Roy Barnaski me llamó por teléfono la mañana del sábado 28 de junio.

—Mi querido Goldman —me dijo—, ¿sabe usted a qué día estaremos el lunes?

—A 30 de junio.

—30 de junio. ¡Es verdad! Hay qué ver cómo pasa el tiempo. Il tempo è passato, Goldman. ¿Y qué sucede el 30 de junio?

—Es el día nacional de la soda con helado —respondí—. Acabo de leer un artículo sobre el asunto.

—¡El 30 de junio termina el plazo, Goldman! Eso es lo que sucede ese día. Vengo de hablar con Douglas Claren, su agente. Está fuera de sí. Dice que ya no le llama porque se ha vuelto usted incontrolable. «Goldman es un caballo desbocado», eso me ha dicho. He intentado echarle una mano, encontrar una solución, pero usted prefiere galopar sin freno y embestir contra el muro.

—¿Echarme una mano? Usted quiere que me invente una especie de relato erótico sobre Nola Kellergan.

—Ya empieza a sacar todo de quicio, Marcus. Sólo quiero entretener al público. Animarle a comprar libros. La gente compra cada vez menos libros, excepto cuando se trata de historias espantosas que los ligan a sus más bajos instintos.

—No voy a escribir un libro basura para salvar mi carrera.

—Como quiera. Entonces, esto es lo que va a pasar el 30 de junio: Marisa, mi secretaria, ya la conoce, vendrá a mi despacho para la reunión de las diez y media. Todos los lunes, a las diez y media, pasamos revista a los principales vencimientos de la semana. Me dirá: «Marcus Goldman tenía hasta hoy para entregar su manuscrito. No hemos recibido nada». Yo asentiré con gravedad, probablemente dejaré que pase la jornada, retrasando el cumplimiento de mi horrible deber; después, sobre las cinco y media de la tarde, con un nudo en la garganta, llamaré a Richardson, el jefe del servicio jurídico, para informarle de la situación. Le diré que vamos a proceder a denunciarle vía judicial de forma inmediata por incumplimiento de contrato, y que reclamaremos diez millones de dólares por daños y perjuicios.

—¿Diez millones de dólares? No sea usted ridículo, Barnaski.

—Tiene razón. ¡Quince millones!

—Es usted idiota, Barnaski.

—Precisamente en eso se equivoca, Goldman: ¡el idiota es usted! Quiere jugar en primera división, pero no quiere respetar las reglas. Quiere jugar en la NHL, pero se niega a participar en los playoffs, y las cosas no son así. ¿Y sabe qué? Con el dinero que gane en el juicio, pagaré generosamente a un joven escritor lleno de ambición para contar la historia de Marcus Goldman, o de cómo un tipo prometedor pero lleno de buenos sentimientos torpedeó su carrera y su futuro. Irá a entrevistarle en el cuchitril de Florida donde vivirá recluido e intoxicado de whisky desde las diez de la mañana para evitar pensar en el pasado. Hasta pronto, Goldman. Nos vemos en el juzgado.

Colgó.

Poco después de esa edificante conversación telefónica, me fui a comer al Clark’s. Encontré allí por casualidad a los Quinn, versión 2008. Tamara estaba en la barra, reprendiendo a su hija por algo que debía de haber hecho mal. En cuanto a Robert, estaba escondido en una esquina, sentado en un taburete, comiendo huevos revueltos y leyendo la sección de deportes del Concord Herald. Me senté al lado de Tamara, abrí un periódico al azar y fingí sumergirme en la lectura para escucharla mejor refunfuñar y quejarse de que la cocina estaba sucia, el café frío, las botellas de sirope de arce pegajosas, los azucareros vacíos; protestar porque las mesas tenían manchas de grasa, hacía demasiado calor dentro y las tostadas no estaban buenas, y decir que no pagaría un céntimo por lo que había pedido, que dos dólares por el café eran un robo, que nunca le habría traspasado el restaurante si hubiese sabido que iba a convertirlo en un tugurio de segunda clase, que ella tenía muchas ambiciones para ese establecimiento y que, de hecho, en su época, venía gente de todo el Estado para probar sus hamburguesas, consideradas las mejores de la región. Al darse cuenta de que estaba escuchando, me miró con cara de desprecio y me espetó:

—Oiga, joven. Sí, usted. ¿Por qué me está escuchando?

Puse cara de santo y me volví hacia ella.

—¿Yo? Pero si no la estoy escuchando, señora.

—Claro que me está escuchando, ¿por qué me responde si no? ¿De dónde sale?

—De Nueva York, señora.

Tamara Quinn se dulcificó de forma instantánea, como si las palabras Nueva York tuviesen el efecto de calmarla, y me preguntó con voz melosa:

—¿Y qué es lo que un joven neoyorquino con tan buena facha ha venido a hacer a Aurora?

—Estoy escribiendo un libro.

Volvió a oscurecerse de inmediato y se puso a berrear:

—¿Un libro? ¿Es usted escritor? ¡Odio a los escritores! Son una pandilla de ociosos, de improductivos y de mentirosos. ¿De qué vive? ¿De las subvenciones? Este restaurante lo lleva mi hija y, se lo advierto, ¡aquí no se fía! Así que si no puede pagar, lárguese. Lárguese antes de que llame a la policía. El jefe de policía es mi yerno.

Jenny, detrás de la barra, se sentía desolada:

—Es Marcus Goldman, ma. Es un escritor conocido.

A mamá Quinn se le atragantó el café:

—Dios, ¿es usted el hijo de puta que hacía de perrito faldero de Quebert?

—Sí, señora.

—Pues sí que ha crecido… Incluso diría que no está usted nada mal. ¿Quiere que le diga lo que pienso de Quebert?

—No, señora, muchas gracias.

—Se lo diré de todas formas: ¡pienso que es un maldito hijo de puta y que merece acabar en la silla eléctrica!

—¡Ma! —protestó Jenny.

—¡Es la verdad!

—¡Para ya, ma!

—Cierra el pico, hija. Estoy hablando yo. Tome nota, señor escritor de mierda. Si le queda un gramo de honestidad, escriba la verdad sobre Harry Quebert: es el cabrón más grande de la historia, un pervertido, un montón de basura y un asesino. Mató a Nola, a la abuela Cooper y, en cierto modo, también mató a mi Jenny.

Jenny huyó a la cocina. Creo que estaba llorando. Sentada en el taburete de la barra, erguida como una escoba, Tamara Quinn me contó la razón de su ira y cómo Harry Quebert había deshonrado su apellido. El incidente que me relató se produjo el domingo 13 de julio de 1975, día que hubiese debido ser memorable para la familia Quinn, que organizaba, sobre el césped recién cortado de su jardín y desde las doce (como se indicaba en la tarjeta de invitación enviada a apenas una decena de invitados), una garden-party.

*

13 de julio de 1975

Tenía que ser todo un acontecimiento, así que Tamara Quinn había hecho las cosas a lo grande: carpa en el jardín, cubertería de plata y mantel blanco sobre la mesa y bufé encargado a un restaurante de Concord con aperitivos de pescado, carnes frías, bandejas de marisco y ensaladilla rusa. Había contratado a un camarero con referencias para que sirviese refrescos y vino italiano. Todo debía ser perfecto. La comida iba a ser una cita social de primer orden: Jenny presentaría oficialmente a su nuevo novio a algunos miembros eminentes de la sociedad de Aurora.

Eran las doce menos diez. Tamara contemplaba con orgullo la disposición de su jardín, reluciente. Esperaría hasta el último minuto para sacar las bandejas, por el calor. Qué deleite para los invitados degustar las vieiras, almejas y las colas de bogavante mientras escuchaban la brillante conversación de Harry Quebert, mientras cogía del brazo a su radiante Jenny. Aquello rozaba lo grandioso, y Tamara se estremeció de placer imaginando la escena. Volvió a admirar sus preparativos, y después revisó por última vez el plan de servicio, que había anotado en una hoja de papel y que intentaba aprenderse de memoria. Todo era perfecto. Sólo faltaban los invitados.

Tamara había invitado a cuatro de sus amigas y a sus maridos. Se había pensado mucho el número de invitados. Era una elección difícil: con muy pocos invitados se podría pensar que era una garden-party fallida y demasiadas personas presentes podían dar a su exquisito convite campestre aspecto de verbena. Así que finalmente había decidido elegir a aquellos que con seguridad alimentarían a la ciudad con los rumores más alocados, gracias a los que pronto se diría que Tamara Quinn organizaba acontecimientos con clase muy selectivos desde que tenía a la estrella de la literatura americana como futuro yerno. Por esa razón había invitado a Amy Pratt, organizadora del baile de verano; a Belle Carlton, a quien consideraba la reina del buen gusto porque su marido cambiaba de coche todos los años; a Cindy Tirsten, que dirigía varios clubes femeninos, y a Donna Mitchell, una arpía que hablaba demasiado y se pasaba el tiempo presumiendo del éxito de sus hijos. Tamara se preparaba para dejarlas anonadadas. En cuanto recibieron la tarjeta, todas se habían apresurado a llamar para conocer las razones de aquel encuentro. Pero Tamara había sabido prolongar el suspense siendo sabiamente evasiva: «Voy a anunciar una gran noticia». Estaba deseando ver la cara que pondrían todas cuando vieran a su Jenny y al gran Quebert juntos, de por vida. Pronto la familia Quinn sería el tema de todas las conversaciones y de todas las envidias.

Tamara, demasiado ocupada en su recepción, era uno de los pocos habitantes de la ciudad que no estaban husmeando delante del domicilio de los Kellergan. Se había enterado de la noticia a primera hora de la mañana, como todo el mundo, y había temido por su garden-party: Nola había intentado matarse. Pero gracias a Dios, la chiquilla había fallado estrepitosamente su intento de suicidio, y Tamara se había sentido doblemente afortunada: primero porque si Nola hubiese muerto, habría tenido que anular la fiesta; no habría sido correcto celebrar un acontecimiento en esas circunstancias. Después, era una bendición que se hubiese producido el domingo y no el sábado, porque si Nola hubiese intentado matarse un sábado, habría que haberla reemplazado en el Clark’s y hubiese sido muy complicado. Nola había tenido el buen gusto de montar su numerito un domingo por la mañana y de haberlo fallado, además.

Satisfecha del arreglo exterior, Tamara fue a controlar lo que pasaba en el interior de la casa. Encontró a Jenny en su puesto, en la entrada, lista para recibir a los invitados. Sin embargo, tuvo que reprender severamente al pobre Bobbo, que ya se había ajustado la corbata pero aún no se había puesto los pantalones. Los domingos tenía permiso para leer el periódico en calzoncillos en el porche, y le encantaba que la corriente se colase por sus calzones porque le refrescaba el interior, sobre todo las partes con más pelo.

—¡Se acabó eso de salir a la calle desnudo! —gruñó su mujer—. Cuando el gran Harry Quebert sea nuestro yerno, ¿también te vas a pasear en calzoncillos?

—¿Sabes? —respondió Bobbo—, creo que Quebert no es como piensas que es. En el fondo es un chico muy sencillo. Le gustan los motores de coche, la cerveza bien fría, y creo que no se molestaría al verme vestido de domingo. De hecho, se lo voy a preguntar…

—¡No vas a preguntar nada de nada! ¡No vas a decir ni mu en toda la comida! Así de simple, no quiero ni oírte. Ay, mi pobre Bobbo, si pudiera, te cosería los labios para que no pudieses hablar. Cada vez que abres la boca es para decir estupideces. A partir de ahora, los domingos serán de camisa y pantalón. Y punto. Se acabó eso de verte pasear en ropa interior por la casa. Ahora somos gente importante.

Mientras hablaba, se dio cuenta de que su marido había garabateado algunas palabras en una tarjeta postal que tenía sobre la mesa del salón.

—¿Qué es eso? —exclamó.

—Una cosa.

—¡Enséñamela!

—¡No! —se resistió Bobbo cogiendo la tarjeta.

—¡Bobbo, quiero verla!

—Es correo personal.

—Oh, así que ahora el señor escribe correo personal. ¡Te digo que me la enseñes! Soy yo la que decide en esta casa, ¿sí o sí?

Arrancó la tarjeta a su marido, que intentaba esconderla bajo su periódico. La imagen representaba un perrito. La leyó en voz alta con tono burlón:

Muy querida Nola:

Te deseamos un rápido restablecimiento y esperamos encontrarte pronto en el Clark’s.

Aquí tienes unos caramelos para que te endulcen la vida.

Con afecto,

La familia Quinn

—¿Qué es esta estupidez? —exclamó Tamara.

—Una tarjeta para Nola. Voy a ir a comprar caramelos para enviárselos también. Eso le gustará, ¿no crees?

—¡Qué ridículo eres, Bobbo! ¡Esta tarjeta con el perrito es ridícula, tu texto es ridículo! ¿Esperamos encontrarte pronto en el Clark’s? Acaba de intentar matarse: ¿crees de verdad que tiene ganas de volver a servir café? ¿Y los caramelos? ¿Qué quieres que haga con los caramelos?

—Se los comerá, estoy seguro de que le gustarán. Ya ves, lo destrozas todo. Por eso no quería enseñártela.

—Oh, deja de lloriquear, Bobbo —dijo molesta Tamara mientras rompía la tarjeta en cuatro—. Voy a enviar flores, unas elegantes flores de una buena floristería de Montburry, y no tus caramelos de supermercado. Escribiré yo misma la nota, en una tarjeta blanca. Pondré con bonita letra: La familia Quinn y Harry Quebert te desean un feliz restablecimiento. Ahora ponte el pantalón, los invitados están al llegar.

Donna Mitchell y su marido llamaron a la puerta a las doce en punto, inmediatamente seguidos de Amy y el jefe Pratt. Tamara ordenó al camarero traer los cócteles de bienvenida, que bebieron en el jardín. El jefe Pratt contó entonces cómo le habían sacado de la cama llamándole por teléfono:

—La pequeña de los Kellergan se tragó un montón de pastillas. Creo que empezó a tragarse cualquier cosa sin mirar, incluidos algunos somníferos. Pero nada grave. Se la han llevado al hospital de Montburry para hacerle un lavado de estómago. Fue el reverendo quien la encontró en el cuarto de baño. Asegura que tenía fiebre y que se equivocó de medicina. En fin, es lo que digo… Lo importante es que la chiquilla esté bien.

—Ha sido una suerte que haya pasado por la mañana y no por la tarde —dijo Tamara—. Hubiese sido una pena que no pudieseis venir.

—Por cierto, ¿qué es eso tan importante que vas a anunciarnos? —preguntó Donna, que no aguantaba más.

Tamara dibujó una larga sonrisa y respondió que prefería esperar a que todos los invitados estuviesen presentes para hacer su anuncio. Los Tirsten llegaron poco después, y a las doce y veinte aparecieron los Carlton, que justificaron su retraso por un problema con la dirección de su nuevo coche. Así que todos estaban presentes ya. Todos menos Harry Quebert. Tamara propuso tomar un segundo cóctel de bienvenida.

—¿A quién esperamos? —preguntó Donna.

—Ya veréis —respondió Tamara.

Jenny sonrió, iba a ser un día magnífico.

A la una menos veinte, Harry todavía no había llegado. Se sirvió un tercer cóctel de bienvenida. Y después un cuarto, a las doce cincuenta y ocho.

—¿Otro cóctel de bienvenida? —se quejó Amy Pratt.

—¡Es porque todos sois muy bienvenidos! —declaró Tamara, que comenzaba a preocuparse de verdad del retraso de su invitado estrella.

El sol golpeaba con fuerza. Las cabezas empezaron a girar un poco. «Tengo hambre», acabó diciendo Bobbo, que recibió una magistral colleja en la nuca. Dieron la una y cuarto, y Harry no había llegado. Tamara sintió cómo se formaba un nudo en su estómago.

*

—Le esperamos —confesó Tamara en la barra del Clark’s—. ¡Sabe Dios lo que le esperamos! Y hacía un calor de muerte. Todo el mundo sudaba la gota gorda.

—Nunca he pasado tanta sed en mi vida —exclamó Robert, que intentaba participar en nuestra conversación.

—¡Tú calla! Me están preguntando a mí, que yo sepa. Los grandes escritores como el señor Goldman no se interesan en borricos como tú.

Le lanzó un tenedor y se volvió hacia mí y me dijo:

—En fin, que esperamos hasta la una y media de la tarde.

*

Tamara deseó que hubiese sufrido una avería en el coche, o incluso un accidente. Cualquier cosa menos que estuviera dejándolos plantados. Con el pretexto de ir a la cocina, fue a telefonear varias veces a la casa de Goose Cove, sin respuesta. Después escuchó las noticias por la radio, pero no había ocurrido ningún accidente de importancia, y ningún escritor había muerto en New Hampshire ese día. En dos ocasiones escuchó ruidos de coche ante la casa y cada vez su corazón dio un salto: ¡era él! Pero no: eran sus estúpidos vecinos.

Los invitados no aguantaban más: rendidos por el calor, acabaron colocándose bajo la carpa en busca de algo de fresco. Sentados en sus sitios, se aburrían en medio de un silencio mortal. «Espero que sea una noticia importante», acabó diciendo Donna. «Si bebo otro de esos cócteles, creo que voy a vomitar», declaró Amy. Al final, Tamara rogó al camarero que sirviera el bufé y propuso a los invitados que empezasen a comer.

A las dos, en plena comida, seguían sin noticias de Harry. Jenny, el estómago en un puño, no podía tragar nada. Se esforzaba por no estallar en sollozos delante de todo el mundo. En cuanto a Tamara, temblaba de rabia: dos horas de retraso, ya no vendría. ¿Cómo diablos había podido hacerle algo parecido? ¿Qué tipo de caballero se comportaba así? Y como si eso no bastara, Donna empezó a preguntar con insistencia qué noticia tan importante era esa que debía anunciar. Tamara permaneció muda. El infeliz de Bobbo, queriendo salvar la situación y el honor de su mujer, se levantó de su silla y, solemne, alzó su vaso y declaró con orgullo a sus invitados: «Mis queridos amigos, queremos anunciaros que hemos comprado un nuevo televisor». Hubo un largo silencio de incomprensión. Tamara, que no pudo soportar la idea de verse ridiculizada de esa forma, se levantó a su vez y anunció: «Robert tiene cáncer. Va a morir». Los invitados se quedaron de piedra, al igual que Bobbo, que no sabía que había sido desahuciado y que se preguntó cuándo había llamado el médico a su casa y por qué su mujer no le había dicho nada. De pronto empezó a llorar, porque iba a echar de menos vivir. A su familia, a su hija, su pequeña ciudad: iba a echar de menos todo. Y todos le abrazaron, prometiendo que irían a visitarle al hospital hasta su último suspiro y que nunca le iban a olvidar.

La razón de que Harry no se hubiese presentado en la fiesta organizada por Tamara Quinn era que estaba al pie de la cama de Nola. Inmediatamente después de que Pinkas le hubiese dado la noticia, había conducido hasta el hospital de Montburry donde estaba ingresada. Había permanecido varias horas en el aparcamiento, al volante de su coche, sin saber qué hacer. Se sentía culpable: si había querido morir, era por su culpa. Ese pensamiento le había dado ganas de matarse también. Se había dejado invadir por sus emociones: se daba cuenta de la amplitud de sentimientos que experimentaba por ella. Y maldecía el amor; cuando estaba ella, muy cerca, era capaz de convencerse de que no existían sentimientos profundos entre ellos y que debía alejarla de su vida, pero ahora que había estado a punto de perderla, no se imaginaba vivir sin ella. Nola, mi querida Nola. N-O-L-A. La quería tanto.

Eran las cinco de la tarde cuando por fin se atrevió a entrar en el hospital. Esperaba no cruzarse con nadie, pero en el vestíbulo principal se dio de bruces con David Kellergan, con los ojos enrojecidos por las lágrimas.

—Reverendo… Me he enterado de lo de Nola. Lo siento de veras.

—Gracias por haber venido a expresar su simpatía, Harry. Seguramente habrá oído decir que Nola ha intentado suicidarse: no es más que una infeliz mentira. Le dolía y se ha equivocado de medicina. Se distrae a menudo, como todos los niños.

—Por supuesto —respondió Harry—. Qué asco de medicinas. ¿En qué habitación está Nola? Me gustaría ir a saludarla.

—Es muy amable por su parte, pero, sabe usted, es preferible por el momento evitar visitas. No debe fatigarse, lo comprenderá.

El reverendo Kellergan tenía sin embargo un librito en el que los visitantes podían firmar. Tras haber escrito Buen restablecimiento. H. L. Quebert, Harry fingió marcharse y fue a esconderse en el Chevrolet. Esperó una hora más, y cuando vio al reverendo Kellergan atravesar el aparcamiento para llegar a su coche, volvió discretamente al edificio central del hospital e hizo que le indicaran la habitación de Nola. Habitación 26, segundo piso. Llamó a la puerta con el corazón en un puño. Sin respuesta. Abrió suavemente: Nola estaba sola, sentada al borde de la cama. Volvió la cabeza y le vio; al principio, sus ojos se iluminaron, luego adoptó una expresión triste.

—Déjeme, Harry… Déjeme o llamo a la enfermera.

—Nola, no puedo dejarte.

—Ha sido tan malo, Harry. No quiero verle. Me ha causado pena. He querido morir por su culpa.

—Perdóname, Nola…

—Sólo le perdonaré si quiere volver a verme. Si no, déjeme tranquila.

Le miró fijamente a los ojos; él la miró con tristeza y culpabilidad y ella no pudo evitar sonreír.

—Oh, mi querido Harry, no ponga esa cara de perro apaleado. ¿Me promete no volver a ser malo?

—Te lo prometo.

—Pídame perdón por todos esos días que me ha dejado sola delante de su puerta sin querer abrirme.

—Te pido perdón, Nola.

—Pídame perdón mejor. Póngase de rodillas. De rodillas y pídame perdón.

Se arrodilló, sin pensárselo, y apoyó la cabeza sobre sus rodillas desnudas. Ella se inclinó y le acarició el rostro.

—Levántese, Harry. Y venga a mis brazos, mi amor. Le quiero. Le quiero desde el día en que le vi. Quiero ser su mujer para siempre.

Mientras en la pequeña habitación del hospital Harry y Nola se reencontraban, en Aurora, donde hacía varias horas que había terminado la garden-party, Jenny, encerrada en su habitación, lloraba su vergüenza y su desgracia. Robert había intentado ir a consolarla, pero se negaba a abrir la puerta. En cuanto a Tamara, presa de la cólera, acababa de abandonar la casa para ir a la de Harry a pedirle explicaciones. No se cruzó por poco con el visitante que llamó a la puerta diez minutos después de su marcha. Fue Robert el que abrió. En el rellano, Travis Dawn, con los ojos apretados, en uniforme de gala, le presentó un ramo de rosas y recitó de un tirón:

—Jennyquieres-acompañarme-albailedeverano-porfavorgracias.

Robert se echó a reír.

—Hola, Travis, quizás quieres hablar con Jenny.

Travis abrió los ojos y soltó un grito.

—¿Señor Quinn? Lo… lo siento. ¡Soy tan torpe! Yo sólo quería… En fin, ¿dejaría usted que acompañara a su hija al baile de verano? Si ella está de acuerdo, por supuesto. En fin, quizás tiene ya a alguien. Ya sale con alguien, es eso, ¿no? ¡Estaba seguro! Qué tonto soy.

Robert le dio una palmadita amistosa en el hombro.

—Vamos, muchacho, no podías haber llegado en mejor momento. Entra.

Condujo al joven policía hasta la cocina y sacó una cerveza del frigo.

—Gracias —dijo Travis dejando las flores sobre la encimera.

—No, esto es para mí. A ti te hace falta algo mucho más fuerte.

Robert cogió una botella de whisky y sirvió uno doble con varios hielos.

—Bébetelo de un trago, ¿quieres?

Travis obedeció. Robert prosiguió:

—Muchacho, pareces muy nervioso. Tienes que relajarte. A las chicas no les gustan los chicos nerviosos. Créeme, entiendo algo de esto.

—El caso es que no soy tímido, pero cuando veo a Jenny, me siento como bloqueado. No sé lo que es…

—Eso es amor, muchacho.

—¿Eso cree?

—Estoy seguro.

—Es que su hija es formidable, señor Quinn. Tan dulce, e inteligente, ¡y tan guapa! No sé si debería contarle esto, pero a veces paso delante del Clark’s sólo para verla a través del ventanal. La miro… la miro y creo que mi corazón me va a estallar en el pecho, como si el uniforme me estuviera asfixiando. Eso es amor, ¿verdad?

—Seguro.

—Y entonces, en ese momento, quiero salir del coche, entrar en el Clark’s y preguntarle qué tal está y si por casualidad no tendría ganas de ir al cine después del trabajo. Pero nunca me atrevo a entrar. ¿Eso es también amor?

—Para nada, eso es una estupidez. Así es como se le escapan a uno las chicas que le gustan. No hay que ser tímido, muchacho. Eres joven, guapo, estás lleno de cualidades.

—Entonces ¿qué debo hacer, señor Quinn?

Robert le sirvió otro whisky.

—No me importaría hacer bajar a Jenny, pero ha tenido una tarde difícil. Si quieres un consejo, trágate eso y vuelve a tu casa: quítate el uniforme y ponte una camisa sencilla. Luego, llamas aquí e invitas a Jenny a cenar fuera. Le dices que tienes ganas de comer una hamburguesa en Montburry. Allí hay un restaurante que le encanta, te voy a dar la dirección. Ya verás, no puedes caer en mejor momento. Y durante la velada, cuando veas que la atmósfera se relaja, la invitas a dar un paseo. Os sentáis en un banco y miráis las estrellas. Le enseñas las constelaciones…

—¿Las constelaciones? —interrumpió Travis, desesperado—. ¡Pero si no conozco ninguna!

—Tú sólo muéstrale la Osa Mayor.

—¿La Osa Mayor? ¡No sé reconocer la Osa Mayor! ¡Ay, Dios, estoy perdido!

—Bueno, enséñale cualquier punto luminoso en el cielo y dale un nombre al azar. A las mujeres les parece muy romántico que un chico sepa de astronomía. Intenta sólo no confundir una estrella fugaz con un avión. Después de eso, le pides que sea tu pareja en el baile de verano.

—¿Cree usted que aceptará?

—Estoy seguro de ello.

—¡Gracias, señor Quinn! ¡Muchas gracias!

Tras haber enviado a Travis a su casa, Robert se esforzó por hacer salir a Jenny de su habitación. Comieron helado en la cocina.

—¿Con quién voy a ir al baile ahora, pa? —preguntó Jenny tristemente—. Tendré que ir sola y todo el mundo se reirá de mí.

—No digas esas tonterías. Estoy seguro de que hay montones de chicos soñando con llevarte.

—¡Me gustaría saber quién! —gimió con la boca llena—. Porque yo no sé de nadie.

En ese mismo instante, sonó el teléfono. Robert dejó responder a su hija y oyó decir: «Ah, hola, Travis», «¿Sí?», «Sí, claro», «Dentro de media hora, perfecto. Hasta luego». Colgó y se apresuró a contar a su padre que era su amigo Travis, que acababa de llamarla para invitarla a cenar en Montburry. Robert se obligó a adoptar un aire de sorpresa:

—¿Ves? —dijo—, ya te había dicho que no irías sola al baile.

En ese mismo instante, en Goose Cove, Tamara husmeaba por la casa desierta. Había llamado a la puerta durante mucho tiempo, sin respuesta: si Harry se escondía, le encontraría. Pero no había nadie y decidió proceder a una pequeña inspección. Empezó por el salón, después por las habitaciones y al final el despacho de Harry. Registró los papeles esparcidos en su mesa de trabajo, hasta encontrar el que acababa de escribir:

Mi Nola, mi querida Nola, mi amada Nola. ¿Qué has hecho? ¿Por qué querer morir? ¿Es por culpa mía? Te quiero, te quiero más que a nada. No me abandones. Si mueres, yo moriré también. Todo lo que importa en mi vida eres tú, Nola. Cuatro letras: N-O-L-A.

Y Tamara, atónita, se guardó la nota, completamente decidida a destruir a Harry Quebert.