Lunes 7 de julio de 2008, Boston, Massachusetts
Cuatro días después del arresto del jefe Pratt, me cité con Roy Barnaski en un salón privado del hotel Park Plaza de Boston para firmar un contrato de edición de un millón de dólares por mi libro sobre el caso Harry Quebert. Douglas también estaba presente; se le veía visiblemente aliviado por el feliz epílogo de aquella historia.
—Vaya giro a su situación —me dijo Barnaski—. El gran Goldman se ha puesto por fin a trabajar. ¡Que todo el mundo aplauda!
No respondí, y me limité a sacar un paquete de hojas de mi cartera y a entregárselo. Sonrió ampliamente:
—Así que aquí están sus famosas cincuenta primeras páginas…
—Sí.
—Permítanme que me tome el tiempo de echarles un vistazo.
—Por favor.
Douglas y yo dejamos la sala para permitirle leer tranquilamente y bajamos al bar del hotel, donde pedimos dos jarras de cerveza tostada.
—¿Qué tal estás, Marc? —me preguntó Douglas.
—Bien. Estos cuatro últimos días han sido una locura…
Asintió con la cabeza y prosiguió:
—¡La verdadera locura es esta historia! No tienes ni idea del éxito que va a tener tu libro. Barnaski lo sabe, por eso te ofrece tanta pasta. Un millón de dólares no son nada comparados con lo que va a sacarse. Tendrías que verlo: en Nueva York no se habla más que de este asunto. Los estudios de cine ya están hablando de una película, todas las editoriales quieren sacar un libro sobre Quebert. Pero todo el mundo sabe que el único realmente capacitado para hacer ese libro eres tú. Tú eres el único que conoce a Harry, el único que conoce Aurora desde dentro. Barnaski quiere apropiarse de esta historia antes que los demás: dice que si somos los primeros en sacar un libro, Nola Kellergan podría convertirse en la marca registrada de Schmid & Hanson.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté.
—Que es una hermosa aventura de escritor. Y una bonita forma de contrarrestar un poco todas las ignominias que se han podido decir sobre Quebert. Tu idea inicial era defenderlo, ¿no?
Asentí. Después eché un vistazo por encima de nosotros, en dirección al primer piso, donde Barnaski estaba descubriendo una parte de mi relato, al que los acontecimientos de los últimos días habían permitido dar cuerpo de forma considerable.
*
3 de julio de 2008, cuatro días antes de la firma del contrato
Sucedió pocas horas después del arresto del jefe Pratt. Volvía a Goose Cove desde la prisión estatal, donde Harry acababa de perder los papeles y había estado a punto de estrellarme una silla en la cara cuando le informé de la existencia de un cuadro que representaba a Nola en casa de Elijah Stern. Aparqué delante de la casa y, al bajar del coche vi inmediatamente el trozo de papel encajado en la puerta de entrada. Otra nota. Y, esta vez, el tono era distinto.
Último aviso, Goldman
No le presté atención: primer o último aviso, ¿qué diferencia había? Tiré la nota en el cubo de basura de la cocina y encendí la televisión. Estaban hablando del arresto del jefe Pratt: algunos llegaban a poner en duda la investigación que él mismo había dirigido entonces, y se preguntaban si la búsqueda no habría sido voluntariamente negligente por parte del antiguo jefe de policía.
Caía la noche, que prometía ser dulce y hermosa; el tipo de velada que merecía ser disfrutada entre amigos, poniendo enormes filetes en la barbacoa y bebiendo cerveza. No tenía amigos, pero sí creía tener los filetes y la cerveza. Fui a abrir la nevera, pero estaba vacía: me había olvidado de hacer la compra. Me había olvidado de mí mismo. Me di cuenta de que tenía la nevera de Harry: la nevera de un hombre solo. Pedí una pizza y me la comí en la terraza. Por lo menos tenía la terraza y el mar: sólo me faltaba una barbacoa, unos amigos y una novia para que la velada fuese perfecta. Fue entonces cuando recibí la llamada de uno de mis pocos amigos, del que no tenía noticias desde hacía algún tiempo: Douglas.
—Marc, ¿qué tal estás?
—¿Qué tal estoy? ¡Hace dos semanas que no sé nada de ti! ¿Dónde te habías metido? ¿Eres o no eres mi agente, joder?
—Lo sé, Marc. Lo siento. Hemos vivido una situación difícil. Quiero decir, tú y yo. Pero si quieres que siga siendo tu agente, me sentiré honrado de continuar nuestra colaboración.
—Por supuesto. Sólo con una condición: que sigas viniendo a mi casa a ver las Series Mundiales.
Se rio.
—Vale. Tú te ocupas de las cervezas y yo de los nachos con queso.
—Barnaski me ha ofrecido un contrato enorme —dije.
—Lo sé. Me ha llamado. ¿Lo vas a aceptar?
—Sí, eso creo.
—Barnaski está muy emocionado. Quiere verte lo antes posible.
—¿Verme? ¿Para qué?
—Para firmar el contrato.
—¿Ya?
—Sí. Creo que quiere asegurarse de que tu trabajo va por buen camino. Los plazos van a ser cortos: vas a tener que escribir deprisa. Está completamente obsesionado por la campaña presidencial. ¿Te sientes capaz?
—Eso creo. Ya he empezado a hacerlo. Pero ignoro qué debo contar: ¿todo lo que sé? ¿Que Harry tenía previsto huir con la chiquilla? Doug, esta historia es completamente delirante. Creo que ni siquiera te das cuenta.
—La verdad, Marc. Escribe simplemente la verdad acerca de Nola Kellergan.
—¿Y si la verdad perjudica a Harry?
—La responsabilidad del escritor es decir la verdad. Incluso si es difícil. Ese es mi consejo de amigo.
—¿Y tu consejo de agente?
—Sobre todo, protégete el culo: evita terminar con tantas demandas como habitantes tiene New Hampshire. Por ejemplo, me dices que los padres pegaban a la chiquilla.
—Sí, su madre.
—Entonces, conténtate con escribir que Nola era una hija infeliz y maltratada. Todo el mundo comprenderá que son sus padres los responsables de ese maltrato, pero evitarás decirlo explícitamente… Nadie podrá demandarte.
—Pero la madre tiene un papel importante en esta historia.
—Un consejo de agente, Marc: necesitas pruebas sólidas para acusar a alguien; si no, te van a acribillar a demandas. Y creo que ya has tenido suficientes marrones estos últimos meses. Encuentra un testigo fiable que afirme que la madre era una hija de puta que daba tremendas palizas a la chiquilla, y si no, limítate a hija infeliz y maltratada. Así evitamos que un juez acepte suspender la venta del libro por problemas de difamación. En cambio, con lo de Pratt, ahora que todo el mundo sabe lo que hizo, puedes entrar en detalles sórdidos. Eso aumenta las ventas.
Barnaski proponía vernos el lunes 7 de julio en Boston, ciudad que tenía la ventaja de estar a una hora de avión de Nueva York y dos de carretera desde Aurora, así que acepté. Eso me dejaba cuatro días para escribir a tumba abierta y tener algunos capítulos que presentarle.
—Llámame si necesitas cualquier cosa —me dijo Douglas antes de colgar.
—Lo haré, gracias. Doug, espera…
—¿Sí?
—Tú hacías los mojitos. ¿Recuerdas?
Le oí sonreír.
—Lo recuerdo bien.
—Fue una bonita época, ¿verdad?
—Sigue siendo una bonita época, Marc. Tenemos vidas formidables, incluso si, a veces, hay momentos más difíciles.
*
1 de diciembre de 2006, New York City
—Doug, ¿puedes hacer más mojitos?
Detrás de la encimera de mi cocina, Douglas, cubierto con un delantal que representaba un cuerpo de mujer desnuda, lanzó un aullido de lobo, agarró una botella de ron y la vació en una coctelera llena de hielo picado.
Habían pasado tres meses desde la salida de mi primer libro; mi carrera estaba en su cima. Por quinta vez en tres semanas, desde que me había mudado a mi piso en el Village, organizaba una fiesta en mi casa. Decenas de personas se apelotonaban en mi salón y yo sólo conocía a una cuarta parte. Pero me encantaba. Douglas se ocupaba de inundar a los invitados de mojitos y yo me encargaba de los white russians, el único cóctel que consideraba desde siempre como decentemente bebible.
—Qué velada —me dijo Douglas—. ¿Es el portero del edificio el que está bailando en el salón?
—Sí. Le he invitado yo.
—¡Y está Lydia Gloor, joder! ¿Te das cuenta? ¡Lydia Gloor está en tu casa!
—¿Quién es Lydia Gloor?
—Por Dios, Marc, ¡si lo sabes! Es la actriz de moda. Actúa en esa serie que todo el mundo ve… Bueno, excepto tú, claro. ¿Cómo has hecho para invitarla?
—Ni idea. La gente llama y yo les abro la puerta. ¡Mi casa es tu casa![2]
Volví al salón con unas pastas y las cocteleras. Después vi cómo caía la nieve detrás de las ventanas, y sentí el repentino impulso de respirar aire libre. Salí al balcón en camisa; hacía un frío glacial. Contemplé la inmensidad de Nueva York ante mí y los millones de puntos de luz hasta perderse de vista, y grité con todas mis fuerzas: «¡Soy Marcus Goldman!». En ese instante escuché una voz detrás de mí: era una bonita rubia de mi edad que no había visto en mi vida.
—Marcus Goldman, tu teléfono está sonando —me dijo.
Su rostro no me era del todo desconocido.
—Ya te he visto en alguna parte, ¿verdad? —le pregunté.
—En la televisión, seguramente.
—Eres Lydia Gloor…
—Sí.
—Vaya.
Le rogué que fuera buena y me esperase en el balcón y fui a responder rápidamente.
—¿Diga?
—¿Marcus? Soy Harry.
—¡Harry! ¡Qué gusto escucharle! ¿Cómo está usted?
—Bastante bien. Sólo quería saludarle. Escucho un escándalo terrible de fondo… ¿Tiene visita? Quizás llamo en mal momento…
—He organizado una pequeña fiesta. En mi nuevo piso.
—¿Ha dejado Montclair?
—Sí, he comprado un piso en el Village. ¡Ahora vivo en Nueva York! Tiene que venir a verlo sin falta, tengo unas vistas que cortan la respiración.
—Estoy seguro de ello. En todo caso, parece que se está divirtiendo. Me alegro por usted. Debe de tener muchos amigos…
—¡Centenares! Y eso no es todo: ¡hay una actriz increíblemente guapa esperándome en el balcón! ¡Ja ja ja, no puedo creerlo! La vida es demasiado hermosa, Harry. Demasiado. ¿Y usted? ¿Qué hace esta noche?
—Yo… organizo una pequeña velada en mi casa. Amigos, filetes y cerveza. ¿Qué más se puede pedir? Nos divertimos. Sólo falta usted. Están llamando a la puerta, Marcus. Otros invitados que llegan. Tengo que dejarle para ir a abrir. No sé si cabremos todos en casa, ¡y Dios sabe que es grande!
—Que pase una feliz velada, Harry. Diviértase. Le volveré a llamar sin falta.
Volví a mi balcón: esa noche empecé a salir con Lydia Gloor, la que mi madre llamaría «la actriz televisiva». En Goose Cove, Harry fue a abrir la puerta: era el chico de la pizza. Cogió el pedido y se instaló delante de la televisión para cenar.
Como le prometí, volví a llamar a Harry después de esa velada. Pero entre las dos llamadas pasó un año. Fue en febrero de 2008.
—¿Diga?
—¡Hombre, Marcus! ¿Es usted de verdad? Increíble. Desde que es famoso, ya no tengo noticias suyas. Intenté llamarle hace un mes y se puso su secretaria, que me dijo que no estaba usted para nadie.
Fui directo al grano:
—La cosa va mal, Harry. Creo que he dejado de ser escritor.
Inmediatamente se puso serio:
—¿Qué me está usted contando, Marcus?
—Ya no sé qué escribir, estoy acabado. Página en blanco. Desde hace meses. Casi un año.
Estalló en una risa cálida y reconfortante.
—¡Bloqueo mental, Marcus, de eso se trata! Las crisis de la página en blanco son tan estúpidas como los gatillazos: es el pánico del genio, el mismo que le deja la colita desinflada cuando se dispone a jugar a los médicos con una de sus admiradoras y en lo único que piensa es en procurarle un orgasmo tal que sólo se podría medir en la escala de Richter. No se preocupe de la inspiración, conténtese con alinear palabras una tras otra. El genio viene de forma natural.
—¿Eso cree?
—Estoy seguro. Pero debería dejar un poco a un lado sus salidas nocturnas y sus canapés. Escribir es algo serio. Creí que se lo había inculcado.
—¡Pero si estoy trabajando duro! ¡No hago otra cosa! Y, a pesar de todo, no consigo nada.
—Entonces es que necesita un marco propicio. Nueva York es muy bonito, pero sobre todo es demasiado ruidoso. ¿Por qué no se viene aquí, a mi casa, como en la época en la que estudiaba conmigo?
*
4-6 de julio de 2008
Durante los días que precedieron a la cita en Boston con Barnaski, la investigación progresó de forma espectacular.
En primer lugar, el jefe Pratt fue inculpado por abusos sexuales a una menor de quince años, y puesto en libertad bajo fianza al día siguiente de su arresto. Se instaló provisionalmente en un hotel de Montburry, mientras Amy abandonaba la ciudad para ir a casa de su hermana, que vivía en otro Estado. El interrogatorio de Pratt por la brigada criminal de la policía estatal confirmó no sólo que Tamara Quinn le había enseñado la nota sobre Nola encontrada en casa de Harry, sino también que Nancy Hattaway le había informado de lo que sabía acerca de Elijah Stern. La razón por la que Pratt había descartado voluntariamente las dos pistas era que temía que Nola le hubiese confesado a una de las dos el episodio del coche de policía, y en consecuencia no quería arriesgarse a verse comprometido interrogándolas. Sin embargo, juró que no tenía nada que ver con las muertes de Nola y Deborah Cooper y que había dirigido la búsqueda de forma irreprochable.
Con su declaración como base, Gahalowood consiguió convencer al fiscal para que solicitase una orden de registro del domicilio de Elijah Stern, que tuvo lugar el viernes 4 de julio, día de la fiesta nacional. El cuadro que representaba a Nola fue encontrado en el taller y requisado. Elijah Stern fue conducido a la sede de la policía estatal para ser interrogado, pero no fue inculpado. Sin embargo, este nuevo capítulo excitó aún más la curiosidad de la opinión pública: tras el arresto del célebre escritor Harry Quebert y del antiguo jefe de policía Gareth Pratt, el hombre más rico de New Hampshire se veía mezclado a su vez en la muerte de la pequeña Kellergan.
Gahalowood me contó con detalle el interrogatorio a Stern. «Un tipo impresionante —me dijo—. Absolutamente tranquilo. Incluso había ordenado a su ejército de abogados que esperase fuera. Su presencia, su mirada azul acero, casi me sentí incómodo frente a él, y sin embargo, Dios sabe la de veces que he hecho este trabajo. Le enseñé el cuadro y me confirmó que se trataba de Nola».
—¿Por qué ese cuadro estaba en su casa? —preguntó Gahalowood.
Stern respondió como si se tratase de algo evidente:
—Porque es mío. ¿Hay alguna ley en este Estado que prohíba colgar cuadros en la pared?
—No. Pero es el retrato de una joven que fue asesinada.
—Y si tuviese un cuadro de John Lennon, que también fue asesinado, ¿sería grave?
—Sabe usted muy bien lo que quiero decir, señor Stern. ¿De dónde salió ese cuadro?
—Lo pintó uno de mis empleados. Luther Caleb.
—¿Por qué pintó ese cuadro?
—Porque le gustaba pintar.
—¿Cuándo fue pintado?
—En el verano de 1975. Julio y agosto, si la memoria no me falla.
—Justo antes de la desaparición de la chica.
—Sí.
—¿Cómo lo pintó?
—Con pinceles, imagino.
—Deje de hacerse el tonto, se lo ruego. ¿De qué conocía él a Nola?
—Todo el mundo conocía a Nola en Aurora. Se inspiró en ella para pintar ese cuadro.
—¿Y no le incomodaba tener en su casa un cuadro de una chica desaparecida?
—No. Es un hermoso cuadro. Es lo que se llama «arte». Y el auténtico arte molesta. El arte actual no es más que el resultado de la degeneración del mundo podrido por lo políticamente correcto.
—¿Es usted consciente de que la posesión de una obra que representa a una jovencita de quince años desnuda podría causarle problemas, señor Stern?
—¿Desnuda? No se ven ni sus senos ni sus partes genitales.
—Pero resulta evidente que está desnuda.
—¿Está dispuesto a defender su opinión ante un tribunal, sargento? Porque perdería, y lo sabe tan bien como yo.
—Sólo me gustaría saber por qué Luther Caleb pintó a Nola Kellergan.
—Ya se lo he dicho: le gustaba pintar.
—¿Conocía usted a Nola Kellergan?
—Un poco. Como todo el mundo en Aurora.
—¿Solamente un poco?
—Solamente un poco.
—Está mintiendo, señor Stern. Tengo testigos que afirman que tenía una relación con ella. Que hacía que fuese a su casa.
Stern se echó a reír:
—¿Tiene usted pruebas de lo que me cuenta? Lo dudo, porque es falso. Nunca he tocado a esa chiquilla. Escuche, sargento, me da usted pena: su investigación patina y a usted le cuesta formular preguntas. Así que le voy a ayudar: fue la misma Nola Kellergan la que vino a verme. Se presentó un día en mi casa, me dijo que necesitaba dinero. Y aceptó posar para un retrato.
—¿Le pagó usted por posar?
—Sí. Luther tenía un gran don para la pintura. ¡Un talento inusitado! Ya me había pintado cuadros magníficos, vistas de New Hampshire, escenas de la vida cotidiana de nuestra hermosa América, y yo estaba entusiasmado. Para mí, Luther podía convertirse en uno de los grandes pintores de este siglo, y pensé que podría hacer algo grandioso pintando a esa hermosa jovencita. La prueba es que, si vendiese ahora ese cuadro, con todo el ruido que está haciendo este caso, sacaría sin duda alguna uno o dos millones de dólares. ¿Conoce usted muchos pintores contemporáneos que vendan por dos millones de dólares?
Una vez terminada su explicación, Stern decretó que había perdido bastante tiempo y que el interrogatorio había terminado, y se marchó, seguido por su legión de abogados, dejando a Gahalowood mudo y con un misterio más en el caso.
—¿Entiende usted algo, escritor? —me preguntó Gahalowood tras terminar de contarme el interrogatorio de Stern—. Un día, la chiquilla se presenta en casa de Stern y le propone que la pinten a cambio de dinero. ¿Puede usted creerlo?
—Es una insensatez. ¿Para qué necesitaría el dinero? ¿Para la fuga?
—Quizás. Sin embargo, ni siquiera se llevó sus ahorros. En su habitación hay una caja de galletas con ciento veinte dólares en su interior.
—¿Y qué ha hecho con el cuadro? —pregunté.
—Nos lo hemos quedado por ahora. Como prueba.
—¿Qué prueba, si Stern no está acusado?
—Prueba contra Caleb.
—Entonces ¿de verdad sospecha de él?
—No sé nada, escritor. Stern pintaba, Pratt se dejaba hacer felaciones, pero ¿qué móvil tenían para matar a Nola?
—¿Miedo de que hablase? —sugerí—. Quizás los amenazó con contarlo todo y, en un momento de pánico, uno de los dos la golpeó hasta matarla antes de enterrarla en el bosque.
—Pero ¿por qué dejaría esa nota en el manuscrito? Adiós, mi querida Nola es de alguien que amaba a la chiquilla. Y el único que la amaba era Quebert. ¿Y si Quebert, al enterarse de lo de Pratt y Stern, hubiese perdido un tornillo y matado a Nola? Esta historia tiene toda la pinta de ser un crimen pasional. De hecho, esa era su hipótesis.
—¿Harry, cometer un crimen pasional? No tiene ningún sentido. ¿Cuándo tendrá los resultados de ese maldito análisis grafológico?
—Enseguida. Es sólo cuestión de días, supongo. Marcus, tengo que decírselo: la oficina del fiscal va a proponer un acuerdo a Quebert. Renuncian a acusarlo de secuestro y él se declara culpable de crimen pasional. Veinte años de cárcel. Y se quedarán en quince si se porta bien. Se libraría de la pena de muerte.
—¿Un acuerdo? ¿Y por qué un acuerdo? Harry no es culpable de nada.
Tenía la impresión de que olvidábamos algo, un detalle que podía explicarlo todo. Tiré del hilo de los últimos días de Nola, pero no encontré ningún acontecimiento importante que señalar durante todo el mes de agosto de 1975 en Aurora, hasta la famosa noche del día 30. A decir verdad, hablando con Jenny Dawn, Tamara Quinn y otros habitantes de la ciudad, me pareció que las tres últimas semanas de Nola Kellergan habían sido felices. Harry me describió las escenas de ahogo, Pratt contó cómo la había forzado a realizarle una felación, Nancy me habló de sus citas sórdidas con Luther Caleb, pero las declaraciones de Jenny y Tamara fueron muy distintas: según ellas, nada hacía pensar que Nola fuera una chica maltratada o infeliz. Tamara Quinn me llegó a decir que le había pedido volver a trabajar en el Clark’s a partir de principios de curso, y que lo había aceptado. Me quedé tan extrañado que le obligué a repetírmelo. ¿Por qué Nola había pedido volver al trabajo si tenía previsto huir? En cuanto a Robert Quinn, me contó que a veces se la cruzaba transportando una máquina de escribir, pero que marchaba ligera, canturreando alegremente. Parecía que Aurora, ese agosto de 1975, era el paraíso terrenal. Llegué a preguntarme si era verdad que Nola tenía intención de dejar la ciudad. Después, me invadió una duda terrible: ¿qué garantías tenía de que Harry me hubiese contado la verdad? ¿Cómo saber si Nola le había pedido realmente que se fuese con ella? ¿Y si no era más que una estratagema para disculparse del asesinato? ¿Y si Gahalowood tuviese razón desde el principio?
Volví a ver a Harry la tarde del 5 de julio, en la prisión. Tenía una cara horrible, con la piel sombría. Su frente estaba atravesada por líneas que no había visto antes.
—El fiscal quiere proponerle un trato —dije.
—Lo sé. Roth me lo ha contado. Crimen pasional. Podría salir al cabo de quince años.
Por su tono de voz, comprendí que estaba dispuesto a plantearse esa opción.
—No me diga que va a aceptar esa oferta —le recriminé.
—No lo sé, Marcus. Pero es una forma de evitar la pena de muerte.
—¿Evitar la pena de muerte? ¿Qué quiere decir con eso? ¿Que es culpable?
—¡No! ¡Pero todas las pruebas están en mi contra! No tengo ninguna gana de meterme en una partida de póquer con un jurado que ya me ha condenado. Quince años de prisión siempre serán mejor que la perpetua o el corredor de la muerte.
—Harry, se lo voy a preguntar por última vez: ¿mató usted a Nola?
—¡Por supuesto que no, por Dios! ¿Cuántas veces tendré que decírselo?
—¡Entonces lo demostraremos!
Saqué mi grabadora y la puse en la mesa.
—Piedad, Marcus. ¡Esa maldita máquina otra vez no!
—Tengo que comprender lo que pasó.
—Ya no quiero que me grabe. Por favor.
—Muy bien. Tomaré notas.
Saqué un cuaderno y un bolígrafo.
—Me gustaría que volviésemos a hablar de su fuga del 30 de agosto de 1975. Si he entendido bien, cuando Nola y usted decidieron marcharse, su libro estaba casi terminado.
—Lo terminé pocos días antes de la marcha. Escribí rápido, muy rápido. Estaba como poseído. Todo era tan especial: Nola allí, todo el rato, releyendo, corrigiendo, pasando a máquina. Le pareceré cursi, pero era mágico. Terminé el libro el día 27 de agosto. Lo recuerdo porque ese día fue el último que vi a Nola. Habíamos acordado que sería mejor que yo dejara la ciudad dos o tres días antes que ella, para no despertar sospechas. El 27 de agosto fue, pues, nuestro último día juntos. Había escrito la novela en un mes. Era una locura. Estaba tan orgulloso de mí mismo. Recuerdo esos dos manuscritos presidiendo la mesa de la terraza: uno escrito a mano, el original, y luego la transcripción a máquina, gracias al trabajo titánico que había llevado a cabo Nola. Estuvimos en la playa, donde nos habíamos conocido tres meses antes. Caminamos un buen rato. Nola me cogió de la mano y me dijo: «Haberte conocido ha cambiado mi vida, Harry. Ya verás, seremos muy felices juntos». Seguimos caminando. El plan estaba listo: yo debía marcharme de Aurora a la mañana siguiente, tras pasar por el Clark’s para dejarme ver y anunciar que estaría ausente una semana o dos con el pretexto de unos asuntos urgentes en Boston. Después debía pasar dos días en Boston y conservar las facturas del hotel: así todo sería coherente si la policía me interrogaba. El 30 de agosto debía coger una habitación en el Sea Side Motel, en la federal 1. Habitación 8, me dijo Nola, porque le gustaba el número 8. Le pregunté cómo iba a hacer para llegar a ese motel que estaba a varias millas de Aurora, y me contestó que no me preocupara, que caminaba muy deprisa y que conocía un atajo por la playa. Nos encontraríamos en la habitación al final de la tarde, a las siete. Tendríamos que marcharnos enseguida, llegar a Canadá, encontrar un lugar donde quedarnos, un pequeño piso de alquiler. Yo debía volver a Aurora días más tarde, como si nada. La policía estaría seguramente buscando a Nola y yo debía conservar la calma: si me preguntaban, responder que estaba en Boston y mostrar las facturas del hotel. Después debía permanecer una semana más allí, para no despertar sospechas; ella se quedaría en el piso, esperándome tranquilamente. Por último, yo debía dejar la casa de Goose Cove y marcharme definitivamente de Aurora, pretextando que había terminado la novela y que a partir de entonces tendría que preocuparme de publicarla. A esas alturas habría vuelto con Nola, habría enviado el manuscrito por correo a los editores neoyorquinos y después habría viajado desde nuestro escondite en Canadá hasta Nueva York para ocuparme de la publicación del libro.
—Pero ¿y Nola? ¿Qué habría hecho mientras tanto?
—Teníamos pensado buscar unos papeles falsos, para que pudiera seguir estudiando en el instituto y después en la universidad. Habríamos esperado a que cumpliese dieciocho años y se habría convertido en la señora de Harry Quebert.
—¿Papeles falsos? ¡Pero si eso es una locura!
—Lo sé. Era completamente loco. ¡Completamente loco!
—¿Y qué pasó después?
—Ese 27 de agosto, en la playa, ensayamos nuestro plan varias veces y volvimos a casa. Nos sentamos en el viejo sofá del salón, que no era viejo pero que ha terminado siéndolo porque nunca he podido separarme de él, y tuvimos nuestra última conversación. Estas fueron, Marcus, estas fueron sus últimas palabras, que nunca olvidaré. Me dijo: «Seremos tan felices, Harry. Me convertiré en tu mujer. Serás un gran escritor. Y profesor universitario. Siempre soñé con casarme con un profesor universitario. A tu lado seré la más feliz de las mujeres. Y tendremos un gran perro del color del sol, un labrador al que llamaremos Storm. Espérame, Harry, te lo ruego, espérame». Y yo le respondí: «Te esperaré toda mi vida si es necesario, Nola». Esas fueron sus últimas palabras, Marcus. Después de eso, me quedé dormido, y cuando desperté, el sol se estaba poniendo y Nola se había marchado. Una luz rosada iluminaba el océano, y gritaban las bandadas de gaviotas. Esas malditas gaviotas que ella amaba tanto. Sobre la mesa de la terraza no quedaba más que un manuscrito: el que me quedé, el original. Y a su lado, esa nota, la que usted encontró en la caja y que decía, recuerdo esas frases de memoria: No te preocupes, Harry, no te preocupes por mí, me las arreglaré para verte allí. Espérame en la habitación número 8, me gusta esa cifra, es mi número preferido. Espérame en esa habitación a las siete de la tarde. Después nos marcharemos juntos. No busqué el manuscrito, comprendí que se lo había llevado para releerlo una vez más. O quizás para asegurarse de que acudiría a nuestra cita en el motel, el día 30. Ella se llevó ese maldito manuscrito, Marcus, como hizo otras veces. Y yo, el día siguiente, dejé la ciudad. Como habíamos previsto. Pasé por el Clark’s a tomarme un café, adrede, para dejarme ver y decir que me ausentaba. Estaba Jenny, como todas las mañanas; le dije que tenía cosas que hacer en Boston, que mi libro estaba casi terminado y que tenía citas importantes allí. Y me marché. Me marché sin pensar ni por un momento que no volvería a ver a Nola.
Dejé mi bolígrafo. Harry estaba llorando.
*
7 de julio de 2008
En Boston, en el salón del Park Plaza, Barnaski pasó media hora hojeando las cincuenta páginas que le había traído, antes de avisarnos.
—¿Y bien? —le pregunté al entrar en la habitación.
Me lanzó una mirada de alegría.
—¡Es sencillamente genial, Goldman! ¡Genial! ¡Sabía que era usted el hombre perfecto para este asunto!
—Cuidado, esas páginas son ante todo mis notas. Contienen algunos hechos que no deberán publicarse.
—Por supuesto, Goldman. Por supuesto. De todas formas, usted aprobará las pruebas finales.
Pidió champán, extendió los contratos sobre la mesa y resumió su contenido:
—Entrega del manuscrito a finales de agosto. La sobrecubierta promocional ya estará lista. Relectura y maquetación en dos semanas, impresión en ese mes de septiembre. Salida prevista para la última semana de septiembre. Como muy tarde. ¡Una agenda perfecta! ¡Justo antes de las elecciones presidenciales y más o menos cuando comience el proceso de Quebert! ¡Fenomenal golpe de marketing, mi querido Goldman! ¡Hip hip, hurra!
—¿Y si la investigación no ha concluido? —pregunté—. ¿Cómo debo terminar el libro?
Barnaski ya tenía una respuesta preparada y aprobada por su servicio jurídico:
—Si la investigación ha concluido, es un relato auténtico. Si no es el caso, dejamos el tema abierto o sugiere usted el final y es una novela. Jurídicamente es intocable y, para los lectores, no existe diferencia alguna. Y además, si la investigación no ha terminado, mejor: ¡podremos hacer una segunda parte! ¡Menudo chollo!
Me miró con expresión de complicidad; un camarero trajo champán e insistió en abrir él mismo la botella. Firmé el contrato, hizo saltar el tapón, puso todo perdido de champán, llenó dos copas y entregó una a Douglas y otra a mí. Le pregunté:
—¿No bebe usted?
Hizo una mueca de disgusto y se secó las manos en un cojín.
—No me gusta nada. El champán es sólo por el espectáculo. El espectáculo, Goldman, es el noventa por ciento del interés que muestra la gente hacia el producto final.
Y se largó a llamar a la Warner Bros para hablar de los derechos cinematográficos.
Esa misma tarde, de regreso a Aurora, recibí una llamada de Roth: estaba como loco.
—¡Han llegado los resultados, Goldman!
—¿Qué resultados?
—¡La letra! ¡No es la de Harry! ¡Harry no escribió la nota en el manuscrito!
Lancé un grito de alegría.
—¿Y eso qué significa en concreto? —pregunté.
—Todavía no lo sé. Pero si no es su letra, eso confirma que no tenía el manuscrito en el momento en que Nola fue asesinada. Y el manuscrito es una de las principales pruebas de cargo de la acusación. El juez acaba de fijar una nueva comparecencia este jueves 10 de julio a las once. Una convocatoria tan rápida es sin duda una buena noticia para Harry.
Yo estaba tremendamente excitado: Harry estaría pronto en libertad. Así que había dicho la verdad, era inocente. Esperaba con impaciencia la llegada del jueves. Pero el día antes de la nueva comparecencia, el miércoles 9 de julio, se produjo una catástrofe. Ese día, sobre las cinco de la tarde, yo estaba en Goose Cove, en el despacho de Harry, leyendo mis notas sobre Nola. Fue entonces cuando recibí la llamada de Barnaski a mi móvil. Su voz temblaba.
—Marcus, tengo una noticia terrible —me dijo de golpe.
—¿Qué pasa?
—Ha habido un robo…
—¿Cómo que un robo?
—Sus folios… Los que me trajo a Boston.
—¿Qué? ¿Cómo es posible?
—Estaban en un cajón de mi despacho. Ayer por la mañana, no los encontré… Primero pensé que Marisa había estado ordenando y los había puesto en la caja fuerte, a veces lo hace. Pero cuando se lo pregunté, me dijo que no los había tocado. Ayer me pasé todo el día buscándolos en vano.
Mi corazón latía con fuerza. Presentía una tormenta.
—Pero ¿qué le hace pensar que han sido robados? —pregunté.
Hubo un largo silencio y respondió:
—He estado recibiendo llamadas toda la tarde: el Globe, el USA Today, el New York Times… Alguien ha mandado sus hojas a toda la prensa nacional, que se dispone a difundirlas. Marcus: es probable que mañana todo el país esté al corriente del contenido de su libro.