El martes 1 de julio de 2008, Harry, a quien escuchaba con fervor en la sala de visitas de la prisión estatal de New Hampshire, me contó que la noche del 3 de agosto de 1975, cuando abandonaba precipitadamente Aurora por la federal 1, se cruzó con un coche que dio media vuelta de repente y empezó a perseguirle.
*
Noche del domingo 3 de agosto de 1975
Creyó por un instante que se trataba de un coche de policía, pero no llevaba ni faro giratorio ni sirena. Un coche le pisaba los talones y le hacía señas con el claxon sin que supiera por qué, y temió estar siendo víctima de un asalto. Intentó acelerar más, pero su perseguidor consiguió adelantarle y obligarle a parar en el arcén atravesándose delante de él. Harry saltó fuera del coche, dispuesto a pelear, antes de reconocer al chófer de Stern, Luther Caleb, al salir a su vez del suyo.
—¿Está usted completamente loco o qué? —gritó Harry.
—Le pido dizculpaz, zeñod Quebedt. No quedía azuztarle. El zeñod Ztern quiede vedle zin falta. Le eztoy buzcando dezde hace vadioz díaz.
—¿Y qué quiere de mí el señor Stern?
Harry temblaba, la adrenalina hacía estallar su corazón.
—No zé nada, zeñod —dijo Luther—. Pedo ha dicho que eda impodtante. Le eztá ezpedando en zu caza.
Ante la insistencia de Luther, Harry aceptó de mala gana seguirle hasta Concord. Caía la noche. Llegaron a la inmensa propiedad de Stern, donde Caleb, sin pronunciar palabra, guio a Harry por el interior de la casa hasta una amplia terraza. Elijah Stern, instalado en una mesa, bebía limonada, vestido con una bata de verano. En cuanto vio llegar a Harry, se levantó para ir a su encuentro, visiblemente aliviado de verle:
—Por Dios, mi querido Harry, ¡pensé que no iba a conseguir encontrarle! Le agradezco que haya venido aquí a estas horas. Llamé a su casa, le escribí una carta. Envié a Luther todos los días. Ni una noticia suya. ¿Dónde demonios se había metido?
—Estaba fuera de la ciudad. ¿Qué es eso tan importante?
—¡Lo sé todo! ¡Todo! ¿Y quiso usted ocultarme la verdad?
Harry sintió cómo sus piernas flaqueaban: Stern sabía lo de Nola.
—¿De qué me está hablando? —balbuceó para ganar tiempo.
—¡De la casa de Goose Cove, por supuesto! ¿Por qué no me dijo que iba a dejar la casa por una cuestión de dinero? Ha sido la agencia de Boston la que me ha informado. Me han dicho que había acordado dejar las llaves mañana, ¡comprenda la urgencia de la situación! ¡Tenía que hablar con usted sin falta! ¡Es una verdadera pena que se vaya! No necesito el dinero del alquiler de la casa, y me apetece apoyar su proyecto literario. Quiero que se quede en Goose Cove el tiempo que tarde en terminar su novela, ¿qué le parece? Me dijo que ese sitio le inspiraba, ¿para qué marcharse? Ya lo he arreglado todo con la agencia. Me gustan mucho el arte y la cultura: si se encuentra usted bien en esa casa, ¡quédese unos meses más! Me sentiré muy orgulloso de haber podido contribuir al nacimiento de una gran novela. No lo rechace, no conozco a muchos escritores… De verdad que me gustaría ayudarle.
Harry dejó escapar un suspiro de alivio y se hundió en una silla. Aceptó inmediatamente la oferta de Elijah Stern. Era una oportunidad inesperada: poder aprovechar la casa de Goose Cove unos meses más, poder terminar su gran novela gracias a la inspiración de Nola. Si vivía modestamente, sin tener que enfrentarse al pago del alquiler de la casa, conseguiría cubrir sus necesidades. Permaneció un momento con Stern, en la terraza, hablando de literatura, más que nada para mostrarse educado con su benefactor, pero su único anhelo era volver inmediatamente a Aurora para ver a Nola y anunciarle que había encontrado una solución. Después pensó que quizás ella se hubiese presentado ya en Goose Cove, de improviso. ¿Habría encontrado la puerta cerrada? ¿Habría descubierto que había huido, que había estado dispuesto a abandonarla? Sintió un nudo en su estómago y, en cuanto creyó prudente marcharse, volvió a toda velocidad a Goose Cove. Se apresuró a abrir la casa, las persianas, el agua, el gas y la electricidad, poner todas sus cosas en su sitio y borrar toda huella de la tentativa de fuga. Nola no debía enterarse nunca. Nola, su musa. Sin ella no podía hacer nada.
*
—Así fue —me dijo Harry—, así fue como pude permanecer en Goose Cove y continuar mi libro. De hecho, las semanas siguientes no hice más que eso: escribir. Escribir como un loco, escribir febrilmente, escribir hasta perder la noción de la mañana y la noche, del hambre y la sed. Escribir sin parar, escribir hasta que me dolían los ojos, las muñecas, la cabeza, todo. Durante tres semanas, escribí día y noche. Y durante todo ese tiempo, Nola se ocupaba de mí. Venía a cuidarme, a hacerme comer, a obligarme a dormir, me llevaba a dar un paseo cuando veía que no podía más. Discreta, invisible y omnipresente: gracias a ella todo era posible. Con frecuencia mecanografiaba mis folios con la ayuda de una pequeña Remington portátil. Y a menudo se llevaba un fragmento de manuscrito para leerlo. Sin pedírmelo. Al día siguiente, me lo comentaba. A menudo me alababa exageradamente, me decía que era un texto magnífico, que eran las palabras más bonitas que había leído, y me llenaba, con sus grandes ojos enamorados, de una confianza excepcional.
—¿Qué le contó sobre el asunto de la casa? —pregunté.
—Que la amaba más que a nada, que quería permanecer cerca de ella y que había podido llegar a un acuerdo con mi banquero que me permitía pagar el alquiler. Gracias a ella pude escribir ese libro, Marcus. Ya no iba al Clark’s, ya no se me veía por la ciudad. Nola iba a mi casa, se ocupaba de todo. Me decía incluso que no podía hacer las compras solo porque no sabía lo que necesitaba, e íbamos a hacer la compra juntos a supermercados alejados, donde estábamos tranquilos. Cuando se daba cuenta de que me había saltado una comida o cenado una barra de chocolate, se enfadaba muchísimo. Qué enfados maravillosos… Hubiese querido que esos dulces enfados me acompañasen en mi obra y en mi vida para siempre.
—Entonces ¿es verdad que escribió Los orígenes del mal en unas pocas semanas?
—Sí. Me sentía invadido por una especie de fiebre creadora que no volví a sentir jamás. ¿Provocada por el amor? Sin ninguna duda. Creo que cuando Nola desapareció, una parte de mi talento desapareció con ella. Comprenderá ahora por qué le suplico que no se preocupe cuando le cuesta encontrar la inspiración.
Un guardia nos anunció que la visita debía terminar y nos invitó a despedirnos.
—Así pues, ¿Nola se llevaba el manuscrito con ella? —retomé rápidamente para no perder el hilo de nuestra conversación.
—Se llevaba las partes que había pasado a máquina. Las leía y me daba su opinión. Marcus, ese mes de agosto de 1975 fue el paraíso. Fui tan feliz. Fuimos tan felices. Pero a pesar de ello me acosaba la idea de que alguien sabía lo nuestro. Alguien que estaba dispuesto a embadurnar un espejo con atrocidades. Ese alguien podía espiarnos desde el bosque y verlo todo. Me ponía enfermo.
—¿Esa fue la razón por la que quiso marcharse? La partida que habían previsto juntos, la noche del 30 de agosto, ¿a qué se debió?
—Eso, Marcus, fue a causa de una historia terrible. ¿Está usted grabando?
—Sí.
—Le voy a contar un episodio muy grave. Para que lo comprenda. Pero no quiero que esto se divulgue.
—Cuente conmigo.
—En realidad, durante nuestra semana en Martha’s Vineyard, Nola, en lugar de decir que estaba con una amiga, simplemente se había fugado. Se había marchado sin decir nada a nadie. Al día siguiente de nuestra vuelta, tenía una cara espantosamente triste. Me dijo que su madre le había pegado. Tenía marcas en el cuerpo. Lloraba. Ese día me dijo que su madre la castigaba por cualquier motivo. Que le pegaba con una regla de hierro, y que también le hacía esa cosa vergonzosa que hacen en Guantánamo, las simulaciones de ahogo: llenaba un barreño de agua, cogía a su hija por el pelo y hundía su cabeza en el agua. Decía que era para liberarla.
—¿Liberarla?
—Liberarla del mal. Una especie de bautismo, creo. Jesús en el Jordán o algo parecido. Al principio no podía creérmelo, pero las pruebas eran evidentes. Entonces le pregunté: «Pero ¿quién te hace esto?». «Mamá». «¿Y por qué tu padre no reacciona?» «Papá se encierra en el garaje y escucha música a todo volumen. Eso es lo que hace cuando mamá me castiga. No quiere oír nada». Nola no aguantaba más, Marcus. No aguantaba más. Quise arreglar esa historia, ir a ver a los Kellergan. Aquello tenía que acabar. Pero Nola me suplicó que no hiciese nada, me dijo que tendría unos problemas terribles, que sus padres la alejarían de la ciudad con toda seguridad y que no volveríamos a vernos. Sin embargo, esa situación no podía continuar así. De modo que a finales de agosto, sobre el 20, decidimos que debíamos marcharnos. Rápidamente. Y en secreto, por supuesto. Fijamos la fecha de nuestra partida el 30 de agosto. Queríamos ir en coche hasta Canadá, pasar la frontera de Vermont. Llegar quizás hasta la Columbia Británica, instalarnos en una cabaña de madera. Una vida feliz al borde de un lago. Nadie hubiese sabido nunca nada.
—¿Así que por eso planearon huir juntos?
—Sí.
—Pero ¿por qué no quiere que hable de esto?
—Esto no es más que el principio de la historia, Marcus. Después hice un descubrimiento terrible sobre la madre de Nola…
En ese instante, el guardia nos interrumpió. La visita había terminado.
—Seguiremos esta conversación la próxima vez, Marcus —me dijo Harry levantándose—. Mientras tanto, no diga nada a nadie.
—Se lo prometo, Harry. Sólo dígame: ¿qué habría hecho con el libro si hubiesen huido?
—Habría sido un escritor en el exilio. O no habría sido escritor. En aquel momento, aquello no tenía ninguna importancia. Sólo importaba Nola. Nola era mi mundo. El resto no contaba.
Me quedé estupefacto. Así que ese era el insensato plan que había fraguado Harry treinta años antes: huir a Canadá con la adolescente de la que se había enamorado perdidamente. Marcharse con Nola y llevar una vida a escondidas al borde de un lago. No imaginaba que la noche prevista para la fuga, Nola desaparecería y sería asesinada, ni que el libro que había escrito en un tiempo récord y al que estaba dispuesto a renunciar iba a ser uno de los grandes éxitos de ventas de la segunda mitad del siglo.
Durante nuestra segunda entrevista, Nancy Hattaway me dio su versión de las vacaciones en Martha’s Vineyard. Me contó que la semana que siguió a la vuelta de Nola de la clínica de reposo Charlotte’s Hill fueron a bañarse todos los días a Grand Beach, y que Nola se había quedado a cenar en su casa en varias ocasiones. Pero el lunes siguiente, cuando Nancy fue al 245 de Terrace Avenue para llevar a Nola a la playa, como los días anteriores, le respondieron que Nola estaba muy enferma y que debía guardar cama.
—Toda la semana —me dijo Nancy— me contaron la misma historia: «Nola está muy enferma, ni siquiera puede recibir visitas». Ni siquiera mi madre, que, intrigada, fue a interesarse, pudo pasar del umbral de la casa. Aquello me puso como loca, sabía que se tramaba algo. Y entonces lo comprendí: Nola había desaparecido.
—¿Qué le hizo pensar eso? Podría haber estado enferma y en cama…
—Fue mi madre la que notó un detalle entonces: ya no se escuchaba música. Durante toda esa semana, no se oyó música ni una sola vez.
Me puse en el papel de abogado del diablo:
—Si estaba enferma —dije—, quizás no querían molestarla con la música.
—Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que no había música. Era un hecho completamente fuera de lo normal. Entonces quise comprobarlo y, tras oír por enésima vez que Nola estaba enferma en la cama, me deslicé furtivamente hasta la parte de atrás de la casa y fui a mirar por la ventana del cuarto de Nola. La habitación estaba desierta, la cama estaba hecha. Nola no estaba, no había duda. Y además, el domingo por la noche empezó de nuevo la música, esa maldita música que surgía del garaje; al día siguiente, Nola reapareció. ¿Cree que fue una coincidencia? Se presentó en mi casa al final del día, y fuimos a la gran plaza, en la calle principal. Allí le tiré de la lengua. Sobre todo por lo de las marcas que tenía en la espalda: la obligué a levantarse el vestido detrás de un seto, y comprobé que le habían dado una buena paliza. Insistí en que quería saber lo que había pasado, y terminó confesándome que la habían castigado porque se había fugado una semana entera. Se había marchado con un hombre, un hombre mayor. Stern, seguramente. Me dijo que había sido maravilloso y que había valido la pena a pesar de los golpes que había recibido en casa a su regreso.
Evité precisar a Nancy que Nola había pasado esa semana con Harry en Martha’s Vineyard, y no con Elijah Stern. De hecho, parecía no saber mucho más sobre la relación de Nola y este último.
—Creo que lo de Stern era algo sórdido —prosiguió—. Sobre todo ahora que vuelvo a pensar en ello. Luther Caleb venía a buscarla a Aurora en coche, en un Mustang azul. Sé que la llevaba a casa de Stern. Todo se hacía a escondidas, evidentemente, pero fui testigo de esa escena una vez. En aquel momento Nola me dijo: «¡Sobre todo, no se lo cuentes a nadie! Júramelo, en nombre de nuestra amistad. Nos meteríamos en problemas las dos». Y yo dije: «Pero, Nola, ¿por qué vas a casa de ese vejestorio?». Ella me respondió: «Por amor».
—Pero ¿cuándo empezó todo aquello? —pregunté.
—No sabría decirle. Me enteré durante el verano, no recuerdo cuándo exactamente. Pasaron tantas cosas aquel verano. Quizás aquello venía ocurriendo desde hacía mucho tiempo, quizás años, quién sabe.
—Pero, al final, usted acabó contándoselo a alguien, ¿verdad? Cuando Nola desapareció.
—¡Por supuesto! Se lo conté al jefe Pratt. Le dije todo lo que sabía, todo lo que le he contado a usted. Me dijo que no me preocupase, que él aclararía todo ese asunto.
—¿Y estaría dispuesta a repetir todo esto ante un tribunal?
—Por supuesto, si es necesario.
Tenía bastantes ganas de tener una segunda conversación con el reverendo Kellergan en presencia de Gahalowood. Llamé a este último para exponerle mi idea.
—¿Interrogar juntos al reverendo Kellergan? Me imagino que esconde usted alguna idea.
—Sí y no. Me gustaría abordar con él los nuevos indicios del caso: las relaciones de su hija y los golpes que recibía.
—¿Y qué quiere? ¿Que vaya a preguntar al padre si su hija no sería por casualidad una zorra?
—Vamos, sargento, usted sabe que estamos sacando a la luz elementos importantes. En una semana todas sus convicciones se han derrumbado. ¿Puede usted, ahora mismo, decirme quién era realmente Nola Kellergan?
—De acuerdo, escritor, me ha convencido. Mañana mismo salgo para Aurora. ¿Conoce usted el Clark’s?
—Claro. ¿Por qué?
—Nos vemos allí a las diez. Ya le explicaré.
Al día siguiente, llegué al Clark’s antes de la hora de nuestra cita para poder hablar un poco del pasado con Jenny. Mencioné el baile de verano de 1975, uno de los que recordaba más amargamente, pues se había imaginado ir del brazo de Harry. Lo peor fue lo de la tómbola, cuando Harry ganó el primer premio. Había esperado en secreto ser la afortunada elegida, que Harry la fuera a buscar una mañana y la llevara a pasar una semana de amor bajo el sol.
—Lo esperaba —me dijo—, esperaba tanto que me eligiese. Esperé todos los días. Después, a finales del mes de julio, desapareció una semana entera, y comprendí que probablemente se había marchado a Martha’s Vineyard sin mí. Ignoro con quién fue…
Mentí para protegerla un poco:
—Solo —dije—. Se marchó solo.
Ella sonrió, como si se sintiese aliviada. Después dijo:
—Desde que sé lo de Harry y Nola, desde que sé que escribió ese libro para ella, he dejado de sentirme mujer. ¿Por qué la eligió a ella?
—Ese tipo de cosas no pueden evitarse. ¿Nunca sospechaste lo que pasaba entre ellos?
—¿Harry y Nola? Pero bueno, ¿quién hubiese podido imaginarse algo parecido?
—Tu madre, ¿no? Afirma que estaba al corriente desde siempre. ¿No te habló nunca de ello?
—Nunca mencionó una relación entre los dos. Pero es cierto que, tras la desaparición de Nola, dijo que sospechaba de Harry. De hecho, recuerdo que los domingos, Travis, que me cortejaba, venía a veces a comer a casa, y mamá no dejaba de repetir: «¡Estoy segura de que Harry está relacionado con la desaparición de la pequeña!». Y Travis respondía: «Hacen falta pruebas, señora Quinn, sin pruebas eso no se sostiene». Y mi madre repetía: «Tenía una prueba. Una prueba irrefutable. Pero la he perdido». Yo nunca la creí. Mamá odiaba a muerte a Harry por lo de la garden-party.
Gahalowood se presentó en el Clark’s a las diez en punto.
—Ha metido el dedo en una llaga, escritor —me dijo sentándose en la barra, a mi lado.
—¿Por qué lo dice?
—Me he informado por mi cuenta sobre ese Luther Caleb. No ha sido fácil, pero esto es lo que he encontrado: nacido en 1940, en Portland, Maine. Ignoro lo que le trajo a esta región, pero, entre 1970 y 1975, fue fichado por la policía de Concord, de Montburry y de Aurora por comportamiento inadecuado con mujeres. Vagaba por la calle abordándolas. Existe incluso una denuncia contra él de una tal Jenny Quinn, de casada Dawn. Es la dueña de este establecimiento. Denuncia por acoso, registrada en agosto de 1975. Por eso le he citado aquí.
—¿Jenny denunció a Luther Caleb?
—¿La conoce?
—Claro.
—Hágala venir, ¿quiere?
Pedí a uno de los camareros que llamase a Jenny, que estaba en la cocina. Gahalowood se presentó y le pidió que le hablase de Luther. Jenny se encogió de hombros:
—No hay mucho que decir, ¿sabe usted? No era mal chico. Muy amable a pesar de su apariencia. Venía de vez en cuando aquí, al Clark’s. Yo le invitaba a un café y a un sándwich. Nunca le dejaba pagar, era un pobre diablo. Me daba un poco de pena.
—Y sin embargo, puso una denuncia contra él —dijo Gahalowood.
Jenny puso cara de asombro.
—Veo que está usted muy informado, sargento. Aquello se remonta a hace mucho tiempo. Fue Travis el que me animó a denunciarle. En aquella época decía que Luther era peligroso y que había que mantenerle alejado.
—¿Peligroso por qué?
—Ese verano rondaba mucho por Aurora. Alguna vez se puso un poco agresivo conmigo.
—¿Y por qué razón Luther Caleb se mostró violento?
—Violento es una palabra muy fuerte. Digamos agresivo. Insistía en… En fin, le va a parecer ridículo…
—Díganoslo todo, señora. Quizás sea un detalle importante.
Hice un gesto con la cabeza para animar a Jenny a hablar.
—Insistía en pintarme —dijo.
—¿Pintarla?
—Sí. Decía que yo era una mujer muy guapa, que le parecía magnífica y que todo lo que quería era poder pintarme.
—¿Qué fue de él? —dije.
—Un día le dejamos de ver —me respondió Jenny—. Dicen que se mató en un accidente de coche. Eso hay que preguntárselo a Travis, seguro que lo sabe.
Gahalowood me confirmó que Luther Caleb había muerto en un accidente de circulación. El 26 de septiembre de 1975, es decir, cuatro semanas después de la desaparición de Nola. Habían encontrado su coche al pie de un acantilado, cerca de Sagamore, en Massachusetts, a unas doscientas millas de Aurora. También me dijo que Luther había estudiado en una escuela de Bellas Artes en Portland, y según Gahalowood, podíamos empezar a pensar seriamente que fue él quien pintó el retrato de Nola.
—Ese Luther parece un tipo extraño —me dijo—. ¿Habría intentado agredir a Nola? ¿Podría haberla arrastrado hasta el bosque de Side Creek? En un acceso de violencia, la mata, y después se libra del cuerpo antes de huir a Massachusetts. Corroído por el remordimiento, sabiéndose acosado, se tira con su coche desde lo alto de un acantilado. Tiene una hermana en Portland, Maine. He intentado hablar con ella sin éxito. Volveré a llamarla.
—¿Por qué la policía no lo relacionó con el caso en aquel momento?
—Para relacionarlo, era necesario considerar a Caleb como sospechoso. Pero ningún elemento de la investigación conducía hasta él.
Entonces pregunté:
—¿Podríamos volver a interrogar a Stern? Oficialmente. ¿Podríamos registrar su casa?
Gahalowood puso cara de derrota:
—Es muy poderoso. Por el momento, pinchamos en hueso. Mientras no tengamos algo más sólido, el fiscal no lo permitirá. Necesitamos indicios más concretos. Pruebas, escritor, necesitamos pruebas.
—Está el cuadro.
—El cuadro es una prueba ilegal, ¿cuántas veces voy a tener que repetírselo? Por el momento, dígame más bien qué piensa hacer con el reverendo Kellergan.
—Necesito aclarar algunos puntos. Cuantas más cosas descubro de él y su mujer, más preguntas me hago.
Mencioné la escapada de Harry y Nola a Martha’s Vineyard, el maltrato de la madre, el padre escondiéndose en el garaje. Estaba convencido de que había un espeso halo misterioso que cubría a Nola: una chica luminosa y apagada a la vez que, según la opinión de todos, resplandecía, pero que sin embargo había intentado suicidarse. Terminamos el desayuno y nos fuimos a ver a David Kellergan.
La puerta de la casa de Terrace Avenue estaba abierta, pero él no estaba allí; ninguna música salía del garaje. Esperamos bajo el porche. Llegó al cabo de media hora a lomos de una estridente moto. La Harley-Davidson que había tardado treinta y tres años en reparar. La conducía con la cabeza sin cubrir. En vez de eso, llevaba unos cascos conectados a un discman. Nos saludó gritando por culpa del volumen de la música, que acabó apagando en el momento en que puso en marcha el tocadiscos del garaje, ensordeciendo toda la casa.
—La policía ha tenido que intervenir varias veces —explicó—. Por culpa del volumen de la música. Todos los vecinos se han quejado. El jefe Travis Dawn vino en persona a intentar convencerme de renunciar a mi música. Yo le respondí: «¿Qué quiere?, la música es mi castigo». Entonces fue a comprarme este lector portátil y una versión cedé del vinilo que escucho una y otra vez. Me dijo que así podría reventarme los tímpanos sin que el teléfono de la policía reventase a su vez con las llamadas de los vecinos.
—¿Y la moto? —pregunté.
—He terminado de restaurarla. Es bonita, ¿verdad?
Ahora que sabía lo que había sucedido con su hija, había podido terminar la moto en la que trabajaba desde la noche de su desaparición.
David Kellergan nos llevó a la cocina y nos sirvió té helado.
—¿Cuándo me devolverá el cuerpo de mi hija, sargento? —preguntó a Gahalowood—. Ahora hay que enterrarla.
—Pronto, señor. Sé que es difícil para usted.
El padre jugó con su vaso.
—A Nola le gustaba el té helado —dijo—. Muchas veces, las noches de verano, cogíamos una botella grande e íbamos a bebérnosla a la playa para ver el sol ponerse tras el océano y a las gaviotas bailando en el cielo. Le gustaban mucho las gaviotas. Las quería tanto. ¿Lo sabían?
Yo asentí. Después dije:
—Señor Kellergan, hay aspectos oscuros en este caso. Por eso el sargento Gahalowood y yo estamos aquí.
—¿Aspectos oscuros? Me lo imagino… Mi hija fue asesinada y enterrada en un jardín. ¿Saben algo más?
—Señor Kellergan, ¿conocía usted a un tal Elijah Stern? —preguntó Gahalowood.
—No personalmente. Me lo crucé alguna vez en Aurora. Pero eso fue hace mucho tiempo. Un tipo muy rico.
—¿Y a su hombre de confianza? Un tal Luther Caleb.
—Luther Caleb… Ese nombre no me suena. He podido olvidarlo, ¿sabe? El tiempo que ha pasado ha hecho su propia limpieza general. ¿Por qué me pregunta eso?
—Todo conduce a creer que Nola estaba vinculada a esas dos personas.
—¿Vinculada? —repitió David Kellergan, que no era estúpido—. ¿Qué significa vinculada en su lenguaje diplomático de policía?
—Pensamos que Nola pudo tener una relación con el señor Stern. Siento decírselo de forma tan brutal.
El rostro del reverendo se puso de color púrpura.
—¿Nola? ¿Qué está insinuando? ¿Que mi hija era una puta? ¡Mi hija fue víctima de ese repugnante Harry Quebert, famoso pedófilo que pronto debería acabar en el corredor de la muerte! ¡Vaya a ocuparse de él y no venga aquí a ensuciar la memoria de los muertos, sargento! Esta conversación ha terminado. Adiós, señores.
Gahalowood se levantó lentamente, pero había algunos puntos que yo quería dejar claros. Dije:
—Su mujer le pegaba, ¿verdad?
—¿Cómo dice? —dijo Kellergan, atónito.
—Su mujer daba a Nola unas palizas de muerte. ¿Estoy en lo cierto?
—¡Está usted completamente loco!
No le dejé continuar:
—Nola se fugó a finales de julio de 1975. Se fugó y usted no dijo nada a nadie, ¿me equivoco? ¿Por qué? ¿Sentía vergüenza? ¿Por qué no llamó a la policía cuando se fugó a finales de julio de 1975?
Empezó a desgranar una explicación:
—Iba a volver… La prueba es que, una semana después, volvió…
—¡Una semana! ¡Esperó usted una semana! Sin embargo, la noche de su desaparición, llamó usted a la policía sólo una hora después de haber comprobado que no estaba. ¿Por qué?
El reverendo se puso a gritar:
—¡Porque esa noche, mientras la buscaba por el barrio, oí hablar de esa chica que habían visto ensangrentada en Side Creek Lane, y lo relacioné inmediatamente! Pero bueno, ¿qué quiere usted, Goldman? ¡Ya no tengo familia, ya no tengo nada! ¿Por qué viene a abrir mis heridas? ¡Lárguese ahora mismo! ¡Lárguese!
No me dejé impresionar:
—¿Qué pasó en Alabama, señor Kellergan? ¿Por qué vinieron a Aurora? ¿Y qué pasó aquí en 1975? ¡Responda! ¡Responda de una vez! ¡Es lo que le debe a su hija!
Kellergan se levantó como loco y se abalanzó sobre mí. Me agarró por el cuello con una fuerza que nunca hubiese sospechado. «¡Fuera de mi casa!», gritó empujándome hacia atrás. Seguramente me habría caído si Gahalowood no me hubiese atrapado antes de arrastrarme fuera.
—¿Está usted loco, escritor? —exclamó cuando volvíamos al coche—. ¿O simplemente es usted anormalmente gilipollas? ¿Quiere poner a todos los testigos en contra de nosotros?
—Admita que no está claro…
—¿Que no está claro el qué? Acaban de decirle que su hija era una zorra y se enfada. Es bastante normal, ¿no? En cambio, ha estado a punto de darle un buen guantazo. Es fuerte, el anciano. Nunca lo hubiese imaginado.
—Lo siento, sargento. No sé qué es lo que me ha pasado.
—¿Y qué es toda esa historia de Alabama? —preguntó.
—Ya le hablé de eso: los Kellergan dejaron Alabama para venir aquí. Y estoy convencido de que tenían una buena razón para marcharse.
—Me informaré de ello. Si me promete comportarse en el futuro.
—Lo conseguiremos, ¿verdad, sargento? Quiero decir, se da cuenta de que Harry es inocente, ¿verdad?
Gahalowood me miró fijamente:
—Lo que me molesta, escritor, es usted. Yo hago mi trabajo. Investigo dos asesinatos. Pero usted, usted parece estar ante todo obsesionado por la necesidad de exculpar a Quebert del asesinato de Nola, como si quisiera decir al resto del país: ya ven que es inocente, ¿qué podemos reprochar a este buen escritor? Pero lo que se le reprocha, Goldman, ¡es también haberse liado con una chica de quince años!
—¡Lo sé muy bien! ¡Pienso en ello a cada momento!
—En ese caso, ¿por qué no lo dice nunca?
—Llegué aquí después del escándalo. Sin reflexionar. Pensaba ante todo en mi amigo, en mi viejo amigo Harry. Dentro de un orden normal de cosas, hubiese permanecido aquí dos o tres días, lo justo para quedarme con la conciencia tranquila, y hubiera vuelto a Nueva York de inmediato.
—Entonces ¿por qué sigue aquí jodiendo la marrana?
—Porque Harry Quebert es mi único amigo. He cumplido treinta años y sólo le tengo a él. Me lo ha enseñado todo, ha sido mi único hermano durante los últimos diez años. Aparte de él, no tengo a nadie.
Creo que en ese instante Gahalowood sintió piedad de mí, porque me invitó a cenar a su casa. «Venga esta noche, escritor. Hablaremos de la investigación y comeremos algo. Así conoce a mi mujer». Y como ser amable le hubiera supuesto demasiado esfuerzo, enseguida adoptó su tono desagradable y añadió: «La verdad es que es mi mujer la que se va a alegrar. Hace tiempo que me da la lata con que le invite a casa. Sueña con conocerle. Menudo sueño».
*
La familia Gahalowood vivía en una bonita casita en un barrio residencial del este de Concord. Helen, la mujer del sargento, era elegante y muy agradable, es decir, exactamente lo opuesto a su marido. Me acogió con mucha amabilidad. «Me gustó tanto su libro —me dijo—. ¿Es cierto que está investigando con Perry?». Su marido refunfuñó que yo no estaba investigando, que el jefe era él y que a mí solamente me enviaba el Cielo para amargarle la existencia. Sus dos hijas, dos adolescentes visiblemente sin complejos, vinieron después a saludarme cortésmente antes de desaparecer en sus cuartos. Le dije a Gahalowood:
—En el fondo, usted es el único que no me quiere en esta casa.
Sonrió.
—Cierre el pico, escritor. Cierre el pico y venga fuera a beber una cerveza bien fría. Hace un tiempo estupendo.
Pasamos un buen rato en la terraza, sentados cómodamente en unos sillones de mimbre, vaciando una nevera de plástico. Gahalowood llevaba traje, pero se había puesto unas viejas zapatillas. El atardecer era muy caluroso, se oía a los niños jugar en la calle. El aire olía a verano.
—Tiene usted una familia estupenda —le dije.
—Gracias. ¿Y usted? ¿Tiene mujer? ¿Hijos?
—No, nada.
—¿Perro?
—No.
—¿Ni siquiera un perro? Efectivamente, debe de sentirse usted condenadamente solo, escritor… Déjeme adivinar: vive usted en un piso demasiado grande en un barrio elegante de Nueva York. Un gran piso siempre vacío.
Ni siquiera intenté negarlo.
—Antes —dije— mi agente venía a ver el béisbol a mi casa. Hacíamos nachos con queso. Estaba bien. Pero con esta historia, no sé si querrá volver a mi casa. No tengo noticias suyas desde hace dos semanas.
—Está usted acojonado, ¿eh, escritor?
—Sí. Pero lo peor es que no sé de qué tengo miedo. Estoy escribiendo mi nuevo libro sobre este asunto. Voy a ganar con él un millón de dólares por lo menos. Seguro que voy a vender un montón. Y en el fondo, me siento infeliz. ¿Qué cree que debo hacer?
Me miró casi extrañado:
—¿Está pidiendo consejo a un tipo que gana cincuenta mil dólares al año?
—Sí.
—No sé qué decirle, escritor.
—Si fuera su hijo, ¿qué me aconsejaría?
—¿Usted, hijo mío? Déjeme vomitar. Vaya a un psicoanalista, escritor. Ya tengo un hijo, ¿sabe? Más joven que usted, tiene veinte años…
—No lo sabía.
Buscó en su bolsillo y sacó una pequeña foto que había pegado a un trozo de cartón para que no se arrugase. En ella salía un joven con el uniforme de gala de los Marines.
—¿Su hijo es soldado?
—Segunda división de infantería. Está destinado en Irak. Recuerdo el día que se alistó. Había una oficina móvil de reclutamiento del US Army aparcada frente al centro comercial. Para él era lo lógico. Volvió a casa y me comunicó su elección: renunciaba a la universidad, quería marcharse a la guerra. Por culpa de las imágenes del 11 de Septiembre que tenía grabadas en su cabeza. Entonces saqué un mapa del mundo y le dije: «¿Dónde está Irak?». Y me respondió: «Irak está donde debo estar yo». ¿Qué opina usted, Marcus? —era la primera vez que me llamaba por mi nombre—. ¿Hizo lo correcto o no?
—No tengo ni idea.
—Yo tampoco. Todo lo que sé es que la vida es una sucesión de elecciones que después hay que asumir.
Fue una bonita velada. Hacía mucho tiempo que no me había sentido tan bien rodeado. Después de la comida, me quedé un momento solo en la terraza, mientras Gahalowood ayudaba a su mujer a recoger. Se había hecho de noche, el cielo estaba negro como la tinta. Localicé la Osa Mayor, que titilaba. Todo estaba en calma. Los niños habían desaparecido de las calles y podía oírse el relajante canto de los grillos. Cuando Gahalowood vino a mi encuentro, comentamos el caso. Le conté que Stern había dejado a Harry permanecer en Goose Cove gratuitamente.
—¿Es el mismo Stern que tenía relaciones con Nola? —apuntó—. Todo esto es muy extraño.
—Usted lo ha dicho, sargento. Y puedo confirmarle que alguien sabía, en aquella época, lo de Harry y Nola. Harry me contó que la noche del baile de aquel año encontró el espejo del baño pintado con una inscripción que le llamaba follador de niñas. Por cierto, ¿qué fue de la nota en el manuscrito? ¿Cuándo tendrá los resultados de los exámenes grafológicos?
—De aquí a una semana, en principio.
—Entonces pronto lo sabremos.
—He estudiado concienzudamente el informe policial sobre la desaparición de Nola —me dijo después Gahalowood—. El que redactó el jefe Pratt. Le confirmo que no hay ninguna mención de Stern ni de Harry.
—Es extraño, porque tanto Nancy Hattaway como Tamara me confirmaron que habían informado al jefe Pratt de sus suposiciones a propósito de Harry y Stern en el momento de la desaparición.
—Sin embargo, el informe está firmado por Pratt en persona. ¿Lo sabía y no hizo nada?
—¿Qué puede significar? —pregunté.
Gahalowood adoptó una expresión sombría:
—Que quizás él también hubiese tenido una relación con Nola Kellergan.
—¿También él? ¿Cree usted que… por amor de Dios… el jefe Pratt y Nola?
—La primera cosa que haremos mañana por la mañana, escritor, será ir a preguntárselo.
*
La mañana del jueves 3 de julio de 2008, Gahalowood vino a buscarme a Goose Cove y fuimos a ver al jefe Pratt a su casa de Mountain Drive. Fue el mismo Pratt el que nos abrió la puerta. Primero sólo me vio a mí y me acogió con simpatía.
—Señor Goldman, ¿qué le trae de nuevo por aquí? Se dice en la ciudad que está realizando su propia investigación…
Oí a Amy preguntar quién era y a Pratt responder: «Es el escritor, Goldman». Después vio a Gahalowood, unos pasos a mi espalda, y soltó:
—Así que es una visita oficial…
Gahalowood asintió con la cabeza.
—Sólo unas preguntas, jefe —explicó—. El caso no está claro y nos faltan elementos. Estoy seguro de que lo entiende.
Nos instalamos en el salón. Amy Pratt vino a saludarnos. Su marido le ordenó que saliese al jardín, y ella se puso un sombrero y fue a ocuparse de sus gardenias sin decir ni pío. La escena podría haber resultado graciosa si de repente, por una razón que todavía no me explicaba, la atmósfera en el salón de los Pratt no hubiese sido tan tensa.
Dejé que Gahalowood hiciese su interrogatorio. Era un policía muy bueno y un buen conocedor de la psicología humana, a pesar de su aparente agresividad. Primero hizo algunas preguntas triviales; pidió a Pratt que le recordase brevemente el desarrollo de los acontecimientos que habían desembocado en la desaparición de Nola Kellergan. Pero Pratt perdió rápidamente la paciencia: dijo que ya había hecho su informe en 1975 y que no teníamos más que leerlo. Ahí fue donde Gahalowood le respondió:
—Bueno, para ser honesto, he leído su informe y no me he quedado muy convencido de lo que he encontrado. Por ejemplo, sé que Tamara Quinn le dijo que sabía lo de Harry y Nola, y sin embargo no figura en el dossier en ningún momento.
Pratt no se dejó avasallar:
—Quinn vino a verme, es cierto. Me dijo que lo sabía todo, me dijo que Harry fantaseaba sobre Nola. Pero no tenía ninguna prueba, y yo tampoco.
—Está mintiendo —intervine—. Ella le enseñó una nota escrita por Harry que le comprometía claramente.
—Me la enseñó una vez. ¡Y luego esa hoja desapareció! ¡No tenía nada! ¿Qué quería que hiciese?
—¿Y Elijah Stern? —preguntó Gahalowood simulando volver a ser amable—. ¿Qué sabía usted de Stern?
—¿Stern? —repitió Pratt—. ¿Elijah Stern? ¿Qué tiene que ver en toda esta historia?
Gahalowood dominaba. Dijo, con voz muy tranquila pero que no permitía ninguna tergiversación:
—Deje de tomarnos el pelo, Pratt, estoy al corriente de todo. Sé que no realizó la investigación como hubiese debido. Sé que, en el momento de la desaparición de la chiquilla, Tamara Quinn le informó de sus sospechas sobre Quebert y Nancy Hattaway le contó que Nola había tenido relaciones sexuales con Elijah Stern. Tenía que haber detenido a Quebert y a Stern, por lo menos tenía que haberlos interrogado, registrar su casa, aclarar ese asunto e incluirlo en su informe. Es el procedimiento habitual. ¡Y no hizo nada de eso! ¿Por qué? ¿Por qué, eh? ¡Si tenía ante sus narices a una mujer asesinada y a una chiquilla desaparecida!
Noté que Pratt estaba desconcertado. Alzó la voz para recuperar su superioridad:
—¡Hice rastrear la región durante semanas! —gritó—, ¡incluso durante mis vacaciones! ¡Hice todo lo posible por encontrar a la chiquilla! ¡Así que no venga aquí, a mi casa, a poner en duda mi trabajo! ¡Los policías no hacemos eso con los compañeros!
—¡Removió cielo y tierra y registró hasta el fondo del mar! —replicó Gahalowood—, ¡pero sabía que había personas a las que debía interrogar y no lo hizo! ¿Por qué, eh? ¿Qué tenía que reprocharse?
Hubo un largo silencio. Miré a Gahalowood, era muy impresionante. Miraba fijamente a Pratt con una calma tormentosa.
—¿Qué tiene que reprocharse? —repitió—. ¡Hable! ¡Hable de una vez! ¿Qué pasó con esa chiquilla?
Pratt desvió la vista. Se levantó y se colocó frente a la ventana para evitar nuestras miradas. Miró un momento a su mujer, fuera, que quitaba las hojas secas de sus gardenias.
—Fue a principios de agosto —dijo con voz apenas audible—. Los primeros días de agosto de ese maldito año de 1975. Una tarde, me crean o no, la pequeña vino a buscarme, a mi despacho, en la comisaría. Oí que llamaban a la puerta y entró Nola Kellergan, sin esperar respuesta. Yo estaba sentado en mi despacho, leyendo un informe. Me sorprendió verla. La saludé y le pregunté lo que pasaba. Tenía una expresión extraña. No me dirigió una sola palabra. Cerró la puerta, giró la llave en la cerradura, me miró fijamente y vino hacia mí. Hacia la mesa, entonces…
Pratt se interrumpió. Estaba visiblemente conmocionado, no encontraba las palabras. Gahalowood no mostró ninguna empatía. Le preguntó con tono cortante:
—¿Y entonces qué, jefe Pratt?
—Lo crea o no, sargento, se metió bajo la mesa del despacho… y… y me abrió el pantalón, me agarró el pene y se lo metió en la boca.
Di un salto:
—Pero ¿qué dice?
—Es la verdad. Me hizo una felación, y yo me dejé hacer. Me dijo: «Déjese llevar, jefe». Y cuando terminó, me dijo, secándose la boca: «Ahora es usted un criminal».
Nos quedamos estupefactos: así que esa era la razón por la que Pratt no interrogó ni a Stern ni a Harry. Porque también él, y al mismo nivel, estaba directamente implicado en ese caso.
Ahora que había empezado a aliviar su conciencia, Pratt necesitaba contarlo todo. Nos confesó que se había producido una segunda felación. Pero si la primera había sido iniciativa de Nola, él la había forzado a repetir. Nos contó que un día, mientras patrullaba solo, se había cruzado con Nola, que volvía de la playa a pie. Cerca de Goose Cove. Llevaba su máquina de escribir. Él se ofreció a llevarla y cuando ella aceptó, en lugar de dirigirse a Aurora, se internó en el bosque de Side Creek. Nos dijo:
—Semanas antes de su desaparición, estuve en Side Creek con ella. Detuve el coche en la linde del bosque, no había nadie por allí. Cogí su mano y la obligué a tocar mi sexo hinchado, y le pedí que me hiciese de nuevo lo que me había hecho. Abrí mi pantalón, la agarré por la nuca y le pedí que me la chupara… No sé qué me pasó. ¡Llevo treinta años atormentado! ¡No puedo más! Deténgame, sargento. Quiero que me interroguen, que me juzguen, que me perdonen. ¡Perdón, Nola! ¡Perdón!
Cuando Amy Pratt vio a su marido salir de su casa esposado, empezó a dar unos gritos que alertaron a todo el vecindario. Los jardines se llenaron de curiosos por ver lo que pasaba, y oí a una mujer llamar a su marido para que no se perdiese el espectáculo: «¡La policía se lleva a Gareth Pratt!».
Gahalowood metió a Pratt en el coche y partió, con todas las sirenas puestas, hacia el cuartel general de la policía estatal de Concord. Yo me quedé sobre el césped de los Pratt: Amy lloraba, arrodillada al lado de sus gardenias, y los vecinos, y los vecinos de los vecinos, y toda la calle, y todo el barrio y pronto la mitad de Aurora se apelotonaron ante la casa de Mountain Drive.
Aturdido por lo que acababa de descubrir, me senté por fin en una boca de incendios y llamé a Roth para contarle lo que había pasado. No tenía valor para enfrentarme a Harry: no quería ser yo el que le diera la noticia. La televisión se encargó de ello en las horas que siguieron: todos los canales informativos se ocuparon del tema, y la gran maquinaria mediática volvió a la carga: Gareth Pratt, antiguo jefe de la policía de Aurora, había confesado abusos sexuales sobre Nola Kellergan y se convertía en un nuevo sospechoso potencial en el caso. Harry me llamó a cobro revertido desde la cárcel al final de la tarde, lloraba. Me pidió que fuese a verle. No podía creer que aquello fuese verdad.
En la sala de visitas de la prisión, le conté lo que acababa de pasar con el jefe Pratt. Estaba completamente descompuesto, sus ojos no dejaban de llorar. Por fin, le dije:
—Eso no es todo… Creo que ya es hora de que lo sepa…
—¿Saber qué? Me está usted asustando, Marcus.
—Si el otro día le mencioné a Stern, fue porque he estado en su casa.
—¿Y?
—Encontré un retrato de Nola.
—¿Un retrato? ¿Cómo que un retrato?
—Stern tiene un retrato que representa a Nola desnuda, en su casa.
Había traído la ampliación de la foto y se la enseñé.
—¡Es ella! —exclamó Harry—. ¡Es Nola! ¡Es Nola! ¿Qué significa esto? ¿Qué significa esta basura?
Un guardia le llamó al orden.
—Harry —dije—, intente conservar la calma.
—Pero ¿qué tiene que ver Stern en todo este asunto?
—Lo ignoro… ¿Nola nunca le habló de él?
—¡Nunca! ¡Nunca!
—Harry, por lo que sé, Nola pudo tener una relación con Elijah Stern. Durante ese mismo verano de 1975.
—¿Co… cómo? Pero ¿qué quiere decir con eso, Marcus?
—Creo… En fin, por lo que sé… Harry, debe hacerse a la idea de que quizás no fue el único hombre en la vida de Nola.
Se puso como loco. Se levantó de un salto y estrelló su silla de plástico contra la pared gritando:
—¡Eso es imposible! ¡Sólo me amaba a mí! ¿Lo entiende? ¡Me amaba a mí!
Los guardias se abalanzaron sobre él para controlarlo y llevárselo. Seguía gritando: «¿Por qué me hace esto, Marcus? ¿Por qué ha venido a ensuciarlo todo? ¡Malditos sean! ¡Malditos sean usted, Pratt y Stern!».
Tras este episodio empecé a escribir la historia de Nola Kellergan, quince años, que pondría patas arriba a toda una pequeña ciudad de la campiña americana.