Hacía un tiempo radiante en Portland, Maine, el día que visitamos a Sylla Caleb Mitchell, la hermana de Luther. Fue el viernes 18 de julio de 2008. La familia Mitchell vivía en una coqueta casa de un barrio residencial cercano a la colina sobre la que se dibuja el centro de la ciudad. Sylla nos recibió en su cocina; a nuestra llegada, el café humeaba en dos tazas idénticas colocadas sobre la mesa y a su lado se apilaban los álbumes de fotos de la familia.
Gahalowood había conseguido contactar con ella el día anterior. En el trayecto desde Concord a Portland me contó que cuando hablaron por teléfono tuvo la impresión de que esperaba su llamada. «Me presenté como policía, le dije que estaba investigando los asesinatos de Deborah Cooper y Nola Kellergan y que necesitaba verla para hacerle algunas preguntas. En principio, la gente se inquieta cuando oye las palabras policía estatal: se ponen nerviosos, se preguntan lo que pasa y en qué les afecta a ellos. En cambio, Sylla Mitchell me respondió simplemente: “Venga usted mañana a la hora que quiera, estaré en casa. Es importante que hablemos”».
En su cocina, se sentó frente a nosotros. Era una mujer guapa, en una bien llevada cincuentena, de aspecto sofisticado y madre de dos hijos. Su marido, también presente, permaneció de pie, retirado, como si temiese ser inoportuno.
—Entonces —preguntó—, ¿todo eso es verdad?
—¿El qué? —dijo Gahalowood.
—Lo que he leído en el periódico… Todas esas cosas espantosas sobre esa pobre chiquilla de Aurora.
—Sí. La prensa lo ha deformado un poco, pero los hechos son verídicos. Señora Mitchell, no pareció que le sorprendiera mi llamada, ayer…
Sonrió tristemente.
—Como le dije por teléfono —dijo—, el periódico no citaba los nombres, pero comprendí que E. S. era Elijah Stern. Y que su chófer era Luther —sacó un recorte de periódico y lo leyó en voz alta como para comprender lo que no comprendía—. E. S., uno de los hombres más ricos de New Hampshire, enviaba a su chófer a buscar a Nola a la ciudad para llevarla a su casa, en Concord. Treinta y tres años más tarde, una amiga de Nola, que entonces no era más que una niña, relataría cómo había asistido un día a la cita con el chófer, con el que Nola se había marchado como quien marchaba hacia la muerte. Esa joven testigo describiría al chófer como un hombre espantoso, de cuerpo fornido y rostro deformado. Esa descripción sólo puede corresponder a mi hermano.
Calló y nos miró fijamente. Esperaba una respuesta y Gahalowood puso las cartas sobre la mesa:
—Encontramos un retrato de Nola Kellergan, más o menos desnuda, en casa de Elijah Stern —dijo—. Según Stern, fue su hermano quien la pintó. Aparentemente, Nola habría aceptado que la pintasen a cambio de dinero. Luther iba a buscarla a Aurora y la llevaba a Concord a casa de Stern. No sabemos muy bien lo que pasaba allí, pero en todo caso Luther pintó un cuadro de ella.
—¡Pintaba mucho! —exclamó Sylla—. Tenía mucho talento, hubiese podido tener una gran carrera. Ustedes… ¿creen que pudo matar a la chica?
—Digamos que está en la lista de sospechosos —respondió Gahalowood.
Sobre la mejilla de Sylla rodó una lágrima.
—¿Sabe, sargento?, recuerdo el día en que murió. Fue un viernes a finales de septiembre. Yo acababa de cumplir veintiún años. Recibimos una llamada de la policía, que nos anunciaba que Luther había muerto en un accidente de coche. Recuerdo bien cómo sonó el teléfono, a mi madre descolgándolo. Al lado, mi padre y yo. Mamá responde y nos murmura inmediatamente: «Es la policía». Escucha atentamente y dice: «Vale». Nunca olvidaré ese instante. Al otro lado del hilo, un agente de policía le anunciaba la muerte de su hijo. Acababa de decir algo del tipo «Señora, tengo el penoso deber de anunciarle que su hijo ha muerto en un accidente de tráfico», y ella responde: «Vale». Después, cuelga, nos mira y nos dice: «Ha muerto».
—¿Qué pasó? —preguntó Gahalowood.
—Una caída de veinte metros, desde los acantilados de Sagamore, Massachusetts. Se dijo que estaba borracho. Es una carretera llena de curvas y sin iluminar.
—¿Qué edad tenía?
—Treinta años… Tenía treinta años. Mi hermano era un buen hombre, pero… ¿Sabe?, me alegro de que estén aquí. Creo que debo contarles algo que debimos contar hace treinta y tres años.
Y, con voz temblorosa, Sylla nos relató una escena que se desarrolló aproximadamente tres semanas antes del accidente. Fue el sábado 30 de agosto de 1975.
*
30 de agosto de 1975, Portland, Maine
Esa noche, la familia Caleb tenía previsto ir a cenar al Horse Shoe, el restaurante preferido de Sylla, para celebrar sus veintiún años. Había nacido un 1 de septiembre. Jay Caleb, el padre, le había dado la sorpresa de reservar el salón privado del primer piso; había invitado a todos sus amigos y a algunos conocidos, unas treinta personas en total, incluido Luther.
Los Caleb —Jay, Nadia, la madre, y Sylla— se presentaron en el restaurante a las seis de la tarde. Todos los invitados estaban esperando a Sylla en el salón y la felicitaron cuando apareció. Empezó la fiesta: comenzó a sonar la música y se sirvió champán. Luther no había llegado todavía. Su padre pensó primero en un contratiempo por el camino. Pero a las siete y media, cuando se sirvió la cena, su hijo no había llegado todavía. No acostumbraba a llegar tarde y Jay empezó a inquietarse por su ausencia. Intentó hablar con Luther llamando al teléfono de la habitación que ocupaba en el anexo a la mansión de Stern, pero nadie contestó.
Luther faltó a la cena, al pastel y al baile. A la una de la mañana, los Caleb volvieron a casa, silenciosos e inquietos: estaban preocupados. Por nada del mundo se hubiese perdido Luther el cumpleaños de su hermana. En casa, Jay encendió la radio del salón, en un gesto automático. Las noticias mencionaron una importante operación policial en Aurora, tras la desaparición de una chica de quince años. Aurora era un nombre familiar. Luther decía que iba allí a menudo para ocuparse de los rosales de una magnífica casa que poseía Elijah Stern al borde del mar. Jay Caleb creyó que era una coincidencia. Escuchó atentamente el resto del boletín, y después los de otras emisoras para saber si se había producido un accidente de carretera en la región; pero no se mencionó nada parecido. Inquieto, pasó en vela parte de la noche, sin saber si debía avisar a la policía, esperar en casa o recorrer el camino hasta Concord. Acabó durmiéndose en el sofá del salón.
A primera hora de la mañana, todavía sin noticias, llamó a Elijah Stern para saber si había visto a su hijo. «¿Luther? —respondió Stern—. No está. Se ha tomado unos días libres. ¿No les ha dicho nada?». Toda aquella historia era muy rara: ¿por qué Luther se habría marchado sin avisarles? Aturdido, sin poder resignarse más a seguir esperándole, Jay Caleb decidió entonces ir en busca de su hijo.
*
Sylla Mitchell, al rememorar ese episodio, empezó a temblar. Se levantó bruscamente de la silla e hizo más café.
—Ese día —nos dijo—, mientras mi padre se dirigía a Concord y mi madre permanecía en casa por si Luther llegaba, fui a pasar la jornada con unos amigos. Volví a casa bastante tarde. Mis padres estaban en el salón, hablando, y escuché a mi padre decir a mi madre: «Creo que Luther ha hecho una enorme estupidez». Pregunté lo que pasaba y me ordenó que no hablara de la desaparición de Luther con nadie, y menos con la policía. Dijo que él mismo se encargaría de encontrarlo. Lo buscó en vano durante más de tres semanas. Hasta el accidente.
Ahogó un sollozo.
—¿Qué pasó, señora Mitchell? —preguntó Gahalowood con voz tranquilizadora—. ¿Por qué su padre pensaba que Luther había cometido una estupidez? ¿Por qué no quería llamar a la policía?
—Es complicado, sargento. Es todo tan complicado…
Abrió los álbumes de fotos y nos habló de la familia Caleb: de Jay, su dulce padre, de Nadia, su madre, una antigua Miss Maine que había inculcado el gusto por la belleza a sus hijos. Luther era el mayor, tenía nueve años más que ella. Ambos habían nacido en Portland.
Nos enseñó fotos de su infancia. La casa familiar, las vacaciones en Colorado, el inmenso almacén de la empresa de su padre, donde Luther y ella habían pasado veranos enteros. Una serie de fotos nos mostró a la familia en Yosemite, en 1963. Luther tiene dieciocho años, es un joven guapo, delgado, elegante. Después nos fijamos en una foto que data del otoño de 1974: Sylla cumple veinte años. Jay, el orgulloso padre de familia, tiene sesenta años y barriga. La madre tiene el rostro marcado por arrugas indelebles. Luther tiene casi treinta años: su rostro está deformado.
Sylla contempló largamente esa última imagen.
—Antes éramos una hermosa familia —dijo—. Antes éramos tan felices.
—¿Antes de qué? —preguntó Gahalowood.
Ella le miró como si fuese evidente.
—Antes de la agresión.
—¿Una agresión? —repitió Gahalowood—. No estoy al corriente.
Sylla puso las dos fotografías de su hermano una al lado de la otra.
—Sucedió durante el otoño que siguió a las vacaciones en Yosemite. Miren esta foto… Miren lo guapo que era. Luther era un joven muy especial, ¿saben? Le gustaba el arte, tenía talento para la pintura. Había terminado el instituto y acababa de ser admitido en la escuela de Bellas Artes de Portland. Todo el mundo decía que podía convertirse en un gran pintor, que tenía un don. Era un chico feliz. Pero también empezaba la guerra de Vietnam, y tenía que ir a hacer el servicio militar. Decía que, a su vuelta, haría Bellas Artes y se casaría. Estaba prometido. Ella se llamaba Eleanore Smith. Una chica de su instituto. Se lo repito, era un chico feliz. Antes de esa noche de septiembre de 1964.
—¿Qué pasó esa noche?
—¿Ha oído hablar alguna vez de la banda de los field goals, sargento?
—¿La banda de los field goals? No, nunca.
—Es el apodo que la policía dio a un grupo de delincuentes que hacía estragos en la región en aquella época.
*
Septiembre de 1964
Eran las diez de la noche aproximadamente. Luther había pasado la velada en casa de Eleanore y volvía andando a casa de sus padres. Debía partir al día siguiente a un centro de reclutamiento. Eleanore y él acababan de decidir que se casarían a su regreso: se habían jurado fidelidad y habían hecho el amor por primera vez en la camita de niña de Eleanore, mientras su madre, en la cocina, preparaba cookies.
Tras haber salido de casa de los Smith, se había vuelto varias veces a mirar atrás. Bajo el porche, a la luz de las farolas, había visto a Eleanore llorando y despidiéndose con la mano. En aquel momento caminaba por Lincoln Road: una carretera poco frecuentada a esa hora y mal iluminada, pero que era el camino más corto para llegar a su casa, que estaba a tres millas a pie. Le adelantó un primer coche; el halo de los faros iluminó un buen tramo de carretera. Poco después, un segundo vehículo llegó por detrás a gran velocidad. Sus ocupantes, visiblemente muy alterados, lanzaron gritos por la ventanilla para asustarle. Luther no reaccionó y el coche se detuvo bruscamente en medio de la carretera, a unas decenas de metros delante de él. Continuó avanzando: ¿qué podía hacer si no? ¿Debió cruzar al otro lado de la carretera? Cuando adelantó al coche, el conductor le preguntó:
—¡Eh, tú! ¿Eres de aquí?
—Sí —respondió Luther.
Recibió un chorro de cerveza en plena cara.
—¡Los tíos de Maine son unos paletos! —gritó el conductor.
Los pasajeros lanzaron gritos. Eran cuatro en total, pero, en la oscuridad, Luther no podía ver sus caras. Adivinaba que eran jóvenes, entre veinticinco y treinta años, borrachos, muy agresivos. Tenía miedo y continuó su camino, con el corazón acelerado. No era un camorrista, no quería problemas.
—¡Eh! —volvió a espetarle el conductor—. ¿Adónde vas así, paletillo?
Luther no respondió y aceleró el paso.
—¡Vuelve aquí! ¡Vuelve! Vamos a enseñarte cómo se trata a los mierdecillas como tú.
Luther oyó cómo se abrían las puertas del coche y al conductor gritar: «¡Señores, se abre la caza al paleto! ¡Cien dólares para el que lo atrape!». Intentó huir a toda velocidad: tenía la esperanza de que llegase otro coche. Uno de sus perseguidores lo atrapó y lo tiró al suelo gritando a los demás: «¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Los cien dólares son para mí!». Rodearon a Luther y le dieron una paliza. Mientras yacía en el suelo, uno de los agresores exclamó: «¿Quién quiere echar un partido de fútbol? ¿Qué tal una ronda de field goals[3]?». Los demás lanzaron gritos de entusiasmo y, uno a uno, le patearon la cara con una violencia inaudita, como si golpearan un balón para marcar un tanto. Terminada la ronda, le dieron por muerto y lo dejaron al borde de la carretera. Lo encontró un motorista cuarenta minutos más tarde, y fue a buscar auxilio.
*
—Después de varios días en coma, Luther despertó con la cara completamente destrozada —nos explicó Sylla—. Le realizaron varias cirugías reconstructivas, pero ninguna consiguió devolverle su apariencia. Pasó dos meses en el hospital. Salió de allí condenado a vivir con el rostro torcido y dificultades para hablar. Evidentemente, no hubo Vietnam para él, pero tampoco hubo nada más. Permanecía postrado en casa todo el día, ya no pintaba, ya no tenía proyectos. Al cabo de seis meses, Eleanore rompió su compromiso. Incluso se marchó de Portland. ¿Quién podía reprochárselo? Tenía dieciocho años y ninguna gana de sacrificar su vida para ocuparse de Luther, que se había convertido en una sombra y arrastraba su malestar. Ya no era la misma persona.
—¿Y sus agresores? —preguntó Gahalowood.
—No los encontraron nunca. Aparentemente, esa banda había actuado varias veces en la zona. Y en cada ocasión, habían realizado su ronda de field goals. Pero la de Luther fue la agresión más grave que cometieron: estuvieron a punto de matarle. Toda la prensa habló de ello, la policía andaba de cabeza tras ellos. Después no volvieron a dar más que hablar. Sin duda, tenían miedo de que los cogieran.
—¿Qué pasó con su hermano después?
—Luther pasó los dos años siguientes vagando por la casa familiar. Era como un fantasma. No hacía nada. Mi padre pasaba el mayor tiempo posible en su almacén, mi madre se las arreglaba para estar todo el día fuera. Fueron dos años difícilmente soportables. Después, un día de 1966, alguien llamó a la puerta.
*
1966
Dudó antes de abrir: no soportaba que le vieran. Pero era el único que estaba en casa y podía ser importante. Abrió y encontró ante él a un hombre de unos treinta años, muy elegante.
—Hola —dijo el hombre—. Siento presentarme así, pero he tenido un percance con el coche, a cincuenta metros de aquí. ¿No sabrás algo de mecánica, por casualidad?
—Debende —respondió Luther.
—No es nada serio, sólo una rueda pinchada. Pero no consigo hacer funcionar el gato.
Luther aceptó ir a echar un vistazo. El coche era un cupé de lujo, aparcado en el arcén, a cien metros de la casa. Un clavo había perforado la rueda delantera derecha. El gato se bloqueaba porque estaba mal engrasado; a pesar de ello, Luther consiguió manipularlo y cambiar la rueda.
—Bueno, qué impresionante —dijo el hombre—. Menuda suerte haberte encontrado. ¿A qué te dedicas? ¿Eres mecánico?
—A nada. Antez pintaba. Pedo tuve un accidente.
—¿Y cómo te ganas la vida?
—Do be gano la vida.
El hombre le contempló y le tendió la mano.
—Me llamo Elijah Stern. Gracias, me has sacado de una buena.
—Luthed Caleb.
—Encantado, Luther.
Se miraron un momento. Stern se decidió a hacer la pregunta que le rondaba desde que Luther había abierto la puerta de su casa.
—¿Qué te pasó en la cara? —preguntó.
—¿Ha oído uzted hablad de la banda de loz field goalz?
—No.
—Unoz tipoz que cometiedon aguezionez, pada divedtidze. Golpeaban la cabeza de zuz víctimaz como zi fueze un balón.
—Qué horror… Lo siento.
Luther se encogió de hombros, fatalista.
—¡No te desanimes! —exclamó Stern con tono amistoso—. Si la vida te da golpes así, ¡revuélvete contra ella! ¿Qué te parecería tener trabajo? Estoy buscando a alguien que se ocupe de mis coches y me sirva de chófer. Me gustas. Si te tienta mi oferta, te contrato.
Una semana más tarde, Luther se instalaba en Concord, en la dependencia para empleados anexa a la inmensa casa de la familia Stern.
*
Sylla pensaba que el encuentro con Stern había sido providencial para su hermano.
—Gracias a Stern, Luth se convirtió en alguien —dijo—. Tenía un trabajo, una paga. Su vida volvía a tener algo de sentido. Y sobre todo, volvió a pintar. Stern y él se llevaban muy bien: era su chófer pero también su hombre de confianza, incluso casi su amigo, diría yo. Stern acababa de hacerse cargo de los negocios de su padre; vivía solo en esa casa demasiado grande para él. Creo que era feliz en compañía de Luther. Tenían una relación muy estrecha. Luth permaneció a su servicio durante los nueve años siguientes. Hasta su muerte.
—Señora Mitchell —preguntó Gahalowood—. ¿Cómo era su relación con su hermano?
Sonrió:
—Era alguien tan especial. ¡Tan bueno! Le gustaban las flores, le gustaba el arte. Nunca debió terminar su vida como un vulgar chófer de limusina. Bueno, no es que tenga nada contra los chóferes, pero Luth… ¡era distinto! Venía muchos domingos a comer a casa. Llegaba por la mañana, pasaba el día con nosotros y volvía a Concord por la tarde. Me gustaban esos domingos, sobre todo cuando se ponía a pintar, en su antigua habitación transformada en taller. Tenía un talento inmenso. En cuanto se ponía a dibujar, surgía de él una belleza inusitada. Me ponía detrás de él, me sentaba en una silla y miraba cómo trabajaba. Miraba cómo sus trazos, que parecían caóticos al principio, formaban al final escenas de un realismo tremendo. Primero tenía la impresión de que garabateaba, y después, de pronto, aparecía una imagen en medio de los trazos, hasta que cada uno de ellos tomaba sentido. Era un momento absolutamente extraordinario. Y yo le decía que debía continuar dibujando, que debía volver a pensar en hacer Bellas Artes, que debía exponer sus lienzos. Pero ya no quería, por culpa de su cara, por culpa de su forma de hablar. Por culpa de todo. Antes de la agresión, decía que pintaba porque estaba dentro de él. Cuando se recuperó por fin, decía que pintaba para estar menos solo.
—¿Podríamos ver algunos de sus cuadros? —preguntó Gahalowood.
—Sí, claro. Mi padre reunió una pequeña colección con todas las telas que dejó en Portland y las que recuperó en la habitación que tenía Luther en casa de Stern después de su muerte. Decía que un día podrían donarlas a un museo, que quizás habrían tenido éxito. Pero se contentó con almacenar los recuerdos en cajas que ahora conservo yo en casa desde la muerte de mis padres.
Sylla nos llevó hasta el sótano, donde uno de los cuartos de la bodega estaba repleto de enormes cajas de madera. Sobresalían varios grandes cuadros, y los bocetos y dibujos se apilaban entre los marcos. Había una cantidad impresionante.
—Hay mucho desorden —se disculpó—. Son recuerdos desordenados. No me he atrevido a tirar nada.
Hurgando entre los cuadros, Gahalowood sacó un lienzo que representaba a una joven rubia.
—Es Eleanore —explicó Sylla—. Esos lienzos son anteriores a la agresión. Le gustaba pintarla. Decía que podría pintarla el resto de su vida.
Eleanore era una jovencita rubia muy guapa. Un detalle intrigante: se parecía muchísimo a Nola. Había otros numerosos retratos de mujeres diferentes, todas rubias, y las fechas indicaban en todos los casos años posteriores a la agresión.
—¿Quiénes son las mujeres de estos cuadros? —interrogó Gahalowood.
—No lo sé —respondió Sylla—. Sin duda, salieron de la imaginación de Luther.
Fue en ese momento cuando encontramos una serie entera de bocetos a carboncillo. En uno de ellos, creí reconocer el interior del Clark’s y, en la barra, una mujer hermosa pero triste. El parecido con Jenny era asombroso, aunque al principio pensé que era una coincidencia. Hasta que, al dar la vuelta al dibujo, encontré la siguiente anotación: Jenny Quinn, 1974. Entonces pregunté:
—¿Por qué su hermano tenía esa obsesión por pintar mujeres rubias?
—Lo ignoro —dijo Sylla—. De verdad…
Gahalowood la miró entonces fijamente con expresión dulce y grave a la vez y le dijo:
—Señora Mitchell, ha llegado el momento de que nos diga por qué la noche del 31 de agosto de 1975 su padre les dijo que pensaba que Luther había hecho «una estupidez».
Ella asintió.
*
31 de agosto de 1975
A las nueve de la mañana, cuando Jay Caleb colgó el teléfono, comprendió que había algo que no iba bien. Elijah Stern acababa de informarle de que Luther había cogido un permiso de duración indeterminada. «¿Está usted buscando a Luther? —se había extrañado Stern—. Pero si no está aquí. Pensaba que lo sabía». «¿No está allí? Entonces ¿dónde está? Ayer le esperábamos para el cumpleaños de su hermana y no se presentó. Estoy muy preocupado. ¿Qué le dijo exactamente?» «Me dijo que probablemente iba a tener que dejar de trabajar para mí. Eso fue el viernes». «¿Dejar de trabajar para usted? Pero ¿por qué?» «Lo ignoro. Pensaba que usted lo sabría».
Inmediatamente después de haber soltado el auricular, Jay lo volvió a coger para avisar a la policía. Pero al instante desistió. Tenía un extraño presentimiento. Nadia, su mujer, irrumpió en el despacho.
—¿Qué ha dicho Stern? —preguntó.
—Que Luther dimitió el viernes.
—¿Dimitió? ¿Cómo que dimitió?
Jay suspiró; estaba agotado por culpa de la falta de sueño.
—No tengo ni idea —dijo—. No comprendo nada de lo que pasa. Nada de nada… Tengo que ir a buscarle.
—¿Buscarle dónde?
Se encogió de hombros. No tenía la menor idea.
—Quédate aquí —ordenó a Nadia—. Por si acaso vuelve. Te llamaré cada hora para informarte.
Cogió las llaves de su camioneta y se puso en marcha, sin saber siquiera por dónde empezar. Al final decidió ir a Concord. Conocía poco la ciudad y la recorrió a ciegas; se sentía perdido. En varias ocasiones pasó por delante de una comisaría: le hubiese gustado detenerse y pedir ayuda a los agentes, pero cada vez que pensaba en hacerlo, algo dentro de él lo disuadía. Acabó presentándose en casa de Elijah Stern. Este estaba ausente, fue un empleado de la casa el que le condujo hasta la habitación de su hijo. Jay esperaba que Luther hubiese dejado un mensaje; pero no encontró nada. La habitación estaba ordenada, no había ni carta ni pista alguna que explicara su marcha.
—¿Luther le comentó algo? —preguntó Jay al empleado que le acompañaba.
—No. No he estado aquí los dos últimos días, pero me han dicho que Luther no volvería a trabajar por el momento.
—¿Que no volvería por el momento? Pero ¿ha cogido un permiso o lo ha dejado?
—No sabría decirle, señor.
Toda esa confusión sobre Luther era muy extraña. Jay estaba convencido de que tenía que haber pasado algo grave para que su hijo se evaporase de esa forma. Dejó la propiedad de Stern y volvió a la ciudad. Se detuvo en un restaurante para llamar a su mujer y comer un sándwich. Nadia le informó de que seguía sin noticias. Mientras desayunaba, hojeó el periódico: sólo hablaba del suceso acaecido en Aurora.
—¿Qué es toda esta historia de la desaparición? —preguntó al dueño del local.
—Mal asunto… Ha pasado en un pueblucho a una hora de aquí: una pobre mujer ha sido asesinada y han secuestrado a una chica de quince años. Toda la policía del Estado está buscándola…
—¿Cómo se va a Aurora?
—Coja la 101, dirección este. Cuando llegue al mar, siga la federal 1, dirección sur, y desde ahí ya llega.
Guiado por un presentimiento, Jay Caleb se dirigió a Aurora. En la federal 1 tuvo que detenerse en dos controles de policía; después, cuando bordeaba el espeso bosque de Side Creek, pudo constatar la amplitud del dispositivo de búsqueda: decenas de vehículos de urgencias, policías por todas partes, perros y mucha agitación. Condujo hasta el centro de la ciudad, y poco después de la marina se detuvo delante de un diner de la calle principal abarrotado de gente. Entró y se instaló en la barra. Una deslumbrante joven rubia le sirvió café. Durante una fracción de segundo, creyó que la conocía; sin embargo, era la primera vez en su vida que había ido allí. La miró fijamente, ella le sonrió, y después vio su nombre en su broche: Jenny. De pronto, comprendió: la mujer del boceto a carboncillo realizado por Luther y que él apreciaba particularmente ¡era ella! Recordaba bien la anotación al dorso: Jenny Quinn, 1974.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —le preguntó Jenny—. Parece usted perdido.
—Yo… Es horrible lo que ha pasado aquí…
—A quién se lo dice… Todavía no sabemos qué le ha pasado a la chica. ¡Es tan joven! No tiene más que quince años. La conozco bien, trabaja aquí los sábados. Se llama Nola Kellergan.
—Co… ¿cómo dice? —balbuceó Jay, que esperaba haber oído mal.
—Nola. Nola Kellergan.
Al oír ese nombre de nuevo, sintió que vacilaba. Tenía ganas de vomitar. Debía marcharse de allí. Lejos. Dejó diez dólares en la barra y huyó.
En el mismo instante en que entró en casa, Nadia comprendió inmediatamente que a su marido le pasaba algo grave. Se precipitó hacia él, y casi se echó en sus brazos.
—Dios mío, Jay, ¿qué pasa?
—Hace tres semanas, Luth y yo fuimos a pescar. ¿Te acuerdas?
—Sí. Pescasteis esas lubinas negras de carne incomible. Pero ¿por qué me hablas de eso?
Jay relató ese día a su mujer. Era el domingo 10 de agosto de 1975. Luther había llegado de Portland el día anterior por la tarde: habían previsto ir a pescar por la mañana temprano al borde de un pequeño lago. Hacía un día magnífico, los peces picaban, habían elegido un lugar muy tranquilo y no había nadie que les molestara. Mientras bebían cerveza, conversaban acerca de la vida.
—Tengo que decidte algo, papá —había dicho Luther—. He conocido a una mujed eztaoddinadia.
—¿En serio?
—Como te digo. Ez una mujed fueda de lo común. Eztoy enamodado, y ademaz, ella me quiede. Me lo ha dicho. Un día te la pezentadé. Eztoy zegudo de que te guztadá mucho.
Jay sonrió.
—¿Y esa joven tiene un nombre?
—Nola, papá. Nola Kelledgan.
Recordando ese día, Jay Caleb contó a su mujer: «Nola Kellergan es el nombre de la chica que ha sido secuestrada en Aurora. Creo que Luther ha hecho una enorme estupidez».
Sylla entró en casa en ese mismo instante. Oyó las palabras que pronunciaba su padre. «¿Qué quiere decir eso? —exclamó—. ¿Qué ha hecho Luther?». Él, después de explicarle la situación, le ordenó que no contara nada bajo ningún concepto. Nadie debía relacionar a Luther con Nola. Después pasó toda la semana fuera, buscando a su hijo: primero recorrió Maine, después toda la costa, desde Canadá hasta Massachusetts. Visitó los lugares recónditos, lagos y cabañas, a los que su hijo era aficionado. Pensaba que quizás estaría oculto allí, presa del pánico, acosado como una fiera por toda la policía del país. No encontró rastro alguno. Le esperaba todas las noches, atento al menor ruido. Cuando la policía llamó para anunciar su muerte, pareció casi aliviado. Exigió a Nadia y a Sylla que no comentasen nunca más esa historia, para que nadie ensuciase la memoria de su hijo.
*
Cuando Sylla terminó su relato, Gahalowood le preguntó:
—¿Nos está usted diciendo que cree que su hermano tuvo algo que ver con el secuestro de Nola?
—Digamos que tenía un comportamiento extraño hacia las mujeres. Sé que solía dibujarlas a escondidas, en lugares públicos. Nunca supe qué placer encontraba en aquello… Entonces, sí, creo que pudo pasar algo con esa joven. Mi padre pensaba que Luther se había vuelto loco, que ella le había rechazado y él la había asesinado. Cuando la policía llamó para decirnos que se había matado, mi padre lloró mucho tiempo. Y, entre lágrimas, le oí decirnos: «Mejor que haya muerto… Si le hubiese encontrado yo, creo que le habría matado. Para que no acabase en la silla eléctrica».
Gahalowood balanceó la cabeza. Lanzó un último vistazo a las cosas de Luther y cogió un cuaderno de notas.
—¿Es la letra de su hermano?
—Sí, son indicaciones para la poda de rosales… También se ocupaba de los rosales en casa de Stern. No sé por qué lo he guardado.
—¿Podría llevármelo? —preguntó Gahalowood.
—¿Llevárselo? Sí, claro. Pero me temo que no tendrá mucho interés para su investigación. Lo he hojeado y no es más que una guía de jardinería.
Gahalowood asintió.
—Compréndalo —dijo—, necesito que analicen la letra de su hermano.