? ¡Es completamente absurdo! También les dije que no sabía cómo había llegado hasta allí ese manuscrito, pero que debían saber que había escrito esa novela para y sobre Nola, antes de su desaparición. Que Nola y yo nos queríamos. Que manteníamos una relación el verano en que desapareció y que de aquello había sacado la inspiración para una novela de la que poseía, en aquella época, dos manuscritos: uno original, escrito a mano, y una versión mecanografiada. Nola se interesaba mucho en lo que escribía, incluso me ayudaba a pasarlo a limpio. Hasta que un día perdí la versión mecanografiada del manuscrito. Fue a finales de agosto, justo antes de que ella… Pensé que Nola lo habría cogido para leerlo. Lo hacía a veces. Leía mis textos y después me daba su opinión. Los cogía sin pedirme permiso… Pero aquella vez no pude preguntarle si lo había hecho, porque desapareció justo después. Me quedaba el ejemplar escrito a mano. Esa novela era Los orígenes del mal, que meses más tarde tendría el éxito que usted conoce.
—Entonces ¿es cierto que escribió ese libro para Nola?
—Sí. He visto en la televisión que hablan de retirarlo de la venta.
—Pero ¿qué pasó entre Nola y usted?
—Una historia de amor, Marcus. Me enamoré locamente de ella. Y creo que eso fue mi perdición.
—¿Qué más tiene la policía contra usted?
—Lo ignoro.
—¿Y la caja? ¿Dónde está la famosa caja con la carta y las fotos? No la he encontrado en su casa.
No tuvo tiempo de responder: la puerta se abrió y me hizo una seña para que me callara. Era Roth. Se unió a nosotros en la mesa y, mientras se instalaba, Harry cogió discretamente el cuaderno de notas que yo había colocado ante mí y escribió algunas palabras que no pude leer en ese momento.
Roth empezó a dar largas explicaciones sobre el desarrollo del caso y sobre los procedimientos. Después, tras media hora de soliloquio, preguntó a Harry:
—¿Hay algún detalle que haya olvidado confiarme a propósito de Nola? Debo saberlo todo, es muy importante.
Hubo un silencio. Harry nos miró fijamente y después dijo:
—Efectivamente, hay algo que debe usted saber. Es a propósito del 30 de agosto de 1975. Esa noche, la famosa noche que desapareció Nola, había quedado conmigo…
—¿Quedado con usted? —repitió Roth.
—La policía me preguntó en su momento qué había hecho la noche del 30 de agosto de 1975, y les dije que estaba fuera de la ciudad. Mentí. Es el único punto sobre el que no he dicho la verdad. Esa noche me encontraba cerca de Aurora, en la habitación de un motel situado al borde de la federal 1, en dirección a Maine. El Sea Side Motel. Todavía existe. Estaba en la habitación 8, sentado en la cama, esperando, perfumado como un adolescente, con un ramo de hortensias azules, su flor preferida. Nos habíamos citado a las siete de la tarde, y recuerdo estar esperándola y que no aparecía. A las nueve, llevaba dos horas de retraso. Ella nunca se retrasaba. Nunca. Puse las hortensias en remojo en el lavabo y encendí la radio para distraerme. Era una noche pesada, tormentosa, tenía mucho calor, me asfixiaba dentro de mi traje. Saqué la nota de mi bolsillo y la leí diez veces, quizás cien. Esa nota que me había escrito días antes, esas pocas palabras de amor que nunca podré olvidar y que decían:
No te preocupes, Harry, no te preocupes por mí, me las arreglaré para verte allí. Espérame en la habitación número 8, me gusta esa cifra, es mi número preferido. Espérame en esa habitación a las siete de la tarde. Después nos marcharemos juntos.
Te quiero tanto…
Con mucha ternura,
Nola
»Recuerdo que el locutor de la radio anunció las diez de la noche. Las diez, y Nola no había llegado. Acabé durmiéndome, completamente vestido, tumbado en la cama. Cuando volví a abrir los ojos, había pasado la noche. La radio seguía encendida, era el boletín de las siete de la mañana: … Alerta general en la región de Aurora tras la desaparición de una adolescente de quince años, Nola Kellergan, ayer noche, alrededor de las diecinueve horas. La policía busca a toda persona susceptible de tener información […] En el momento de su desaparición, Nola Kellergan llevaba un vestido rojo […] Me levanté de un salto, presa del pánico. Me apresuré a tirar las flores y me dirigí inmediatamente a Aurora, desaliñado y con el pelo revuelto. La habitación estaba pagada por adelantado.
»Nunca había visto a tantos policías en Aurora. Había vehículos de todos los condados. En la federal 1, una gran barrera controlaba los vehículos que entraban y salían de la ciudad. Vi al jefe de policía, Gareth Pratt, con un fusil en la mano:
»“Jefe, acabo de escuchar la radio”, dije.
»“Mierda, mierda”, respondió.
»“¿Qué ha pasado?”
»“Nadie lo sabe: Nola Kellergan ha desaparecido de su casa. Fue vista cerca de Side Creek Lane ayer por la tarde y, desde entonces, ni rastro de ella. Toda la región está cercada, están peinando el bosque”.
»En la radio repetían una y otra vez su descripción: Mujer joven, blanca, 5,2 pies de altura, cien libras, cabello largo rubio, ojos verdes, vestida con un vestido rojo. Lleva un collar de oro con el nombre NOLA grabado. Vestido rojo, vestido rojo, vestido rojo, repetía la radio. El vestido rojo era su preferido. Se lo había puesto para mí. Eso es todo. Eso es lo que hice la noche del 30 de agosto de 1975.
Roth y yo nos quedamos sin habla.
—¿Iban a huir juntos? —dije—. El día de su desaparición, ¿pensaban huir juntos?
—Sí.
—¿Por eso dijo que era culpa suya, cuando me llamó el otro día? Tenían una cita y ella desapareció cuando iba a su encuentro…
Asintió con la cabeza, consternado:
—Creo que, sin esa cita, ella quizás seguiría con vida…
Cuando salimos de la sala, Roth me dijo que esa historia de fuga organizada era una catástrofe y que no debía filtrarse bajo ningún pretexto. Si la acusación se enteraba, Harry estaba acabado. Nos separamos en el aparcamiento y esperé a entrar en mi coche para abrir mi cuaderno de notas y leer lo que había escrito Harry:
Montburry era una ciudad vecina de Aurora, situada a unas diez millas más al interior. Fui hasta allí esa misma tarde, tras haber pasado por Goose Cove y haber encontrado la llave en el bote, disimulada entre clips. Sólo había un gimnasio en Montburry, dentro de un moderno edificio de vidrio en la arteria principal de la ciudad. En su desierto vestuario encontré la taquilla 201, que abrí con la llave. Dentro había un chándal, barras de proteínas, guantes para pesas y la famosa caja de madera que había descubierto meses antes en el despacho de Harry. Allí estaba todo: las fotos, los artículos, la nota escrita de la mano de Nola. También encontré un paquete de folios amarillentos y encuadernados. La página de portada estaba en blanco, sin título. Recorrí las siguientes: era un texto escrito a mano, cuyas primeras líneas me bastaron para comprender que se trataba del manuscrito de Los orígenes del mal. Ese manuscrito que yo había buscado tanto meses antes dormía en el vestuario de un gimnasio. Me senté sobre un banco y me tomé un momento para recorrer cada página, maravillado, febril. La caligrafía era perfecta, sin tachaduras. Entraron algunos hombres a cambiarse, pero ni siquiera me fijé en ellos: no podía despegar los ojos del texto. La obra maestra que tanto me hubiese gustado poder escribir la había escrito Harry. Se había sentado en la mesa de un café y había escrito esas palabras llenas de genialidad, esas frases sublimes que habían conmovido a toda Norteamérica, cuidando de esconder en el interior su historia de amor con Nola Kellergan.
De regreso a Goose Cove, obedecí escrupulosamente sus órdenes. Encendí la chimenea del salón y eché en ella el contenido de la caja: la carta, las fotos, los recortes de prensa y finalmente el manuscrito. Estoy en peligro, me había escrito. Pero ¿de qué peligro hablaba? El fuego se avivó: la carta de Nola se convirtió en ceniza, las fotos se agujerearon en el centro hasta desaparecer completamente bajo los efectos del calor. El manuscrito se abrasó en una inmensa llama naranja y las páginas se descompusieron en inmensas pavesas. Sentado ante la chimenea, veía desaparecer la historia de Harry y Nola.
*
Martes 3 de junio de 1975
Era un día de mal tiempo. La tarde llegaba a su fin y la playa estaba desierta. Nunca, desde su llegada a Aurora, había estado el cielo tan negro y amenazador. La tormenta revolvía el océano, inflado de espuma y de cólera: no tardaría en empezar a llover. Era el mal tiempo el que le había animado a salir: había bajado la escalera de madera que llevaba de la terraza de la casa hasta la playa y se había sentado sobre la arena. Con el cuaderno sobre las rodillas, dejaba su bolígrafo deslizarse por el papel: la inminente tormenta le inspiraba, perfecta para empezar una gran novela. Esas últimas semanas había tenido ya varias buenas ideas para su nuevo libro, pero ninguna había cuajado; las había empezado o terminado mal.
Cayeron del cielo las primeras gotas. Primero esporádicamente; después, de improviso, se convirtieron en un chaparrón. Quiso huir para ponerse a cubierto, pero entonces la vio: caminaba descalza, con sus sandalias en la mano, al borde del océano, bailando bajo la lluvia y jugando con las olas. Permaneció estupefacto y la contempló maravillado: ella seguía el dibujo de la resaca, con cuidado de no mojar los bajos de su vestido. En un momento de despiste, dejó que el agua cubriera sus tobillos; sorprendida, se echó a reír. Luego se aventuró un poco más en el océano gris, dando vueltas sobre sí misma y ofreciéndose a la inmensidad. Era como si el mundo le perteneciese. En su cabello rubio movido por el viento, un pasador amarillo impedía a sus mechones golpearle el rostro. En ese instante el cielo derramaba torrentes de agua.
Cuando se dio cuenta de su presencia a una decena de metros, se detuvo en seco. Avergonzada de saberse contemplada, balbuceó:
—Perdone… No le había visto.
Él sintió cómo su corazón se aceleraba.
—No debe excusarse —respondió—. Continúe, se lo ruego. ¡Continúe! Es la primera vez que veo a alguien disfrutar tanto de la lluvia.
Ella resplandecía.
—¿A usted también le gusta? —preguntó, entusiasta.
—¿El qué?
—La lluvia.
—No… De hecho… De hecho, la odio.
Ella dibujó una sonrisa maravillosa.
—¿Cómo se puede odiar la lluvia? Nunca he visto nada tan bonito. ¡Mire! ¡Mire!
Él levantó la cabeza: el agua le golpeó el rostro. Miró los millones de trazos que estriaban el paisaje y giró sobre sí mismo. Ella le imitó. Rieron, estaban empapados. Acabaron yendo a buscar refugio bajo los pilares de la terraza. Él sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos, salvado en parte del diluvio, y encendió uno.
—¿Puedo coger uno? —preguntó ella.
Le tendió el paquete y se sirvió. Él estaba cautivado.
—Usted es el escritor, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí.
—Viene de Nueva York…
—Sí.
—Quiero preguntarle una cosa: ¿por qué ha dejado Nueva York para venir a este agujero perdido?
Él sonrió:
—Tenía ganas de cambiar de aires.
—¡Me gustaría tanto ir a Nueva York! —dijo ella—. Caminaría durante horas, iría a ver todos los espectáculos de Broadway. Me gustaría ser una vedette. Una vedette en Nueva York…
—Perdone —la interrumpió Harry—, ¿nos conocemos?
Volvió a reír, con esa risa deliciosa.
—No. Pero todo el mundo sabe quién es usted. Usted es el escritor. Bienvenido a Aurora, señor. Me llamo Nola, Nola Kellergan.
—Harry Quebert.
—Lo sé. Todo el mundo lo sabe, ya se lo he dicho.
Le tendió la mano para saludarla, pero ella se apoyó en su brazo e, incorporándose sobre la punta de los pies, le besó en la mejilla.
—Tengo que irme. No dirá a nadie que fumo, ¿eh?
—No, se lo prometo.
—Adiós, señor escritor. Espero que nos volvamos a ver.
Y desapareció a través del aguacero.
Estaba completamente conmocionado. ¿Quién era aquella chica? Su corazón latía a toda velocidad. Permaneció mucho tiempo inmóvil, bajo su terraza; hasta que cayó la oscuridad de la tarde. Ya no sentía la lluvia, ni la noche. Se preguntaba qué edad podía tener. Era demasiado joven, lo sabía. Pero le había conquistado. Había incendiado su alma.
*
Fue una llamada de Douglas lo que me devolvió a la realidad. Habían pasado dos horas, caía la noche. En la chimenea no quedaban más que brasas.
—Todo el mundo habla de ti —me dijo Douglas—. Nadie entiende qué has ido a hacer a New Hampshire… Todo el mundo dice que estás cometiendo la estupidez más grande de tu vida.
—Todo el mundo sabe que Harry y yo somos amigos. No puedo quedarme sin hacer nada.
—Pero esto es diferente, Marc. Están todas esas historias de asesinatos, ese libro. Creo que no te das cuenta de la amplitud del escándalo. Barnaski está furioso, se huele que no tienes nueva novela que presentarle. Dice que has ido a esconderte a New Hampshire. Y no se equivoca… Estamos a 17 de junio, Marc. Dentro de trece días, el plazo se cumple. Dentro de trece días, estarás acabado.
—Joder, ¿te crees que no lo sé? ¿Para eso me llamas? ¿Para recordarme la situación en la que me encuentro?
—No, te llamo porque creo que he tenido una idea.
—¿Una idea? Te escucho.
—Escribe un libro sobre el caso Harry Quebert.
—¿Cómo? No, ni hablar de eso, no voy a relanzar mi carrera a costa de Harry.
—¿Y por qué a costa? Me has dicho que querías ir a defenderle. Prueba su inocencia y escribe un libro sobre todo eso. ¿Te imaginas el éxito que tendría?
—¿Todo eso en diez días?
—Lo he hablado con Barnaski, para calmarle…
—¿Cómo? ¿Que has…?
—Escúchame, Marc, antes de embalarte. ¡Barnaski piensa que es una ocasión única! Dice que Marcus Goldman contando el caso Harry Quebert ¡es un negocio con cifras de siete ceros! Podría ser el libro del año. Está dispuesto a renegociar tu contrato. Y te propone empezar de cero: un nuevo contrato con él, que anula el precedente, y encima un anticipo de medio millón de dólares. ¿Sabes lo que eso significa?
Lo que eso significaba: que escribir ese libro relanzaría mi carrera. Sería un best-seller garantizado, un éxito seguro y, como recompensa, una montaña de dinero.
—¿Y por qué Barnaski haría eso por mí?
—No lo hace por ti, lo hace por él. Marc, no te das cuenta, todo el mundo habla de este caso por aquí. ¡Un libro de ese tipo es el golpe del siglo!
—No creo que sea capaz. Ya no sé escribir. Ni siquiera sé si he sabido escribir alguna vez. Y lo de investigar… Para eso está la policía. Yo no sé cómo se investiga.
Douglas volvió a insistir:
—Marc, es la ocasión de tu vida.
—Me lo pensaré.
—Cuando dices eso quiere decir que no te lo pensarás.
Esa última frase tuvo por efecto hacernos reír a los dos: me conocía bien.
—Doug… ¿Se puede uno enamorar de una niña de quince años?
—No.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Yo no estoy seguro de nada.
—¿Y qué es el amor?
—Marc, por favor, no me vengas ahora con conversaciones filosóficas…
—Pero, Douglas, ¡él la amaba! Harry se enamoró locamente de esa chica. Me lo ha contado hoy en prisión: estaba en la playa, delante de su casa, la vio y se enamoró. ¿Por qué de ella y no de otra?
—No lo sé, Marc. Pero me gustaría saber lo que tanto te une a Quebert.
—El Formidable —respondí.
—¿Quién?
—El Formidable. Un joven que no conseguía avanzar en la vida. Hasta que conoció a Harry. Fue Harry quien me enseñó a convertirme en escritor. Fue él quien me enseñó la importancia de saber caer.
—¿Qué me estás contando, Marc? ¿Has bebido? Eres escritor porque tienes dotes para ello.
—Precisamente no. El escritor no nace, se hace.
—¿Eso es lo que pasó en Burrows en 1998?
—Sí. Me transmitió todo su saber… Le debo todo.
—¿Quieres que hablemos de ello?
—Si te apetece.
Esa tarde, conté a Douglas la historia que me unía a Harry. Tras la conversación, bajé a la playa. Necesitaba tomar el aire. A través de la oscuridad se adivinaban espesos nubarrones; el tiempo era bochornoso, se preparaba una tormenta. De pronto se levantó el viento: los árboles empezaron a balancearse con furia, como si el mismo mundo anunciase el final del gran Harry Quebert.
Tardé mucho en volver a casa. Fue al llegar a la puerta principal cuando descubrí la nota que una mano anónima había dejado durante mi ausencia. Un sobre normal, sin indicación alguna, en cuyo interior encontré un mensaje escrito a ordenador que decía: